sa tarde, en un lugar alejado de la ciudad.
Sentada en las faldas de un roble mira hacia el cielo celeste. No hay ni una sola nube. Empieza a ocultarse el sol. Refresca y se estremece. Maldice en voz baja; se pone las manos en la cara y quiere desaparecer. Ha lanzado el móvil contra el césped. Ahora el aparato yace sin batería junto a sus pies. Se está volviendo loca. Loca de amor. ¿Amor? Desamor, fracaso, desengaño.
Katia ha llamado a Ángel una decena de veces. Tal vez más. A decir verdad, ha perdido la cuenta.
¿Por qué no se lo ha cogido?
Simplemente quería verlo, solo eso, verlo una vez más. Sí, una sola vez más. Lo necesitaba. Para eso ha ido hasta allí desde la otra punta de la ciudad.
Ha recorrido a pie el campo de golf casi por completo. Nada, ni rastro del periodista. Solo ojos curiosos y sorprendidos al verla caminar desorientada a uno y a otro lado, y comentarios al oído y fotos con el móvil de anónimos que se sienten afortunados de haberse encontrado con la cantante más popular del momento.
—¡Mira esa chica! ¡Es Katia!
—¡Que va a ser esa Katia!
—Que sí, que lo es.
—Ni se parece. Cada vez estás peor de la vista.
—¡Qué capullo! ¿Vamos a preguntárselo?
—Vale, pero seguro que no es ella.
—¿Qué te apuestas?
—Una cena.
—Hecho.
Una pareja de novios se acerca a la chica del pelo rosa. La observan de arriba abajo, como si fuera un bicho raro. Cuchichean:
—Pregúntaselo.
—No, hazlo tú.
—Venga, que tú eres el que dice que no es.
—Por eso mismo; pregúntale tú.
La cantante ni se ha percatado de que están allí. Finalmente, la desconocida se decide a hablar ante la tozudez de su novio:
—Perdona que te molestemos, pero es que mi novio no se cree que seas la cantante Katia.
Katia alza la vista. Una pareja la examina detenidamente. Ella es gordita y feúcha; él tampoco es nada del otro mundo, bajito y con poco pelo.
—¿Verdad que no lo eres? —interviene él, ante el silencio de la joven.
Katia no dice nada. Simplemente los mira.
—Sí que lo es. Estoy convencida.
—¿Lo eres?
—Lo es, lo es. Si no dice nada, es por algo.
—¿Es verdad? ¿Eres Katia?
El chico comienza a dudar. Es cierto, se parece mucho. Ahora que la ve más cerca, cabe la posibilidad de que se haya equivocado. Vaya, tendrá que pagarle una cena a su novia. Aunque eso no es lo malo, lo peor es admitir que él estaba confundido y ella tenía razón.
—Sí, lo soy —contesta Katia.
—¡Bien, lo sabía! ¡Yo tenía razón! ¡Tú pagas la cena! —exclama orgullosa la chica gordita.
—Y vosotros sois unos irrespetuosos.
La pareja se queda perpleja. ¿Han entendido bien?
—¿No tengo derecho a tener intimidad? ¿Solo por ser un personaje público tengo que estar las veinticuatro horas disponible para todo el mundo? ¿No habéis pensado que, si estoy aquí sola, es porque quizá quiera estar sola?
—Perdónanos. Nosotros no…
—Ya, ya lo sé: que no era vuestra intención molestarme; que no pretendíais fastidiarme; que no sabíais que tengo un mal día… ¡Bah!
—De verdad que…
—Pues ya sabes, calvito, ahora tienes que pagarle una cena a tu querida novia. Eso sí, ten cuidado porque, si come un poco más, va a reventar esos pantalones.
Después de esto, coge el móvil y la batería del césped y se incorpora.
La pareja no dice nada. Están boquiabiertos y abrumados por las palabras de la cantante. Y, mientras contemplan en silencio cómo se aleja, piensan al unísono que esta chica en la tele parecía más simpática.
Katia, por su parte, camina hacia la salida del campo de golf, y, tras arreglar el móvil, llama a una vez más a Ángel, pero el resultado es el mismo que en todas las veces anteriores. Desesperada, amaga con lanzar el teléfono con más fuerza al suelo, pero en el último momento se arrepiente. Tiene que hacer una última llamada para pedir un taxi que la lleve de nuevo a casa, de donde no piensa salir en todo lo que queda de semana. No sabe lo equivocada que está.