Capítulo 39

la mañana siguiente, un día de marzo, en un lugar alejado de la ciudad.

Se quedó dormido con el móvil sobre el pecho esperando una respuesta que no llegó.

Paula no le devolvió el último mensaje. No parece que le haya entusiasmado demasiado la idea de repetir lo de los cuadernillos. La magia de anoche ha desaparecido.

Sentado en el asiento del copiloto de aquel Ford Focus negro, Álex revisa constantemente su teléfono, cada vez con menos esperanzas de recibir un SMS de Paula.

Suena todo, de Pereza, en la radio del coche. Irene, mientras conduce, tararea bajito el estribillo. Está satisfecha. Hoy no ha tenido que usar demasiadas artimañas para convencer a su hermanastro de que vaya con ella. Le ha preguntado si lo llevaba a la ciudad y, para su sorpresa, le ha contestado tranquilamente que sí. Incluso se ha tomado un café juntos en el camino. Es un paso adelante.

De vez en cuando mira de reojo a Álex. Parece distraído. Tiene la vista fija en la carretera, pero a cada minuto examina el móvil.

—¿Esperas alguna llamada? —le pregunta, curiosa.

—¿Una llamada?

—Sí. No paras de mirar el móvil.

—Ah, eso. Es por la hora. Lo que mira es el reloj —miente.

Irene no le cree, pero no quiere insistir. Debe aprovechar la tregua que hay entre ambos esta mañana. Es un buen momento para profundizar en su relación.

—¿Nos echas de menos?

—¿Cómo?

—Que si nos echas de menos.

—¿A quiénes?

—Pues a quiénes va a ser, a mi mamá y a mí. Hemos pasado mucho tiempo viviendo juntos.

—Uno se acostumbra a vivir solo. No está tan mal.

—Ya. Pero ¿ni un poquito de nada? —dice sonriendo.

—Tú ya sabes que tu madre y yo nunca nos hemos llevado bien.

—Sí, esa es una batalla perdida.

—Perdida y acabada.

—Ya. —La chica guarda silencio. Sopesa si debe insistir con la pregunta para averiguar lo que realmente le interesa. Por fin se decide—. ¿Y a mí? ¿No me echas de menos a mí?

Álex no la mira. No puede ver los ojos brillantes de Irene que por un instante se han apartado de la carretera, buscando los preciosos ojos de su hermanastro.

—Tú estás aquí ahora. No puedo echarte de menos.

—¡Venga ya! —exclama—. Esa respuesta no vale.

—¿Quién dice que no valga?

—Pues yo. ¿De verdad que nunca te has acordado de mí en todo este tiempo en que no nos hemos visto?

La chica vuelve a mirarle apartando la vista del tráfico. Esta vez Álex se gira a su izquierda y se encuentra con su mirada.

—No quites los ojos de la carretera, Irene —protesta, sonrojándose.

—Tranquilo, soy una buena conductora.

—No lo dudo. Pero, si no miras hacia adelante, podemos tener un accidente.

Irene no dice nada y devuelve su atención a la carretera.

—¿Por qué eres tan frío conmigo? —Pregunta de repente.

—¿Qué?

—Venga, no te hagas el tonto. Eres muy arisco conmigo. De pequeños éramos uña y carne. Y de pronto, un día, me detestas.

—Yo no te detesto.

—Pues disimulas muy mal.

No hay coches delante. Irene acelera por la autovía. En un segundo pasa de ochenta a ciento veinte. Ciento cuarenta. Ciento sesenta.

—Oye, ¿no vamos muy deprisa? —pregunta preocupado Álex, que mira nervioso el cuentakilómetros del Ford.

—¿Deprisa?

Irene pisa un poco más el acelerador. Ciento setenta.

—¿Quieres dejar de acelerar, por favor?

—No entiendo por qué huyes de mí.

—¿Qué dices?

Ciento ochenta.

—Nada.

La chica disminuye la velocidad de golpe y enseguida el coche vuelve a circular a cien. Ochenta. Álex respira. Irene sonríe como si nada hubiera pasado, como si aquella conversación no hubiese tenido lugar.

Ahora no se habla. Ella, alegre, tararea canciones. Él, confuso, no entiende nada. ¿Qué ha sido todo aquello?

Mientras suena Coffe&TV, de blur, Álex recibe un mensaje en su móvil. Es Paula.

«Perdona por no responder antes. Me encantaría repetir lo de los cuadernillos, pero estoy de exámenes hasta arriba. Perdóname. Ya nos veremos. Un beso mi querido escritor».

El joven lee el SMS un par de veces. Sentimientos contrapuestos: está decepcionado porque no ha aceptado, pero por otra parte sonríe por el beso y por ser «su querido escritor». Irene lo observa todo. Sin que le diga nada, sabe perfectamente quién le ha enviado aquel mensaje a su hermanastro.

Esa misma mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.

Menos mal que Diana ha mencionado a Álex. A Paula se la había olvidado por completo contestar el mensaje de la noche anterior. Espera que no se tome mal que haya declinado participar en un nuevo reparto de cuadernillos. Es lo mejor. Además esta tarde tiene sesión de estudio con Mario. Si no se vuelve a dormir, claro.

Precisamente, ese es el centro de conversación de las Sugus antes de que comience la segunda clase.

—Seguro que estaba soñando contigo y por eso el pobre se durmió. Mi hermano es un caso perdido —bromea Miriam.

—¿Ya estamos otra vez con eso? Mira, nena, mejor preocúpate de no traer al insti dos días seguidos el mismo pantalón, que ya te vale.

—No es el mismo. Es parecido.

—Mismo color, misma marca, mismo roto en la rodilla… Ya, parecidos.

—Vaya, ahora resulta que también te fijas en mí. Pues te advierto que yo no soy segundo plato de nadie, ¿eh? O mi hermano o yo —señala divertida la mayor de las Sugus, que suelta una carcajada a continuación.

—¡Cómo te pasas!

—¿Me das un besito, cariño?

Miriam rodea con una mano la cintura de Diana y aproxima sus labios a la cara de su amiga.

—¡Quita! ¿Serás…? —Paula y Cris ríen mientras Diana trata de desembarazarse del acoso de Miriam.

Sin que ninguna se dé cuenta, alguien se acerca hasta el grupo.

—Paula, ¿puedo hablar contigo un minuto?

La voz de Mario llega tímida y temblorosa. Las Sugus dejan la broma y observan en silencio.

—Claro, Mario. ¿Vamos fuera? Quedan tres minutos hasta que llegue el de Filo —indica, consultando el reloj.

Mario acepta con la cabeza. La chica se levanta de su asiento y abandona la esquina de la clase seguida de su amigo. Los dos atraviesan el aula esquivando compañeros, mesas mal puestas y mochilas en el suelo. Ella delante, saludando a cuantos encuentra. Él detrás, con la cabeza ligeramente agachada.

Un par de chicos dialogan escandalosamente en la puerta. Paula y Mario se distancian un poco para no ser molestados. No hay nadie más en el pasillo. La chica se apoya en la pared y espera a que Mario hable, aunque sabe lo que va a decir.

—Bueno, quería pedirte una vez más disculpas por lo de ayer.

No se había equivocado. Sonríe y trata de que sus palabras suenen lo más tranquilizadoras posible.

—No te preocupes, hombre. Le puede pasar a cualquiera. Ya lo hablamos ayer.

—Sí, pero no te lo había dicho en persona y tenía que hacerlo. Perdóname.

—Pues ya está dicho. Y, aunque no tengo nada que perdonar, para que te quedes tranquilo de una vez, te perdono.

—Gracias.

—Ahora olvidemos eso ya.

—Muy bien.

—No hay ningún problema para quedar esta tarde, ¿no?

—Ninguno.

—¿Has dormido esta noche?

—Sí, bastante.

En realidad solo han sido tres o cuatro horas, pero no quiere alarmarla.

—Entonces, ¿a las cinco en tu casa?

—Perfecto. Prometo no dormirme.

Mario esboza una bonita sonrisa que llama la atención de Paula. Vaya, nunca se había dado cuenta de que su sonrisa es preciosa… Le hace verse incluso atractivo. No es un chico que se ría mucho. Pensándolo bien, casi nunca lo hace. Así parece mucho más guapo y sus ojos brillan de una manera especial.

Es un momento de confusión. Ninguno dice nada. Paula se ha quedado en blanco, sin palabras. Está perdida en sus ojos.

Mario no sabe cómo ni cuándo, pero ha dado un pasito hacia delante. ¿Por qué están tan cerca el uno del otro?

—Bueno, ¿qué?, ¿entráis?

Diana los observa desde la puerta de clase. Por su tono de voz, no parece demasiado contenta.

Los chicos se separan al instante. Cada uno retrocede un metro, como impulsados hacia un lado distinto del pasillo.

—Sí, ya es la hora —afirma Paula, tratando de sonreírle a su amiga, que permanece seria en la entrada del aula.

—Vamos —dice Mario, que aún se pregunta qué ha sido aquello.

Los dos caminan hasta el primero B. Mario entra en la clase sin decir nada más. Paula va detrás, pero, cuando llega a la puerta Diana hace una barrera con su brazo y le impide pasar. ¡Ups! ¿¡No se habrá puesto celosa!?

—Diana, yo…

—Mira quién viene por ahí…

La chica cree que se refiere al profesor de Filosofía. Ayer ella faltó a clase y seguro que le cae una buena bronca. Pero, cuando se gira, solo ve a un chico muy guapo envuelto en un bonito abrigo negro.

—¡Ángel! —Grita.

El periodista acelera su paso. Paula permanece inmóvil, incapaz de reaccionar, aunque una sonrisa inmensa le inunda toda la cara. Cuando está llegando hasta ella, por fin la chica se decide a salir a su encuentro. Diana los contempla con cierta envidia. Alguna vez le tocará a ella.

Los enamorados se encuentran y se besan, primero con pudor, con discreción. Pero la unión de sus labios desata la pasión y el segundo beso es mucho más intenso.

Diana se reúne con ello y tose. La pareja por fin se separa.

—No quería molestar, pero es que viene el de Gimnasia por allí —dice señalando a un tipo calvo en chándal que aparece al fondo del pasillo andando apresuradamente.

Los tres lo saludan cuando pasa junto a ellos y continúa su camino hacia el gimnasio del instituto.

—Hola, Diana —dice por fin el chico, una vez que el profesor ya no está cerca.

—Pero que te acuerdas de mi nombre. Si es que no se puede negar que dejo huella… —responde ella sonriendo, mientras se dan dos besos.

—¡Hey, cortaos un poco…! —interviene Paula bromeando y tirando del abrigo de Ángel para atraerlo nuevamente a su lado.

Ángel la abraza y le da un cariñoso beso en la cabeza.

—Está a punto de venir el de Filo. Como os pille aquí haciendo manitas, te lo cargas.

Paula se separa de su novio y mira el reloj. Ya hace dos minutos que el profesor de Filosofía debería haber llegado.

—Es cierto —suspira—. Amor, ¿a qué has venido? ¡Qué sorpresa!

—¿No te alegras de verme?

—¡Claro! ¡Muchísimo! —Y se vuelven a abrazar.

—Yo también me alegro de verte. ¿Para mí no hay nada? —interviene Diana, abriendo los brazos.

—¡Qué capulla eres! No sé cómo puedes quererla.

—Eso me pregunto yo también.

—¡Eh! ¿Pero qué dices?

Paula hace que se enfada y se da la vuelta. Ángel la rodea por detrás y le besa el cuello. Luego la gira con suavidad y, mirándola a los ojos, le da otro en la boca.

—¡Por Dios, qué empalagosos sois! —protesta Diana.

—Envidiosa.

—Capulla.

—Imbécil.

—Gilipollas.

Ángel ríe. Aquella chica es muy diferente a Paula, pero le cae muy bien.

—Siento interrumpiros, pero he venido para raptarte. Y si te ve el profesor, no me dejará.

—¿Raptarme?

—Sí, Quiero llevarte a un sitio.

—¿A un motel? —preguntó Diana, dejando escapar una sonrisilla pícara.

Ángel y Paula se sonrojan aunque tratan de mantener la compostura.

—No. Ya lo descubrirá. ¿Qué dices? ¿Puedes escaparte hoy de clase?

—A todas.

Diana silba y Paula suspira. No quiere faltar tanto. Ayer ya se saltó Filosofía. Y en nada comienzan los finales de la segunda evaluación. Pero no puede resistir la tentación y es incapaz de decir no. Es Ángel.

—Bueno, está bien. Pero vayámonos ya, antes de que nos pillen.

—Corramos entonces. Hasta luego, Diana.

Ángel la coge de la mano y juntos corren por el pasillo.

—¡¿Qué digo si preguntan por ti?! —le grita Diana mientras los ve alejarse.

—¡Di que me han raptado! ¡Pero que no paguen el rescate! La pareja cruza una puerta cogidos de la mano y desaparecen.

«¡Qué capulla es!», piensa Diana de Paula. Pero es su amiga y está feliz por ella. Aunque sigue sin entender cómo se las ingenia para que todos los chicos vayan detrás. ¿Mario? No lo reconocerá nunca, pero cuando los ha visto hace un momento juntos, tan cerca, un fuerte pinchazo le ha atravesado por dentro. Nunca se había sentido así. Pero no. Eso no puede ser. Solo son amigos.

Habrán sido imaginaciones suyas. Además, ¿qué importa? Ella y Mario no son nada. Casi ni amigos. Entonces, ¿por qué antes lo ha pasado tan mal?

Diana entra tranquilamente en clase. Camina despacio hacia la esquina de las Sugus. En el trayecto no puede evitar mirar hacia la mesa en la que Mario ya está sentado. Él se da cuenta, es como si la estuviera esperando desde hace un rato, y la saluda con la cabeza. «Qué mono es». La chica sonríe y le imita. ¡Uff!

Sin embargo, Diana se llevaría una gran decepción si supiera que a quien realmente aquel chico buscaba con la mirada no era precisamente a ella.