Capítulo 36

sa tarde de marzo en algún lugar de la ciudad.

—¿Dónde vas?

Miriam se levanta de la mesa. Ha terminado de comer una ensalada Caesar sin salsa y un vaso de agua. Sus padres no llegarán hasta la noche y han tenido que pedir a domicilio al Foster Hollywood. Mario está dando los últimos mordiscos a uno de esos sándwiches de pechuga de pollo.

—Por ahí, con estas…

—¿Con qué estas?

Por un momento, el chico piensa que Paula también ha quedado con ella y se ha olvidado por completo de su «cita» con él.

Miriam enarca una ceja y sonríe para sí. Le ha dado fuerte con Diana. Cuando ha llegado a casa ha recibido una llamada de su amiga contándole cómo su hermano la había acompañado después del instituto. Es cuestión de tiempo que se conviertan en pareja.

—Pues con quién va a ser… Con Cris y con Diana —dice, remarcando a propósito el nombre de la segunda.

—Ah. Vale. Bien. Menos mal.

Sus temores se disipan. Claro, ¿por qué Paula se va a olvidar de él? Ella misma fue la que, a la salida de las clases, le recordó que se encontrarían a las cinco para estudiar.

Mira el reloj. Queda poco más de una hora.

—Bueno, hermano, me marcho. Luego vendrá Paula. Ya me contarás lo que le explicas del examen porque yo no tengo ni idea de nada de lo que estamos dando.

—Para variar.

—Qué tontito eres a veces, ¿eh?

—Podrías quedarte si quieres y así también te lo explico a ti.

Mario sabe la respuesta de antemano. Sin embargo, Miriam alza la vista hacia el techo dubitativa. Su hermana es capaz de decir que sí sólo para fastidiar, aunque no se le pueda estar pasando por la cabeza que él lleva esperando desde el sábado a que llegue ese momento.

—Menor no —termina contestando, para alivio de su hermano, que disimula su satisfacción. Ha estado a punto de meter la pata.

—Como quiera. Pásalo bien.

—Tú también.

La chica se acerca para darle un beso, pero enseguida se arrepiente al observarle un poco de ketchup en los labios. Sale de la cocina e instantes después se escucha cómo la puerta de la calle se abre y, a continuación se cierra.

Mario está solo. A una hora de su ansiada velada con Paula.

Justo en ese momento, esa tarde de marzo, en otro lugar de la ciudad.

Las cuatro.

Está tumbada en la cama. Boca abajo, dando golpecitos con los pies en el colchón. Tiene las manos apoyadas en la barbilla y mira impaciente el teléfono móvil. Ángel podría llamarla para disculparse por ausentarse antes, cuando estaban hablando por el MSN. O Álex, para continuar aquella charla empezada en el ordenador y explicarle algo más sobre el libro y los cuadernillos.

En cierto modo son parecidos: responsables, inteligentes, guapos, maduros. Ninguno de los dos se parece a uno de esos chicos de su edad, que solo piensan en el sexo, que dicen tonterías a todas horas y que presumen de lo que no tiene. Ángel y Álex han pasado ya por esa época. O quizá nunca fueron así. No se imagina ni a uno ni a otro subiéndose por las paredes a los dieciséis años en un ataque de hormona.

Tiene puesta la radio suena No hay nadie como tú, de Calle 13. Tatarea el estribillo una y otra vez y nueve sus hombros al son de la música: «No hay nadie como tú, mi amor».

Se pregunta si habrá alguien como Ángel. Su amor. No. Por supuesto que no.

Pero puede que la respuesta no sea tan sencilla. Y no comprende por qué en su mente aparece Álex.

En otro lugar de la ciudad, esa tarde de marzo.

Las manecillas del reloj del salón marcaban las cuatro y cuarto. ¿Por qué le pican tanto los ojos? Mario termina de fregar los vasos, platos y cubiertos de la comida. Si viene Paula, todo tiene que estar perfecto. Se seca las manos con un trapo y, nervioso, vuelve a comprobar la hora. Aquellos cuarenta y cinco minutos se le harán eternos.

Abre el frigorífico. Bien, hay zumo de naranja, por si le apetece algo fresquito; leche por si quiere un café o un Cola de Cao, y también hay Coca Cola y Fanta de naranja. Todo está controlado por esa parte.

¿Y ahora?

Cambiarse de ropa. No puede recibirla con la misma con la que le ha visto en el instituto.

Sube a su habitación. Abre el armario y examina su vestuario: camisetas, pantalones, camisas, jerséis. ¡Uff! Nada le gusta, todo está anticuado. Eso le pasa por no salir con chicas…

Se frota los ojos con las manos. Le escuecen.

Suspira. Sin querer se ve en el espejo. Tiene el pelo fatal. Los ojos irritados, los párpados un poco hinchados. En su rostro contempla los dos días sin dormir. ¡Todo está mal! Y faltan treinta y cinco minutos para que llegue Paula.

Tiene que serenarse. Seguro que es cosa de su imaginación, de los nervios. Es natural sentirse inquieto cuando estás a punto de quedarte a solas con la chica a la que amas, a la que quieres desde siempre. Porque él está enamorado de Paula desde hace mucho tiempo. ¡Ha sufrido tanto en silencio…!

Es hora de calmarse.

Enciende su ordenador portátil y elige una canción. No hay nadie como tú. Se tumba en su cama, le vendrá bien un reposo. Se está tomando todo esto como un examen a vida o muerte. Y tal vez lo sea, porque en su vida recuerda pocos momentos tan importantes como ese. Algunos tienen la suerte de disfrutar cada día de la chica de sus sueños; a él, ese privilegio no le ha sido otorgado.

Mira hacia arriba, sin prestar atención al techo blanquísimo de su habitación, con las manos detrás de la nuca. Piensa en Paula. Es como si la estuviera viendo, como si estuviera delante. Dentro de poco sucederá de verdad. No será un sueño: compartirán la realidad.

Escucha la canción que ha dejado en replay. Tatarea el estribillo, una y otra vez, sin saber que a pocos kilómetros la chica que quiere está escuchando exactamente el mismo tema en esos momentos.

Esa misma tarde de marzo, en otro lugar de la ciudad.

Paula está a punto de salir de casa. Se ha pintado un poco y se ha cambiado de ropa. Va solamente a estudiar, pero nunca está de más sentirse bien con una misma. Lleva su mochila de las Supernenas colgada en la espalda con todo lo necesario: cuadernos, libro de Matemáticas, calculadora, lápices y bolígrafos… Aunque su única misión no es aprender a resolver derivadas.

Abre la puerta y en ese instante suena el móvil. Es Diana.

—Dime Diana.

—¿Estás ya en casa?

—¿Cómo?

—Que si estás en casa de Mario…

Paula mira sorprendida el reloj. Por un momento piensa que llega tarde, pero rápidamente comprueba que aún quedan veinticinco minutos para las cinco.

—No. Estoy yendo para allá ahora mismo. Me pillas justo saliendo de casa.

—Vale.

—¡Cuánto interés!

—¿Sabes que me ha acompañado a casa después del instituto? —exagera.

—¿Quién? ¿Mario?

—Claro, quién va a ser.

—¿Ves? Si ya te decíamos nosotras… Está coladito por ti.

La chica suelta una carcajada mientras camina para recoger el metro.

—Eso dicen estas también, pero no sé…

Las voces de Miriam y Cris se oyen de fondo cantando alegremente una cancioncilla infantil en la que dicen que Diana y Mario se quieren y son novios.

—Investigaré. No te preocupes.

—Bueno, a mí tampoco es que me guste. Lo que pasa es que si alguien está interesado por mí, querría saberlo.

Un «¡que no le gusta, dice…!» suena de fondo, acompañado de unas risas exageradas. Diana se aparte el teléfono de la boca y manda callar a sus dos amigas, a la que también insulta.

—Las chicas no te creen demasiado, ¿eh? —dice Paula riendo.

—¡Bah! ¿Tú también? Sois las tres iguales.

—Que te conocemos, Diana.

—No tenéis ni idea.

Paula llega a la boca del metro.

—Diana, tengo que colgar, que estoy en la parada. Esta noche te llamo con lo que haya descubierto.

—Bueno. Tú investiga bien, aunque no es tan importante. —La chica vuelve a sonreír y, tras mandarle un beso, se despiden. Sin saber lo que le deparará esa tarde, entra tranquilamente en la estación.

Esa misma tarde de marzo en otro lugar de la ciudad.

Mario corre y descorre, cada veinte segundos, la cortina de la ventana de su habitación. Desde ahí es donde mejor se ve la puerta de la casa. Tiene que estar al llegar.

Le sudan las manos. Tiene seca la garganta y los labios un poco agrietados. Precipitadamente y a trompicones se dirige al cuarto de baño y busca a toda prisa una barra de cacao. Tras remover varios cajones, por fin da con ella. Torpemente se pasa la barrita y se moja con saliva. Listo.

¿No son ya las cinco? Las campanas de una iglesia cercana así lo certifican. ¿Y por qué no está ahí ya?

No va a venir. Seguro que no viene. Claro. ¿Qué pinta una chica como Paula allí, con él? Estará con su novio, aquel tipo guapo de las flores, el de los besos. Hasta se acostarán juntos…

Mario mira su reloj constantemente. Cinco y un minuto. Cinco y dos. Cinco y tres… ¡Qué tonto ha sido creyendo que tendría su oportunidad!

Y entonces el timbre de la casa suena. Melodía celestial. Nunca jamás se alegró tanto de oír ese estúpido sonido metálico. El chico se asoma por la ventana. Es ella. ¡Qué guapa está! Lleva un suéter gris y un pantalón vaquero azul. El pelo suelto. Está preciosa.

Baja, intentando serenarse en cada escalón. Un hormigueo muy intenso le invade por dentro. ¡Qué nervios! No se puede creer que Paula esté ahí.

Final de la escalera. Cruza el pequeño pasillo. Temblando, llega a la puerta. Se santigua y abre.

Se quiere morir. No, no es el momento de morirse. Está en el cielo. Ella enfrente de él, con una gran sonrisa, con los ojos iluminados. No oye lo que le dice. ¡Qué más da lo que hablen! Ahora es incapaz de pensar en nada. Está ahí: Paula, el amor de su vida, en su casa, entrando por la puerta. Le da dos besos. Él coloca la mejilla, no se atreve a poner sus labios en su cara. «No hay nadie como tú, mi amor» suena con fuerza. No, no hay nadie como ella. Como Paula, su Paula. Querida Paula. La ama y está ahí, subiendo a su habitación. Gasta alguna que otra broma. Un comentario, ¿qué ha dicho? Da lo mismo, se ríe. Ella también se ríe. Qué bien. Comparten risas. Está feliz. Muy feliz. La vida por fin le regala un momento especial. Su sueño.

¡Dios, está preciosa! La ama.

Le dice que se siente donde ella quiera. Paula mira a un lado y a otro, y le pregunta que si puede ser en la cama. Mario traga saliva. Claro, por qué no.

Estira un poco las mantas para que estén completamente lisas y ella, sonriendo, se sienta.

Él aparta un poco la silla del escritorio y ocupa su lugar. Empieza la clase de Mates.

No sabe si podrá concentrarse en números y letras que bailan sin ton ni son en sus cuadernos. ¿A quién le importa el examen del viernes? Quizá a ella, para eso ha venido. Tiene que contenerse y concentrarse. ¿Por qué sus ojos solo buscan sus labios? ¿Por qué no puede dejar de mirar su boca?

Lo sabe. Sabe que lo que más desea en el mundo es besarla, un beso que le transportaría a la felicidad plena, Pero eso es imposible. ¿O no?

Ahora Mario se levanta de su silla. Ella le pide que se acerque para explicarle por qué aquel número va allí y por qué aquella línea termina en aquel punto. Él intenta explicarlo, pero no es demasiado convincente. En realidad, no sabe lo que está diciendo. Sin querer, se ha sentado también en la cama, junto a ella, muy juntos, pegados.

«No hay nadie como tú. No hay nadie como tú mi amor».

Paula lo mira. No comprende nada de lo que está contestando, tal vez porque lo que Mario le está explicando no tiene sentido.

Sus cuerpos se rozan. Sus caras están cada vez más cerca. La música más alta.

Quiere besarla. Tiene que saber muy bien. Una chica como aquella, como su Paula, debe ser como el fruto que uno pueda degustar. No cree que exista nada más dulce. ¿Qué hace? Su corazón le pide que la bese: «Bésala, Mario. Bésala».

Ella no habla. Ahora solo lo observa, y sus ojos se encuentran. Por fin: las miradas, el juego de miradas del que tanto hablan. Es una señal.

Sonríe. ¿Es otra señal?

Sí, a lo mejor es la señal que buscaba. La definitiva. ¿Cómo puede saberlo si nunca antes ha besado a nadie? Es el momento, la ocasión. El cielo le espera.

Ve cómo ella cierra los ojos. Ahora.

Mario cierra los ojos. Inclina su cuello hacia la derecha. Espera el contacto de sus labios. Oye su nombre. ¿Por qué lo llama? Sacude su hombro. ¿Es esto un beso?

No, no siente la humedad de su boca. Vuelve a oír que lo llaman. Ahora el zarandeo es mucho mayor. «¿Qué pasa?», piensa Mario. Abre los ojos. Es Miriam.

—¿Pero tú sabes la hora que es?

«Joder, las siete». Se ha quedado dormido. De un salto se incorpora de la cama maldiciéndolo todo.

—Mierda.

—Paula te ha estado llamando al móvil no sé cuántas veces y no le has cogido.

Mario coge su móvil. Diez llamadas pérdidas. Hundido, sale de la habitación, entra en el cuarto de baño, con los ojos hinchados, llora amargamente delante del espejo.