sa misma mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
—¡Mario!, ¿me prestas los deberes de Física? No he hecho nada en el fin de semana.
La agudísima voz de Cándida Palacios llega a oídos de uno de los que todos consideran empollones de la clase; alguien que nunca falla ni siquiera en lunes. ¡Qué diferencia con su hermana Miriam, la repetidora de la última fila…!
Sin embargo, esa mañana todo parece distinto.
—Perdona, Candy. ¿Qué decías?
—¡Los deberes de Física! Que no los tengo hechos y como me los pidan será mi fin. Además, el Quiñónez me la tiene jurada. Seguro que tiene algo en contra de los gordos. Es un gordofóbico.
Cándida Palacios, Candy, es la gordita oficial de clase. Lejos de avergonzarse por su físico, asume su aspecto como algo natural. Incluso ella misma bromea con sus compañeros respecto a su peso. Aunque no siempre ha sido así.
—Esa palabra no existe. Y de existir sería gordófobo.
—Da igual, llámalo como quieras. El caso es que me dejes los ejercicios, por favor, que ese tío me tiene manía.
—No los he hecho.
—¿Cómo? Te estás quedando conmigo…
—Te lo digo en serio, Candy. No los tengo.
Un compañero pecoso y de piel blancuzca, con claros problemas de acné juvenil, al que llaman Nolito, sin que nadie sepa muy bien el motivo, escucha atónito lo que Mario acaba de decir.
—No me lo puedo creer. ¡Yo también te los iba a pedir!
—Pues lo siento, chicos. Estoy como vosotros.
—¡Joder! ¡Y quedan menos de cinco minutos!
Candy y Nolito se van rápidamente en busca de otro de los empollones de la clase, sin estar muy convencidos de que Mario no tenga hechos los problemas de Física. Pero no es momento de discutir, sino de encontrar algún alma caritativa que los salve de aquel punto negativo seguro, si el Quiñónez se aventura a pedirles los ejercicios.
No saben que lo cierto es que Mario no tiene los deberes hechos, y no ha sido por falta de tiempo. Lleva dos noches sin dormir. Al comprender que su insomnio no le iba a permitir pegar ojo, ha estado ocupado con otras cuestiones y no precisamente con los deberes de Física ni de ninguna otra materia.
Ahora está sentado en su lugar habitual de clase. Espera ansioso la llegada de Paula. Quizá llegue tarde, como tantas y tan tas veces. La semana pasada solo dos días logró entrar en clase antes de la hora. Suspira profundamente. Quizá ella va se ha arrepentido de lo que hablaron el sábado.
Esa idea le asusta y, por un momento, duda. Mira hacia la puerta, pero, aunque no dejan de entrar chicos y chicas protestando por el comienzo de la semana o contando a voces lo que han hecho el fin de semana, ninguno de ellos es su amada. Hasta entra esa salida de Diana, acompañada de su hermana y la otra chica de las Sugus. Menudo grupito.
El corazón de Mario se acelera de pronto. Detrás del trío de amigas aparece Paula, que llega corriendo y le da un cachete en el culo a Diana. Ésta se revuelve y le llama algo poco cariñoso, aunque entre ellas es símbolo de unidad y fraternidad. Mario no entiende cómo esos insultos se han convertido en saludos y despedidas entre las chicas.
Está guapísima. Va vestida con unos vaqueros azul fuerte muy ajustados, una camiseta verde con el cuello de pico blanco y un abrigo-chaqueta negro desabrochado que le llega hasta debajo de las rodillas. Lleva el pelo recogido con una goma elástica verde y tiene las mejillas ligeramente sonrosadas de la más que posible carrera para no llegar tarde.
Las Sugus ocupan sus respectivos sitios en una de las esquinas de la clase, pero no se sientan en las sillas sino sobre las mesas. Parecen divertirse hablando de esto y de aquello. No le dan ninguna importancia a no tener los ejercicios hechos. Hablan a gritos y ríen a carcajadas haciéndose notar. Incluso la mirada de alguno se desvía hasta los pantalones de Diana, excesivamente bajos: el comienzo de un triangulito naranja acelera el pulso a más de uno. Un aguafiestas le gasta una broma acerca de la excelente vista. La chica se sube el vaquero y alza el dedo corazón dedicándoselo a todos sus admiradores.
Varios chicos más se acercan hasta Mario en una constante cascada de irresponsabilidad escolar. Acaban de llegar y aún no están al tanto de lo que Candy y Nolito ya saben. Ante la asombrosa noticia, unos se rinden y esperan que la suerte no les sea esquiva esa mañana. Otros aún pelean por conseguir los ejercicios en los dos últimos minutos, antes de que el timbre suene y llegue el Quiñónez.
Entre dos de sus compañeros. Mario contempla cómo Paula se levanta y, esquivando mesas, sillas, mochilas y alumnos, se acerca hasta él. Su corazón se dispara. También él se incorpora.
—¡Mario!, ¿qué tal el fin de semana? —pregunta la chica Parece muy feliz.
—Pues como todos —contesta tímidamente.
—Recuerda que hemos quedado para estudiar en tu casa, ¿eh?
—¡Es verdad! No me acordaba.
Tal vez ha mentido un poquito. De hecho, no ha pensado en otra cosa desde el sábado por la mañana.
La campana suena. Alea jacta es: la suerte está echada para todos. El profesor de Física a no tarda ni diez segundos en cruzar el umbral de la puerta de la clase. Candy está en medio y el Quiñónez le apremia para que ocupe su sitio inmediatamente. La chica refunfuña y le llama «gordofóbico» entre dientes. «Se va a joder, porque he conseguido los ejercicios».
—Bueno, Mario, luego nos vemos. Y no hagas planes para hoy, que tienes una cita conmigo.
Paula se aleja rápidamente hacia su esquina donde las Sugus ya ocupan sus sillas. Diana comprueba la altura de su pantalón, aunque nadie se sienta detrás. La clase da comienzo.
El Quiñónez pide los ejercicios a dos pobres desgraciados que ponen excusas absurdas por las que no han podido resolver los problemas.
Mano ni se inmuta. Prevé un lunes especial, mágico. ¡Qué importa no tener los ejercicios hechos cuando por la tarde le espera su musa! Una cita, como ella ha dicho…, aunque solo sea para estudiar.
Los ojos se le cierran. Ahora es cuando por fin el sueño le golpea con fuerza. Definitivamente, Morfeo es un caprichoso. Y no sabe cuánto.
La mañana se consume a fuego lento. Paulatinamente, las clases se hacen más y más insufribles. Si normalmente va lo son, los lunes todo parece mucho peor. Los profesores son más ogros y las profesoras más brujas. Los lunes solo deberían servir para comentar lo que ha pasado en el fin de semana.
Afortunadamente, cada desierto tiene su oasis y todo lunes, su recreo.
Para las cuatro Sugus, especialmente, el comienzo de cualquier semana es insoportable. Están sentadas en un banco delante de la puerta del instituto. Han comprado diferentes golosinas y aperitivos que devoran entre bromas, comentarios y quejas.
Un chico mayor, bien parecido, pasa por delante de ellas. Quizá se trate de un universitario, incluso podría ser un becario dirigiéndose a su primer trabajo. Todas le siguen con la mirada: miradas distintas, miradas personificadas, que translucen una manera de ser particular. Diana silba por lo bajo y piensa lo que aquel tío bueno daría de sí; Miriam observa atenta, pero con discreción; Cris se siente atraída, pero rápidamente, con timidez, aparta sus ojos, y Paula casi ni se fija. Ella va tiene a su «madurito».
El sol de marzo baña sus cabellos: recogidos, sueltos, más largos, más cortos, rubios, morenos… Son guapas, jóvenes, afortunadas y atrevidas. Aunque odien el lunes por la mañana.
—No voy a ir a Filosofía. No podría soportarlo —dice Diana mientras mete la mano en el paquete de patatas Lays al punto de sal de Cris.
—Venga, tía, no faltes, que la semana que viene es el examen final —le advierte Miriam.
—¡Bah!, voy a suspender igual…
La mano de Diana vuelve al interior de la bolsa de patatas. Coge una y la mastica escandalosamente.
—A mí, la que me preocupa es Matemáticas —interviene Paula.
—Has quedado hoy con mi hermano para estudiar, ¿verdad?
—Sí. Veremos si consigue explicarme lo de las derivadas porque no me entero de nada.
—Hablando de Mario, está raro últimamente, ¿no? —observa Cris.
Paula mira a Miriam. ¿Les cuentan lo que piensan? Si, ¿por qué no? Son las Sugus. Ya lo dice su lema, inspirado en Los tres mosqueteros, esa película con esa banda sonora de Brian Adams que tanto les gusta: «Uno para todas y… mejor, uno para cada una».
—Yo pienso…, bueno, Paula y yo pensamos que le gusta Diana.
La chica casi se atraganta con la patata al oír su nombre.
—¡Qué dices…! ¿Cómo voy a gustarle yo?
—Hay gente para todo —dice sonriendo Cristina.
—¡Hey, tú, mosquita muerta! No te pases.
Las otras tres amigas ríen. Diana da con su cadera a la de Cris y le roba una nueva patata.
—Oye, ¿por qué no te compras tú un paquete? O mejor, dile a Mario que te invite.
—Ya vale, ¿no? —protesta la aludida—. ¿En qué os basáis para decir eso?
—Intuición. Además, como dice ella, está muy raro. Casi no duerme. El otro día me lo encontré con los ojos vidriosos —señala Miriam.
—Le tienes roto el corazón. Hoy no tenía hechos ni los deberes —continúa Cristina, que se ha alejado lo suficiente de Diana para que no alcance su bolsa de Lays.
—¡Sois unas exageradas! ¿Y si no es así? Puede estar raro porque ese chico siempre ha sido un poquito raro.
—¡Oye, que es mi hermano!
—Eso no es un punto a su favor, precisamente.
—¡Qué capulla!
Ahora la única que no ríe es Miriam.
—El caso es que tenemos que enterarnos de si esto que pensamos Miri y yo es verdad. He quedado con él para estudiar Mates durante toda la semana y de paso investigaré.
—Lo de estar liada con un periodista te afecta, ¿eh? —bromea Diana.
—Eso mismo le dije yo —señala Miriam, que vuelve a sonreír.
—No me puedo creer que estéis de acuerdo vosotras dos en algo.
—Será la última vez. Lo juro —asevera divertida la mayor de las chicas.
Todas ríen sin excepción esta vez.
Paula piensa entonces en Ángel. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Seguirá en el hospital? ¡Cómo le gustaría estar con él! Y pensar que todavía le quedan unas cuantas horas de tortura… Además, esta tarde no podrán verse.
—Bueno, y tú, ¿qué piensas de Mario? —pregunta intrigada Cristina.
Diana reflexiona unos segundos.
—No está mal. Diría que tiene su punto. Hablo físicamente, claro.
—Siempre pendiente del físico… Es un chico encantador —alude Paula.
—Sí, yo estaré pendiente del físico, pero tú no te quedas atrás. ¡Anda, que menudo novio te has echado, guapa…! Y el otro, el escritor, también es feo. Así que predica con el ejemplo.
—Pero son dos grandes personas —se apresura a señalar Paula—. Además, Álex es solo un amigo.
—Están buenos. ¿O no, chicas?
Las otras dos Sugus miran a Paula y confirman, afirmando con la cabeza, las palabras de Diana.
—Mario es muy mono también —insiste la chica, queriendo cambiar de tema cuanto antes.
Es cierto. Ángel es guapo y muy atractivo. Le encanta su físico. Y Álex es todo lo que una chica podría pedir. Su sonrisa encantadora y sus ojos le cautivan. Pero a ella le gustan por cómo son como personas. El físico da la casualidad de que en este caso acompaña.
Pero ¿por qué mete a Álex en esto? No. Es solo un amigo, al que apenas conoce.
Un odioso sonido estropea la reunión: la sirena anuncia el final del recreo y el regreso a las clases.
—Me voy a la sala de ordenadores, ¿alguien se viene? —pregunta Diana, decidida a no tener que oír nada del tal Aristóteles. ¿Por qué tienen que estudiar a esos señores que murieron hace miles de años y que probablemente estaban todos locos? Solo hay que leer las cosas que dijeron. Si hoy en día a un tipo le diera por comportarse así, lo máximo que conseguiría sería salir en Cuarto Milenio o en uno de esos programas de testimonios que hacen por la tarde.
—Yo me voy contigo —responde Paula, ante la sorpresa de las otras tres Sugus—. Filo no lo llevo mal y quiero ver si Ángel está conectado al MSN.
Un largo «oh» sale de las bocas de sus amigas.
—Yo voy a clase. Suspenderé igual, pero no puedo faltar más —se resigna Miriam.
—Yo también voy. Tengo que aprobar, si no mis padres… —indica Cris.
Las cuatro chicas entran de nuevo en el instituto.
Antes de separarse, a lo lejos, ven a Mario que se dirige solo a clase. Tiene un vasito de plástico entre las manos. Lo que está bebiendo debe de estar caliente porque no para de soplar.
—Allí va tu príncipe azul —dice Cristina, dándole un codazo a Diana.
—Mira que estás tontita hoy, ¿eh, nena?
—¡Mario! ¡Mario, espera! —le grita su hermana.
El chico se para y mira en la dirección de donde le llegan las voces. Es Miriam. Y con ella va Paula. Se pone nervioso y deja caer el café caliente al suelo. «¡Mierda!». Lo necesitaba porque se está quedando dormido todo el rato. Durante la mañana ha cerrado los ojos una decena de veces.
—¡Pobrecillo! Te ha visto y se ha puesto tenso —bromea Paula.
Diana enrojece. ¿De verdad que aquel chico se ha fijado en ella? ¡Pero si son completamente distintos! Como el agua y el fuego. Él es uno de los empollones de la clase y ella una de las consideradas rebeldes. Ella es una Sugus, a veces difícil de tragar.
—No digas gilipolleces, se habrá quemado.
—Arde de pasión por ti.
Las carcajadas de las tres chicas tras las palabras de Cris avergüenzan aún más a Diana. ¿Qué le pasa? ¿Por qué le queman las mejillas?
Mario se agacha, recoge el vasito de plástico y lo tira a una papelera. ¡Qué torpe…! Encima, con Paula mirándolo… Menudo ridículo. Se están riendo de él. La única que no lo hace es Diana. Esa chica no le cae nada bien. Si aprendiera a mantener la boca cerrada, igual no estaría tan mal. Fea no es, desde luego. Sí, no está mal el chico. ¿Por qué la mira? Al final, ¿van a tener razón sus amigas? No, no puede ser. Es imposible.
¿Por qué esa salida lo mira? Seguro que se ha manchado los pantalones y hará una broma estúpida en clase.
—Bueno, chicas, nos vamos, que si no nos van a dejar entrar en clase. ¿Quieres que le diga algo a mi hermano?
—Vamos a dejar ya el temita, ¿no? Sois muy pesadas.
—Venga, vayámonos nosotras también, que como nos pille el de Filo aquí, no podremos faltar a clase. Luego nos contáis qué habéis hecho.
—Vale. Adiós.
Besos imaginarios en el aire.
Cris y Miriam se despiden y salen corriendo hasta donde está Mario, que ve extrañado cómo las dos se le acercan. ¿Y Paula? ¿Falta a clase? ¿Dónde va con la salida? Alguien debería decirle a esa chica que lleva el pantalón demasiado bajo.
Diana camina junto a Paula hacia la sala de ordenadores. Echa un vistazo atrás y ve a sus dos amigas entrando en clase con Mario. «Sí, la verdad es que es mono».