sa misma mañana de marzo.
No ha conseguido dormir en toda la noche. Ni ovejitas, ni cabras, ni elefantes…, ni aunque hubiese intentado contar ornitorrincos habría pegado ojo.
Mario se frota con los dedos los párpados. No quiere mirarse al espejo para no asustarse por el tamaño de sus ojeras, que esa mañana deben de ser enorme.
¿A qué viene tanta intranquilidad? La respuesta es clara. Teme no dormir nada de nuevo por la noche y presentarse al día siguiente ante Paula con cara de zombie. No es precisamente esa la mejor imagen que uno desea tener delante de la chica de la que estás locamente enamorado.
Sentado con una taza de Cola Cao caliente en las manos, mira la tele sin enterarse de lo que está viendo. Hay una carretera de caballos en la que Piccolo Mix se impone a sus rivales.
Alguien acaba de llegar a casa. No puede ser otra que Miriam, que ha pasado la noche fuera. Efectivamente, el escandaloso «¡Mamá, ya estoy aquí!» delata a su hermana mayor. Viene de casa de Paula. ¿De qué habrán hablado en la fiesta de pijamas?
La chica se encamina hacia su habitación cuando, de reojo, ve a su hermano. Bostezando, cambia de dirección y se dirige al salón-comedor.
—Hola, ¿qué haces despierto tan temprano? Es domingo.
—Ya no es temprano. Hay que aprovechar el tiempo —contesta Mario con voz queda.
Miriam se sienta enfrente de él y observa entonces sus ojos.
—¡Menudas ojeras! ¿Has dormido bien?
—Muy bien —miente.
—Tienes los ojos de un vampiro, como…
—¿Edward Cullen? —ironiza Mario, anticipándose…
—Más bien pensaba en Drácula —bromea la chica sonriendo—. En serio, tienes mala cara.
—Gracias. Yo también te quiero.
Miriam deja de mirar a su hermano y se gira para contemplar cómo, en la televisión, entregan el premio al jockey ganador.
—¿Qué estás viendo?
Realmente no lo sabe. Lleva un rato con la televisión encendida, pero solo para que le haga compañía mientras desayuna y mientras piensa.
—Pues… esto. ¿No lo ves?
—Sí, lo veo. ¿Y qué es?
Mario se fija bien en la pantalla. Un pequeño hombre con un casco rojo levanta un trofeo. A su lado, una mujer vestida elegantemente acaricia a su caballo.
—Carreras de caballos.
—¡Ah! —exclamó sorprendida—. Bonita manera de pasar el domingo por la mañana. ¿Te levantas siempre para esto?
El chico resopla. ¿Por qué tiene que soportar las absurdas preguntas de su hermana? Ya tiene bastante con sus propios asuntos.
—Claro, para ti es extraño porque hasta las dos no sueles dar señales de vida.
—Para eso están los fines de semana, ¿no?
—Si te pasas la noche por ahí, sí —responde cortante—. Por cierto, ¿qué tal lo has pasado?
—Eres un cotilla —señaló Miriam divertida.
—¡Hey! No te he preguntado sobre lo que habéis hablado sino si lo has pasado bien.
Aunque intenta disfrazar su interés, se muere de ganas por saber los detalles de lo acontecido en la noche de chicas en la casa de Paula.
—Ya. A mí no me engañas. A ti lo que te pasa es que te gusta una de mis amigas.
Mario enrojece. ¿Tanto se le nota? No, no puede ser. Le estará tomando el pelo.
—¿Una de tus amigas? Estás loca.
—¿Y por qué te has puesto colorado, hermanito?
¡Mierda, maldita sea! Es lo que pasa por tener la piel tan blanca.
—Es el Cola Cao, que está muy caliente.
—¡Buen intento! Prueba con otra excusa.
—¡Es cierto! ¡Quema! Pruébalo…
Mario ofrece la taza a su hermana. A esta, el olor del cacao le revuelve el estómago y la retira rápidamente de delante. La madre de Paula les ha obligado a terminarse todos los chocolates con churros.
—No, gracias. Ya he desayunado —dice quejosa.
—Pues no me llames mentiroso.
Miriam vuelve a bostezar descaradamente. No son horas para estar despierta un domingo.
—Tranquilo, ya no te molesto más. Me voy a la cama. Pero tenemos pendiente una conversación.
La chica se levanta del asiendo y, sin parar de bostezar, entra en su habitación.
Mario respira profundamente, aunque ahora le asalta una duda: ¿a cuál de sus amigas se refería su hermana antes?