sa mañana de marzo, en algún lugar de la ciudad.
—Bueno, pero además de tantos besitos y abracitos, ¿ha habido…?
Diana escucha atentamente a Paula que, sentada en la cama, cuenta a sus amigas su desayuno con Ángel, después de que la pequeña Erica saliera de la habitación.
—No, no ha habido sexo.
—El chico estará desesperado ya —insiste Diana.
—Déjala, no la presiones. Si se conocen desde hace tres días… —protestó Miriam.
—Tres días, más dos meses de ordenador. ¿Crees que el chaval durante ese tiempo no era humano?
—Si la quiere…, esperará lo que sea necesario.
—Venga, Miriam, no me fastidies. Ningún tío espera lo que sea necesario.
—No sé que clase de tíos conoces tú…
—¿Ya estáis otra vez? ¡Qué mañana me estáis dando! —interviene por fin Cris—. No os peléis más. Además, aquí la que decide es ella. ¿Tú que piensas, Paula?
Las tres Sugus observan fijamente a su amiga, que duda por un instante lo que decir.
—Pues… Sí, tengo ganas. Creo que Ángel es el chico adecuado. Pero, por otro lado…, quiero que sea especial.
—¡En tu cumpleaños! —dice Diana.
—¿Qué pasa en mi cumpleaños?
—Pues que es un día perfecto para estrenarte.
Las cuatro guardan silencio hasta que Miriam vuelve a hablar:
—Ya sabes lo que pienso de esto. Que eres tú la que tiene que decidir cuándo estarás preparada. Pero si tienes ganas de hacerlo…, puede ser una buena ocasión.
—¡Aleluya! Una cosa en la que Miriam me da la razón…
—No te doy la razón.
—¿No? ¿Y qué has hecho?
—Otra vez. ¡Vaya dos…! —ríe Cristina.
El resto de Sugus también ríe.
—No sé, chicas. ¿Y como se lo propongo? ¿Qué le digo?
—Pues el sábado, después de la fiesta de tu cumpleaños… —empieza a decir Diana, que de repente te queda callada.
—¡Ah! ¿Voy a tener fiesta de cumpleaños?
—Bocazas —murmura Miriam, tapándose los ojos con las palmas de las manos.
—Teníamos que haberla planeado sin contar contigo, Diana —señala riendo Cristina.
—¡Vale, vale! Me he colado, lo siento, se me ha escapado.
—No te preocupes, me hubiera enterado igual. Sois incapaces de guardar un secreto así —indicó Paula—. Sigue, ¿qué decías de después de la fiesta?
Diana suspira, no muy aliviada tras su metedura de pata.
—Pues, que, después de la fiesta, os vais a un hotelito…, y allí… Bueno, eso ya sabrás tú. No necesitas detalles, ¿no?
—¿Y creéis que él querrá?
Las tres Sugus no pueden evitar una carcajada ante la atónita expresión de Paula.
—¿Qué si querrá? ¿Estás de broma, no? —apunta Cris.
—No habrás terminado de decirle lo del hotel cuando tendrá la llave de la habitación en sus manos.
—¡Qué exageradas! —exclama Paula tras las últimas palabras de Diana.
—Ya lo comprobarás.
—Sigo sin verlo claro. El hotel cuesta dinero y estoy sin un euro. Luego están mis padres…
—Teníamos otra cosa que regalarte, pero del hotel nos podríamos encargar nosotras, ¿verdad, chicas? —dice Miriam—. Será nuestro regalo de cumpleaños.
Las otras Sugus asienten con la cabeza.
—Y tus padres, por ser el día de tu cumple, te dejarán hasta más tarde. Nosotras les diremos lo de la fiesta y todo solucionado —continúa diciendo la mayor de las chicas.
—¿Dónde pensáis celebrar la fiesta?
—En mi casa —dice Miriam—. Ya se lo he dicho a mis padres, que casualmente el fin de semana se van de viaje. Después saldremos a dar una vuelta y vosotros dos os podéis marchar al hotel.
—Vaya, Sugus de melón, veo que piensas rápido… —bromea Diana.
—¿Desde cuándo soy el de me…? Tú si que…
Miriam golpea con una almohada la cabeza de Diana.
—Y con tu amigo el escritor, ¿qué hacemos? —pregunta Cris.
—¿Con Álex?
—Claro. ¿Vas a juntar a los dos en la misma habitación?
Paula se queda pensativa. Álex. ¿Qué pasa con Álex? ¿Le había dicho que tenía novio? No. ¿Y eso qué importa? ¿O sí importa?
—Pues no tengo ni su móvil, pero imagino que hablaré por MSN con él esta semana. Y habrá que evitarlo, ¿no?
—¡Huy…!
—¿Qué pasa Diana?
—Nada, no he dicho nada.
—Has dicho «huy».
—Cosas mías. No tiene importancia.
En ese instante suena la puerta del dormitorio.
—¿Puedo pasar? —pregunta Mercedes desde fuera.
—Sí, mamá, pasa.
La mujer entra en la habitación con un gran cucurucho de papel cerrado en las manos.
—Chicas, el desayuno. El preferido de Paula. Os hemos ido a por churros. Y abajo hay preparados cuatro chocolates bien calientes.
Las Sugus sueltan una carcajada, mientras Paula suspira profundamente. No cree que pueda probar ni uno solo más.
—¿He dicho algo gracioso?
—No mamá, es que están con el pavo esta mañana. Ahora vamos.
—Pero rápido, que se enfrían.
Mercedes sale de la habitación confusa por la reacción de las chicas. ¿Qué habrá dicho para que se rían tanto?
Esa misma mañana, en otro lugar alejado de la ciudad.
El agua caliente moja el cabello de Álex y se desliza por todo su cuerpo. Está tenso. Sus hombros están agarrotados. Ha pensado que una buena ducha antes de continuar escribiendo le vendría bien.
Tiene la radio encendida dentro del cuarto de baño, sintonizada en una emisora musical. Después de un pequeño paréntesis en el que han explicado que la cantante Katia está ingresada en un hospital de la ciudad tras sufrir un accidente de tráfico, suena Tantas cosas que contar, de la Oreja de Van Gogh.
Tantas cosas tendría él que contar…
El joven intenta olvidarse por unos minutos de Irene, de su libro, de sus historias. Y de Paula.
Misión imposible.
Mientras los cálidos chorros azotan su piel, la imagen de la chica de dieciséis años vuelve a presentarse. ¿Está empezando a obsesionarse?
Recuerda algo. Su cumpleaños… Sí, le dijo que cumplía diecisiete el sábado de la próxima semana. ¿Qué le podría regalar? Aunque bien pensado, ¿es oportuno regalarle algo? ¿No estaría pasándose?
En realidad, ni siquiera son amigos: son casi desconocidos, apenas han compartido un día juntos. Un día mágico, maravilloso, distinto…, pero solo un día. Y quizá para Paula solo ha sido un día más.
Tal vez sea eso: solo uno más, uno de los tantos chicos que seguro llenan la vida de la joven. Esa idea le desmoraliza.
Álex coge el bote de gel y deja caer un poco en su mano. Con suavidad lo extiende, primero por sus piernas y posteriormente por sus brazos, por el abdomen y por el pecho. Instantes más tarde se enjuaga con el agua ya más tibia.
Quiere verla. Es en lo único que piensa. ¿Cómo es posible que no pueda quitársela de la cabeza?
De todas formas, tendrá novio. No es posible que una chica así ande sola por el mundo.
Coloca la ducha en el enganche, sobre su cabeza, y abre un poco más los grifos para que el agua salga con más presión, con más fuerza. En sus oídos suena como una cascada que le transporta unos minutos al más absoluto relax.
No existe otro sonido: solo el del agua. Ni siquiera puede escuchar cómo en la radio acaban de poner Don’t Speak, de No Doubt.
Satisfecho, Álex decide dar por terminada la ducha. Cierra los grifos y coge una toalla blanca con la que se comienza a secar aún dentro de la mampara. Con el cuerpo todavía húmedo sale de la ducha anudándose la toalla a la cintura.
—¡Ah, por fin has terminado! —la voz de Irene le sorprende, tanto que está a punto de resbalar.
Su hermanastra sonríe con un cepillo de dientes en la mano. La chica no puede evitar mirar de arriba abajo al joven.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Lavarme los dientes después de desayunar. Hay que hacerlo cuatro veces al día, por lo menos.
—¿Pero no has visto que estaba duchándome yo?
—Sí, y he llamado a la puerta varias veces, pero no me has contestado.
—No te oí por el ruido del agua.
—Ya lo supuse. No te preocupes, no me molesta que te duches mientras me lavo los dientes.
Álex no da crédito a lo que oye.
—¿Cómo dices?
—Pues eso, hermanito. ¿No te molestará que haya entrado, no? A estas alturas…
—¡Por supuesto que me molesta! Es mi intimidad.
—Ay, no seas cascarrabias. ¿Crees que me puedo asustar de verte desnudo?
La joven sonríe pícara y vuelve a repasar a su hermanastro. Su rostro reluciente y mojado es irresistible. Si fuera por ella…
Por el contrario, Álex resopla desesperado.
—Irene, si vas a vivir aquí, tienes que aceptar unas normas. Y respetarlas.
—¡Uff, eso de las normas…!
—Pues las hay. Deben existir.
—Lo que tú digas. Cuéntame.
La chica se inclina y bebe un trago de agua que comienza a remover dentro de su boca.
—En primer lugar, tienes que llamar a la puerta antes de entrar en mi habitación o en el cuarto de baño.
—¡Si lo he hecho, hermanito! Pero no me has oído, ya te lo he dicho.
Álex empieza a enfadarse.
—Pues la siguiente norma es que, si yo estoy duchándome o durmiendo, no entres.
—Creo que podré hacerlo —contesta ella, sonriendo—. ¿Más normas?
—No pasees por la casa con poca ropa.
—Eso no lo he hecho.
—Por si acaso.
Irene suelta una carcajada.
—Está bien. Me portaré bien. ¿Alguna cosa más, hermanito?
—Sí; no me llames hermanito, por favor.
La joven vuelve a reír escandalosamente, pero acepta la regla. A partir de ahora solo llamará a su hermanastro por su nombre.
Esa misma mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
Ángel llama a la puerta de la habitación en la que Katia descansa.
Paradójicamente, una de las enfermeras le ha preguntado si era el novio de la cantante. En principio ha dudado, pero no lo ha negado temiendo que solo dejaran pasar a familiares e íntimos.
—Adelante, entre.
Una joven voz femenina que no reconoce le invita a pasar. El periodista abre la puerta con cuidado y entra en la habitación.
Al fondo, Katia está acostada, tapada con una sábana blanca. La chica de pelo rosa sonríe al verle. Su acompañante, sentada en una silla junto a ella, también lo hace. La desconocida es una joven rubia con mechas de color chocolate, de unos veinticinco años, con cierto parecido a Katia.
—Hola, Ángel —dice tímidamente la muchacha, que hace un gran esfuerzo por incorporarse—. ¡Qué alegría verte…!
Él se acerca hasta las dos chicas sonriendo. Tumbada en aquella cama no parece la misma Katia de estos días. Tiene un ojo morado y una pequeña venda que cubre parte del lado izquierdo de su frente.
—¡No te muevas! ¡Qué tozuda eres a veces…! —le recrimina la joven rubia, que se levanta de la silla para recibir al recién llegado—. Hola. Soy Alexia, la hermana mayor de este elemento.
—Yo soy Ángel. Encantado.
—Igualmente. Algo he oído hablar de ti.
Dos besos.
Como su hermana, Alexia tiene cierto encanto en sus facciones. Su rostro no es tan aniñado y es más alta que la cantante, pero igual de atractiva que ella.
—¡Hey! Y para mí, ¿qué? ¡Que soy la enferma! —protesta infantilmente Katia, tratando de alzar la voz inútilmente.
Ángel se aproxima a ella y también le da dos besos con cuidado para no hacerle daño. Tiene la piel fría. Sin embargo, el lento roce de sus labios con su mejilla es cálido.
—Menudo susto me has dado. ¿Cómo te encuentras?
—Bien. He tenido mucha suerte.
—¿Algo roto?
—¡Qué va…! Esta niña es de granito, ahí donde la vez, tan poca cosa que parece… —interviene Alexia—. Rasguños, moratones y un golpe en la cabeza por el que tendrá que estar aquí hasta mañana en observación. Pero poco más.
Ángel sonríe. Se siente aliviado. Cuando oyó en la radio del taxi la noticia pensó en lo peor.
—¿Cómo fue?
Katia suspira.
—Salí de una fiesta en la que había dado un concierto e iba conduciendo tranquilamente hacia mi casa cuando un coche se me apareció de frente por mi carril. Lo esquivé como pude y choqué contra una farola. El airbag y el cinturón han evitado que me hiciera más daño.
—Menos mal. Sí que has tenido suerte. ¿Al otro le ha pasado algo?
—No. Ni se paró. El accidente lo tuve yo sola.
—Los sábados son peligrosos para conducir de noche. Hay mucho loco suelto —señala su hermana, que acerca otra silla a la cama para que Ángel se siente también.
—Y tú, ¿cómo te has enterado? Iba a llamarte luego.
—Lo escuché en la radio. Ya están dando la noticia.
Katia se lamenta. Pronto aquel hospital estará lleno de curiosos y periodistas. Y el que verdaderamente le importa ya está allí junto a ella.
—Si no me equivoco, tú eres periodista, ¿verdad?
—Sí, trabajo en una revista de música. Gracias a ello conocía tu hermana, que amablemente nos concedió una entrevista.
—Ya me ha comentado algo.
Alexia parece muy informada sobre todo. ¿Qué le habría contado Katia sobre él? ¿Y hasta dónde?
—Pero tranquilas, vengo como amigo, no como profesional —asegura el joven.
—Ya. Seguro que terminas escribiendo en tu revista una noticia sobre el accidente donde cuentas hasta el color del pijama que llevo —bromea la cantante.
—No, no, te aseguro que…
—Ya lo sé, tonto… —se burla Katia, que coge la mano de Ángel y la aprieta con toda la fuerza que puede.
Con él allí se siente mucho mejor. Le encanta que haya venido a verla. No lo esperaba después de todo lo que había pasado el viernes por la noche y el sábado por la mañana. Para ser sincera, creía que no lo volvería a ver. En cierta manera, está contenta de que aquel accidente les haya vuelto a unir.
Los tres conversan animadamente durante un rato hasta que una enfermera entra en la habitación con un carrito en el que porta una bandeja con un plato tapado, dos vasitos pequeños y un bote con pastillas.
—Señorita, le traigo algo para que coma y unas pastillas para el dolor de cabeza.
—Gracias —la enfermera entrega la bandeja a la chica y abre el tarrito con los analgésicos, del que saca uno que pone en una servilleta junto a uno de los vasos.
—Mientras comes, me voy un rato fuera. Ahora vengo, hermana. ¿Ángel, me haces compañía?
—¿Os vais?
—Solo un momento, me ponen nerviosa los hospitales. Necesito una tila, un té, algo. ¿Vienes, Ángel?
El chico se extraña con la propuesta, pero no se opone. Se encoge de hombros ante la mirada suplicante de Katia y sale de la habitación detrás de Alexia.
La hermana de la cantante camina de manera elegante, recta, haciendo sonar con suficiencia sus altos tacones en el suelo del hospital. Ángel la sigue detrás a pocos pasos.
—¿Vamos a la cafetería? —le pregunta Alexia, deteniéndose para que su acompañante le alcance.
—Muy bien.
Andan por el pasillo, uno al lado del otro, hacia el ascensor. Al entrar, la chica pulsa el botón que les lleva a la planta baja.
Apenas se miran. Es una de esas situaciones incómodas de ascensor, hasta que Alexia habla.
—Y ¿cómo es que, siendo de la prensa, te han dejado entrar?
La pregunta sorprende a Ángel, que improvisa la respuesta tras un instante.
—No me han preguntado si era periodista —contesta dubitativo.
—Claro. Si hubieras dicho que lo eras, no te habrían permitido subir.
—No he venido en misión informativa —insiste, sonriendo.
Planta baja. La puerta del ascensor se abre. La cafetería está a pocos metros. El olor del café recién hecho se confunde con el de algún tipo de guiso preparado para el almuerzo de los enfermos.
La pareja entra en aquel lugar lleno de batas blancas.
—Creo que hay que pedir en la barra —señala Alexia.
Así es. Café con leche para él y una tila para ella.
El camarero, un señor bajito con bigote canoso, los sirve en pequeños vasitos blancos de plástico.
—¿Nos sentamos? —pregunta la joven.
El periodista asiente. Se deciden por una mesa esquinada del fondo. No hay nadie a su alrededor. El chico deja que ella elija silla y él ocupa el lugar de enfrente.
Ángel da un sorbo a su café caliente. Demasiado amargo.
—¿Has dicho que eras de la familia? —pregunta Alexia, retomando la conversación del ascensor.
De nuevo desprevenido.
—Algo así.
—¿Algo así?
—Sí. Me han preguntado si era su novio… Temí que no me dejaran pasar si lo negaba.
La chica sonríe maliciosa.
—¿Y lo eres?
—¿Su novio? ¡No! Solo somos amigos.
Ángel se sorprende a sí mismo cuando pronuncia la palabra amigos. ¿Desde cuándo lo eran? Parecía como si se conocieran de toda la vida y tan solo hacía tres días que se vieron por primera vez en la redacción de la revista.
—¿Sabes?, Katia me ha hablado de ti.
El joven empieza a sentirse incómodo. La conversación se parece cada vez más a un interrogatorio.
—¿Y qué te ha contado?
—No demasiado: que la entrevistaste y quedó muy satisfecha, por cierto. También que fuiste a una sesión de fotos porque ella te lo pidió. ¡Ah!, y que casi os liáis el otro día —responde irónica Alexia.
El rostro de Ángel se torna pálido. Afortunadamente, está en un hospital. ¿Qué mejor sitio para sufrir un colapso?
—No fue así, exactamente. Lo que pasó fue que…
—No te justifiques, no necesito explicaciones.
La sonrisa de la joven toma otro cariz. Ahora es serena, tranquilizadora.
—Quiero dártelas.
—No hace falta, sé lo que pasó. Todos podemos cometer un error. En todo caso, es asunto vuestro.
—Pero entre tu hermana y yo no hubo…
—Tranquilo, lo sé. Katia me cuenta todo. O casi todo. Soy su hermana mayor y una de las pocas personas en las que confía desde que está metida en el mundo de la música.
—Tiene que ser complicado para ella distinguir en quién confiar ahora que es una estrella.
—Mucho. Era desconfiada antes, y ahora, mucho más. Constantemente se le acerca gente, casi toda por interés. Pero contigo…
—¿Conmigo?
—Pues que hace poco tiempo que os conocéis y, sin embargo, te ha cogido cariño.
Ángel vuelve a beber un poco de café. Se pregunta hasta dónde llegaría el «cariño» que le tiene la chica del pelo rosa.
—A mí también me cae bien.
—Lo sé. Se nota que le tienes aprecio. Que hayas venido hasta aquí es significativo. Por eso tengo que pedirte algo.
El periodista se frota la barbilla. Está expectante y nervioso.
—¿De qué se trata?
—Yo tengo que irme dentro de un rato y no puedo quedarme más tiempo hoy con mi hermana. Tengo un compromiso al que no puedo faltar. Mauricio, su representante, que también conoces, está de viaje. Somos las dos únicas personas cercanas en las que Katia confía. Bueno, creo que somos tres ya —dice la chica, esbozando una nueva sonrisa afectuosa—. Me gustaría que te quedaras con mi hermana hasta que mañana saliera del hospital.
El impacto de las palabras de Alexia es mayúsculo. Una vez más le pilla a Ángel a contrapié.
—No creo que tu hermana quiera.
—¿Bromeas? Estará encantada. La cuestión es si quieres tú. Por Katia no habrá problema. Además, me quedaría mucho más tranquila si alguien le acompaña hasta que mañana le den el alta.
Ángel aproxima el vasito de plástico a su boca y, de un último sorbo, termina el café. En esos breves instantes analiza rápidamente lo que le acaban de pedir. No cree que pasar tanto tiempo a solas con Katia sea una buena idea. Pero por otra parte, ¿cómo se puede negar a hacer ese favor? Además, si no es con él, posiblemente la chica pasará el resto del día sola en aquella fría habitación de hospital. ¿Y si le ocurre algo imprevisto? Los golpes en la cabeza son muy traicioneros.
—Está bien, lo haré.
Alexia sonríe satisfecha. Se levanta y besa en la mejilla al joven.
—Muchas gracias. Mi hermana tiene mucha suerte de tener un amigo como tú.
Ángel le devuelve una sonrisa forzada. No está convencido de su decisión, pero ¿qué iba a hacer?
Y todavía le queda por resolver una cuestión mayor: ¿qué le cuenta a Paula ahora?