Capítulo 19

sa misma mañana de marzo, en algún lugar de la ciudad.

¿Es posible que tomar chocolate con churros se convierta en un encuentro romántico? Sí, al menos para Paula y Ángel.

Sentados frente a una cafetería sentados uno enfrente del otro, la pareja desayuna con la música de la radio de fondo. Suena Volveré junto a ti de Laura Pausini. Después de mil arrumacos, achuchones y besos en el parque de los cien escalones, están hambrientos.

—Vamos a jugar una cosa —dice la chica, muy feliz después de la reconciliación.

—¿Quieres jugar más? ¿Aquí, delante de todos? —bromea Ángel.

—No seas tonto. Ya has tenido tu ración por hoy, por lo menos por esta mañana.

—¡Qué dura eres…! —protesta—. ¿A qué quieres jugar?

Paula sonríe. Sólo de imaginar lo que le va a proponer hace que le dé la risa por dentro, pero debe contenerse.

—Tú, de pequeño, ¿no hiciste nunca una fiesta e chocolate con churros?

El joven responde tras pensar en ello unos momentos:

—No, no recuerdo nada parecido.

—Te estás haciendo mayor, cariño. Ni siquiera recuerdas tu infancia.

—Que no, ya te digo que no me suena eso del chocolate con churros en una fiesta —señala, fingiendo que se indigna.

—Vale. Te lo explico: consiste en que con los ojos vendados uno le dé al otro de comer. Mojas el churro en el chocolate y me lo das. Y, luego, yo a ti.

—Estás bromeando, ¿verdad?

—No, no. Es en serio, te lo juro.

Paula cruza los dedos corazón e índice de su mano derecha y los besa.

—¿Me estás diciendo que nos vamos a vendar los ojos y nos vamos a dar de comer los churros mojados de chocolate, aquí, delante de todo el mundo?

—Sí, eso es.

La sonrisa de Paula le ocupa toda la cara. Ángel no sebe si su chica está hablando en broma o lo dice de verdad. Sí, parece que va en serio.

—Estás loca…

—¿No te atreves? —pregunta desafiante.

—Pues…

—¡Cobarde!

El joven periodista comienza a tomarse aquella afrenta como algo personal. ¿Que no se atreve?

—Vale, acepto. Juguemos.

—¡Muy bien! ¡Valiente! ¡Así me gusta! —exclama la muchacha, aplaudiendo.

—¿Y quién gana?

—El que se manche menos la cara.

Ángel no tiene muy claras las reglas del juego, pero no puede consentir que Paula piense que es un cobarde.

—Bien, pero ¿con qué nos vendamos?

—Espera.

Paula se levanta y se dirige a la barra de la cafetería. Dialoga con un camarero y, pocos instantes después, este vuelve con cuatro servilletas de tela. Luego regresa a la mesa, sin poder parar de sonreír.

—Toma, dos para ti y dos para mí. Una para que te la pongas en los ojos y la otra para que te cubras y no te manches la ropa.

El chico coge las dos servilletas que Paula le da. Mira hacia un lado y otro: solo hay un par de ancianos y una pareja en toda la cafetería. Pero ¡qué vergüenza…! Aunque él no se va a echar para atrás.

—Venga, juguemos.

—Vale, pero sin trampas, ¿eh? No vale mirar, que te conozco, periodista.

¿Cómo puede decirle eso? Él jamás hace trampas.

—¡Por supuesto que sin trampas! ¡¿Por quién me tomas?!

Paula suelta una pequeña carcajada sabiendo que ha herido el orgullo de su chico a propósito. A continuación coge una de las servilletas y se la anuda en el cuello de la camisa para no manchársela. Ángel la imita. Acto seguido se tapa los ojos con la otra servilleta, atándosela por detrás de la cabeza.

—Comprueba que no veo nada —le dice a Ángel.

El chico la obedece y hace varios gestos delante de ella para asegurarse. Afectivamente, parece que no ve nada.

—Muy bien. Ahora yo.

—Vale. Como comprenderás, yo no podré comprobar si me haces trampa o no. Pero confío en ti cariño.

Ángel resopla y, tras observar que nadie le mira, se pone la servilleta en los ojos en forma de venda.

—Ya está no veo nada.

Y es cierto. No ve absolutamente nada. No le gusta ganar haciendo trampas.

—Perfecto. Confío en ti, ¿eh? —dice la chica, que en esos momentos, lentamente, se quita la servilleta de los ojos—. Empiezas tú.

Paula apenas puede contener una enorme carcajada al ver que al pobre Ángel muy serio, buscando el churro para mojarlo en el chocolate. Sin embargo logra reprimirse para continuar con el juego.

El chico por fin atrapa el churro. Lo moja en la taza y, con torpeza, busca la boca de ella.

—Vamos, cariño, estoy preparada. ¿A qué esperas?

Ángel se inclina hacia delante con el brazo estirado. Las gotas de chocolate caen sobre la mesa. Paula esquiva el churro. El chico lo intenta por la derecha, ella mueve su cara hacia la izquierda y repite la maniobra cuando él se aproxima por el lado contrario.

—Pero ¿dónde estás? —pregunta, desesperado, después de varios intentos fallidos.

—¡Pues aquí! ¿Dónde voy a estar? ¡Qué mala puntería tienes, cariño!

La chica no puede evitar ahora la carcajada ante el malestar de ángel, que sigue insistiendo. Benevolente, por fin, Paula se deja rozar con el churro empapado de chocolate y le permite que le manche un poco la cara.

Su chico sonríe, pero ella no le deja mucho margen y muerde el churro.

—¡Bien! —grita mientras lo mastica—. ¡Por fin has encontrado mi boca!

—Uff, parecía que habías desaparecido… Pero creo que no te he manchado mucho ¿no?

—Luego lo vemos, ahora me toca a mí.

Paula se tiene que poner las dos manos en la cara para soportar la risa. Apenas puede respirar. Ángel, enfrente, abre la boca esperando que la chica le dé su desayuno. Ésta empapa un churro todo lo que puede y lo dirige al rostro de Ángel.

El primer impacto es en la frente del joven.

—Pero ¿qué haces? ¡Mi boca está más abajo! —exclama Ángel.

—Perdona, cariño. ¿Más abajo?

La chica vuelve a mojar el churro, y tras pasarlo por los labios de Ángel evitando que este llegue a morderlo, extiende todo el chocolate por su barbilla y pómulos.

—¡Paula! ¡Me estás poniendo perdido!

Ángel no sabía si reír o llorar. Tiene la cara cubierta completamente de chocolate.

—¡Perdona! ¡Si es que no lo coges!

—¿Cómo que no?

—Venga, otra vez.

La pareja que se encuentra en la cafetería los mira divertidos. Estos enamorados…

Paula moja por tercera vez el churro y esta vez sí se lo coloca justo delante de la boca de Ángel, inclinándose sobre él.

—¡Muerde!

Ángel le hace caso y da un mordisco a su presa.

—¡Muy bien, cariño! —vitorea Paula, que definitivamente no puede para de reír.

A continuación, le quita la venda a Ángel, que se encuentra a su chica justo delante sin los ojos tapados.

—Pero tú… ¡me has hecho trampas!

—Sí. Pero… ¡tú te llevas el premio!

La joven cerca su rostro al de él y lo besa en los labios. Beso de chocolate.

Ángel no protesta y responde el beso de la chica.

Dulce desayuno.

Segundos más tarde, Paula coge su silla y se sienta a su lado. Con la servilleta que no se ha manchado, limpia la cara de ángel mientras no puede parar de reír ante las quejas de éste.

—Eres una tramposa. Ni voy a lugar contigo a nada más.

—Ya lo veremos.

Bromistas y alegres, pelean con la servilleta.

En la radio en esos momentos, comienza una canción muy conocida para los dos.

—¡Escucha! ¡Es el tema de Katia! ¡Me encanta esta canción!

—Es cierto, no la había reconocido —miente Ángel algo más serio.

—¡Qué bonita es!

—Sí, no está mal.

La joven continúa arreglando el desaguisado que ha hecho en el rostro de Ángel.

—¿La has vuelto a ver?

La pregunta coge desprevenido a Ángel.

—¿A quién?

—Pues a quién va a ser, a Katia.

Ángel duda que contestar. No puede contarle nada. Además, si antes no lo hizo…, ahora sería mucho peor.

—No, no la he vuelto a ver.

—¡Ah, qué pena! Bueno, si la vuelves a ver, pídele un autógrafo para mí.

Ángel traga saliva.

—¿Tanto te gusta?

—Muchísimo, y además… me recuerda a ti.

¡Uff, Lo que le faltaba oír! Se siente muy culpable.

—Bueno, veremos que…

Pero Paula interrumpe a su chico, alarmada al darse cuenta de la hora que es.

—¡Dios, es tardísimo! Mis padres tienen que estar a punto de despertarse. ¡Corramos!

Pero justo en ese momento, en otro lugar, en la habitación de Paula, donde Cris, Miriam y Diana cuchichean sobre qué estará haciendo la pareja, la puerta se abre lentamente.

Esa mañana de marzo, en un lugar apartado de la ciudad.

El silencio de la cafetería quiebra el silencio que reina en la cocina. El café está subiendo. Apaga el fuego y deja que termine de hacerse. Cuando el silbido cesa, lo sirve en una taza con una gota de leche.

Y es que no ha podido seguir durmiendo.

Álex lleva despierto desde que su hermanastra entró en la habitación. ¡Qué idea! ¿A quién se le ocurre levantarse un domingo tan temprano para irse a correr…? Pero así es Irene: siempre impredecible.

Aquella chica le pone nervioso, en todos los sentidos. Tienen que reconocerlo: físicamente, siempre había sido muy atractiva, provocadora. Pero ahora tiene un toque seductor, inquietante. Y es mucho más mujer que la última vez que lo vio, sin abandonar aquel carácter infantil que a veces secaba a la luz.

La tentación en casa.

Pero no: es su hermanastra y eso nunca cambiará. No tienen la misma sangre, pero si son familia. Y eso imposibilita cualquier tipo de relación entre ellos. Además está Paula.

Paula…

¿Qué estará haciendo ahora? No lo recuerda bien, pero cree que ha soñado con ella.

Se muere por verla de nuevo… ayer fue uno de esos días mágicos por lo que merece la pena arriesgar. Se alegra de haberle pedido ayuda. Perdona si te llamo amor casi une sus labios. ¿Qué hubiese pasado si la hubiera besado?

Inmerso en sus pensamientos, Álex coge la taza de café y se sienta delante de su ordenador portátil. Ya que se encuentra solo y despierto, debe aprovechar.

Antes de adentrarse en Tras la pared, examina su correo electrónico. Encuentra un e-mail de esos encadenados: «Envía este mensaje a diez contactos y el amor llamará a tu puerta el día de hoy» odia este tipo de correos pero, esta vez, selecciona a diez personas al azar y lo reenvía. ¿Por qué lo ha hecho?

No le da importancia y sigue comprobando los e-mails. Publicidad, más publicidad y nada más. No hay rastro de personas que hayan encontrado el cuadernillo, exceptuando el correo del día anterior mandado por María.

«Es pronto. Y domingo. La gente duerme», se convence a sí mismo.

No quiere impacientarse con este tema. Realmente no sabe cuál será el resultado del experimento, pero una liguera decepción le embarga al no recibir nuevas noticias.

Cierra su cuenta y abre el archivo que contiene la novela.

Piensa unos minutos. Tiene que describir a Nadia, la chica protagonista con la que Julian se obsesionará. Cierra los ojos y se la imagina. Sí, ya la tiene. Escribe:

Tendría entre catorce y quince años, aunque trataba de parecer algo mayor. El pelo liso le caía por los hombros en una cascada rubia interminable, adornada con una fina trencita azul. Sus grandes ojos verdes, pintados con un gusto exquisito, transmitían la mágica unión de la inocencia y la sensualidad. Los labios carnosos, dibujados de rosa, estaban ligeramente abiertos a la hora de caminar. Su ropa invitaba a imaginar más allá: una camiseta ajustada y con ligero escote no pretendía ocultar las formas redondeadas y exuberantes qué contenía debajo; unos shorts minúsculos dejaban paso a unas piernas larguísimas, eternas. Era un ángel que desfilaba, más que caminar, más hacía mí. Sostuve la puerta para que aquella niña, con doctorado de mujer, pasara. El flechazo fue inmediato cuando un irresistible olor a vainilla me impregnó a su paso.

Lee una y otra vez lo escrito. No ha podido evitar el detalle de la vainilla, el mismo olor del perfume de Paula… Enseguida, le viene a la cabeza el correo encadenado que ha recibido: «Envía este mensaje a diez personas y el amor llamará a tu puerta durante el día de hoy».

Si fuera verdad…

En ese momento, el timbre de la puerta de la entrada suena. Pero… ¿quién? El amor llamará a la puerta…

Álex no puede evitar una sonrisa. Caprichoso destino.

Cierra su portátil y camina tranquilamente hacía la entrada. Siempre tan impredecible…

—O no cierras o te llevas las llaves, Irene —dice, sin siquiera comprobar que es su hermanastra la que ha llamado, mientras abre la puerta.

Y la ve.

Un escalofrío recorre el cuerpo de Álex, similar al que sintió por la noche cuando la chica se eché encima para tratar de alcanzar el ratón del ordenador.

Se ha quitado la sudadera, que lleva atada a la cintura, la camiseta negra sin mangas se ajusta perfectamente a su sensual cuerpo. Su frente brilla del sudor de la carrera. También su cuello resplandece.

—Perdona, hermanito, ni me di cuenta. ¿Seguías durmiendo? —Irene entra en la casa, rozando con su cuerpo el de Álex al pasar.

—No…, no. Estaba tomando café.

—¡Ah, qué bien! Justo lo que necesito. ¿Queda para mí?

—Sí. Hace poco que lo hice. Incluso puede que todavía esté caliente.

—Perfecto. ¿Lo tomas conmigo?

El joven no encuentra motivos para negarse y acompaña a su hermanastra hasta la cocina. Él mismo se encarga de servirle.

—¿Cómo lo quieres?

—Con mucha leche, por favor.

Irene ha dejado la sudadera encima de la silla y con un pañuelo de papel seca su frente. Cuando Álex se acerca con su café, pasa lentamente el pañuelo por su cuello, desde la barbilla al escote.

—¿Está bien así?

La chica se inclina para mirar el interior de la taza, mientras deja el clínex a un lado.

—Sí, perfecto —señala con una gran sonrisa—. Álex, ¿te puedo hacer una pregunta?

—Sí, pero rápido, que tengo cosas que hacer —contesta, mostrándose lo más distante posible.

—¿Tienes novia?

—No.

A pesar de su sorpresa, el chico contesta con frialdad.

—Y esa Paula, ¿quién es? Soñabas con ella cuando te desperté…

Si la primera pregunta cogió desprevenido a Álex, la segunda lo supera. Sin embargo trata de reaccionar de la misma manera.

—No recuerdo lo que estaba soñando. Y tengo dos o tres amigas que se llaman así.

—Ah, muy bien. Es un nombre muy bonito y muy común.

—Sí, es bonito —responde simulando indiferencia—. Y ahora, si me perdonas, voy a subir a seguir con lo que estaba haciendo.

El joven abandona la cocina ante la mirada atenta de su hermanastra, que no le pierde de vista hasta que desaparece. Y sí, los ojos de Álex lo han delatado: esa Paula es su rival.