14

Resultó ser una cantera. Los gnomos lo supieron porque sobre la verja había un rótulo oxidado: «Cantera, Peligro. No Entrar».

Dieron con ella después de una huida enloquecida y aterrorizada por los campos. Gracias a la suerte, si uno prestaba oídos a Angalo. Gracias a Arnold Bros (fund. en 1905), si uno prefería creer a Gurder.

No importa cómo se instalaron, cómo descubrieron las escasas construcciones viejas y destartaladas, cómo exploraron las cuevas y los montones de rocas, cómo ahuyentaron las ratas. Todo eso no resultó difícil. Lo verdaderamente arduo fue convencer a los gnomos adultos para que salieran al exterior, pues se sentían mucho mejor con un techo sobre sus cabezas. La intervención de la abuela Morkie fue muy importante: hizo que la vieran caminar arriba y abajo, desafiando el terrible Aire Fresco.

Además, la comida que se habían llevado de la Tienda no duró eternamente. Había hambre y allá arriba, en los campos, había conejos y verduras. No limpias y cortadas como Arnold Bros (fund. en 1905) había dispuesto que les llegaran hasta entonces, sino surgiendo del suelo y llenas de tierra. Hubo quejas por esto último. Las toperas que aparecieron en un campo cercano fueron, simplemente, las primeras búsquedas experimentales de patatas…

Tras un par de desagradables experiencias, los zorros aprendieron a mantenerse a una prudente distancia.

Y luego vino Dorcas y el descubrimiento de la electricidad, todavía a base de cables que conducían a una caja de una de las casetas desiertas. Utilizarla sin peligro pareció necesitar tanta planificación como el Gran Viaje en Camión, y el empleo de incontables mangos de escoba y guantes de goma.

Después de mucho reflexionar, Masklin había colocado la Cosa cerca de los cables eléctricos. Aunque en su superficie habían parpadeado algunas luces, el dado metálico había permanecido silencioso. Masklin había notado que la Cosa estaba escuchando. Había podido oír cómo prestaba atención.

Entonces la había retirado de los cables y la había guardado en una rendija de una de las paredes. Tenía la brumosa sensación de que todavía no era el momento de utilizar la Cosa. Cuanto más tiempo la dejaran tranquila, se dijo, más tendrían que ocuparse ellos mismos en resolver los asuntos que se presentaran. Le agradó la idea de despertarla algún día y decirle: «Mira todo lo que hemos hecho, nosotros solos».

Gurder ya había decidido que, probablemente, estaban en China.

Y, así, el invierno dio paso a la primavera, y llegó el verano…

Pero Masklin sabía que la historia no había terminado.

Estaba sentado en las rocas sobre la cantera, montando guardia. Ahora, siempre mantenían un centinela de guardia, por si acaso. Uno de los inventos de Dorcas, un interruptor conectado a un cable que encendería una bombilla bajo una de las cabañas, estaba oculto por una piedra, a su lado. Dorcas le había prometido una radio, para un día de aquellos. Un día de aquéllos que podía ser muy pronto, pues el inventor tenía ahora varios alumnos. Todos ellos parecían pasar mucho tiempo en una de las destartaladas cabañas, rodeados de fragmentos de alambre y con aire muy grave…

Montar guardia era una tarea muy atractiva, al menos en los días soleados.

Aquél era su hogar, ahora. Los gnomos se instalaban, llenando los rincones, haciendo planes, esparciéndose, empezando a arraigar.

Sobre todo, Bobo. La rata había desaparecido el primer día y había reaparecido, gorda y orgullosa, como líder de las ratas de la cantera y padre de un montón de ratonzuelos. Quizá fue ésta la razón de que ratas y gnomos parecieran convivir sin problemas, evitándose unos a otros siempre que era posible, y no devorándose mutuamente.

«Las ratas pertenecen a este lugar más que nosotros —pensó Masklin—. Este lugar no es nuestro, en realidad. Pertenece a los humanos. Se han olvidado de él por un tiempo, pero algún día se acordarán de él. Volverán y tendremos que irnos a otra parte. Siempre tendremos que irnos. Siempre intentaremos crear nuestro pequeño mundo dentro de este mundo enorme. Antes, todo él era nuestro, y ahora nos damos por afortunados con tener un rincón cualquiera.»

Contempló la cantera a sus pies y distinguió a duras penas a la abuela Morkie, sentada al sol en compañía de algunos jóvenes gnomos a los que enseñaba a leer.

Aquello estaba bien, al menos. Masklin no había sido muy bueno para la lectura, pero los niños parecían aprender con bastante facilidad.

Pero aún había problemas. Las familias de los departamentos. Al no tener departamento que gobernar, se enzarzaban en continuas peleas. Las discusiones estallaban una tras otra y todo el mundo parecía esperar que fuera él quien las arreglara. Daba la impresión de que los gnomos sólo eran capaces de actuar juntos cuando tenían algo en que ocupar sus mentes…

«Más allá de la Luna —había dicho la Cosa—. Antes vivíais en las estrellas.»

Masklin se tumbó de espaldas y escuchó el zumbido de las abejas.

«Un día volveremos —se dijo—. Encontraremos el modo de subir a la gran nave del cielo y volveremos. Pero todavía no. Será preciso trabajar y, de nuevo, lo más difícil será hacérselo entender a la gente. Cada vez que subimos un peldaño, nos instalamos y pensamos que hemos llegado a lo alto de la escalera. Y entonces empezamos a disputar.»

De todos modos, saber que existían las escaleras ya era un buen punto de partida.

Desde donde estaba, su vista abarcaba kilómetros y kilómetros de campo abierto. Por ejemplo, distinguía el aeropuerto.

El día que habían visto pasar el primer reactor, la experiencia había sido aterradora, pero algunos gnomos habían recordado que habían dibujos de aquellos objetos en algunos libros, y resultaron ser, simplemente, una especie camiones construidos para viajar por el aire.

Masklin no le había contado a nadie por qué creía que era una buena idea saber más cosas sobre el aeropuerto. Sabía que algunos lo sospechaban, pero había tantas cosas que hacer que no pensaban mucho en ello, por el momento.

Había presentado el asunto con mucho cuidado, limitándose a sugerir que era importante averiguar cuanto fuera posible de aquel nuevo mundo, por si acaso. Lo había expresado de tal manera que no diera pie a nadie a preguntar «por si acaso, ¿qué?» y, al fin y al cabo, había gente de sobra y hacía buen tiempo.

Así pues, había conducido una expedición de gnomos hasta el aeropuerto, a través de los campos. El viaje había durado una semana, pero eran treinta exploradores y no se habían presentado problemas. Incluso habían tenido que cruzar una autopista, pero habían encontrado un túnel construido para tejones, y uno de estos animales que venía por el otro lado dio media vuelta y echó a correr cuando los vio acercarse. Una mala noticia como un grupo de gnomos armados se extiende con rapidez.

Y luego habían encontrado la valla de alambre y se habían encaramado un poco a ella, y habían pasado horas observando el despegue y el aterrizaje de los aviones.

Masklin había intuido, como le había sucedido un par de veces anteriormente, que todo aquello tenía mucha importancia. Los reactores parecían grandes y terribles, pero también se lo habían parecido un día los camiones. Sólo era preciso conocerlos a fondo. Y, una vez que uno tenía el nombre, tenía algo a lo que agarrarse, como una especie de palanca. Un día, tal vez les fueran de utilidad. Un día, tal vez los gnomos los necesitaran.

Para dar otro paso. Para subir un nuevo peldaño.

Curiosamente, se sentía muy optimista al respecto. Durante un instante, había tenido la luminosa sensación de que, aunque discutieran y se pelearan e hicieran mal las cosas y se equivocaran, los gnomos terminarían por salirse con la suya. Porque Dorcas también estaba allí, subido en la valla y observando los aviones con un brillo calculador en la mirada. Y Masklin le había dicho:

—Supongamos… sólo por hacer un comentario, que quede claro… supongamos que necesitáramos robar uno de ésos. ¿Crees que podríamos hacerlo?

Y Dorcas se había acariciado la barbilla, pensativo.

—No debería ser demasiado difícil de conducir —había contestado con una sonrisa—. Sólo tienen tres ruedas…

F I N