13

Tiempo después, cuando fueron escritos los siguientes capítulos de El libro de los gnomos, se dijo en ellos que el final de la Tienda había empezado con un «bang». No era cierto, pero se escribió así porque «bang» producía más impresión. En realidad, la bola de fuego amarillo y anaranjado que surgió del garaje, llevando consigo los restos de la puerta metálica, hizo un ruido parecido al de un perro gigante carraspeando suavemente.

Hizo ¡brooum!

Los gnomos no estaban en situación de prestar demasiada atención a ello, en aquel momento. Estaban más preocupados con el ruido que producían otras cosas que parecían querer chocar contra el camión.

Masklin ya había previsto que encontrarían otros vehículos en la carretera. El Código de Circulación tenía mucho que decir al respecto. Era importante no golpearlos. Pero lo más preocupante era que parecían decididos a lanzarse contra el camión. Pasaban rozándolo y emitían unos prolongados bramidos, como vacas enfermas.

—¡Un poco a la izquierda! —gritó Angalo—. ¡Luego una pizca a la derecha, y luego recto al frente!

—¿Una pizca? —murmuró el muchacho de las banderas, titubeando—. Creo que no tenemos ninguna señal para indicar «una pizca». ¿Podemos…?

—¡Despacio! ¡Ahora, un poco a la izquierda! ¡Hay que mantenerse en el lado derecho de la carretera!

Grimma asomó la nariz por encima del Código de Circulación.

—Ya estamos en el lado derecho —dijo.

—¡Sí, pero la derecha debe ser la izquierda!

Masklin señaló enérgicamente la página del libro que tenían delante.

—Aquí dice que se debe mostrar cons…, consi…

—Consideración —murmuró Grimma.

—… consideración con los demás conductores —acabó la frase. Una sacudida lo lanzó hacia adelante—. ¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—¡Nos hemos subido a la acera! ¡A la derecha! ¡Derecha!

Masklin vio por unos instantes un escaparate brillantemente iluminado, antes de que el camión lo golpeara de costado y volviera rebotando a la calzada bajo una lluvia de cristales.

—¡Ahora izquierda, izquierda! ¡Ahora derecha, derecha! ¡Recto! ¡Izquierda! ¡He dicho izquierda! —Angalo echó un vistazo al vértigo de luces y formas que apareció ante ellos—. ¡Ahí delante hay otra carretera! —anunció—. ¡Izquierda! ¡Más izquierda! ¡Aún más izquierda! ¡Mucho más…!

—Hay un rótulo —dijo Masklin, esperanzado.

—¡Izquierda! —chilló Angalo—. Ahora, derecha. ¡Derecha!

—Has dicho izquierda… —murmuró el muchacho de las banderas en tono acusador.

—¡Pues ahora digo derecha! ¡Más derecha! ¡Sujétate!

—No tenemos ninguna señal que…

Esta vez no pudo decirse que sonara un ¡broumm! Decididamente, fue un potente «bang». El camión chocó con una pared, se deslizó a lo largo de ella entre una rociada de chispas, se llevó por delante varios cubos de basura y, por fin, se detuvo.

Todo quedó en silencio, salvo unos siseos y unos ruiditos, ping, ping, del motor. Por fin, se alzó en la oscuridad la voz de Dorcas, pausada y amenazadora.

—¿Os importaría decirnos qué narices está pasando ahí arriba?

—Tendremos que pensar una manera mejor de dirigir el volante —declaró Angalo—, y las luces. Tiene que haber un interruptor para los faros en alguna parte.

Masklin se incorporó a duras penas. El camión parecía atascado en una carretera estrecha y oscura. No se veían luces por ninguna parte.

Ayudó a Gurder a ponerse en pie y a asearse la túnica. El Abad de Artículos de Escritorio parecía desconcertado.

—¿Hemos llegado? —preguntó.

—Todavía no —respondió Masklin—. Hemos hecho un alto para…, para afinar algunas cosas. Mientras se ocupan de ello, creo que tú y yo, deberíamos ir atrás y Comprobar si todo el mundo está bien. Deben de estar bastante preocupados. Ven tú también, Grimma.

Descendieron de la plataforma y dejaron a Angalo y Dorcas discutiendo acaloradamente acerca del volante, los faros, la claridad de las instrucciones y la necesidad de una buena comumicación.

En la caja del camión reinaba una algarabía de voces, mezcladas con llantos de bebé. Unos cuantos gnomos tenían golpes como consecuencia de las sacudidas y la abuela Morkie estaba entablillándole la pierna a uno de ellos, al que le había caído encima una caja cuando habían chocado con la pared.

—Este viaje ha sido un poco más agitado que el último —comentó la abuela con voz seca, mientras anudaba las vendas—. ¿Por qué nos hemos detenido?

—Para afinar algunos detalles —repitió Masklin, tratando de sonar más optimista de lo que se sentía—. Pronto seguiremos la marcha. Ahora, todo el mundo sabe qué puede esperar.

Escrutó el oscuro fondo de la inmensa caja del camión, y la curiosidad lo venció.

—Mientras esperamos, voy a echar un vistazo al exterior —anunció.

—¿Para qué quieres hacerlo? —le preguntó Grimma.

—Sólo para eso: para echar un vistazo —contestó Masklin, incómodo. Dio un ligero codazo a Gurder y lo conminó—: ¿Quieres venir?

—¿Qué? ¿Al Exterior? ¿Yo? —El Abad lo miró, aterrorizado.

—Tarde o temprano, tendrás que hacerlo. ¿Por qué no ahora?

Gurder titubeó un momento y, por último, se encogió de hombros.

—¿Podré ver la Tienda desde…, desde el Exterior? —inquirió, humedeciéndose los labios resecos con la punta de la lengua.

—Es probable. En realidad, no hemos ido muy lejos —respondió Masklin, con toda la diplomacia que pudo.

Un grupo de gnomos los ayudó a descolgarse por la parte posterior del camión y descendieron hasta lo que Gurder no habría dudado, seguramente, en llamar «La planta». El terreno estaba húmedo y el aire estaba impregnado de frías gotas de agua.

Masklin aspiró profundamente. Estaban al aire libre, sin duda. Aquello era aire puro, un poco helado para su gusto. Olía a fresco, no como si lo hubiera respirado un millar de gnomos antes que él.

—Han puesto en marcha los aspersores —comentó Gurder.

—¿Los qué?

—Los aspersores —repitió el Abad—. Están en el techo, ¿sabes?, por si… —Se detuvo y miró hacia arriba—. ¡Oh! —exclamó.

—Creo que te refieres a la lluvia —apuntó Masklin.

—¡Oh!

—Sólo es agua que cae del cielo —explicó Masklin. Luego, le pareció que se esperaba algo más de él—. Está mojada y se puede beber. Lluvia, se llama y no hay que tener la cabeza puntiaguda. El agua resbala sin causar daño.

—¡Oh!

—¿Te encuentras bien? —preguntó. Gurder estaba temblando.

—¡No hay techo! —exclamó el Abad con un gemido—. ¡Y es enorme!

Masklin le dio unas palmaditas en el hombro.

—Claro, claro, todo esto es nuevo para ti. No te preocupes si no entiendes algo.

—Seguro que, por dentro, te estás burlando de mí, ¿verdad?

—Desde luego que no. Yo sé muy bien lo que es sentirse asustado.

Gurder recuperó el aplomo.

—¿Asustado, yo? No seas ridículo. Estoy perfectamente —declaró—. Sólo un poco… sorprendido. Yo… hum, no esperaba que fuera tan…, tan… exterior. Ahora que he tenido tiempo de hacerme a la idea, me siento mucho mejor. Bueno, bueno… De modo que éste es el aspecto que tiene el…, el Exterior —paladeó la palabra como si fuera un nuevo dulce—. Es muy grande… ¿Lo que vemos es todo, o hay más?

—Hay mucho más —explicó Masklin—. Donde vivíamos nosotros, no había más que exterior de un extremo a otro del mundo.

—¡Oh! —musitó Gurder débilmente—. En fin, me parece que con éste ya tengo bastante por el momento. Estupendo.

Masklin dio media vuelta y contempló el camión. Estaba casi incrustado en un callejón lleno de basuras. En el extremo del vehículo había una profunda abolladura.

En la abertura al fondo del callejón se distinguía el brillo de las farolas bajo la lluvia. Mientras miraba, pasó a toda velocidad un vehículo con una luz azul destellando en el techo. El vehículo avanzaba cantando. A Masklin no se le ocurrió otra manera de describir el sonido.

—Qué extraño —murmuró Gurder.

—A veces, también los veíamos pasar donde vivíamos antes. —A Masklin le producía un secreto placer el hecho de volver a ser, después de tanto tiempo, quien conocía las cosas que los rodeaban—, y las oíamos cantar por la autopista, así: pii-pa, pii-pa, PII-PA, PII-PA, pii-pa. Creo que lo hacen para advertir a la gente que deje paso libre.

Se deslizaron por la cuneta y asomaron la cabeza para observar la calzada desde la esquina, en el preciso instante en que pasaba como una exhalación otro vehículo ululante.

—¡Oh, Última Oferta! —exclamó Gurder, y se llevó las manos a la boca.

La Tienda estaba ardiendo.

De algunas ventanas superiores surgían llamas como cortinas agitadas por el viento. Un velo de humo se alzaba suavemente del tejado y formaba una columna más oscura contra el cielo lluvioso.

La Tienda estaba haciendo su última venta. Estaba realizando una Gran Liquidación Final de chispas especialmente seleccionadas y de llamas al alcance de todos los bolsillos.

Delante de ella, los humanos iban y venían apresuradamente por la calle. También había un par de camiones, con escaleras en la parte superior, que parecían rociar de agua el edificio.

Masklin miró de reojo a Gurder, preguntándose qué haría ante aquello. De hecho, el Abad se lo tomó bastante mejor de lo que Masklin hubiera esperado pero, cuando por fin habló, lo hizo con voz tensa, como si le costara esfuerzo mantenerla firme.

—No…, no es como la había imaginado —balbuceó con un gemido.

—No —coincidió Masklin.

—Y hemos…, hemos salido justo a tiempo.

Gurder carraspeó. Era como si hubiera sostenido una larga discusión consigo mismo y hubiera llegado a una decisión.

—Doy gracias a Arnold Bros (fund. en 1905) —añadió con firmeza.

—¿Cómo dices?

Gurder miró a Masklin a la cara.

—Si Él no te hubiera llamado a la Tienda, estaríamos todos ahí dentro, todavía —afirmó, con voz más firme a cada palabra que pronunciaba.

—Pero…

Masklin no terminó la frase. Aquello no tenía sentido. Si no se hubieran marchado, no habría habido ningún incendio. ¿O sí? Era difícil estar seguro. Quizás había saltado algún fuego de aquellos cubos de la planta superior. Era mejor no discutir. Había cosas que a la gente no le gustaba discutir, se dijo. Todo aquello resultaba muy desconcertante.

—Es curioso que permita que la Tienda arda —comentó, pues.

—Ya no la necesitaba —contestó Gurder—. Estaban los aspersores y todas esas puertas especiales para hacer salir el fuego. Puertas de Incendios, las llaman. Pero Él ha dejado arder la Tienda porque ya no la necesitamos.

Se produjo un gran estruendo cuando todo el techo se hundió sobre sí mismo.

—Se acabó el Departamento de Préstamos —dijo Masklin—. Espero que todos los humanos hayan salido.

—¿Quiénes?

—Ya sabes. ¿Recuerdas que vimos sus nombres en las puertas? Sueldos. Administración. Personal. Director General…

—Estoy seguro de que Arnold Bros (fund. en 1905) dispuso lo necesario —afirmó Gurder.

Masklin se encogió de hombros y entonces vio, recortada contra la luz de las llamas, la silueta de Recorte de Precios. Aquella gorra era inconfudible. Incluso sostenía aún la linterna y estaba enfrascado en una acalorada conversación con otros humanos. Cuando se volvió a medias, Masklin vio su rostro. Parecía muy enfadado.

Y también parecía muy humano. Sin la terrible luz, sin las sombras nocturnas de la Tienda, Recorte de Precios era un humano más.

Por otra parte…

No, aquello era demasiado complicado. Y tenía cosas más importantes que hacer.

—Vamos —dijo—. Volvamos al camión. Creo que debemos darnos prisa y alejarnos de aquí todo lo posible.

—Le pediré a Arnold Bros (fund. en 1905) que nos guíe y nos proteja —declaró Gurder con firmeza.

—Sí, muy bien, buena idea —asintió Masklin—. ¿Por qué no? Pero ahora es preciso que…

—¿No decía su Rótulo —lo interrumpió Gurder—: «Si No Ve Lo Que Necesita, Pídalo, Por Favor»?

Masklin lo asió con fuerza por el brazo. «Todo el mundo necesita algo —pensó—. Y nunca se sabe.»

—Cuando yo tire de esta cuerda —explicó Angalo, señalando el cable que sostenía sobre el hombro y se perdía en las profundidades de la cabina—, el jefe del grupo encargado de tirar del volante hacia la izquierda sabrá que quiero que gire en esa dirección, porque llevará la cuerda atada al brazo. Y esta otra va al grupo que ha de tirar hacia la derecha. De este modo, necesitaremos menos señales y Dorcas podrá concentrarse en las marchas y los pedales. Y en los frenos. Al fin y al cabo —añadió—, no podemos fiarnos de encontrar una pared cada vez que queramos detenernos.

—¿Qué hay de las luces? —preguntó Masklin. Angalo le lanzó una mirada radiante.

—Haz la señal para que enciendan los faros —indicó al muchacho de las banderas—. Verás, Masklin: hemos atado unas cuerdas a los interruptores y…

Se escuchó un clic y un gran brazo metálico barrió el parabrisas, eliminando las gotas de agua. Los ocupantes de la plataforma observaron su movimiento durante unos instantes.

—No parece que iluminen mucho, ¿verdad? —dijo Grimma por fin.

—Se han equivocado de interruptor —murmuró Angalo—. Indícales que dejen el limpiaparabrisas en movimiento y que enciendan los faros.

Les llegó de abajo una apagada discusión, seguida de otro clic. Al instante, la voz grave y temblorosa de un humano llenó la cabina.

—¡No sucede nada! —explicó Angalo—. Sólo es la radio. Pero dile a Dorcas que las luces siguen sin funcionar.

—Yo sé qué es una radio —afirmó Gurder—. No es preciso que me lo expliques.

—¿Qué es, pues? —preguntó Masklin, que no había visto ninguna.

—Veintinueve con Noventa y Cinco, Pilas Extras —dijo Gurder—. Con AM, FM y grabadora de doble cabezal. Gran Oferta Irrepetible.

—¿Aeme y efeme? ¿Doble cabezal? —repitió Masklin.

—Ajá.

La voz de la radio continuó parloteando:

«… mayor incendio en la historia de la ciudad, al que han acudido bomberos de refuerzo incluso desde Newtown. Mientras tanto, la policía busca uno de los camiones de la tienda, al que se vio abandonar el edificio justo antes de que…»

—Los faros. ¡Los faros! El tercer interruptor —indicó Angalo. Tras unos segundos de espera, el callejón frente al vehículo quedó bañado de una luz blanca.

—Debería haber dos, pero uno se ha roto al salir de la tienda —continuó Angalo—. Así pues, ¿estamos preparados?

«… cualquier ciudadano que vea el camión debe ponerse en contacto con la policía de Grimethorpe llamando al teléfono…»

—Y apagad la radio —añadió el joven gnomo—. Estos mugidos me ponen nervioso.

—Ojalá entendiéramos lo que dice —comentó Masklin—. Estoy seguro de que ese parloteo es una actividad humana inteligente. Si lo comprendiéramos… —Volvió la vista hacia Angalo y asintió—: Muy bien, vámonos de una vez.

En esta ocasión, las cosas parecieron funcionar mucho mejor. El camión siguió rascando la pared unos momentos y por fin se separó de ella y avanzó pausadamente por el estrecho callejón hacia las luces del fondo. Cuando el vehículo asomó entre las oscuras paredes del callejón, Angalo mandó frenar y el camión se detuvo con una sacudida mucho menos brusca que las anteriores.

—¿Qué dirección tomamos? —preguntó el joven gnomo. Masklin lo miró, desconcertado. Gurder pasó rápidamente unas páginas del manual.

—Depende de adónde queramos ir —respondió—. Busca algún rótulo que indique «África», por ejemplo. O «Canadá», tal vez.

Angalo escrutó la oscuridad entre la lluvia.

—Ahí hay un rótulo que dice Centro Ciudad y ahí veo una flecha que dice… —Forzó la vista y leyó—: Sentido…

—Sentido Único —murmuró Grimma.

—Centro Ciudad no parece una buena idea —apuntó Masklin.

—Además, no consigo localizarlo en el mapa —añadió el Abad.

—Entonces, tomaremos hacia el otro lado —decidió Angalo, tirando de uno de los cables.

—Y tampoco estoy seguro de qué significa Sentido Único —continuó Masklin—. Me parece que eso quiere decir que sólo se debe ir en una dirección.

—Pues eso es lo que haremos —replicó Angalo con aire satisfecho—. ¡Ir sólo en esa dirección!

El camión salió del callejón y tomó limpiamente la calzada principal.

—Pongamos la segunda marcha —indicó Angalo—. Y vamos a apretar un poco más el pedal de ir deprisa.

Un coche se apartó del camino del camión con una lenta maniobra y su claxon sonó, a oídos de los gnomos, como el lamento perdido de un ternero.

—No deberían dejar salir a la calle a conductores así —masculló Angalo. Se escuchó un golpe sordo y vieron salir rebotados los restos de una farola—. Y no entiendo por qué ponen todas esas cosas estúpidas en la calzada —añadió.

—Recuerda que debemos tener consideración con los demás usuarios de la vía —replicó Masklin con severidad.

—Bueno, pero yo la tengo, ¿no te parece? No soy yo quien se pone en medio, ¿verdad? —protestó Angalo—. ¿Qué ha sido ese golpe?

—Unos matorrales, supongo —apuntó Masklin.

—¿Ves a qué me refiero? ¿Por qué ponen todo eso en la calzada?

—Me parece que la calzada queda un poco más a la derecha —intervino Gurder.

—Y parece que se mueve también —dijo Angalo lúgubremente, al tiempo que daba un ligero tirón a la cuerda que sujetaba con la mano derecha.

Era casi medianoche y Grimethorpe no era una ciudad de vida nocturna muy activa. Por eso no apareció ningún vehículo que pudiera chocar con el camión mientras éste recorría el paseo Alderman Surley y tomaba la avenida John Lennon con un rugido. La carrocería del camión era una silueta enorme y bastante abollada bajo las luces de sodio amarillas. La lluvia había cesado pero sobre la calzada seguían apareciendo velos de niebla.

El viaje, por unos instantes, se hizo casi apacible.

—¡Derecha! ¡Poner tercera marcha! —indicó Gurder—. Un poco más deprisa. Veamos, ¿qué dice ese rótulo que se acerca?

—Parece que dice «Carretera en Obras» —leyó Grimma, con voz perpleja.

—Eso debe de ser bueno. Aceleremos un poco más, ahí abajo.

—¿Estás seguro, Angalo? —intervino Masklin—. No veo claro a qué se refiere.

—Seguramente, quiere decir que han de poner bordillos y farolas y matorrales por todas partes —apuntó Angalo—. Quizás…

Masklin se asomó por el borde de la plataforma.

—¡Alto! —gritó—. ¡Alto inmediatamente!

El grupo del pedal del freno lo miró con desconcierto, pero obedeció. Las ruedas chirriaron, se levantó un griterío entre los gnomos al ser arrojados hacia adelante y, a continuación, se escuchó una confusión de crujidos y sonidos metálicos en la parte delantera del camión, que patinó entre una serie de barreras y conos.

—Será mejor que tengas una buena razón para haber hecho eso —dijo Angalo cuando el vehículo se detuvo por fin.

—Me he hecho daño en la rodilla —se quejó Gurder.

—No hay más carretera —se limitó a informar Masklin.

—Claro que hay carretera —replicó Angalo—. Estamos en ella, ¿no es cierto?

—Mira ahí. Ya verás —insistió Masklin.

Angalo dirigió la vista hacia la calzada. Lo más interesante que observó fue que ésta había desaparecido. Se volvió hacia el muchacho de las banderas.

—¿Podrías decirles que debemos retroceder un poquito, por favor? —le dijo sin alzar la voz.

—¿Una pizca? —contestó el muchacho.

—¡No me vengas con impertinencias! —lo amenazó Angalo.

Grimma también miraba el agujero de la carretera. Era grande y profundo. En su fondo acechaban varios conductos.

—A veces pienso que los humanos no saben utilizar las palabras como es debido.

Pasó unas hojas del Código mientras el camión retrocedía con cuidado, apartándose del hoyo, y avanzaba luego por la hierba, aplastando algunas cosas más, hasta encontrar de nuevo la calzada en condiciones.

—Ya es hora de aceptarlo de una vez —insistió Grimma—. No podemos seguir dando por sentado que cada cosa significa lo que parece. Por lo tanto, vayamos más despacio.

—¡Pero si estaba dirigiendo las maniobras con absoluta seguridad! —protestó Angalo, resentido—. ¡No es culpa mía que las cosas no estén donde es debido!

—Entonces, ve más despacio.

Todos contemplaron en silencio la carretera que pasaba ante sus ojos. A lo lejos apareció otro rótulo.

—«Cambio de sentido» —leyó Angalo—. Y el dibujo de un círculo. Bien, ¿alguna idea?

Grimma pasó desesperadamente las páginas del Código.

—¡Por supuesto! —contestó el Abad Gurder—. ¡Eso explica que no entendiéramos los otros rótulos! Ahora, todo será distinto.

—No estoy segura de que sea eso —murmuró Grimma, sin dejar de pasar las hojas—. Estoy convencida de que está aquí, en alguna parte…

—¡Muy bien! Entonces, ya podemos estar más tranquilos —asintió Angalo a las palabras de Gurder—. Propongo —añadió, dirigiendo una mirada de cólera a Grimma— que probemos un poco la tercera marcha.

—¡Estoy contigo, Angalo! —le secundó el muchacho de las banderas.

—No lo veo muy claro —intervino Masklin—. No, estoy del todo seguro que…

Instantes después, se escuchó el prolongado gemido de la bocina de un coche. Y la carretera desapareció de la vista, reemplazada por un montículo cubierto de arbustos. El camión saltó la pequeña pendiente con un rugido, quedó con las cuatro ruedas en el aire durante unos instantes, volvió a encontrar el asfalto al otro lado de la calzada circular y continuó un poco, bamboleándose de un arcén a otro, por la carretera del otro lado de la plaza.

Finalmente, se detuvo. En la cabina reinó de nuevo el silencio. Luego, alguien lanzó un gruñido.

Masklin se arrastró hasta el borde de la plataforma y se encontró con el rostro asustado de Gurder, que colgaba sobre el vacío agarrado a un saliente.

—¿Qué ha sucedido? —volvió a gruñir el Abad.

Masklin lo alzó a la seguridad de la plataforma y lo ayudó a componerse la ropa.

—Me parece que, aunque los rótulos tienen algún significado, éste no tiene que ver con las palabras.

Angalo se liberó del lío de cuerdas y, cuando alzó la vista, se encontró de bruces con la mirada furiosa de Grimma, que acababa de aparecer bajo las páginas del Código.

—¡Eres un auténtico idiota! —le soltó la gnoma—. ¡Y un loco de la velocidad! ¿Por qué no me has hecho caso?

—¡No debes hablarme así! —replicó Angalo, retrocediendo un paso y encogiéndose, a la defensiva—. ¡Gurder, dile que no me llame esas cosas!

El Abad Gurder se sentó en el borde de la plataforma, temblando.

—Por lo que a mí concierne en este momento —declaró—, Grimma puede llamarte lo que quiera. Puedes continuar, jovencita.

Angalo enrojeció de cólera.

—¡Un momento! —exclamó, volviéndose hacia los demás—. ¡Ha sido ese tipo quien me ha dicho que todo iba a salir bien! ¡Cambio de sentido! ¡Has sido tú quien me ha confundido!

—¡No me llames «ese tipo»…! —empezó a responder el Abad, con gesto amenazador

—¡Y tú no me llames «jovencita» en ese tono de voz! —chilló Grimma.

De las profundidades de la cabina surgió la voz de Dorcas.

—No quiero interrumpir vuestros asuntos —dijo—, pero si esto vuelve a suceder una sola vez más, los que estamos aquí abajo vamos a enfadarnos mucho, ¿queda entendido?

—Sólo se trata de un pequeño problema de conducción —contestó Masklin en tono jovial. Se volvió hacia los demás ocupantes de la plataforma y añadió, sin alzar la voz—: Ahora, mirad todos hacia aquí. Estas discusiones deben terminar. Cada vez que nos topamos con un problema, empezamos a pelearnos. Es una muestra de insensatez.

Angalo aún se atrevió a protestar, con voz desdeñosa:

—¡Pero si todo iba perfectamente hasta que ese tipo…!

—¡Cierra el pico! —lo interrumpió Masklin—. ¡Ya os he escuchado suficiente a todos! —exclamó—. ¡Estoy avergonzado de vosotros! ¡Con lo bien que íbamos! ¡No me he pasado siglos organizando todo esto para que un…, un comité de dirección lo eche por tierra! ¡Y ahora, ya podéis levantaros y poner este trasto en marcha! ¡Ahí detrás llevamos todo un cargamento de gnomos que dependen de vosotros! ¿Entendido?

Los demás se miraron y se incorporaron con aire avergonzado. Angalo se colocó de nuevo las cuerdas de la dirección y el muchacho preparó las banderas.

—Ejem… —dijo Angalo en voz baja—. Creo que… sí, creo que lo mejor será poner la primera marcha, si a todo el mundo le parece bien.

—Buena idea. Adelante —asintió Gurder.

—Pero con cuidado —añadió Grimma.

—Gracias —asintió Angalo educadamente—. ¿Te parece bien a ti, Masklin?

—¿Hum? Sí, sí, estupendo. Adelante.

Por fin, los edificios quedaron atrás. El camión avanzó traqueteante por la carretera solitaria y el único faro en funcionamiento iluminó la niebla con un resplandor lechoso. Por el otro lado de la carretera cruzó un par de coches.

Masklin se dio cuenta de que pronto tendrían que buscar algún sitio donde detenerse. Tendría que ser un lugar que les ofreciera un refugio, lejos de los humanos pero no demasiado, pues estaba totalmente seguro de que aún había muchas cosas que los gnomos iban a necesitar. Tal vez iban rumbo al norte pero, si así era, se debía a la pura suerte.

Fue en ese preciso instante —cansado, enfadado y con la cabeza no del todo pendiente de lo que tenía delante— cuando vio a Recorte de Precios.

El humano estaba en mitad de la calzada, agitando la linterna. Junto a él había un coche con las luces azules destellantes en el techo.

Los demás también lo habían visto.

—¡Recorte de Precios! —exclamó Gurder con voz desmayada—. ¡Ha llegado aquí antes que nosotros!

—Más velocidad —sugirió Angalo en tono sombrío.

—¿Qué te propones? —le preguntó Masklin

—¡Veremos si esa linterna puede enfrentarse a un camión! —murmuró Angalo.

—¡No puedes hacer eso! ¡No se debe lanzar un camión sobre una persona!

—¡Ese es Recorte de Precios! —exclamó Angalo—. ¡No es ninguna persona!

—Angalo tiene razón —intervino Grimma, mirando a Masklin—. ¡Tú mismo acabas de decir que no debíamos detenernos!

Masklin agarró las cuerdas de conducción y tiró de una de ellas. El camión pasó rozando a Recorte de Precios mientras éste soltaba la linterna y, con una agilidad considerable, saltaba al seto. Se escuchó un ruido sordo cuando la parte trasera del camión tocó el coche y, a continuación, Angalo se hizo cargo de las cuerdas otra vez y fue devolviendo el vehículo a una trayectoria más o menos recta.

—No era preciso que hicieras eso —protestó con gesto hosco—. No pasaba nada si arrollábamos a Recorte de Precios, ¿verdad, Gurder?

—Bueno, yo… —musitó Gurder, apurado, y se volvió hacia Masklin—. En realidad, no estoy seguro de que fuera Recorte de Precios. Por una parte, llevaba unas ropas más oscuras. Y, además, está ese coche con la luz en el techo.

—¡Sí, pero llevaba su gorra y la terrible linterna!

El camión rozó un arcén, levantando gran cantidad de tierra, y volvió a la calzada dando bandazos.

—En cualquier caso —añadió Angalo en tono satisfecho—, todo eso ya queda atrás. Igual que hemos dejado a Arnold Bros (fund. en 1905) ahí atrás, en la Tienda. Ya no necesitamos todo eso. Aquí, en el Exterior, no lo necesitamos.

Pese al ruido permanente de la cabina, las palabras de Angalo produjeron una especie de silencio.

—¡Es verdad! —insistió el joven gnomo, a la defensiva—. Y Dorcas opina igual. Y muchos de los gnomos jóvenes.

—Ya veremos —respondió Gurder—. De todos modos, sospecho que si Arnold Bros (fund. en 1905) ha estado alguna vez en algún sitio, tiene que estar en todas partes.

—¿Qué pretendes decir con eso?

—Ni yo mismo estoy seguro. Necesito pensar poco en ello.

Angalo hizo un gesto de desdén.

—Piénsalo, pues. Pero yo no lo creo. No me interesa. ¡Que Última Oferta se vuelva contra mí si me equivoco! —añadió.

Masklin vio una luz azul por el rabillo del ojo. Sobre las ruedas del camión había unos espejos y, aunque uno de ellos estaba hecho pedazos y el otro estaba doblado, todavía se veía algo por ellos. La luz estaba detrás del camión.

—Sea quien sea, viene persiguiéndonos —apuntó con suavidad.

—Y emite ese ruido pii-pa, pii-pa —acotó Gurder.

—Creo que sería conveniente abandonar carretera —continuó Masklin. Angalo miró a un lado y a otro.

—Demasiados setos —respondió.

—No, quiero decir dejar ésta y tomar otra. ¿Podrías hacerlo?

—No hay problema. ¡Eh, mirad! ¡Trata de adelantarnos! ¡Qué descaro! ¡Ja! —el camión dio otro violento bandazo.

—Ojalá pudiéramos abrir las ventanillas —añadió—. Uno de los conductores que vi, cuando oía que alguien hacía sonar el claxon detrás de su camión, sacaba el puño por la ventanilla y le gritaba cosas. Supongo que eso es lo que debemos hacer.

Levantó el brazo y gritó: ¡etefurfan!

—No te preocupes de eso. Busca otra carretera, una que sea pequeña —le indicó Masklin en tono apaciguador—. Volveré enseguida.

Se descolgó por la cuerda bamboleante hasta el suelo de la cabina, donde estaban Dorcas y su gente. En aquel momento no había mucha actividad, sólo unos pequeños tirones en la gran rueda del volante por parte de los grupos de conducción y una presión constante sobre el pedal de ir más deprisa. Muchos de los gnomos estaban sentados, intentando relajarse. Cuando Masklin apareció entre ellos se alzaron unos vítores discordantes.

Dorcas, sentado aparte, estaba garabateando unas cosas sobre un pedazo de papel.

—¡Ah, eres tú! —murmuró—. ¿Todo funciona ya como es debido? ¿Se han acabado las cosas contra las que tropezar?

—Nos sigue alguien que quiere obligarnos a parar —explicó Masklin.

—¿Otro camión?

—Un coche, creo. Con humanos dentro.

Dorcas se acarició la barbilla.

—¿Qué quieres que haga con eso?

—Me dijiste que habías utilizado no sé qué para cortar los cables de un camión e impedir que se pusiera en marcha, ¿recuerdas? —comentó.

—Alicates. ¿Por qué?

—¿Los tienes todavía?

—Sí, pero son precisos dos gnomos para utilizarlos —explicó Dorcas.

—Entonces, necesitaré a otro gnomo. Masklin contó al inventor el plan que había ideado. El viejo Dorcas lo miró con algo parecido a la admiración y luego meneó la cabeza.

—No resultaría —sentenció—. No nos daría tiempo. Pero era una idea estupenda, en cualquier caso.

—¡Pero los gnomos somos mucho más rápidos que los humanos! ¡Podríamos hacerlo y estar de vuelta en el camión antes de que se dieran cuenta!

—Hum… —Dorcas le lanzó una malévola sonrisa—. ¿Tú vas a ir?

—Sí. Yo… bueno, no estoy seguro de que unos gnomos que no han estado nunca fuera de la Tienda pudieran arreglárselas.

Dorcas se incorporó y bostezó.

—Bueno, me gustaría probar un poco de ese «aire fresco». Dicen que le sienta muy bien a uno.

Si hubiera habido algún espectador contemplando por encima del seto la carretera rural envuelta en niebla, habría visto un camión avanzando con un ruido atronador y a una velocidad absolutamente inadecuada.

Y habría pensado: qué vehículo más extraño, parece haber perdido un montón de cosas que debería llevar, como uno de los faros, un parachoques y la mayor parte de la pintura de uno de los laterales, y en cambio lleva varias cosas que no debería tener, como unas ramas de arbusto y más abolladuras que una plancha de hierro acanalado.

Y se habría preguntado por qué llevaba una señal de tráfico de «Carretera en Obras» colgada del tirador de una de las portezuelas.

Y, sin duda, le habría sorprendido que se detuviera en mitad de la calzada.

El coche de policía que iba tras él se detuvo de forma bastante más espectacular, entre una rociada de grava. Dos hombres salieron de él casi cayéndose, corrieron hasta el camión y abrieron las puertas enérgicamente.

Si el espectador hubiera entendido el idioma de los humanos, habría oído que una voz decía: «Muy bien, amigo, por esta noche ya basta» y «¿Dónde está? ¡Aquí sólo hay un montón de cuerdas!» Y, luego, otra voz añadía: «Apuesto a que se ha escurrido del asiento y se ha largado a campo traviesa».

Y, mientras esto sucedía, mientras los policías inspeccionaban el seto sin mucho interés y dirigían sus linternas hacia la niebla, el observador hubiera podido advertir un par de sombras diminutas que salían corriendo de debajo del camión y desaparecían bajo las ruedas del coche patrulla. Se movían muy deprisa, como ratones. E, igual que éstos, sus vocecillas eran muy agudas, veloces y chillonas.

Transportaban unos alicates. Unos segundos más tarde, las dos figuras hacían el camino de vuelta. Y, apenas desaparecieron de nuevo bajo el camión, éste se puso en marcha.

Los humanos lanzaron una exclamación y volvieron al coche.

Pero, en lugar de ponerse en acción con un rugido, el motor se limitó a toser varias veces entre la niebla nocturna.

Al cabo de un rato, uno de los humanos se apeó y levantó el capó.

Mientras el camión desaparecía en la bruma, con su única luz de posición convertida en un resplandor mortecino, el humano se arrodilló, introdujo la mano bajo el coche y enseñó un haz de cables limpiamente cortados…

Esto es lo que habría visto un observador. Pero, en realidad, los únicos testigos fueron un par de vacas, y éstas no entendieron nada de lo que sucedía.

Tal vez la historia termina casi aquí.

Un par de días después, el camión fue encontrado en una zanja a cierta distancia de la ciudad. Lo más extraño de todo fue que le habían quitado la batería y todos los cables, bombillas e interruptores. Y también la radio.

La cabina estaba llena de pedazos de cuerda.