12

Media hora más tarde, Masklin estaba tumbado boca abajo sobre la viga, al lado de Dorcas, y ambos observaban el garaje.

Nunca lo había visto tan lleno de actividad. Los humanos deambulaban con su habitual aire sonámbulo, cargando rollos de moqueta en la caja de varios camiones. Unas cosas amarillas, una especie de cruce entre un camión minúsculo y un sillón de grandes dimensiones, avanzaban lentamente entre los camiones cargando pilas de cajas.

Dorcas le pasó el telescopio.

—Están muy atareados, ¿lo ves? —comentó con voz tranquila—. Llevan toda la mañana así. Un par de camiones ha salido y ha vuelto ya, así que no pueden haber ido muy lejos.

—La carta que vimos hablaba de una nueva Tienda —apuntó Masklin—. Quizás están llevando allí todas esas cosas.

—Puede ser. De momento, sólo están cargando moqueta y algunos de esos grandes humanos paralizados de Modas.

Masklin hizo una mueca. Según Gurder, los grandes humanos rosados que vivían en Confección, en Moda Infantil y en Moda Joven, y que nunca se movían de donde estaban, eran los que habían provocado el enojo de Arnold Bros (fund. en 1905). Éste los había convertido en un horrible material de color rosado que, según algunos, incluso podía desmembrarse y volverse a componer. En cambio, algunos filósofos de Moda Infantil afirmaban que, por el contrario, se trataba de humanos de excepcional bondad, a quienes se había concedido permanecer para siempre en la Tienda y no tener que abandonarla a la Hora de Cierre. La religión era un asunto muy difícil de entender.

Bajo la mirada de Masklin, la gran persiana metálica de la entrada se levantó con un chirrido y uno de los camiones próximos se puso en marcha con un rugido y empezó a avanzar lentamente hacia la cegadora luz del día.

—Lo que necesitamos —dijo— es un camión, con una buena carga de artículos del Departamento de Ferretería. Cables, herramientas y demás, ¿entiendes? ¿Has visto comida por alguna parte?

—En el primer camión me ha parecido ver muchas cajas de productos de la Sección de Alimentación —asintió Dorcas.

—Entonces, tendremos que hacer un esfuerzo.

—¿Qué haremos si lo cargan todo en un camión y se marchan? Para ser humanos, están trabajando muy deprisa.

—Seguro que no pueden vaciar la Tienda en un solo día —afirmó Masklin.

Dorcas se encogió de hombros.

—¿Quién sabe…? —murmuró.

—Tendrás que impedir que salga —decidió Masklin.

—¿Cómo? ¿Arrojándome bajo las ruedas?

—De la manera que se te ocurra —dijo Masklin.

—Encontraré esa manera —aseguró Dorcas con una sonrisa—. Los chicos ya conocen bastante bien este lugar.

De toda la Tienda llegaba al Departamento de Ferretería un flujo de refugiados que llenaba todo el espacio bajo el suelo con el zumbido asustado de sus cuchicheos. Muchos de ellos levantaron la vista al paso de Masklin ya éste lo aterró lo que vio en sus rostros.

«Creen que puedo ayudarlos —pensó—. Me miran como si fuera su única esperanza. Pero yo tampoco sé qué hacer. Lo más probable es que nada funcione. Nos ha faltado tiempo.»

De todos modos, se obligó a exhibir un aire de confianza que pareció satisfacer a la multitud. Lo único que querían aquellos gnomos era saber que alguien, en alguna parte, sabía qué estaban haciendo. Masklin se preguntó quién; él, desde luego, no.

Llegaban malas noticias de todas partes. Gran parte del Departamento de Jardinería había quedado vacía, igual que la mayoría de los departamentos de confección. En Cosmética habían arrancado los mostradores, aunque por fortuna no vivían allí demasiados gnomos. Incluso desde donde estaban, Masklin podía escuchar los golpes sordos y los crujidos de los trabajos en marcha.

Finalmente, no pudo soportarlo más. Allí había demasiada gente que no dejaba de mirarlo. Bajó de nuevo al garaje, donde Dorcas seguía vigilando desde su puesto de observación en lo alto de la viga.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Masklin.

El viejo gnomo señaló el camión situado justo debajo de ellos.

—Ése es el que queremos —anunció—. Lleva toda clase de cosas. Montones de artículos de la Sección de Bricolaje. Incluso cosas de Mercería, agujas y demás. Todo lo que me dijiste que buscara.

—¡Entonces, tenemos que impedir que se lo lleven! —exclamó Masklin. Dorcas le respondió con una gran sonrisa.

—El mecanismo que levanta la puerta no funciona —anunció—. El fusible ha desaparecido.

—¿Qué es un fusible? —inquirió Masklin.

Dorcas levantó una barra larga y gruesa de color rojo que tenía junto a los pies y, mostrándola, contestó:

—Esto.

—¿Lo habéis sacado de su sitio?

—Ha sido un trabajo complicado. Hemos tenido que pasarle una cuerda alrededor. Al quitarlo, ha producido un tremendo chispazo.

—Pero… supongo que pueden poner otro en su lugar —apuntó Masklin.

—Sí, ya lo han hecho —explicó Dorcas con una expresión de autocomplacencia—. No son tan estúpidos. Pero no les ha servido de mucho porque, después de quitar el fusible, los chicos han cortado los cables dentro de la pared, en un par de sitios. Un trabajo muy peligroso, pero a los humanos les costará una eternidad averiguar y localizar lo sucedido.

—Hum… Pero ¿y si consiguen levantar la puerta a base de palancas?

—No les servirá de mucho. Ése camión no va a marcharse a ninguna parte, de todos modos.

—¿Por qué lo dices?

Dorcas señaló hacia abajo. Masklin miró hacia donde le indicaba y, al cabo de un instante, vio dos siluetas diminutas que se escurrían de debajo del camión y echaban a correr hasta la protección de las sombras junto a la pared. Entre los dos, llevaban un par de alicates…

Un momento después, otra figura solitaria siguió los pasos de la pareja anterior, arrastrando un pedazo de cable.

—Esos camiones necesitan una cantidad de cable impresionante —explicó Dorcas—. Ahora, a éste le falta un poco. Es curioso, ¿verdad? Le quitas cualquier pequeñísima pieza y el camión ya no funciona. Pero no te preocupes: supongo que después sabremos dónde hay que poner cada cosa.

Escucharon un estrépito debajo de su posición. Uno de los humanos le acababa de dar un puntapié a la puerta.

—Calma, calma —murmuró Dorcas en tono apaciguador.

—¡Has pensado en todo! —exclamó Masklin, admirado.

—Eso espero —asintió el inventor—. Pero será mejor que nos aseguremos, ¿no te parece?

Se puso en pie sobre la viga, sacó una gran bandera blanca y la hizo ondear sobre su cabeza. Entre las sombras del otro extremo del garaje, algo blanco se agitó en respuesta.

Y, a continuación, todas las luces del garaje se apagaron.

—Una cosa muy útil, la electricidad —comentó Dorcas en la oscuridad. Entre los humanos de abajo se elevó un murmullo de queja y, momentos después, un estruendo y una exclamación cuando uno de ellos tropezó con algo. Tras algunos golpes y gruñidos más, uno de los humanos encontró una puerta que daba al sótano y los demás lo siguieron por ella.

—¿No crees que sospecharán algo? —apuntó Masklin.

—Hay otros humanos trabajando en la Tienda. Probablemente, pensarán que el causante es uno de ellos —respondió Dorcas.

—Esa electricidad es una cosa sorprendente —comentó Masklin—. ¿Sabes cómo se hace? El conde de Ferretería se mostró muy misterioso cuando le pregunté.

—¡Esos de Ferretería no saben nada! —exclamó el inventor con un gesto de desdén—. Lo único que hacen es robarla. Yo no soy muy hábil en eso de leer, pero el joven Vinto ha estado repasando algunos libros para mí y dice que fabricar electricidad es muy sencillo. Sólo hay que tener una cosa que llaman tu-ranio. Creo que es una especie de metal.

—¿Sabes si hay existencias de eso en el Departamento de Ferretería? —preguntó Masklin, esperanzado.

—Me parece que no.

La Cosa tampoco resultó de mucha ayuda.

Dudo mucho de que estéis preparados para la energía nuclear, todavía, fue su respuesta. Probad con molinos de viento.

Masklin terminó de meter sus pertenencias, tal como estaban, en una bolsa.

—Cuando nos marchemos no podrás seguir hablando, ¿verdad? —dijo a la Cosa—. Para hacerlo, necesitas beber esa electricidad, ¿no?

En efecto, así es.

—¿No puedes decirnos dónde tenemos que ir?

No. De todos modos, detecto ondas de radio indicativas de tráfico aéreo al norte de aquí. Masklin titubeó.

—¿Y eso es bueno?

Significa que existen máquinas voladoras.

—¿Y podemos ir volando directamente a casa?

No, pero éste podría ser el paso siguiente. Y tal vez sea posible ponerse en comunicación con la nave. Pero, antes, tenéis que utilizar el camión.

—Después de esto, yo diría que cualquier cosa es posible —murmuró Masklin, abrumado. Contempló la Cosa esperando a que añadiera algo y observó con horror que las luces de ésta iban apagándose una tras otra.

—¡Cosa!

Cuando lo hayáis conseguido, volveremos a hablar, fue su respuesta.

—¡Pero…! ¡Se supone que debes ayudarnos!

Sugiero que medites a fondo el verdadero significado de la palabra «ayudar», dijo el dado metálico. ¿Qué sois, gnomos inteligentes o simples animales listos? A vosotros os corresponde descubrirlo.

—¿Qué?

La última luz se apagó.

—¿Cosa…?

Las luces siguieron apagadas. La cajita negra había adquirido un aspecto oscuro e insensible.

—¡Pero yo confiaba en que nos ayudaras a conducir el camión y a solucionar todo lo demás! ¿Y ahora vas a abandonarme así?

Si acaso, la Cosa se hizo aún más oscura. Masklin se quedó mirándola.

Luego pensó: «Hasta aquí me ha ayudado. Ahora, todo el mundo confía en mí y yo no tengo a nadie en quien apoyarme. ¿Se sentiría alguna vez así el viejo Abad? ¿Cómo pudo soportarlo tanto tiempo? Siempre soy yo el que debe hacerlo todo; nadie piensa nunca en mí, en lo que quiero…. »

La precaria puerta de cartón se abrió de pronto y entró Grimma. Su mirada fue de la Cosa apagada a Masklin.

—Ahí fuera piden que salgas —dijo sin alzar la voz—. ¿Por qué está tan oscura la Cosa?

—Acaba de despedirse. ¡Ha dicho que no nos va a ayudar más! —gimió Masklin—. ¡Ha dicho que tenemos que demostrar que podemos hacer algo por nosotros mismos y que volverá a hablarnos cuando lo hayamos conseguido! ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo sabré si estoy haciendo bien?

«Lo que sí sé es qué me haría bien a mí —pensó—. Me harían bien unas cuantas lisonjas. Me haría bien un poco de comprensión. Me haría bien un poco de simpatía.» Querida Grimma. Uno podía apoyarse en ella.

—¡Lo que vas a hacer —respondió ella en tono severo— es dejar de compadecerte, salir ahí fuera y organizar las cosas!

—¿Qué…?

—¡Toma decisiones! ¡Haz nuevos planes! ¡Da órdenes! ¡Ponte manos a la obra!

—Pero…

—¡Hazlo inmediatamente! —lo cortó ella.

Masklin se puso en pie.

—No deberías hablarme así —murmuró, dolido—. Soy el jefe, ¿sabes?

Grimma se plantó ante él con los brazos en jarras y un brillo de cólera en la mirada.

—¡Por supuesto que eres el jefe! ¿He dicho yo que no lo fueras? ¡Todo el mundo sabe que eres el jefe! ¡Y ahora, sal ahí fuera y ejerce como tal!

Masklin se dirigió hacia la puerta. Grimma le dio unos golpecitos en el hombro al pasar.

—Y aprende a escuchar —añadió.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso?

—La Cosa es una especie de máquina pensante, ¿no es eso? Al menos, es lo que dice Dorcas. Pues bien, las máquinas dicen exactamente lo que quieren decir, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí, pero…

Grimma le lanzó una sonrisa radiante, triunfal. Luego, añadió:

—Pues bien, la Cosa ha dicho «cuando». Piensa en ello. Podría haber dicho «si»…

Llegó la noche. A Masklin le pareció que los humanos no terminarían nunca de irse. Uno de ellos, con una linterna y una caja de herramientas, pasó mucho rato examinando cajas de fusibles y repasando los cables del sótano. Finalmente, también él se marchó, gruñendo y dando un portazo al salir.

Poco después, se encendieron las luces del garaje.

Se escuchó un rumor junto a las paredes y, a continuación, una marea oscura se extendió desde debajo de unas plataformas. Algunos jóvenes gnomos que iban en vanguardia portaban unos garfios atados a cuerdas finas, y procedieron a arrojarlos hacia la lona del camión. Uno tras otro, fueron quedando enganchados y los gnomos se encaramaron por las cuerdas.

Otros gnomos traían cuerdas más gruesas, que fueron atadas al extremo de las primeras e izadas gradualmente…

Masklin corrió bajo la sombra interminable del camión hasta la aceitosa oscuridad bajo la cabina, donde los grupos de ayudantes de Dorcas ya estaban colocando en posición sus aparejos. El propio Dorcas estaba en la cabina, revolviendo entre los gruesos cables. Se oyó un chisporroteo y, acto seguido, se encendió la luz.

—¡Ahora! —exclamó Dorcas—. Por fin podemos ver lo que hacemos. ¡Vamos, muchachos! ¡Pongamos un poco de ánimo!

Cuando dio media vuelta y vio a Masklin, hizo ademán de ocultar las manos tras la espalda, pero lo pensó mejor. Tenía las manos metidas en lo que Masklin reconoció como los dedos cortados de unos guantes de goma.

—¡Ah! —murmuró el inventor—. No sabía que estuvieras aquí. Esto es una especie de secreto del oficio, ¿sabes? La electricidad no soporta la goma y ésta impide que lo muerda a uno.

Encogió la cabeza mientras un grupo de gnomos movía una larga viga de madera dentro de la cabina y empezaba a atarla a la palanca del cambio de marchas.

—¿Cuánto tiempo tardarás? —gritó Masklin mientras otro grupo pasaba a toda prisa arrastrando un ovillo de cuerda. Reinaba en la cabina un gran estruendo mientras cuerdas, hilos y pedazos de madera se movían en todas direcciones organizadamente. Al menos, así lo esperaba.

—Una hora, quizás —contestó Dorcas, y añadió, sin rudeza—: Iremos más deprisa si no se mete gente por medio.

Masklin asintió y fue a explorar el fondo de la cabina. El camión era viejo y encontró otro agujero para un haz de cables por el que, en caso de apuro, podría pasar también un gnomo. Se escurrió por él hasta salir al aire libre y luego encontró otro agujero que lo condujo a la parte trasera del vehículo.

Los primeros gnomos en subir a bordo habían arrastrado una plancha delgada de madera que hacía las veces de pasarela. Los demás gnomos ascendían por ella.

Masklin había puesto al frente de la operación a la abuela Morkie. La anciana tenía un talento natural para obligar a actuar a la gente presa del miedo.

—¿Empinado? —le estaba gritando a un gnomo obeso, que había llegado a mitad de camino y se había quedado allí, paralizado de miedo—. ¿Que esto es empinado? ¡Si es un verdadero paseo! No querrás que baje yo a ayudarte, ¿verdad?

La mera amenaza hizo que el gordo se levantara e hiciera el resto del camino casi a la carrera, hasta refugiarse en las reconfortantes sombras de la caja del camión.

—Será mejor que todo el mundo busque algo blando donde acostarse —avisó Masklin—. Va a ser un viaje difícil y es preciso enviar a todos los gnomos más fuertes a la cabina. Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos, te lo aseguro.

La abuela asintió y le lanzó un grito a la familia que obstruía la pasarela. Masklin contempló el flujo interminable de gnomos que subía al camión, muchos de ellos tambaleándose bajo el peso de sus pertenencias.

Era curioso, pero en aquel momento sentía que había hecho todo cuanto había podido. Todo estaba marchando como…, como un engranaje bien ajustado. Estaba todo decidido: o los planes funcionaban, o fracasaban. O los gnomos eran capaces de actuar juntos, o no lo eran.

Le vino a la memoria el grabado de Gulliver. Gurder había dicho que probablemente no era real; muchas veces, en los libros había cosas que no existían de verdad, que no eran ciertas. Pero le ilusionaba pensar que los gnomos pudieran ponerse de acuerdo en algo el tiempo suficiente para parecerse a la gente pequeña de aquel libro…

—Bueno, todo está saliendo bien, entonces —murmuró vagamente.

—Sí, bastante bien —corroboró la abuela.

—Sería buena idea averiguar qué contienen, exactamente, esas cajas y demás —apuntó Masklin—. Quizá tengamos que bajar a toda prisa cuando nos detengamos y…

—Le he dicho a Torrit que se encargara de ello —contestó la abuela Morkie—. No te preocupes por eso.

—¡Ah! Bien —asintió él, débilmente.

Se había quedado sin nada que hacer.

Volvió a la cabina por puro…, bien, no por aburrimiento, ya que el corazón le latía como un tambor, pero sí por puro desasosiego.

Los gnomos de Dorcas ya habían construido luna plataforma de madera por encima del volante y justo frente al enorme cristal delantero. El propio Dorcas estaba de nuevo en el suelo de la cabina, instruyendo a los grupos que se encargarían de la conducción.

—¡Muy bien! —lo oyó gritar—. ¡Poned… primera marcha!

—¡Pedal Abajo… dos, tres…! —cantó a coro el equipo del pedal del embrague.

—¡Pedal Arriba… dos, tres…! —gritó el grupo del acelerador.

—¡Palanca Arriba… dos, tres…! —lo siguió el grupo de la palanca del cambio.

—¡Pedal Arriba… dos, tres, cuatro! —El jefe del equipo del pedal del embrague se volvió hacia Dorcas—. ¡Marcha puesta, señor! —le dijo, haciéndole un saludo.

—Ha sido horroroso. Realmente horroroso —le contestó el inventor—. ¿Qué le sucede al equipo del acelerador, eh? ¡Ese pedal, abajo!

—Lo siento, señor.

Masklin le dio unos golpecitos en el hombro a Dorcas.

—¡Seguid con eso! —ordenó éste—. Quiero veros hacerlo sin un fallo hasta poner la cuarta. ¿Sí? ¿Qué? ¡Ah, eres tú!

—Sí, soy yo. Todo el mundo está casi preparado —le comunicó Masklin—. ¿Cuándo tendrás a punto a los tuyos?

—¡Esta gente no va a estar preparada jamás!

—¡Oh!

—Así que podemos ponernos en marcha cuando tú quieras —añadió Dorcas— y ya iremos cogiendo el truco sobre la marcha. Al fin y al cabo, tampoco podremos probar el volante hasta que estemos en movimiento.

—Vamos a enviar a un montón de gente más para ayudaros —dijo Masklin.

—¡Vaya! —protestó Dorcas—. ¡Precisamente lo que necesito, otro montón de gente incapaz de distinguir la derecha de la izquierda!

—¿Cómo vas a saber en qué dirección debemos avanzar?

—Por el semáforo —explicó Dorcas con rotundidad.

—¿El semáforo?

—Y haciendo señales con unas banderas. Tú le dices al chico de la plataforma hacia dónde hemos de ir y yo interpreto sus señales. Si hubiéramos tenido una semana más, creo que podría haber improvisado una especie de teléfono.

—Banderas… —murmuró Masklin—. ¿Crees que funcionará?

—Será mejor que así sea, ¿no te parece? Más tarde podemos hacer un ensayo.

Y ya era más tarde. Los últimos gnomos exploradores estaban a bordo. En la caja del camión, la mayoría de los refugiados se había acomodado lo mejor posible y todos esperaban acostados, pero muy despiertos, en la oscuridad.

Masklin estaba en la plataforma con Angalo, Gurder y la Cosa. Gurder sabía de camiones menos incluso que Masklin, pero parecía lo mejor tenerlo allí, por si acaso. Al fin y al cabo, le estaban robando un camión a Arnold Bros (fund. en 1905). Alguien iba a tener que dar muchas explicaciones. En cambio, se había negado en redondo a la propuesta de llevar a Bobo en la cabina. La rata estaba atrás, con todos los demás.

Grimma también estaba delante. Al verla, Gurder le había preguntado qué hacía ella allí, y ella le había replicado que lo mismo que él. Finalmente, los dos se habían vuelto hacia Masklin.

—Grimma puede ayudarme con la lectura —había dicho éste, secretamente aliviado. A pesar de todos sus esfuerzos, no era muy hábil con las letras. Éstas parecían tener algún truco que era incapaz de descubrir. Grimma, por el contrario, parecía leer sin el menor esfuerzo. Si su cerebro corría peligro de estallar, no mostraba ningún síntoma de ello.

La gnoma asintió con gesto presumido y abrió el Código de Circulación, colocándolo ante Masklin.

—Primero hay que hacer varias cosas —murmuró él, no muy seguro—. Antes de poner en marcha el motor hay que mirar el…, el…

—… el espejo —apuntó Grimma.

—El espejo, exacto. Aquí lo dice: espejo retro… visor —asintió Masklin, con más firmeza. Después dirigió una mirada inquisitiva a Angalo, quien se encogió de hombros.

—No sé nada de eso —dijo el joven gnomo—. El conductor de mi camión solía mirarlo, pero no sé por qué.

—¿Se ha de mirar por alguna razón especial? A lo mejor se ha de hacer alguna mueca o algo así… —comentó Masklin.

—Sea lo que sea, es mejor que hagamos las cosas como es debido —declaró Gurder con firmeza—. Ahí arriba veo un espejo —indicó—. Junto al techo.

—Un lugar estúpido para ponerlo —comentó Masklin. Consiguió engancharlo con un garfio y, con cierto esfuerzo, se encaramó por la cuerda hasta él.

—¿Ves algo? —preguntó Gurder.

—Sólo a mí.

—Bueno, vuelve a bajar. Ya has mirado, y eso es lo principal.

Masklin se deslizó de nuevo hasta la plataforma, que se bamboleó bajo sus pies.

Grimma echó otro vistazo al Código.

—Ahora, tienes que indicar lo que te dispones a hacer. ¡Encargado de señales!

Uno de los ayudantes de Dorcas dio un paso adelante con cierta vacilación, con sus dos banderas blancas cuidadosamente recogidas.

—¿Sí, señora? —dijo.

—Dile a Dorcas… —Grimma miró a los demás—. Dile que estamos dispuestos…

—¡Perdona un momento! —la interrumpió Gurder—. Si alguien debe decirles cuándo estamos preparados para empezar, ése soy yo. Quiero que quede claro que me corresponde a mí decir cuándo estamos preparados para empezar. —Lanzó una tímida mirada a Grimma y, con un balbuceo, declaró—: Hum… Ya estamos preparados.

—Muy bien, señora. —El muchacho de las banderas movió los brazos brevemente. Desde abajo, la voz del inventor gritó:

—¡Preparados!

—Muy bien. Vamos allá, entonces —musitó Masklin.

—Sí —asintió Gurder, lanzando una mirada furibunda a Grimma—. ¿Nos habremos dejado algo?

—Montones de cosas, probablemente —repuso Masklin.

—En cualquier caso, ya es demasiado tarde —añadió Gurder.

—Sí.

—Sí.

—Muy bien, pues.

—Muy bien.

Todos permanecieron callados un instante.

—¿Das tú la orden, o la doy yo? —preguntó Masklin

—Estaba pensando en pedirle a Arnold Bros (fund. en 1905) que cuide de nosotros y nos salve de todo mal —dijo el Abad—. Al fin y al cabo, aunque abandonemos la Tienda, este camión sigue siendo suyo. —Sonrió miserablemente y exhaló un suspiro—. Ojalá nos hubiera enviado algún signo para demostrarnos que aprobaba nuestro plan.

—¡Los de arriba! ¡Preparados cuando queráis!

Masklin dio unos pasos hasta el borde de la plataforma y se asomó sobre el inestable andamio.

Todo el suelo de la cabina estaba cubierto de gnomos que sujetaban cuerdas o aguardaban junto a sus palancas y poleas. Permanecían en absoluto silencio en las sombras, pero todos los rostros estaban vueltos hacia arriba, de modo que Masklin encontró un mar de caras redondas, asustadas y nerviosas.

Hizo un gesto con la mano.

—Poned en marcha el motor —dijo, y su voz sonó con un efecto casi sobrenatural en aquel silencio expectante.

Retrocedió y se volvió hacia el brillante vacío del garaje. Había algunos camiones aparcados junto a la pared de enfrente y un par de carretillas de carga, inmóviles donde los humanos las habían dejado. ¡Pensar que una vez había llamado a aquello «madriguera de camiones»! Garaje, era el nombre correcto. Resultaba asombrosa la sensación que producía conocer las palabras apropiadas. Uno sentía que tenía el control. Era como si conocer el nombre preciso le proporcionara a uno una especie de palanca.

En alguna parte delante de ellos se produjo un ruido zumbante y, de inmediato, la plataforma se estremeció con el estruendo de un trueno. Pero, al contrario que el trueno, no se apagó. El motor se había puesto en marcha.

Masklin se agarró al pasamanos para no salir despedido y notó que Angalo le tiraba de la manga.

—¡Siempre suena así! —le gritaba el joven gnomo por encima del estrépito—. ¡Al cabo de un rato, uno se acostumbra!

—¡Estupendo! —Aquello no era un ruido. Era demasiado intenso para llamarlo así. Era más bien un muro de aire sólido.

—¡Creo que será mejor hacer unas prácticas, primero! ¡Para cogerle el truco! ¿Le digo al chico que haga señales para avanzar muy despacio?

Masklin asintió tétricamente. El muchacho reflexionó unos momentos y luego agitó las banderas.

Muy lejana, le llegó la voz de Dorcas gritando órdenes. Se oyó un sonido rechinante, seguido de una sacudida que casi lo derribó de la plataforma. A duras penas consiguió sujetarse con brazos y piernas y observó el rostro asustado de Gurder.

—¡Nos movemos! —exclamó el Abad de Artículos de Escritorio. Masklin se asomó al parabrisas.

—Sí, ¿y sabes qué? —preguntó, incorporándose como un resorte—. ¡Nos movemos hacia atrás!

Angalo se acercó a duras penas al chico de las señales, a quien se le había caído una de las banderas.

—¡Adelante despacio, te he dicho! ¡Adelante despacio! ¡No atrás! ¡Adelante!

—¡Es lo que he señalado! ¡Adelante!

—¡Pero vamos hacia atrás! ¡Diles que hemos de avanzar!

El muchacho se agachó a recoger la otra bandera y agitó las dos frenéticamente a los gnomos de abajo.

—No, no hagas señales para avanzar. Diles que detengan el ca… —Masklin no llegó a terminar la frase. Del extremo posterior del camión les llegó un crujido. La única palabra para describirlo sería un gran «crunch», pero tal onomatopeya se quedaría muy corta para describir aquel feo y complejo ruido metálico. Una nueva sacudida volvió a derribar de bruces a Masklin, y el motor dejó de funcionar.

Los ecos del choque se apagaron.

—¡Lo siento! —gritó Dorcas desde el suelo de la cabina. Masklin y sus compañeros lo oyeron hablar con los grupos de gnomos en voz baja y amenazadora—: ¿Qué? ¿Hemos de estar satisfechos? ¡Cuando he dicho mover la Palanca del Cambio arriba y a la izquierda, quería decir arriba y a la izquierda, no arriba y a la derecha! ¿De acuerdo?

—¿Tu derecha o la nuestra, Dorcas?

—¡La de quien sea!

—Pero…

—¡No hay pero que valga!

—Sí, pero…

Masklin y los demás se sentaron en la plataforma mientras, abajo, seguía desarrollándose la discusión. Gurder seguía tumbado boca abajo sobre los tablones.

—¡Nos hemos movido de verdad! —susurraba—. Arnold Bros (fund. en 1905), protégenos. ¡Vamos a abandonar tu Tienda!

—Yo no sería tan optimista. Si Él no se lo toma a mal, claro… —respondió Angalo con aire lúgubre.

—¡Los de ahí arriba! —La voz de Dorcas resonó con desbordante jovialidad—. Era un pequeño problema de engranajes, pero ya está todo aclarado. ¡Preparados cuando digáis!

—¿Qué te parece? ¿Tengo que mirar otra vez por el espejo ese? —preguntó Masklin a Grimma. Ella se encogió de hombros.

—Yo no me molestaría —respondió Angalo—. Avancemos de una vez y lo antes posible. Huelo a solina por aquí. Debemos de haber volcado algún bidón, o algo así.

—Eso es muy peligroso, ¿verdad? —preguntó Masklin.

—Sí, la solina arde —explicó Angalo—. Sólo necesita una chispa para encenderse.

El motor cobró vida de nuevo con un rugido. Esta vez, el camión sí avanzó, tras unos cuantos ruidos chirriantes, y rodó por el garaje hasta quedar frente a la gran puerta metálica. Después, se detuvo con una ligera sacudida.

—Me gustaría probar unos cuantos giros para coger práctica —gritó Dorcas—. Quiero pulir algunos detalles.

—Insisto en que no debemos quedarnos ni un minuto más —dijo Angalo en tono apremiante.

—Tienes razón —asintió Masklin—. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor. Hazle a Dorcas la señal para que abra la puerta.

El muchacho de las banderas titubeó.

—Me parece que no hemos acordado ninguna señal para eso —murmuró. Masklin se asomó sobre el borde de la plataforma.

—¡Dorcas!

—¿Sí?

—¡Abre la puerta! ¡Tenemos que salir enseguida!

La lejana y diminuta figura del inventor se llevó la mano al oído.

—¿Qué dices?

—¡Digo que abras la puerta! ¡Es urgente!

Dorcas pareció reflexionar unos instantes y luego alzó su megáfono.

—Os vais a reír cuando os lo diga… —anunció.

—¿Qué ha dicho? —inquirió Grimma.

—Que nos vamos a reír —explicó Angalo.

—¡Ah! ¡Estupendo!

—¡Vamos! —insistió Masklin. La respuesta de Dorcas se perdió bajo el estruendo del motor.

—¿Qué? —gritó Masklin.

—¿Qué?

—¿Qué has dicho?

—¡Digo que, con las prisas, me he olvidado totalmente de la puerta!

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Gurder.

Masklin volvió la cabeza y observó la puerta. Dorcas se había mostrado muy orgulloso del modo en que había impedido que volviera a abrirse. Ahora, la puerta parecía perfectamente cerrada. Si algo sin rostro podía dar un aire de suficiencia, la persiana metálica lo había conseguido.

Apartó la mirada, exasperado, justo a tiempo de ver cómo se abría lentamente la portezuela del fondo del garaje, que comunicaba con el resto de la Tienda. En el quicio había una figura, detrás de un pequeño círculo de intensa luz blanca.

«Su terrible luz», pensó Masklin una vez más.

Era Recorte de Precios.

Masklin notó que su cerebro se ponía a pensar muy clara y lentamente.

«Sólo es un humano —decía—. No hay de qué asustarse. Sólo un humano, con la tarjeta del nombre en el pecho por si se olvida de quién es, igual que todas esas mujeres humanas de la Tienda, con nombres como “Tracy”, “Sharon” o “Sra. J. E. Williams, Supervisora”. Vuelve a ser “Seguridad”. El humano que vive en la sala de calderas y toma té. Sin duda, ha oído el estruendo del camión.»

«Y ha venido dispuesto a averiguar quién lo ha hecho.»

«Es decir, viene a buscarnos.»

—¡Oh, no! —susurró Angalo, mientras el humano avanzaba por el garaje—. ¿Ves lo que lleva en los labios?

—Es un cigarrillo. Ya he visto a otros humanos con ellos. ¿Qué tiene eso de especial? —preguntó Masklin.

—Lo lleva encendido —dijo Angalo—. ¿Es que no nota el olor a solina?

—¿Qué sucede si el cigarrillo toca la solina? —inquirió Masklin, sospechando cuál sería la respuesta.

—Que hace ¡boom! —repuso Angalo.

—¿Sólo «¡boom!»?

—Con «¡boom!» es más que suficiente.

El humano se aproximó más. Masklin le podía ver los ojos, ya. Los humanos eran casi incapaces de ver a un gnomo aunque éste estuviera quieto y al descubierto, pero incluso un humano se preguntaría cómo era que un camión se movía sólo por el garaje en plena noche.

Seguridad llegó a la cabina y alargó la mano lentamente para asir el tirador de la portezuela. La luz de la linterna brilló a través del cristal de la ventanilla y, en aquel instante, Gurder se incorporó, temblando de furia.

—¡Vete, diablo abominable! —le gritó, iluminado por aquella suerte de foco—. ¡Obedece los Rótulos de Arnold Bros (fund. en 1905)! ¡No fumar! ¡Salida de Emergencia!

El rostro de Seguridad se arrugó en una mueca de pesado asombro que a continuación, con la misma lentitud que el paso de las nubes, se convirtió en una expresión de pánico. Soltó el tirador de la portezuela, se volvió y se dirigió de nuevo hacia la puerta del fondo del garaje, a una velocidad extraordinaria para tratarse de un humano. Mientras lo hacía, el cigarrillo le cayó de los labios y, girando en el aire, cayó lentamente hacia el suelo.

Masklin y Angalo se miraron el uno al otro y, al instante, los dos se volvieron hacia el muchacho de las banderas.

—¡Deprisa! ¡Vámonos enseguida! —gritaron. Un momento más tarde, todo el camión se estremeció mientras los grupos de gnomos realizaban el complicado proceso de poner la marcha. Por fin, el vehículo empezó a avanzar.

—¡Deprisa! ¡He dicho deprisa! —gritó Masklin.

—¿Qué sucede? —preguntó Dorcas—. ¿Y la puerta?

—¡La abriremos! ¡La abriremos! —exclamó Masklin.

—¿Cómo?

—Bueno… No parece muy gruesa, ¿verdad?

Para los humanos, el mundo de los gnomos es muy rápido. Los gnomos viven tan deprisa que las cosas que suceden a su alrededor les parecen muy lentas, de modo que les dio la impresión de que el camión se movía muy despacio cuando avanzó por el garaje, subió la rampa y golpeó la persiana metálica. Se escuchó un prolongado estrépito, el ruido de una lluvia de fragmentos metálicos y un chirrido a lo largo del techo de la cabina; a continuación, la puerta había desaparecido y sólo se distinguía una oscuridad tachonada de luces.

—¡A la izquierda! ¡Vuelta a la izquierda! —gritó Angalo.

El camión giró lentamente, rozó una pared y avanzó un breve trecho por la calle.

—¡Seguid así! ¡Seguid así! ¡Ahora, enderezad el volante!

Una luz deslumbrante brilló brevemente en la pared, al otro lado de los cristales de la cabina.

Y, entonces, detrás de ellos, se escuchó un potente ¡boom!