10

Angalo regresó, frenético y sonriendo como un loco, cuatro días después de su marcha.

El gnomo de guardia entró corriendo en el departamento seguido de Angalo, que caminaba dándose aires acompañado de un grupo de gnomos jóvenes que lo contemplaban, fascinados. El explorador venía sucio, con las ropas hechas harapos y aspecto de no haber dormido en muchas horas, pero avanzaba con gallardía y con un extraño vaivén.

Era un gnomo que se había atrevido a ir donde ningún gnomo había estado antes y se lo veía impaciente por explicarlo.

—¿Que dónde he estado? —dijo—. ¿Que dónde he estado? ¡Dónde no he estado, más bien! ¡Tendríais que ver lo que hay ahí fuera!

—¿Qué? —le preguntaron.

—¡De todo! —respondió, con un destello en los ojos—. ¿y sabéis qué?

—¿Qué? —corearon todos.

—¡He visto la Tienda desde el Exterior! Es… —bajó la voz—, ¡es hermosa! ¡Está llena de columnas y grandes cristaleras llenas de colores!

Para entonces, era el centro de una creciente multitud, pues la noticia ya había corrido.

—¿Has visto todos los departamentos? —preguntó uno de Artículos de Escritorio.

—¡No!

—¿Cómo es eso?

—¡Desde el Exterior no se pueden ver los departamentos! ¡La Tienda es una única cosa, muy grande! Y, y… —entre un repentino silencio, rebuscó en el bolsillo y sacó el cuaderno de notas, que ahora estaba bastante más abultado. Pasó unas hojas y continuó—: Y sobre la puerta hay un gran rótulo. Lo he copiado porque no está en el idioma de los Camioneros y no lo entiendo, pero esto es lo que dice.

Lo mostró en alto. El silencio se hizo más denso. Para entonces, ya eran unos cuantos los gnomos que sabían leer.

Las palabras decían: VENTA FINAL POR CIERRE.

Después, Angalo fue a acostarse, sin dejar de parlotear con excitación acerca de camiones, montañas y ciudades, fueran lo que fuesen, y durmió dos horas seguidas.

Más tarde, Masklin acudió a verlo. Angalo estaba sentado en la cama, con los ojos brillándole todavía como canicas relucientes sobre la palidez de su rostro.

—No lo fatigues —le aconsejó la abuela Morkie, que siempre atendía a todo aquel que se encontraba demasiado enfermo para impedirlo—. Está muy débil y febril. Seguro que es culpa de tanto dar vueltas en esas cosas enormes y ruidosas; no es una cosa natural. Su padre acaba de estar aquí y he tenido que echarlo a los cinco minutos.

—¿Has echado al duque? —dijo Masklin—. ¿Cómo lo has hecho? ¡Si ese gnomo nunca escucha a nadie!

—Puede que sea un gnomo importante en la Tienda —dijo la abuela en tono satisfecho—, pero en la habitación de un enfermo no es más que una molestia.

—Tengo que hablar con Angalo —insistió Masklin.

—¡Y yo con él! —dijo el explorador, incorporándose en la cama—. ¡Quiero contárselo a todos! ¡Ahí fuera hay de todo! Algunas de las cosas que he visto…

—Tú, vuelve a acostarte —le ordenó la abuela, empujándolo con suavidad para que apoyara la cabeza en la almohada—. Y tampoco me gusta nada tener ratas aquí.

—¡Pero si es muy limpia y amistosa! —protestó Angalo. Los bigotes de Bobo asomaban bajo las puntas de las sábanas—. Además, dijiste que te gustaban las ratas.

—¡Asadas, muchacho! ¡Asadas! —La abuela dio su consentimiento a la visita de Masklin—. Pero no lo excites demasiado —le ordenó.

Masklin se sentó en el borde de la cama mientras Angalo hablaba con inagotable entusiasmo del mundo del Exterior, como quien hubiera pasado la vida con una venda en los ojos y viera ahora por primera vez. Habló de la gran luz del cielo, de carreteras llenas de camiones y de grandes objetos que surgían del suelo y tenían cositas verdes en la parte superior…

—Árboles —dijo Masklin.

…y de grandes edificios donde cargaban o descargaban cajas en el camión. Fue en uno de éstos donde Angalo se perdió. Aprovechando una parada, bajó de la cabina para hacer sus necesidades y, cuando quiso subir otra vez, el conductor ya había vuelto y el camión se alejaba. Entonces, se subió a otro y, al cabo de un buen rato, su nuevo transporte se detuvo en un gran aparcamiento donde había más camiones. Allí se puso a buscar otro de Arnold Bros (fund. en 1905).

—Debía de ser un bar de carretera —comentó Masklin—. Nosotros vivíamos cerca de uno de ellos.

—¿Se llama así? —dijo Angalo, casi sin prestar atención—. Tenía un gran rótulo azul con un dibujo de tazas, tenedores y cuchillos. En cualquier caso…

…en el estacionamiento no había ningún camión de la Tienda. O tal vez sí, pero había tantos de otros tipos que no supo descubrirlo. Finalmente, se había instalado al borde del aparcamiento, viviendo de desperdicios, hasta que tuvo la suerte de que apareciera uno. No había podido subir a la cabina, pero había conseguido escalar una de las ruedas y encontrar un rincón donde había tenido que agarrarse con manos y pies a unos cables para no caer a la carretera, que pasaba a toda velocidad por debajo de él, muy lejos.

Angalo sacó el cuaderno de notas. Estaba tiznado, casi negro.

—Por poco lo pierdo —comentó—. Y una vez estuve apunto de comérmelo, de hambriento que me sentía.

—Sí, pero ¿y la conducción? —preguntó Masklin con urgencia, bajo la impaciente mirada de la abuela Morkie—. ¿Cómo hacen para conducir el camión?

Angalo pasó unas hojas del cuaderno.

—Tomé unas notas en alguna parte —dijo—. ¡Ah, aquí! —Le pasó el bloc. Masklin se encontró con un complicado esquema de palancas, flechas y números.

—«Dar vuelta a la llave… uno, dos… Pulsar el botón rojo… uno, dos… Empujar pedal número 1 con pie izquierdo, empujar palanca grande a la izquierda y arriba… uno, dos… Soltar poco a poco el pedal número 1 y empujar el pedal número 2… —Masklin se dio por vencido—. ¿Qué significa todo esto? —preguntó, temiéndose la respuesta. Sabía cuál iba a ser.

—Es así como se conduce un camión —contestó Angalo.

—¡Oh! Pero, hum…, todos esos pedales y botones y palancas… —murmuró débilmente Masklin.

—Todos son necesarios —explicó Angalo, orgulloso—. Entonces, uno empieza a avanzar, y va cambiando de marchas y…

—Sí. Ya veo —dijo Masklin, observando la hoja y preguntándose cómo.

Angalo había sido muy minucioso. En una ocasión, mientras el conductor estaba ausente, había medido la altura de lo que llamaba Palanca del Cambio, que parecía muy importante. Medía cinco veces la altura de un gnomo. Y la gran rueda que se movía y que también parecía muy importante tenía la anchura de ocho gnomos colocados uno al lado del otro.

Y había que tener unas llaves. Masklin no tenía idea de lo de las llaves. En realidad, no había tenido idea de nada, hasta aquel momento.

—Lo he hecho bien, ¿verdad, Masklin? —preguntó Angalo—. He tomado nota de todo.

—Sí, sí. Lo has hecho muy bien.

—Échale un buen vistazo. Está todo ahí. Lo de las luces destellantes para doblar las esquinas y lo del claxon —continuó Angalo, realmente entusiasmado.

—El claxon… Sí, claro. Seguro que está.

—¡Y el pedal de ir más deprisa, y el de ir más despacio, y todo lo demás! Pero no pareces muy satisfecho.

—Te aseguro que me has dado mucho en que pensar.

Angalo lo asió por la manga.

—Decían que sólo existía una Tienda —le confió con excitación—. Pues no es verdad. El Exterior es muy grande, muchísimo. Tiene otras Tiendas. Vi algunas. ¡Puede que otros gnomos vivan en ellas! ¡Vida en otras Tiendas! Pero, claro, tú ya lo sabías…

—Será mejor que duermas un poco más —sugirió Masklin con toda la calma de que fue capaz.

—¿Adónde iremos?

—Queda mucho tiempo para pensar en eso, no te preocupes —lo tranquilizó—. Ahora, duérmete.

Abandonó la habitación del enfermo y se dio de bruces con una discusión. El duque había vuelto con algunos seguidores y quería llevarse a Angalo al Departamento de Artículos de Escritorio. Estaba discutiendo con la abuela Morkie. O tratando de hacerlo, por lo menos.

—Señora, os aseguro que estará bien atendido —decía el duque.

—¡Hum! ¿Qué sabréis vosotros de cuidar a alguien? ¡Si aquí casi no tenéis contratiempos! Donde vivíamos antes, no veía más que enfermos, enfermos y enfermos todo el año. Resfriados y torceduras y dolores de vientre y mordeduras, uno detrás de otro. A eso se lo llama tener experiencia. Supongo que he visto más gente enferma que vosotros comidas calientes, y ya se ve… —añadió, clavándole un dedo al duque en su voluminosa panza— que habéis tomado unas cuantas.

—¡Señora, podría hacer que os encarcelasen! —rugió el duque.

La abuela lo miró con desdén.

—¿Y eso a qué viene?

El duque abrió la boca para replicar a gritos, pero advirtió la presencia de Masklin y volvió a cerrarla.

—Está bien —asintió por fin—. En realidad, tenéis razón. Pero lo visitaré cada día.

—No más de dos minutos, te lo advierto —respondió la abuela.

—¡Cinco! —dijo el duque.

—Tres —replicó ella.

—Cuatro —acordaron al cabo.

El duque asintió e indicó a Masklin que se acercara.

—Has hablado con mi hijo…

—Sí, señor.

—Y te ha contado lo que ha visto, ¿verdad?

—Sí, señor.

El duque parecía ahora muy pequeño. Masklin siempre lo había considerado un gnomo de buen tamaño, pero en aquel momento se dio cuenta de que, en buena parte, aquella impresión procedía de una especie de ampulosidad interior, como si la autoridad y la importancia de su cargo lo hincharan cual un globo. Ahora, la pompa había desaparecido y el duque tenía un aspecto preocupado y dubitativo.

—¡Ah! —suspiró, mirando más o menos hacia la oreja izquierda de Masklin—. Creo que te he enviado la gente que querías, ¿no?

—En efecto.

—¿Estás satisfecho con ellos?

—Sí, señor.

—Hazme saber si necesitas más ayuda, ¿de acuerdo? Toda la que precises.

La voz del duque de Mercería se perdió en un murmullo. Tras dar unas leves palmaditas en la espalda a Masklin, se marchó seguido por su guardia.

—¿Qué le sucede? —preguntó Masklin.

La abuela Morkie se puso a enrollar vendas con gesto experto. Nadie las necesitaba, pero a ella le parecía que debía tener una buena provisión. Suficiente para todo el mundo, a lo que se veía.

—Tiene cosas en que pensar —respondió, sin dejar de trabajar—. Y eso siempre preocupa a la gente.

—¡Jamás había imaginado que pudiera ser tan complicado! —se lamentó Masklin.

—¿Quieres decir que no tenías idea de cómo se conduce un camión? —replicó Gurder.

—¿Ni idea? —añadió Grimma.

—Yo… En fin, imaginaba que los camiones iban por sí solos donde uno quería —confesó Masklin—. Pensaba que, si lo hacían para los humanos, también lo harían para nosotros. ¡No me esperaba todo este lío de avanzar, uno-dos, frenar! ¡La rueda grande y los pedales y palancas son enormes, los he visto!

Sus ojos recorrieron distraídamente las facciones de Grimma y del Abad.

—He estado dándole vueltas al asunto muchísimo tiempo —afirmó. Tenía la impresión de que sólo podía confiar en ellos dos.

La puerta de cartón se abrió y asomó por ella un rostro animado.

—Esto te gustará, maestro Masklin —dijo el recién llegado—. He estado leyendo otra cosa.

—Ahora no, Vinto. Estamos bastante ocupados —respondió Masklin.

Vinto hundió la cabeza.

—¡Vamos, Masklin!, ¿por qué no lo escuchas? —intervino Grimma—. Tampoco tenemos mucho que hacer, ahora mismo.

En esta ocasión, fue Masklin quien hundió la cabeza.

—Está bien, muchacho —dijo Gurder con forzada jovialidad—, ¿qué idea has descubierto esta vez, eh? ¿Poner conejillos de Indias salvajes a tirar del camión?

—No, señor —respondió Vinto.

—¿Acaso piensas que podríamos ponerle alas y salir volando por los aires?

—No, señor. He descubierto en un libro la manera de capturar a los humanos, señor. Luego podemos coger un fosil y…

Masklin lanzó una doliente sonrisa a sus compañeros…

—Ya te he explicado que no podemos utilizar a los humanos. Te lo repito, Vinto. Y no estoy muy seguro de que podamos amenazar a los humanos con piedras de ésas…

El joven gnomo abrió el libro, jadeando debido al esfuerzo.

—Aquí hay un grabado, maestro.

Estudiaron el dibujo. Mostraba a un humano tendido en el suelo. Estaba cubierto de cuerdas y rodeado de gnomos.

—¡Cielos! —exclamó Grimma—. ¡Tienen libros con imágenes de nosotros!

—¡Ah!, ya conozco ese libro —intervino Gurder con aire de suficiencia—. Es Los viajes de Gulliver. Son sólo fantasías. Lo que relata no es verdad.

—¡Dibujos de gnomos en un libro! —repitió Grimma—. ¡Imagínate! ¿Los has visto, Masklin?

Masklin contempló fijamente el grabado.

—Sí, eres un buen chico, Vinto, bien hecho —dijo Gurder, y su voz sonó como si llegara de muy lejos—. Muchas gracias, jovencito. Y ahora, por favor, vete.

Masklin seguía absorto. Abrió la boca. Notaba un burbujeo de ideas dentro de él, inundando su mente.

—Las cuerdas —murmuró.

—Sólo es un dibujo —comentó Gurder.

—¡Las cuerdas, Grimma! ¡Las cuerdas!

—¿Las cuerdas?

Masklin levantó los puños y miró al techo. En momentos como aquél, pensó, uno casi podía creer que realmente había alguien allá arriba, encima de Moda Infantil.

—¡Ya veo la manera! —gritó, y los tres gnomos presentes lo miraron perplejos—. ¡Por Arnold Bros (fund.1905), ya veo la manera!

Esa noche, después de la Hora de Cierre, varias decenas de siluetas diminutas y sigilosas se deslizaron cautelosamente por el suelo del garaje y desaparecieron bajo uno de los camiones aparcados. Quien hubiera prestado atención habría escuchado algún esporádico tintineo, algún golpe sordo o incluso algún juramento.

Diez minutos después, los gnomos estaban en la cabina y miraban a su alrededor, asombrados.

Masklin avanzó hasta uno de los pedales, más alto que él, y probó a empujarlo. Ni se movió. Varios de los gnomos que lo acompañaban acudieron a ayudarlo, pero entre todos apenas consiguieron desplazarlo unos milímetros.

Otro de los gnomos se quedó observando la escena con aire pensativo. Era Dorcas, el inventor. Llevaba un cinturón del que colgaba una serie de herramientas de confección casera y sus dedos jugaban distraídamente con la mina de lápiz que lucía siempre sobre la oreja, menos cuando la utilizaba para anotar algo.

Masklin retrocedió hasta Dorcas y le preguntó qué opinaba. El inventor se frotó la nariz.

—Todo es cuestión de palancas y poleas —declaró—. Aparatos asombrosos, las palancas. Dame una palanca lo bastante larga y un punto lo bastante firme donde apoyarla, y podría mover la Tienda entera.

—De momento, nos bastará con que muevas uno de esos pedales —contestó Masklin con delicadeza. Dorcas asintió.

—Vamos a probarlo —dijo—. Muy bien, muchachos. Subid eso.

A fuerzas de brazos, los gnomos subieron a la cabina un trozo de madera que habían transportado desde el Departamento de Bricolaje. Dorcas fue de un lado a otro de la cabina, midiendo distancias con un cordel, y finalmente les hizo encajar un extremo del palo en una rendija del suelo metálico. Cuatro gnomos se situaron en el otro extremo y tiraron de la madera hasta que quedó apoyada sobre la palanca.

—Muy bien, muchachos —aprobó Dorcas. Los gnomos empujaron hacia abajo y el pedal descendió a fondo, hasta tocar el suelo metálico de la cabina entre los vítores y gritos de alegría del resto del grupo.

—¿Cómo lo has hecho? —exclamó Masklin.

—Acabas de ver en acción una palanca —dijo Dorcas—. Muy bien… —Miró a su alrededor mientras se frotaba la barbilla y añadió—: Así pues, necesitaremos tres palancas. —Alzó la vista hacia el gran círculo del volante y preguntó a Masklin—: ¿Tienes alguna idea de qué hacer con eso?

—Había pensado en unas cuerdas…

—¿Cómo?

—Esa rueda tiene unos radios, ¿los ves? Si atamos unas cuerdas a éstos y organizamos grupos de gnomos para cada una de las cuerdas, podrían tirar de una o de otra y así el camión avanzaría en la dirección deseada —explicó Masklin.

Dorcas echó otro vistazo al volante. Dio unos pasos nerviosos por el suelo de la cabina. Levantó la cabeza. Volvió a bajarla. Movió los labios mientras estudiaba la propuesta.

—¡Pero no podrían ver adónde van! —dijo finalmente.

—He pensado que alguien podría colocarse ahí arriba, junto a la gran ventana de la parte delantera, y decirles de alguna manera lo que tienen que hacer.

—El joven Angalo ha dicho que estas cosas, los camiones, son muy ruidosas —replicó Dorcas, frotándose la barbilla de nuevo—. Pero supongo que podré hacer algo para resolver ese problema. También está esa gran palanca de ahí, la del Cambio de Manchas…

—De Marchas —lo corrigió Masklin.

—Ajá. ¿Cuerdas, también?

—Es lo que había pensado —respondió con franqueza Masklin—. ¿A ti qué te parece?

Dorcas hizo una profunda aspiración.

—Bien… —respondió por fin—, con tantos equipos tirando de la rueda, moviendo la Palanca del Cambio y accionando los pedales mediante palancas, y alguien diciéndoles desde arriba qué tiene que hacer cada cual, vamos a tener que hacer muchos ensayos. Suponiendo que montemos todo el equipo, las cuerdas y lo demás, ¿cuántas noches tendremos que entrenarnos? Para coger práctica, ¿entiendes?

—¿Incluida la noche en que… nos marchemos?

—Sí.

—Una —contestó Masklin.

Dorcas dio un respingo y alzó la cabeza hacia el techo durante unos instantes, murmurando algo inaudible.

—Es imposible —dijo por último.

—Sólo tendremos una oportunidad, ¿entiendes? —insistió Masklin—. Si hay algún problema con el equipo necesario…

—No, con eso no hay problema —respondió Dorcas—. Sólo se trata de cuerdas y trozos de madera y puedo tenerlo todo preparado para mañana. Estaba pensando en la gente, ¿entiendes? Vas a necesitar a muchísimos gnomos para manejar todo esto. Y habrá que entrenarlos.

—¡Pero si lo único que tienen que hacer es tirar y empujar cuando se lo digan!

Dorcas volvió a murmurar algo en voz baja. Masklin tuvo la impresión de que cada vez que lo hacía era para soltar a continuación una mala noticia.

—Verás, muchacho —dijo, en efecto, el inventor—. Yo tengo ya seis años; he conocido a mucha gente y te aseguro que, si pones en fila a diez gnomos y gritas «¡Tirad!», cuatro de ellos empujarán y otros dos preguntarán: «¿Cómo dices?». Los gnomos son así. Es cuestión de naturaleza. —Al ver la expresión abatida de Masklin, Dorcas sonrió y añadió—: Lo que tenemos que hacer es encontrar un camión pequeño para hacer prácticas.

Masklin asintió con gesto sombrío.

—Por cierto —dijo entonces Dorcas—, ¿has vuelto a pensar dónde vas a meter a todo el mundo? Dos mil gnomos, por lo menos. Más todas las cosas que vamos a llevarnos. No pretenderás que las abuelas y los niños pequeños se deslicen por unas cuerdas o pasen arrastrándose por unos agujeros, ¿verdad?

Masklin movió la cabeza en gesto de negativa. Dorcas lo observaba con su habitual media sonrisa.

Aquel gnomo sabía lo que se hacía, pensó Masklin. Pero si le decía «déjamelo todo a mí», el inventor lo dejaría todo en sus manos, sólo para que aprendiera. ¡Ah, análisis del camino crítico! ¿Por qué la gente era siempre así?

—¿Tienes alguna idea? —preguntó, pues—. Agradecería mucho tu ayuda, de verdad.

Dorcas lo miró, pensativo, y luego le dio unas palmaditas en el hombro.

—He estado inspeccionando este lugar —respondió por fin—. Quizás haya un modo de hacer prácticas. Y de resolver el otro problema. Vuelve mañana por la noche y veremos, ¿de acuerdo?

Masklin asintió.

«El problema —pensó mientras regresaba con el grupo— es que no tengo suficiente gente.» Muchos gnomos de Ferretería y algunos de los demás departamentos se habían apuntado, y numerosos jóvenes venían a colaborar porque todo aquello resultaba emocionante e inusual. Sin embargo, para todo el resto de los gnomos, la vida seguía como siempre.

En realidad, la Tienda estaba, si acaso, más bulliciosa de lo habitual.

De todos los cabezas de familia, sólo el conde parecía dispuesto a tomarse algún interés por el asunto, y Masklin sospechaba que ni siquiera él estaba convencido de que la Tienda fuera a acabarse. Hasta el momento, sólo significaba que los de Ferretería estaban aprendiendo a leer y que tal cosa molestaba a los de Mercería, para regocijo del conde. Ni siquiera Gurder parecía tan seguro como antes.

Masklin volvió a su caja y se acostó.

Despertó al cabo de una hora. El terror había comenzado.