Masklin se había echado a dormir en una caja de zapatos vieja del departamento de Artículos de Escritorio, donde podía disfrutar de un poco de paz. Sin embargo, cuando despertó había una pequeña delegación de gnomos esperándolo. Entre todos transportaban un libro.
Masklin estaba un poco desilusionado con los libros. Era posible que todas las cosas que quería saber estuvieran escritas en alguna parte, pero el verdadero problema era encontrarlas. Los libros parecían pensados especialmente para dificultar la búsqueda de los datos. Su contenido no parecía tener sentido. O, más bien, tenía un sentido, pero carecía de lógica.
Reconoció entre el grupo a Vinto Pimmie, un jovenzuelo de Ferretería, y soltó un suspiro. Vinto era uno de los lectores más rápidos y dedicados, pero no era de los más precisos y solía dejarse llevar por su entusiasmo.
—¡Ya lo tengo! —afirmó el muchacho con orgullo.
—¡Pues suéltalo! —replicó Masklin.
—¡Quiero decir que he averiguado cómo conseguir que un humano conduzca el camión por nosotros!
—Ya hemos pensado en eso, pero no resultaría —contestó Masklin con un suspiro—. Si dejamos que un humano nos vea…
—¡No importa! ¡No importa! No nos hará nada porque nosotros llevaremos… Esto te va a gustar: ¡llevaremos un fosil!
Vinto le lanzó una mirada radiante, como un perro que acaba de hacer una gracia difícil.
—Un fosil —repitió Masklin débilmente.
—¡Sí! ¡Viene aquí!
Vinto exhibió el libro con gesto de orgullo. Masklin ladeó la cabeza para ver el título. Fue tomando seguridad a medida que leía, poco a poco, pero lo único que descifró fue que el libro trataba de Secuestro a Doce Mil Pies.
—¿Tiene algo que ver con zapatos? —preguntó, esperanzado.
—¡No, no, no! Lo que hay que hacer es coger un fosil, apuntar con él al conductor y que alguien diga: «¡Cuidado, tiene un fosil!». Entonces, uno dice: «¡Llévanos a donde queremos o disparo el fosil!», y él…
—Está bien, está bien. De acuerdo —lo cortó Masklin, apartándose del libro—. Estupendo. Una idea espléndida. No te quepa duda de que la tendremos en cuenta. Bien hecho, muchacho.
—He sido muy listo, ¿verdad? —dijo Vinto, dando saltitos de un pie al otro.
—Sí, desde luego. Pero… ¿no crees que sería mejor si leyeras otro tipo de libros más prácticos…? —Masklin titubeó. ¿Quién sabía qué clase de libros era mejor?
Volvió a meterse en la caja de zapatos, cerró la abertura con la puerta de cartón y se apoyó en ella.
—¿Cosa?
Te escucho, Masklin, dijo la Cosa desde el lío de retales que servía de cama al gnomo.
—¿Qué es un fosil?
Hubo una breve pausa. A continuación, la Cosa recitó:
Fósil; dícese del resto orgánico o trazas de actividad orgánica que se han conservado en los estratos geológicos de este planeta, anteriores al período actual. Generalmente, sólo se conservan las partes duras, como huesos y conchas; en otras ocasiones, han podido conservarse intactos incluso los tejidos blandos, como en el caso del mamut lanudo encontrado en el hielo de las regiones árticas.
—¡Ah! ¿Se podría amenazar a alguien con uno de esos fósiles?
Es muy posible.
—¿Puede haber alguno en la Tienda?
Tras una nueva pausa, la Cosa preguntó: ¿Hay un Departamento de Geología?
Masklin no sabía qué significaba aquella palabra, ni recordaba haberla oído mencionar a los gnomos.
—Creo que no —aventuró.
Entonces, creo que las posibilidades son remotas.
—Bueno. En realidad, no importa mucho. —Masklin se tumbó en la cama y añadió—: Verás, es preciso que tengamos una idea de adónde vamos. Tenemos que encontrar un lugar un poco apartado de los humanos. Pero no demasiado. Un lugar seguro.
Tienes que buscar un atlas o un mapa.
—¿Qué aspecto tienen?
Quizá lleven escrita en ellos la palabra «atlas» o «mapa».
—Le pediré al Abad que haga averiguaciones —asintió Masklin con un bostezo.
Tienes que dormir, dijo la Cosa.
—Todo el mundo me reclama continuamente para alguna cosa. Tú, en cambio, no duermes.
Mi caso es distinto.
—Lo que necesito —murmuró Masklin— es un medio. Lo del fosil queda descartado. Todos creen que yo sé la manera de conseguirlo, pero no tengo ni idea. Sabemos lo que necesitamos, pero no conseguiremos subir y meterlo todo en el camión en una noche. Todos creen que yo tengo las respuestas, pero estoy tan confuso como ellos. No sé cómo lo haremos…
Se quedó dormido y soñó que tenía el tamaño de un humano. Cuando uno era así de grande, todo resultaba muy fácil.
Pasaron dos días. Los gnomos montaron guardia en la viga del garaje y otro grupo instaló allí un pequeño telescopio de plástico procedente del Departamento de Juguetes, gracias al cual descubrieron que las grandes puertas metálicas del recinto se abrían cuando un humano pulsaba un botón rojo situado cerca de ellas. ¿Cómo podrían pulsar un botón que estaba tan alto para un gnomo? Una cuestión más en la lista de problemas a resolver de Masklin.
Gurder encontró un mapa. Estaba en un libro muy pequeño.
—No me ha costado ningún esfuerzo —explicó el Abad—. Cada año tenemos decenas de ellos. Se llaman… —leyó las letras doradas lentamente—… Agenda, y cada una lleva un mapa en las últimas hojas. Aquí lo tienes.
Masklin observó las pequeñas páginas con manchas azules y rojas. Algunas de las manchas tenían nombres escritos, como África y Asia.
—Bien… Sssí… supongo que es esto —dijo—. Buen trabajo. ¿Dónde estamos nosotros, exactamente?
—En el centro —se apresuró a decir Gurder—. Es lo lógico.
Y entonces regresó el camión. Sin Angalo.
Masklin corrió por la viga sin pensar en el abismo que se abría a ambos lados. El reducido grupo de gnomos le reveló lo que no quería saber.
Un joven gnomo que acababa de ser izado desde el camión trataba de recobrar el aliento, sentado en la viga.
—He probado todas las ventanillas —explicaba—, pero están cerradas. No he podido ver si había alguien dentro. Está muy oscuro.
—¿Estás seguro de que es el mismo camión? —preguntó al jefe de los vigías.
—Cada uno lleva un número distinto en la parte de delante —le explicó el gnomo—. Tuve especial cuidado en recordar el del camión donde iba Angalo, así que hace un rato, cuando he visto que volvía…
—Tenemos que entrar a echar un vistazo —declaró Masklin con firmeza—. Que alguien vaya por la… No, tardaría demasiado. Bajadme.
—¿Qué?
—Bajadme —repitió Masklin—. Hasta el suelo.
—Está muy lejos —murmuró uno del grupo, dubitativo.
—Ya lo sé, pero tardaríamos más tomando el camino de la escalera. —Masklin tendió el extremo de la cuerda a una pareja de vigías y añadió—: Podría estar ahí abajo, herido o algo así.
—No es culpa nuestra —se excusó uno de los gnomos—. Cuando llegó el camión, había humanos por todas partes y hemos tenido que esperar.
—No es culpa de nadie. Que alguien vaya por la escalera y se reúna conmigo abajo. No pongáis esas caras de preocupación. No es culpa de nadie repito.
«Si acaso, sólo mía», se dijo mientras daba vueltas en la oscuridad, colgado de la cuerda. Vio deslizarse a su lado la enorme mole en sombras del camión. De algún modo, fuera del garaje le habían parecido más pequeños.
El suelo estaba resbaladizo de grasa, pero corrió hasta llegar bajo el camión. Se encontró en un mundo con un techo lleno de cables y tubos, demasiado altos para alcanzarlos, pero rebuscó junto a uno de los travesaños y volvió arrastrando un trozo de cable. Con gran esfuerzo, consiguió doblar un extremo hasta darle forma de gancho.
Un momento después, se abría paso a gatas entre los tubos. No era difícil. Casi toda la parte inferior del camión parecía constar de cables y tubos y, al cabo de un par de minutos, encontró ante él un muro de metal con unos agujeros por los que pasaban los haces de cables. Vio uno por el que pudo colarse con alguna dificultad y se encontró…
Dentro. Allí había moqueta, cosa extraña de encontrar en un camión. También había varios envoltorios de caramelos, grandes como periódicos para un gnomo. De unos orificios grasientos en el piso del camión salían unos objetos con forma de pedales. Más allá se alzaba un asiento, detrás de una rueda enorme que, pensó Masklin, probablemente, servía de asidero al humano que iba dentro.
—¿Angalo? —dijo sin alzar la voz.
No obtuvo respuesta. Pasó un rato buscando un poco al azar y casi se había dado por vencido cuando divisó algo entre los papeles de caramelo y el polvo debajo del asiento. Un humano lo habría tomado por un desperdicio más, pero Masklin reconoció el abrigo de Angalo.
Revisó meticulosamente la zona. Era posible imaginar que alguien hubiera estado tendido allí, observando. Revolvió los desperdicios y encontró el pequeño envoltorio de un bocadillo.
Abandonó el camión llevándose el abrigo. No parecía haber mucho más que hacer.
Una decena de gnomos lo esperaban con nerviosismo en el suelo aceitoso bajo el camión. Masklin enseñó el abrigo.
—Ni rastro —anunció—. Estuvo ahí, pero ya no está.
—¿Qué puede haberle sucedido? —murmuró uno de los gnomos más viejos.
A su espalda, alguien respondió:
—Quizá la Lluvia lo ha aplastado. O se lo ha llevado el Viento furioso.
—Es cierto —asintió otro de ellos—. En el Exterior podría haber cosas terribles.
—¡No! —exclamó Masklin—. Quiero decir que hay algunas cosas terribles…
—¡Ah! —dijeron los gnomos, asintiendo.
—Pero no ésas —terminó la frase Masklin—. ¡Si se hubiera quedado en el camión, seguro que no le habría pasado absolutamente nada! ¡Le dije que no saliera a explorar…!
De pronto, advirtió que se había hecho un profundo silencio. Los gnomos no lo miraban a él, sino a algo o alguien situado a su espalda.
Se volvió y allí estaba el duque de Mercería, con algunos soldados. Miraba a Masklin con facciones pétreas y, al cabo de un instante, extendió las manos hacia él sin pronunciar palabra.
Masklin le entregó el abrigo. El duque le dio vueltas y vueltas en sus manos, contemplándolo. El silencio fue perdiendo crispación hasta convertirse casi en un murmullo.
—Fue una estupidez por mi parte —declaró el duque en un susurro—. Le dije que era muy peligroso y le prohibí ir, pero con eso sólo aumenté su determinación…
Se volvió hacia Masklin y añadió:
—¿Y bien?
—¿Eh? —dijo Masklin.
—¿Crees que mi hijo sigue vivo?
—Hum… Puede ser. No hay razón para pensar lo contrario.
El duque asintió vagamente.
«Ya está —pensó Masklin—. Aquí se acaba todo.»
El duque estudió el camión y luego echó una ojeada a su guardia.
—Y estas cosas salen al Exterior, ¿no es eso? —preguntó.
—Sí. Continuamente —contestó Masklin.
El duque emitió un extraño carraspeo y añadió:
—Fuera de la Tienda no existe nada, de eso estoy seguro. Pero mi hijo pensaba de otro modo y tú crees que debemos salir al Exterior. Si lo hago, ¿podré encontrar a mi hijo?
Masklin miró al anciano duque a los ojos. Éstos eran como dos huevos aún no cocidos del todo. Después pensó en el tamaño del mundo exterior, comparándolo con el de un gnomo, y reflexionó para sí que un líder debería saberlo todo de la verdad y la sinceridad, y saber reconocer la diferencia entre ambas. Hablando con franqueza, había más posibilidades de encontrar a Angalo que de que a la Tienda le salieran alas y echara a volar pero, a decir verdad…
—Es posible —respondió por fin, sintiéndose terriblemente mal. Y, sin embargo, cabía la posibilidad…
—Muy bien —dijo entonces el duque, sin cambiar de expresión—. ¿Qué necesitas?
—¿Cómo? —balbuceó Masklin, boquiabierto.
—Digo que qué necesitas para sacar uno de estos camiones al Exterior —repitió el duque.
Masklin no supo qué responder y, titubeando, murmuró:
—Bueno… En fin, supongo que de momento necesitamos… más gente.
—¿Cuántos gnomos quieres? —inquirió el duque.
Masklin pensó apresuradamente antes de aventurar una respuesta:
—¿Cincuenta?
—Los tendrás.
—Pero… —Masklin inició una protesta. De pronto, el duque cambió de expresión. Ya no parecía desolado y totalmente perdido, sino que había recuperado su habitual genio irascible.
—Consíguelo —añadió en un siseo. Acto seguido, dio media vuelta sobre sus talones y se marchó con su guardia.
Esa tarde aparecieron cincuenta gnomos de Mercería, que contemplaron pasmados el garaje. Gurder protestó, pero Masklin apuntó a las clases de lectura a todos aquellos que parecían remotamente capaces de aprender.
—¡Son demasiados! —insistió Gurder—. ¡Y, además, son simples soldados, por el amor de Arnold Bros (fund. en 1905)!
—Yo esperaba que el duque diría que cincuenta eran demasiados y rebajaría el número a una veintena —explicó Masklin—. De todos modos, creo que pronto vamos a necesitarlos a todos.
El programa de lectura no estaba dando el resultado esperado. Era cierto que en los libros había cosas útiles, pero costaba mucho encontrarlas entre todo aquel extraño material.
Como lo de la chica y la madriguera del conejo.
De nuevo, fue Vinto quien apareció con aquello.
—«… Y cae por el agujero y encuentra a un conejo con un reloj de bolsillo (yo sé qué es un conejo), y luego descubre un frasco con un bebedizo que la hace GRANDE, enorme, y también hay otro frasco que la hace pequeña, diminuta» —explicó de carrerilla el joven gnomo—, de modo que lo único que tenemos que hacer es encontrar otro frasco de ese líquido que hace GRANDE, y entonces uno de nosotros podrá conducir el camión.
Masklin no se atrevió a desechar la propuesta. Si había modo de que un gnomo alcanzara el tamaño de un humano, eso facilitaría sus planes. Él mismo había dado vueltas al asunto muchas veces. Merecía la pena intentarlo.
Así pues, pasaron casi toda la noche buscando botellas y frascos con la palabra BÉBEME por toda la Tienda. Pero, o bien no había ninguna en la Tienda (y Gurder no estaba dispuesto a aceptar tal cosa, ya que en la Tienda estaba Todo en un Mismo Establecimiento ), o aquel bebedizo no existía en realidad. Resultaba difícil de entender por qué Arnold Bros (fund. en 1905) había escrito tantas cosas irreales en los libros.
—Es para que los fieles puedan distinguir las que son verdad —contestó Gurder cuando Masklin hizo un comentario al respecto.
Masklin se había interesado especialmente por un libro titulado Manual astronómico para niños, la mayor parte de cuyas hojas eran grabados del cielo nocturno. Era algo que él conocía bien y que, sin duda, era real.
Le gustaba contemplarlo en la intimidad de su caja cuando tenía demasiadas cosas en que pensar. Por eso se puso a mirarlo en aquel momento.
Las estrellas tenían nombres, como Sirio, Rigel, Wolf 359 o Ross 154. Citó algunos de ellos a la Cosa.
No conozco esos nombres, respondió.
—Pensaba que veníamos de alguna de ellas. Me dijiste que…
Los nombres son distintos. En este momento no puedo identificarlos.
—¿Cómo se llamaba la estrella de la que procedemos los gnomos? —preguntó Masklin, acostado en la oscuridad.
Se llamaba El Sol.
—¡Pero si el Sol está aquí!
Todos los pueblos llaman siempre El Sol a la estrella cerca de la cual viven. Lo hacen porque creen a su estrella única e importante.
—Y nosotros, los gnomos… ¿hemos visitado muchas?
Según mis registros, las estrellas exploradas o visitadas por los gnomos son 94.563.
Masklin abrió los ojos en la oscuridad. Le costaba asimilar las grandes cifras, pero se daba cuenta de que aquélla era una de las mayores que había oído nunca. «¡Última Oferta!», pensó, y de inmediato se sintió avergonzado y cambió la exclamación por su habitual «¡caramba!».
«Tantísimos soles, a kilómetros y kilómetros de distancia, y yo sólo tengo que ocuparme de mover un camión…»
Vista así, su tarea parecía ridícula.