—Sí que podemos —dijo Masklin—. Robando un camión.
Se produjo un silencio absoluto.
El conde de Ferretería alzó una ceja.
—¿Esas cosas grandes y pestilentes con ruedas en las cuatro esquinas? —preguntó.
—Sí —respondió Masklin. Todas las miradas estaban concentradas en él y notó que empezaba a ruborizarse.
—¡Este gnomo está chiflado! —soltó el duque de Mercería—. Aunque la Tienda estuviera en peligro, y no veo ninguna razón… ninguna, repito, para creer tal cosa, me parece un plan descabellado.
—Mirad —explicó Masklin—, en un camión hay mucho espacio, podemos ir todos, podemos llevarnos libros que nos expliquen cómo hacer cosas…
—Mueve la boca, agita la lengua, pero sus palabras no tienen sentido —declaró el duque. Algunos de los gnomos próximos a él soltaron unas risillas nerviosas. Por el rabillo del ojo, Masklin vio a Angalo, radiante, al lado de su padre.
—Sin ánimo de ofender al difunto Abad —intervino uno de los líderes menores, con un titubeo en la voz—, pero he oído que existen otras Tiendas Ahí Fuera. Quiero decir que…, que debemos de haber vivido en alguna parte, antes de la Tienda. —Tragó saliva—. Me refiero a que, si la Tienda fue construida en 1905, ¿dónde vivíamos en 1904? Sin ánimo de ofender, repito.
—No estoy hablando de ir a otra Tienda —respondió Masklin—. Hablo de vivir en libertad.
—Y yo no pienso seguir escuchando tonterías. El viejo Abad era un gnomo sensato, pero al final debió de empezar a fallarle la cabeza —soltó el duque. Dio media vuelta y abandonó la sala ruidosamente. La mayoría de los demás jefes de departamento lo siguieron. Algunos de ellos, bastante a regañadientes, según pudo apreciar Masklin; de hecho, algunos se quedaron remoloneando al fondo de la gran estancia de modo que, si alguien les preguntaba, pudieran decir que precisamente se disponían a salir.
Junto a Masklin y el nuevo Abad quedaron el conde, una mujer bajita y gruesa a quien Gurder había llamado baronesa de Embutidos, y un puñado de jefes menores de los subdepartamentos.
El conde volvió la vista aun lado y otro con gesto teatral.
—¡Ah! —exclamó—. Más espacio para respirar… Prosigue, muchacho.
—En realidad, eso es casi todo —reconoció Masklin—. No puedo planear nada más hasta que haya descubierto más cosas. Por ejemplo, si podéis hacer electricidad. No robarla de la Tienda, sino producirla.
El conde se frotó la barbilla.
—Me estás pidiendo que te revele un secreto de departamento…
—Mi señor —intervino Gurder oportunamente—, si tomamos este paso trascendental es imprescindible que seamos abiertos los unos con los otros y que compartamos nuestros conocimientos.
—Tiene razón —apuntó Masklin.
—Por supuesto —añadió Gurder con firmeza—. Debemos actuar por el bien de todos los gnomos.
—Bien dicho —lo aplaudió Masklin—. Y por eso Artículos de Escritorio, por su parte, enseñará a todos los gnomos que lo soliciten… a leer.
Se produjo una pausa, que rompió el sonido sibilante de Gurder, tratando de recuperar la respiración.
—¡A leer…! —inició una protesta.
Masklin titubeó. Bien, ya que había llegado hasta allí, ¿por qué no continuaba hasta el final? Observó que Grimma lo miraba y añadió:
—A las mujeres también.
Esta vez fue el conde quien dio un respingo. La baronesa, por el contrario, sonrió. Gurder seguía con sus gimoteos.
—En las estanterías de Artículos de Escritorio hay muchísimos libros de todas clases —explicó Masklin—. ¡Para cualquier cosa que queramos hacer, hay un libro que explica cómo! Pero vamos a necesitar a muchísimos gnomos para leerlos y encontrar lo que necesitemos.
—Creo que a nuestro amigo de Artículos de Escritorio le conviene tomar un poco de agua —apuntó el conde—: Me parece que está abrumado por este nuevo espíritu de ayuda y cooperación.
—Puede que sea cierto lo que dices, jovencito —intervino la baronesa—, pero ¿alguno de tus preciados libros nos dirá cómo se puede controlar uno de esos enormes camiones?
Masklin asintió. Venía preparado para aquella pregunta. Grimma se acercó arrastrando un libro delgado, casi tan grande como ella. Masklin la ayudó a ponerlo vertical para que todos pudieran verlo.
—Aquí lo tenéis, lleno de palabras —anunció con orgullo—. Yo ya las he aprendido. Dicen… —fue señalándolas con la lanza mientras las pronunciaba lentamente—: «Código… de… Circu… lación. Código de Circulación». Dentro vienen dibujos. Cuando uno conoce el Código de Circulación, puede conducir. Aquí lo dice. El Código de Circulación —añadió, no muy seguro.
—Y yo también he descifrado algunas palabras —declaró Grimma.
—Sí, ella ha leído conmigo varias palabras de este libro —asintió Masklin, sin dejar, de advertir el interes que despertaba la afirmación en la baronesa.
—¿Y eso es todo? —protestó el conde.
—Bien… —murmuró Masklin.
A él también le preocupaba el asunto. Tenía la lúgubre sensación de que las cosas no podían ser tan fáciles, pero aquél no era momento de preocuparse por detalles que podían resolverse más tarde. ¿Qué era lo que había dicho el Abad? Lo importante de ser un líder no era tanto tener razón o estar equivocado, sino estar seguro. Tener razón ayudaba, por supuesto.
—Veréis —dijo, pues—, esta mañana he ido a la madriguera de los camiones…, al garaje, quiero decir. Uno puede encaramarse a ellos e inspeccionar el interior. Tienen palancas, engranajes y otras cosas, pero supongo que ya descubriremos para qué sirven. —Exhaló un profundo suspiro y añadió—: No puede ser muy difícil; de lo contrario, los humanos no podrían hacerlo.
Los gnomos tuvieron que concederle la razón en este punto.
—Estoy muy intrigado —dijo el conde—. ¿Puedo preguntar qué quieres de nosotros, ahora?
—Gente —se limitó a responder Masklin—. Tantos gnomos como puedas permitirte. Especialmente, aquellos de los que no puedas prescindir. Y habrá que darles de comer.
La baronesa observó al conde. Éste asintió, de modo que ella hizo lo mismo.
—Me gustaría preguntarle a la muchacha si se siente bien —dijo—. Con esto de la lectura, me refiero.
—De momento, sólo entiendo algunas palabras —se apresuró a responder Grimma—. Como Izquierda, Derecha y Bicicleta.
—¿Y no has experimentado una sensación de presión en la cabeza? —preguntó con tiento la baronesa.
—En absoluto, señora.
—Hum… Esto es muy interesante —murmuró la baronesa, mirando fijamente a Gurder.
El nuevo Abad estaba tomando asiento.
—Yo…, yo… —tartamudeó.
Masklin se lamentó en silencio. Ya sabía que sería difícil: aprender a conducir, descubrir cómo funcionaba un camión, aprender a leer… pero, al fin y al cabo, sólo eran tareas. Antes de ponerse en marcha, uno sólo veía dificultades por todas partes. Pero si uno dedicaba a resolverlas el tiempo y el esfuerzo suficientes, podía terminar venciéndolas. Había acertado: lo más difícil iba a ser convencer a todos los gnomos.
Llegó el día veintiocho.
—No basta —dijo Grimma.
—Es un comienzo —respondió Masklin—. Creo que vendrán más con el tiempo. Hay que enseñarles a leer a todos. No bien, pero sí suficiente. Y, luego, a los cinco mejores habrá que enseñarles a ser maestros de los demás.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —preguntó Grimma.
—Me lo ha dicho la Cosa. Es algo que se llama «análisis del camino crítico». Significa que siempre hay otra cosa que debes hacer antes. Por ejemplo, si quieres construir una casa, tienes que saber fabricar ladrillos, y para hacerlos tienes que saber qué clase de arcilla utilizar, etcétera.
—¿Qué es la arcilla?
—No lo sé.
—¿Y los ladrillos?
—No estoy seguro.
—Entonces ¿qué es una casa?
—Todavía no lo he averiguado del todo —respondió Masklin—. Pero, sea lo que sea, todo es muy importante. Análisis del camino crítico. Y hay otra cosa que se llama seguimiento de progresos.
—¿Y eso qué es?
—Me parece que significa gritarle a la gente: «¿Cómo es que todavía no has hecho eso?», y cosas así. —Masklin se miró los pies—. Creo que podemos encargar de eso a la abuela Morkie. Supongo que no le interesará demasiado aprender a leer pero, desde luego, es una experta en gritar.
—¿Y yo, qué?
—Quiero que aprendas a leer aún mejor.
—¿Por qué?
—Porque necesitamos aprender a pensar —explicó Masklin.
—¡Yo ya sé pensar!
—Quién sabe —respondió Masklin—. Quiero decir que sí, que sabes, pero hay cosas que no podemos pensar porque no conocemos las palabras. Fíjate, por ejemplo, en los gnomos de la Tienda. ¡Ni siquiera saben cómo son de verdad el viento y la lluvia!
—Es cierto. He intentado hablarle de la nieve a la baronesa y…
—Ahí lo tienes —asintió Masklin—. No la conocen, y ni siquiera saben que no la conocen. Por eso me pregunto qué será lo que nosotros no sabemos. Tenemos que leer todo lo que podamos. A Gurder no le gusta. Insiste en que sólo deberían leer los de Artículos de Escritorio. Pero el problema es que no intentan comprender lo que leen.
Gurder se había mostrado furioso.
—¡Leer! —había exclamado—. ¡Que se presente aquí hasta el gnomo más estúpido y estropee las letras de tanto mirarlas! ¿Por qué no descubres todos nuestros demás saberes reservados, ya que, estás en ello? ¿Por qué no enseñas a todo el mundo a escribir, también? ¿Eh?
—Eso lo dejaremos para más adelante.
—¡Qué!
—No es tan imprescindible, ¿sabes?
Gurder aporreó la pared.
—En nombre de Arnold Bros (fund. en 1905), ¿por qué no me pediste permiso antes?
—¿Me lo habrías dado?
—¡No!
—¡Pues por eso! —exclamó Masklin.
—¡Cuando te dije que te ayudaría, no esperaba algo así! —replicó Gurder, con el mismo tono de voz.
—¡Yo tampoco! —dijo Masklin.
El nuevo Abad hizo una pausa.
—¿Qué quieres decir?
—Pensaba que me ayudarías —explicó Masklin llanamente.
—Está bien, está bien —murmuró Gurder, abatido—. Ya sabes que ahora no puedo volverme atrás y prohibirlo; no puedo hacerlo, delante de todo el mundo. Haz lo necesario. Coge a la gente que necesites.
—Estupendo —asintió Masklin—, ¿cuándo puedes empezar?
—¿Yo? Pero…
—Tú mismo has dicho que eras el mejor lector.
—Bueno, sí, es cierto, pero…
—Estupendo.
Con el tiempo, todos llegarían a acostumbrarse a aquella palabra. Masklin tenía una manera de pronunciarla que daba a entender que estaba todo decidido y que no tenía objeto añadir nada más. Gurder agitó las manos enérgicamente.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó.
—¿Cuántos libros hay? —quiso saber Masklin.
—¡Cientos! ¡Miles!
—¿Sabes de qué tratan?
Gurder lo miró, desconcertado.
—¿Sabes qué estás diciendo? —murmuró.
—No, pero quiero saberlo.
—¡Tratan de todos los temas! ¡Ni lo imaginas! ¡Todos esos libros están llenos de palabras que ni siquiera yo entiendo!
—¿Podrías encontrar algún libro que explique cómo entender las palabras que uno no conoce? —preguntó Masklin. Aquello era un análisis del camino crítico, pensó para sí. ¡Vaya!, si estaba haciéndolo sin pensar…
—Es una idea fascinante —respondió Gurder, titubeante.
—Quiero aprender todo lo posible sobre los camiones, sobre la electricidad y sobre la comida —explicó Masklin—. Y también quiero que encuentres un libro acerca de…, de…
—¿Sí?
Masklin hizo una mueca de desesperación.
—¿Hay algún libro que explique cómo pueden los gnomos conducir un camión construido para humanos? —preguntó.
—¿Es que tú no sabes?
—No… exactamente. Tenía la esperanza de que podríamos averiguarlo mientras hacíamos los preparativos.
—¡Pero tú mismo dijiste que bastaba con aprender el Código de Circulación!
—Sssí —contestó Masklin, no muy seguro—. Es cierto que en sus páginas dice que uno tiene que saber el Código de Circulación para poder conducir, pero tengo la sensación de que las cosas no pueden ser tan sencillas.
—¡Que la Última Oferta nos proteja!
—Así lo espero —asintió Masklin—. ¡Que ella nos proteja!
Y llegó el momento de probarlo todo. En la madriguera de los camiones hacía frío y olía a solina. Los gnomos avanzaban sobre una viga, suspendidos a enorme altura sobre el suelo. Masklin intentó no mirar hacia abajo. Si alguien se caía…
Debajo de ellos se encontraba un camión. Dentro del garaje, parecía aún más grande. Enorme, rojo y terrible en la penumbra.
—Ya es suficiente —dijo por fin—. Estamos justo encima de esa parte que sobresale por delante, donde se sienta el conductor.
—La cabina —apuntó Angalo.
—Exacto. La cabina.
Angalo había constituido una sorpresa. Se había presentado en Artículos de Escritorio, jadeante y con el rostro congestionado, solicitando que le enseñaran a leer para aprender más cosas sobre los camiones, que lo tenían fascinado.
—Pero tu padre se opone a nuestro plan —le había dicho Masklin.
—No importa —había replicado Angalo—. ¡Tú has estado ahí fuera y no te ha sucedido nada! Quiero ver todas esas cosas, quiero salir al Exterior, quiero saber si existe de verdad.
No había sido un alumno brillante pero, cuando los de Artículos de Escritorio habían encontrado para él varios libros con grabados de camiones en la portada, se había esforzado en leerlos hasta el punto que la tensión le produjo dolor de cabeza. Con todo, a aquellas alturas Angalo era, probablemente, el gnomo que más sabía sobre camiones. Aunque Masklin tenía que reconocer que tal vez no fuera gran cosa.
Escuchó a Angalo murmurando para sí mientras luchaba por ajustarse las correas.
—Cambio de marcha —decía—. Palanca de cambios. Volante. Limpiaparabrisas. Transmisión automática. Freno. Un Descanso para Estirar las Piernas. Humeante. Dos Huevos con Patatas y Alubias. Camioneros. —Alzó la vista y lanzó una tímida sonrisa a Masklin—. Preparado —anunció.
—Ahora, recuerda —le repitió Masklin—; las ventanillas no siempre están abiertas. Si las encuentras cerradas, da un tirón a la cuerda y te volveremos a subir, ¿de acuerdo?
—Okey.
—¿Qué?
—Es la palabra que usan los Camioneros para decir que sí —explicó Angalo.
—¡Ah! Estupendo. Sigamos: cuando estés dentro, busca algún escondite desde el que poder observar al conductor…
—Sí, sí. Todo esto ya me lo has explicado antes —lo interrumpió Angalo, impaciente.
—Sí, claro. ¿Tienes los bocadillos?
Angalo dio unas palmaditas sobre la bolsa que llevaba en la cintura.
—Aquí los llevo, con el bloc de notas —respondió—. Bien, ya estoy preparado. Pisemos a fondo el Acelerador.
—¿Qué?
—Significa «vamos allá» en el idioma de los Camioneros.
—¿Y es preciso aprenderse todo eso para conducir un camión? —Masklin parecía desconcertado.
—Negativo —contestó Angalo con orgullo.
—¡Ah! En fin, lo principal es que tú lo entiendas…
Dorcas, que estaba al frente del grupo encargado de la cuerda, dio unos golpecitos en el hombro a Angalo.
—¿Seguro que no quieres llevar el traje para el Exterior? —insistió esperanzadamente.
El traje, de forma cónica, estaba confeccionado con una tela gruesa cosida a una especie de armazón de varillas como el de un paraguas, que permitía extenderlo y recogerlo, y tenía una pequeña abertura a la altura de los ojos. Dorcas había insistido en confeccionarlo para proteger a los exploradores del Exterior.
—Al fin y al cabo —le había explicado a Masklin—, es posible que vosotros estéis adaptados a la Lluvia y el Viento. Quizá vuestras cabezas se han vuelto especialmente duras. Toda precaución es poca.
—Prefiero no llevarlo, gracias —respondió Angalo a su ofrecimiento—. Pesa mucho y, además, no espero salir del camión en este primer viaje.
—Estupendo —asintió Masklin—. Bien, no perdamos más tiempo. ¿Preparados para sostener la cuerda, muchachos? Ahora es cosa tuya, Angalo. —Y a continuación, como merecía la pena tomar todas las precauciones necesarias y nunca se sabía de dónde podía venir la ayuda, añadió—: Que Arnold Bros (fund. en 1905) te proteja.
Angalo se deslizó desde el borde de la viga y, poco a poco, se convirtió en una pequeña silueta que daba vueltas en la penumbra mientras el grupo de Dorcas iba soltando cuerda. Masklin suplicó mentalmente que hubieran traído suficiente, pues no habían tenido ocasión de verificar cuánta necesitarían.
Notaron un tirón desesperado y Masklin se asomó al vacío. Angalo era una silueta minúscula a un metro, más o menos, por debajo de él.
—¡Si me sucede algo, que nadie se coma a Bobo! —gritó el gnomo.
—No te preocupes —respondió Masklin—. No te va a pasar nada.
—Sí, ya lo sé; pero, si no es así, buscadle a Bobo una buena casa —insistió Angalo.
—Desde luego. Una buena casa. Sí.
—Donde no coman rata, ¿me lo prometes?
—De acuerdo. Que no coman rata —dijo Masklin.
Angalo asintió. El grupo empezó a soltar cuerda de nuevo.
Finalmente, el explorador llegó a su destino y se deslizó a toda prisa por la pendiente del techo hasta el lateral de la cabina. Masklin se sintió mareado sólo de mirarlo.
La figura desapareció y, al cabo de un rato, notaron dos tirones. Habían convenido que esto significaría «soltad más cuerda», y así lo hicieron, poco a poco. Y, por fin, les llegaron de abajo tres tirones seguidos; débiles, pero inconfundibles. Unos segundos más tarde, la señal se repitió. Masklin exhaló un sonoro suspiro.
—Angalo ha llegado a su destino —murmuró—. Subid la cuerda. La dejaremos aquí arriba por si… quiero decir, para cuando regrese.
Se atrevió a echar otro vistazo a la mole imponente del camión. Los camiones iban y venían y, según la autorizada opinión de gnomos como Dorcas, eran siempre los mismos. Salían cargados de artículos y volvían cargados, también, pero era un misterio incomprensible para todos por qué Arnold Bros (fund. en 1905) sentía la necesidad de llevar los artículos a pasar el día fuera. Lo único que se sabía con certeza era que los camiones siempre estaban de vuelta después de un día, o dos como mucho, en el Exterior.
Masklin contempló el vehículo en cuyo interior se encontraba el explorador. ¿Adónde iría? ¿Qué sería de él? ¿Qué vería Angalo, antes de volver a la Tienda? Y, si no regresaba, ¿qué les diría a sus padres? ¿Que alguien tenía que hacerlo, que su hijo había suplicado ir, que era preciso ver cómo se conducía un camión, que todo dependía de él? Masklin se dio cuenta de que, en tal circunstancia, sus argumentos no sonarían muy convincentes.
Dorcas se asomó a su lado.
—Nos costaría demasiado bajar a todo el mundo por este sistema —comentó.
—Ya lo sé. Tenemos que pensar otra manera mejor.
El inventor señaló otro de los silenciosos camiones.
—Allí, justo al lado de la puerta del conductor, hay un pequeño escalón, ¿lo ves? Si pudiéramos subir hasta allí y pasar una cuerda por el tirador de la puerta…
Masklin movió la cabeza.
—Queda demasiado alto —dijo—. Es un pequeño paso para un hombre, pero un paso de gigante para la especie gnoma.