Hicieron un largo recorrido por el bullicioso mundo subterráneo y descubrieron que los gnomos de Artículos de Escritorio podían ir a donde les apeteciera. Los demás departamentos no los temían, puesto que no formaban un auténtico departamento. Por ejemplo, entre ellos no había mujeres ni niños.
—Entonces, ¿los miembros han de alistarse? —preguntó Masklin.
—Somos seleccionados —le precisó Gurder—. Cada año son escogidos varios muchachos inteligentes de cada departamento. Pero, cuando uno pasa a pertenecer a Artículos de Escritorio, tiene que olvidarse de su departamento de procedencia y ponerse al servicio del conjunto de la Tienda.
—¿Y cómo es que las mujeres no pueden formar parte de Artículos de Escritorio? —quiso saber Grimma.
—Es un hecho bien sabido que las mujeres no pueden leer —explicó Gurder—. No es culpa suya, por supuesto. Al parecer, se les calienta demasiado el cerebro debido a la tensión, ¿sabes? Es una de esas cosas raras que pasan…
—Curioso… —murmuró Grimma. Masklin la miró por el rabillo del ojo. Ya la había oído utilizar en alguna ocasión aquel tono de voz dulce e inocente, y significaba que muy pronto iba a haber problemas.
Pero, con problemas o sin ellos, era sorprendente el efecto que Gurder producía en los gnomos. A su paso, todos se apartaban de en medio y le hacían una ligera reverencia; un par de transeúntes llegó incluso a levantar en volandas a sus hijos pequeños para que lo vieran mejor. Hasta los guardianes de los puestos fronterizos se llevaban la mano al casco en gesto de respeto.
En torno al grupo seguía el permanente bullicio de la Tienda. Allí había miles de gnomos, se dijo Masklin, quien ni siquiera había imaginado que pudiera existir una cifra tan grande. La Tienda era un mundo lleno de gente.
Evocó sus cacerías solitarias, corriendo por los profundos surcos de los extensos campos de labor al lado de la autopista. Muchas veces, allí no había otra cosa que tierra y piedras hasta donde abarcaba la vista. Entonces, Masklin veía el cielo como un cuenco invertido, en cuyo centro estaba él.
En la Tienda, en cambio, tenía la sensación de que, si daba media vuelta en redondo, tropezaría con alguien. Se preguntó cómo sería vivir allí dentro, sin conocer nunca otra cosa. Sin tener nunca frío, ni miedo, ni hambre. Seguro que cualquiera consideraría imposible vivir nunca de otra manera…
Advirtió vagamente que acababan de subir una pendiente y que habían salido, a través de una nueva grieta, a la inmensa extensión vacía de una de las plantas de la Tienda. Era de noche —Hora de Cierre—, pero unas luces potentes brillaban en el cielo, sólo que allí debían acostumbrarse a llamar a éste «techo».
—Éste es el Departamento de Mercería —explicó Gurder—. ¿Queréis ver el Rótulo que han colgado aquí?
Masklin escrutó la brumosa lejanía y asintió. Allí estaba el Rótulo, con unas enormes letras rojas sobre un fondo blanco.
—Debería decir «Campaña de Navidad» —dijo su guía—. Es la estación que toca, después de las «Rebajas de Otoño» y antes de «Ya es Primavera», pero, en lugar de eso, dice… —Gurder entrecerró los ojos y, por unos instantes, sus labios se movieron sin articular sonido alguno—. Dice: «Liquidación Definitiva». y todos nos preguntamos qué significarán esas palabras.
—Pero si es un pensamiento muy simple —comentó Grimma con sarcasmo—. Una idea pequeña, para entendernos. Yo esperaba grandes ideas que me harían estallar la cabeza. ¿No significará, sencillamente, que todo se liquida definitivamente?
—No, no puede ser nada tan sencillo. Hay que interpretar esos Rótulos —replicó Gurder—. Una vez hubo uno que decía «Oferta Bomba» y no vimos que ofrecieran ninguna bomba.
—¿Qué dicen los demás Rótulos? —preguntó Masklin. La idea de que Todo se Liquidara Definitivamente era demasiado horrible de considerar.
—Ése de ahí dice «Fin de Existencias» —dijo el guía—. Pero éste aparece cada año. Es el modo que tiene Arnold Bros (fund. en 1905) de decirnos que debemos llevar una vida virtuosa porque, todos hemos de morir algún día. Y esos dos de allá también están siempre. —Con aire solemne, añadió—: Pero ya nadie cree en ellos. Hace tiempo, su interpretación fue causa de guerras entre los gnomos. Supersticiones estúpidas, en realidad. No puedo creer que exista un monstruo llamado Recorte de Precios, que merodea de noche por la Tienda buscando a los gnomos malos. No es más que un invento para asustar a los niños que se portan mal.
Gurder se mordió el labio y agregó:
—También hay otra señal extraña. ¿Veis esas cosas junto a la pared? Se llaman estanterías. Unas veces, los humanos cogen cosas de ellas; otras, las ponen. Pues bien, en estos últimos tiempos, sólo se las llevan.
Algunas estanterías estaban vacías, en efecto. Masklin no estaba demasiado familiarizado con las sutilezas de la conducta humana. Los humanos eran humanos, igual que las vacas eran vacas. Evidentemente, cada individuo tenía algo que permitía que los demás humanos o vacas lo reconocieran, pero él nunca había conseguido saber qué era. Y, si algo de lo que hacían los humanos o las vacas tenía algún sentido, Masklin no había sido capaz de encontrárselo.
—«Fin de Existencias» —repitió.
—Sí, pero no de la existencia —replicó Gurder—. De la existencia, no. No pensarás que es realmente el final de la existencia, ¿verdad? Estoy seguro de que Arnold Bros (fund. en 1905) no lo permitiría. ¿Verdad que no?
—No te sabría decir —respondió Masklin—. Hasta que llegamos aquí, no había oído hablar de él.
—¡Ah, ya! —murmuró Gurder con voz paciente—. Del Exterior, ¿no es eso? Por lo que me contaste, un lugar muy…, muy interesante y agradable.
Grimma tomó la mano de Masklin y la apretó suavemente.
—Esto también es muy agradable —aseguró. Masklin la miró, sorprendido—. Sí que lo es —insistió ella—. Y ya sabes que los demás también opinan lo mismo. Hace calor y hay una comida sorprendente, aunque tengan algunas ideas raras acerca de los cerebros de las mujeres —lanzó una mirada de reojo a Gurder—. ¿Por qué no le preguntáis a Arnold Bros (fund. en 1905) qué sucede?
—¡Oh!, no creo que debiéramos hacer eso —se apresuró a contestar Gurder.
—¿Por qué no? Es lo más razonable, si es él quien manda en la Tienda —opinó Masklin—. ¿Habéis visto alguna vez a Arnold Bros (fund. en 1905)?
—El Abad lo vio, en una ocasión. Cuando era joven hizo una ascensión hasta el Departamento de Préstamos. Pero nunca habla de ello.
Masklin le dio vueltas a estas palabras mientras volvían sobre sus pasos. En el Exterior no habían tenido nunca religiones ni política, pues el mundo era demasiado grande para preocuparse de cosas así. Con todo, tenía serias dudas acerca de Arnold Bros (fund. en 1905). Al fin y al cabo, si había construido la Tienda para los gnomos, ¿por qué no la había hecho a la medida de éstos?
En cualquier caso, se dijo, aquél no era el mejor momento para plantear preguntas de ese tipo. Masklin siempre había pensado que, si se analizaban suficientemente las cosas, se podía encontrar explicación a todo. El viento, por ejemplo. Siempre lo había desconcertado hasta que se había dado cuenta de que lo causaban los árboles al agitar sus ramas.
Encontraron al resto del grupo cerca de los aposentos del Abad, rodeados de comida que les habían ido a buscar. La abuela Morkie estaba explicando a un par de desconcertados gnomos de Artículos de Escritorio que las piñas tropicales no tenían comparación con las que ella solía capturar en el Exterior.
Torrit alzó la vista de detrás de una rebanada de pan.
—Todo el mundo anda buscándoos —dijo—. El Abad te reclama, Masklin. ¡Qué blando es este pan! No hay que echarle saliva, como al que tenemos en nuestra tierra…
—¡Haz el favor de no volver a decir una cosa así! —lo cortó la abuela, inesperadamente llena de lealtad para con su vieja guarida.
—¡Pero si es verdad! —murmuró Torrit—. Nunca hemos comido como aquí. Todos esos embutidos y esas lonchas de carne enormes, en lugar de tener que cazar una presa o ir a husmear en las papeleras…
Vio que los demás lo miraban furiosos y cayó en un balbuceo avergonzado.
—Cierra el pico, viejo idiota —le ordenó la abuela Morkie.
—Tampoco teníamos zorros, ¿verdad? —continuó Torrit—. Así que la señora Coom y mi viejo amigo Mert no…
La mirada airada de la abuela hizo efecto por fin. Torrit palideció. Después, sacudiendo la cabeza, musitó:
—Lo único que digo es que no era todo un jardín de rosas.
—¿Qué significa eso? —inquirió Gurder con visible interés.
—No significa nada —replicó la abuela.
—¡Oh! —Gurder se volvió hacia Masklin—. Yo sé qué es un zorro. Sé leer los libros de los humanos, ¿sabes? Leo muy bien, y he leído un libro titulado…, titulado Nuestros amigos peludos, creo que era. El zorro, un cazador hermoso y ágil, se alimenta de carroña, fruta y pequeños roedores. Su… Lo siento, ¿sucede algo?
Torrit se había atragantado con el pan y los demás le estaban dando palmadas en la espalda. Masklin tomó del brazo al joven monje y lo alejó de allí rápidamente.
—¿He dicho algo inconveniente? —preguntó Gurder.
—En cierto modo —contestó Masklin—. Pero creo que el Abad quería vernos, ¿no?
El viejo Abad estaba sentado muy quieto, con la Cosa sobre los muslos y la mirada perdida en el vacío. Cuando entraron, no les prestó atención y se limitó a tamborilear con los dedos sobre la negra superficie de la Cosa.
—¿Señor? —musitó Gurder al cabo de un rato.
—¿Hum?
—¿Querías vernos, mi señor?
—¡Ah! —respondió vagamente el Abad—. Eres el joven Gurder, ¿no?
—En efecto, mi señor.
—¡Ah! Bien.
Se produjo otro silencio. Gurder carraspeó con cortesía.
—¿Querías vernos, mi señor? —repitió.
—¡Ah! —El Abad asintió lentamente—. ¡Sí, sí! Tú, el joven de la lanza…
—¿Yo? —dijo Masklin.
—Sí, tú. ¿Has hablado alguna vez con esta…, esta cosa?
—¿Con la Cosa? En cierto modo, sí. Pero sólo dice cosas raras. Resulta difícil de entender.
—A mí también me ha hablado. Me ha dicho que fue hecha por los gnomos hace mucho tiempo. Come electricidad y dice que puede escuchar las cosas que dice esa electricidad. También ha dicho… —lanzó una torva mirada a la cosa que tenía sobre los muslos—, ha dicho que ha oído los planes de Arnold Bros (fund. en 1905) para demoler la Tienda. Habla de cosas sin sentido, de las estrellas; dice que los gnomos llegaron de una estrella, volando. Pero… también me ha hablado de unos sucesos extraños. Me pregunto si no será un mensajero de Dirección, enviado para advertirnos. ¿O tal vez es una trampa tendida por Recorte de Precios? ¡En resumen —añadió, descargando su puño lleno de arrugas sobre el dado de negro metal—, tenemos que ir a preguntarle a Arnold Bros (fund. en 1905)! Iremos a que nos revele la verdad.
—¡Pero, mi señor! —objetó Gurder—. ¡Estás demasiado…! Quiero decir que no estaría bien que tuvieras que hacer de nuevo la ascensión hasta la Última Planta. ¡Es un viaje terriblemente peligroso!
—Tienes toda la razón, joven Gurder. Por eso irás tú en mi lugar. Sabes leer los libros de los humanos. Y tu bullicioso amigo de la lanza puede acompañarte.
Gurder cayó de rodillas.
—¿Señor? ¿A la Última Planta? No soy merecedor de ello… —musitó con un hilo de voz.
—Ninguno de nosotros lo es —asintió el Abad—. Todos estamos corrompidos. Y a todos nos espera el Fin de Existencias. Ahora, id los dos y que Última Oferta os acompañe.
—¿Quién es Última Oferta? —preguntó Masklin cuando salieron.
—Es una servidora de la Tienda —explicó Gurder, temblando todavía—. Y es enemiga del temible Recorte de Precios, que vaga de noche por los pasadizos con su luz de terrible resplandor, a la busca de los gnomos malos.
—Entonces, menos mal que dices no creer en él —apuntó Masklin.
—Claro que no creo —afirmó Gurder.
—Sin embargo, te castañetean los dientes.
—Es que mis dientes sí creen en él y mis rodillas, también. Y mi estómago. Sólo mi cabeza se niega a aceptar su existencia y, además, los que creen en él son un montón de cobardes supersticiosos. Discúlpame, pero tengo que ir a recoger mis cosas. Es muy importante que emprendamos viaje enseguida.
—¿Por qué?
—Porque, si esperamos más, tendré demasiado miedo para marcharme.
El Abad volvió a tomar asiento.
—Cuéntame otra vez cómo llegamos aquí. Me has dicho que éramos nau…, nau…
Náufragos, lo ayudó la Cosa.
—Eso es. De algo que volaba…
Una nave galáctica de exploración.
—Y que se estropeó, ¿no es eso?
Sí. Hubo un fallo en uno de los motores principales y, como consecuencia de ello, no pudimos regresar hasta la nave nodriza. ¿Cómo puede haberse olvidado tal cosa? En los primeros tiempos conseguimos comunicarnos con los humanos pero, finalmente, las diferencias de velocidades metabólicas y de sentido del tiempo lo hicieron imposible. Al principio existió la esperanza de poder enseñar a los humanos suficiente ciencia como para que nos construyeran una nueva nave, pero eran demasiado lentos. Al final, tuvimos que conformarnos con enseñarles las habilidades básicas, como la metalurgia, con la esperanza de que terminaran de pelearse entre ellos el tiempo suficiente para interesarse por los viajes espaciales.
—Metal urgia… —El Abad repitió la palabra una y otra vez. Metal urgia. Urgencia por utilizar metales. Sí, aquello era propio de los humanos. Asintió e hizo otra pregunta—: ¿Qué era eso otro que decías que les enseñasteis? Algo que empezaba por «g».
La Cosa pareció titubear, pero ya iba acostumbrándose a la manera de hablar de los gnomos.
¿Agricultura?, apuntó.
—Exacto. La gricultura. Es importante, ¿verdad?
Es la base de la civilización.
—¿Qué significa eso?
Significa que sí.
El Abad se echó hacia atrás en el asiento mientras la Cosa seguía inundándolo con palabras extrañas como planetas y electrónica. No sabía qué significaban, pero le sonaban bien. Los gnomos habían enseñado a los humanos. Y procedían de muy lejos. De una estrella remota, al parecer.
Al Abad, esto último no le producía asombro. No estaba muy seguro de lo que sucedería esta vez, pero en su juventud había visto las estrellas muchas veces. Cada año, en torno a la Campaña de Navidad, empezaban a aparecer estrellas en la mayoría de los departamentos. Estrellas grandes, con muchas puntas y partículas brillantes, y montones de luces. Siempre le habían impresionado mucho. Resultaba muy coherente que en otro tiempo hubieran pertenecido a los gnomos. Por supuesto, las estrellas no estaban expuestas todo el tiempo, de modo que era probable la existencia, en alguna parte, de un gran depósito donde se guardaban.
La Cosa parecía estar de acuerdo con ello. Ese gran depósito se llamaba la galaxia, y quedaba en alguna parte por encima del Departamento de Préstamos.
Y luego estaba eso de los «años luz». El Abad había visto desfilar ante él casi quince años, y le habían parecido bastante sombríos, llenos de problemas y de oscuras responsabilidades. Hubiera sido preferible disfrutar de una época más luminosa.
Así pues, sonrió, asintió y continuó, escuchando, y cayó dormido mientras la Cosa hablaba y hablaba y hablaba…