4

Encima de sus cabezas, los humanos continuaban con sus vidas lentas e incomprensibles. Abajo, con el estrépito amortiguado por las moquetas y los tablones del suelo hasta convertirse en un rumor lejano, los gnomos avanzaron apresuradamente por sus polvorientos pasadizos.

—No puede decirlo en serio —murmuró la abuela Morkie—. Este lugar es demasiado grande. Un sitio tan grande no puede ser destruido. Sed razonables.

—Os lo advertí, ¿no es cierto? —intervino entre jadeos el viejo Torrit, que siempre mostraba una alegría inmensa ante cualquier noticia de devastación y terror—. Siempre nos han dicho que la Cosa lo sabe todo. Y no me digas que cierre la boca, abuela.

—¿Por qué corremos tanto? —preguntó Masklin—. Veintiún días es mucho tiempo.

—En política, no —replicó Dorcas con aire sombrío.

—Yo creía que estábamos en la Tienda, no en Política —dijo Torrit.

Dorcas se detuvo tan de improviso que la abuela Morkie fue a topar con su espalda.

—Escuchad —apuntó el gnomo, con aire de paciente impaciencia—, ¿qué creéis que deberían hacer los gnomos, si la Tienda va a ser destruida de verdad?

—Salir afuera, por sup… —empezó a responder Masklin.

—¡Pero la mayor parte de ellos no cree siquiera que el Exterior exista! Ni siquiera yo estoy totalmente seguro de ello, y eso que tengo una mente extraordinariamente inteligente e inquisitiva. No hay ningún sitio adonde ir, ¿me entendéis?

—Hay montones de sitios ahí fuera…

—¡Si pudiera convencerme de veras!

—¡En serio, existe de verdad!

—Me temo que los gnomos son más complicados de lo que crees. De todos modos, creo que debemos ir a ver al Abad. Es un tirano viejo y desagradable, desde luego, pero muy inteligente, a su modo. Aunque es un modo bastante enrevesado. —Dirigió una mirada penetrante al grupo y añadió—: Será mejor que no atraigamos la atención. Normalmente, todo el mundo me deja en paz, pero no es recomendable andar vagando fuera del departamento de uno sin tener una buena razón para ello. Y, dado que vosotros no pertenecéis a ningún departamento…

Dorcas se encogió de hombros y, con aquel simple gesto, consiguió insinuar la cantidad de cosas desagradables que podían sucederle a unos vagabundos sin departamento.

Se impuso utilizar de nuevo el ascensor, que los condujo a una zona bajo el piso de una planta, un lugar polvoriento y débilmente iluminado por unas bombillas mortecinas y bastante distanciadas. No parecía haber nadie cerca. Después del bullicio de otros departamentos, aquella tranquilidad resultaba casi desagradable. «El silencio es aún más acusado que en los campos abiertos», pensó Masklin. Al fin y al cabo, era lo que ellos pretendían: no hacer ruido. Por aquellos espacios bajo el piso debían de pulular los gnomos.

Todos se percataron de ello y el grupo estrechó filas.

—Qué lucecitas tan graciosas —comentó Grimma para romper el silencio—. A la medida de los gnomos, y todas de diferentes colores, y algunas se encienden y se apagan regularmente, mirad.

—Cada año robamos algunas cajas de esas lámparas, durante la Campaña de Navidad —explicó Dorcas sin volverse—. Los humanos las ponen en los árboles.

—¿Por qué?

—Ni idea. Para ver mejor, supongo. Con los humanos, nunca se sabe.

—Pero, entonces, sabes qué es un árbol —apuntó Masklin—. No pensaba que los hubiera en la Tienda.

—Claro que sé qué son los árboles. Unas cosas grandes y verdes con pinchos de plástico en las puntas. Algunos son de metal reluciente. Cuando llega la Campaña de Navidad, uno casi no puede moverse con tantos malditos árboles por todas partes, os lo aseguro.

—Los árboles del Exterior son enormes —apuntó Masklin—. Y tienen unas cosas que se llaman hojas y que se le caen cada año.

Dorcas le lanzó una mirada de extrañeza.

—¿Qué quieres decir con que se le caen? —preguntó.

—Pues eso, que se enroscan y se le caen —insistió Masklin. Los demás asintieron. Últimamente había muchas cosas de las que no estaban seguros, pero eran auténticos expertos en lo que les sucedía a las hojas cada año.

—¿Y dices que eso sucede cada año? —repitió Dorcas.

—Sí, señor.

—¿De veras? Es fascinante. ¿Y quién vuelve a pegarlas en su sitio?

—Nadie —explicó Masklin—. Al cabo de un tiempo, vuelven a crecer.

—¿Ellas solas?

Todos asintieron. Cuando uno está seguro de una cosa, se mantiene en lo dicho.

—Eso parece —añadió Masklin—. En realidad, nunca hemos descubierto por qué, pero así sucede siempre.

El gnomo de la Tienda se rascó la cabeza.

—En fin, no sé… —dijo, vacilante—. Me parece que tenéis una administración de empresa bastante deficiente. ¿Estás seguro de que…?

De pronto, unas siluetas los rodearon. Un momento antes, eran unos montones de polvo; al instante siguiente, se habían convertido en gnomos. El que iba al frente del grupo llevaba barba, un parche en un ojo y un cuchillo entre los dientes que daba un aire aún más horrible a su sonrisa.

—¡Oh, vaya! —exclamó Dorcas.

—¿Quiénes son? —le susurró Masklin.

—Bandidos. Siempre son un problema, en Corsetería —respondió Dorcas, levantando las manos.

—¿Qué son bandidos? —preguntó Masklin, perplejo.

—¿Qué es Corsetería? —quiso saber Grimma.

Dorcas señaló con el índice los tablones del piso de encima.

—Es el departamento de ahí arriba. Pero no le interesa a nadie porque no contiene nada de utilidad. Casi todo lo que hay es rosado —añadió—. A veces las gomas, pero…

—¡Ozzotroz, a olza o a uida! —exclamó el bandido, impaciente.

—¿Perdón? —dijo Grimma.

—¡A olza o a uida! —repitió el bandido.

—Creo que es cosa del cuchillo —apuntó Masklin—. Me parece que te entenderíamos mejor si te quitaras el cuchillo de la boca.

El bandido les lanzó una mirada colérica con su único ojo sano, pero se sacó el cuchillo de entre los dientes.

—¡Digo que la bolsa o la vida!

Masklin dirigió una mirada de perplejidad a Dorcas y el viejo Dorcas agitó las manos.

—Quiere que le entreguéis todo lo que tenéis —explicó—. No es que piense mataros, por supuesto, pero pueden ponerse muy desagradables.

Los gnomos del Exterior formaron un corrillo. Aquello era totalmente inesperado para ellos. La idea de robar les era desconocida. En el sitio del que venían, nunca había habido nadie a quien robarle. En realidad, ni siquiera había habido nada que robar.

—¿Es que no entiendes lo que te digo? —se impacientó el bandido.

Dorcas le dirigió una tímida mirada y explicó:

—Tendrás que perdonarlos. Son nuevos aquí.

Masklin se volvió y declaró:

—Hemos decidido que, si te da igual, nos quedaremos con nuestras cosas. Lo siento.

A continuación, lanzó una radiante sonrisa a Dorcas y al bandido. Éste se la devolvió. Por lo menos, abrió la boca y enseñó un montón de dientes.

—Hum… —musitó Dorcas—, no puedes contestar eso, ¿sabes? ¡No puedes decir que no quieres que te roben! —Vio la expresión de absoluto desconcierto de Masklin y repitió—: Robar, muchacho, significa que te quiten tus cosas. ¡Uno no puede decidir sin más que no quiere que le roben!

—¿Por qué no? —quiso saber Grimma.

—Porque… —el viejo gnomo vaciló—. En realidad, no lo sé. Por tradición, supongo.

El jefe de los bandidos hizo saltar el cuchillo de una mano a otra e intervino en la conversación.

—Os diré qué haremos. Como sois nuevos y tal, apenas os haremos daño. ¡Cogedlos!

Dos bandidos cogieron a la abuela Morkie. Pero esto resultó un error de cálculo. La huesuda mano derecha de la abuela se movió como una centella y soltó un par de sonoros cachetes.

—¡Frescos! —exclamó, mientras los dos gnomos se apartaban tambaleándose y frotándose las orejas.

Un bandido que quiso agarrar al viejo Torrit recibió un codazo en la boca del estómago. Otro bandido blandió un cuchillo ante Grimma, que lo asió por la muñeca; el cuchillo saltó de la mano del bandido y éste cayó de rodillas, farfullando patéticos sonidos guturales.

Masklin se inclinó hacia adelante, agarró al jefe de los bandidos por el cuello de la camisa con una mano y lo levantó del suelo hasta tenerlo cara a cara.

—No estoy seguro de entender muy bien esta costumbre —dijo—, pero los gnomos no deben hacer daño a otros gnomos, ¿no crees?

—Ajajá —repuso el bandido, lleno de miedo e inquietud.

—Entonces, ¿no crees que sería mejor que os largarais?

Soltó la camisa. El bandido buscó el cuchillo por el suelo, lanzó otra sonrisa nerviosa a Masklin y salió huyendo. El resto de la banda corrió tras él o, al menos, se alejó cojeando lo más deprisa posible.

Masklin se volvió hacia Dorcas y lo encontró partido de risa.

—Bueno, explícame qué ha sucedido.

Dorcas tuvo que apoyarse en la pared.

—Realmente, no tienes idea, ¿verdad?

—No —dijo Masklin con paciencia—. Por eso te lo pregunto.

—Los Corseteros son bandidos. Cogen cosas que no son suyas. Se esconden en la Corsetería porque sacarlos de ahí sería demasiado difícil y no merece la pena. Normalmente, sólo tratan de asustar a la gente. Pero la verdad es que son toda una molestia.

—¿Por qué su jefe llevaba el cuchillo en la boca? —preguntó Grimma.

—Se supone que para darle un aspecto feroz y temerario.

—Pues a mí me parece que le da un aspecto estúpido —afirmó Grimma con rotundidad.

—Si vuelve por aquí, le haré probar mi revés —afirmó la abuela.

—No creo que vuelvan. De hecho, me parece que estaban muy asombrados de que alguien los golpeara así —aseguró Dorcas, y soltó una carcajada—. ¿Sabéis?, estoy ansioso por ver qué efecto le hacéis al Abad. No creo que hayamos visto nunca a nadie como vosotros. Seréis como un…, un… ¿cómo se llama eso que decís que hay tanto en el Exterior?

—¿Aire fresco? —apuntó Masklin.

—Exacto. Como un soplo de aire fresco.

Y así llegaron, finalmente, al territorio de Artículos de Escritorio.

«Podéis iros a Artículos de Escritorio o al Exterior», había dicho el duque, dando a entender que no veía demasiadas diferencias entre ambas cosas, y no había duda de que las demás grandes familias desconfiaban de los gnomos de Artículos de Escritorio, a quienes atribuían poderes extraños y aterradores.

Al fin y al cabo, sabían leer y escribir, y cualquiera que pudiera interpretar lo que decía en un pedazo de papel tenía que ser, a la fuerza, un tipo extraño.

Y también entendían los mensajes en el cielo de Arnold Bros (fund. en 1905).

Pero resulta muy duro presentarse ante alguien que cree que uno no existe.

Masklin siempre había pensado que Torrit parecía un viejo, pero el Abad daba la impresión de tener tantos años como para haber ayudado a dar el empujón que puso en marcha el Tiempo. Caminaba apoyado en dos bastones y llevaba un par de gnomos más jóvenes pisándole los talones por si necesitaba sostén. El rostro del viejo Abad era un saco de arrugas entre las cuales asomaban unos ojos como dos penetrantes agujeros negros.

El grupo de Masklin cerró filas detrás de éste, como solían hacer ahora cuando estaban preocupados.

La sala de audiencias del Abad era una zona con tabiques de tablero, próxima a uno de los ascensores. De vez en cuando, alguno de ellos pasaba arriba o abajo, levantando un poco de polvo con las vibraciones.

El Abad fue conducido a la silla y se instaló en ella lentamente, mientras sus ayudantes no dejaban de revolotear a su alrededor. A continuación, se inclinó hacia adelante y murmuró:

—¡Ah! Dorcas de Embutidos, ¿verdad? ¿Has inventado algo, últimamente?

—No, mi señor. Últimamente, no —respondió el interpelado—. Mi señor, tengo el honor de presentarte a…

—No veo a nadie contigo —respondió el Abad.

—Debe de estar ciego —murmuró la abuela Morkie con un bufido.

—Y tampoco oigo a nadie —añadió el Abad.

—Silencio —indicó Dorcas al grupo, con un siseo—. Alguien debe de haberle hablado de vosotros y no está dispuesto a permitir que sus ojos os vean. Mi señor —continuó en voz alta, volviéndose hacia el Abad—, traigo malas noticias. ¡La Tienda va a ser demolida!

El anuncio no tuvo todo el efecto que Masklin había esperado. Los monjes de Artículos de Escritorio que acompañaban al Abad soltaron unas risillas disimuladas y el propio Abad se permitió una leve sonrisa.

—¡Vaya! —se limitó a decir—. ¿Y cuándo va a tener lugar este terrible suceso?

—Dentro de veintiún días, mi señor.

—Muy bien —asintió el Abad en tono bondadoso—. Entonces, será mejor que vayas a observar y luego nos vengas a explicar cómo ha sido.

Esta vez, los monjes sonrieron abiertamente.

—Mi señor, no es ninguna…

El Abad alzó una de sus manos nudosas.

—Estoy seguro de que sabes mucho de electricidad, Dorcas, pero debes saber que cada vez que hay una Gran Venta Liquidación, sale algún gnomo exaltado anunciando: «El fin de la Tienda está próximo». Y, aunque parezca extraño, la vida sigue como antes.

Masklin notó la mirada del Abad, repasándolo de pies a cabeza. Para ser invisible, parecía atraer una atención considerable.

—Mi señor, esta vez se trata de algo más —insistió Dorcas.

—¡Ah! ¿Te lo ha contado la electricidad? —replicó el Abad en tono burlón.

Dorcas dio un codazo en las costillas a Masklin y le susurró:

—Ahora.

Masklin dio un paso adelante y depositó la Cosa en el suelo.

—Ahora —le susurró al dado metálico.

¿Estoy en presencia de los líderes de la comunidad?, preguntó la Cosa.

—No creo que nunca llegues a estar más cerca —respondió Dorcas mientras el Abad contemplaba el dado.

Utilizaré palabras sencillas, anunció la Cosa. Soy el ordenador de Navegación y Registro de Vuelo. Un ordenador es una máquina que piensa. Piensa, ordenador, piensa. Y, para pensar, utilizo electricidad. A veces, la electricidad puede transportar mensajes. Yo puedo escuchar los mensajes, y puedo comprenderlos. A veces, los mensajes van por cables llamados cables telefónicos. Otras veces, están en otros ordenadores. En la Tienda hay un ordenador que paga el sueldo a los humanos. Yo oigo sus pensamientos, y esto es lo que piensa: «Pronto ya no habrá tienda, ya no habrá nóminas, ya no habrá cuentas». y los cables telefónicos dicen: «¿Es la compañía de demoliciones Grimethorpe? ¿Podemos estudiar los detalles finales para la demolición? Todas las existencias estarán liquidadas para el veintiuno…».

—Muy curioso —comentó el Abad—. ¿Cómo lo has hecho?

—No lo he hecho yo, mi señor. Lo ha traído esta gente…

—¿Qué gente? —replicó el Abad, atravesando a Masklin con la mirada, como si no estuviera.

—¿Qué pasaría si fuera y le tirara de la nariz? —cuchicheó la abuela Morkie con voz áspera.

—Sería terriblemente doloroso —respondió Dorcas.

—Espléndido.

—Quiero decir, doloroso para ti.

El Abad se puso en pie a duras penas.

—Soy un gnomo tolerante —proclamó—. Tú conjeturas sobre las cosas del Exterior y no me importa. Lo considero un buen ejercicio mental. No seríamos gnomos si no permitiéramos, a veces, que nuestras mentes vagaran a su antojo. Pero insistir en que todo eso es real ya resulta intolerable. Tú y tus juguetes truculentos… —Avanzó renqueante y descargó un bastonazo sobre la Cosa, que emitió un zumbido—. ¡Intolerable! ¡En el Exterior de la Tienda no hay nada, ni nadie que viva en él! ¡Vida en otras Tiendas…! ¡Bah! ¡La audiencia ha concluido! Puedes marcharte, Dorcas.

Puedo soportar un impacto de dos mil quinientas toneladas, anunció la Cosa con vanidosa satisfacción.

—¡Largo! ¡Fuera! —exclamó el Abad, y Masklin observó que el viejo estaba temblando.

Esto era lo más raro de la Tienda. Hacía apenas unos días, no había demasiadas cosas que necesitara conocer y, de éstas, casi todas tenían que ver con los animales grandes y hambrientos y el modo de evitarlos. Conocimiento del terreno, lo denominaba Torrit. Ahora, Masklin empezaba a darse cuenta de que había otro tipo distinto de conocimiento que se refería a las cosas que uno debía entender para sobrevivir entre otros gnomos. Cosas como tener mucho cuidado al decirle a la gente lo que ésta no quería oír. O como que la idea de que pueden estar equivocados pone furiosos a muchos gnomos.

Algunos monjes de bajo rango los condujeron rápidamente a la salida. Lo hicieron con mucha habilidad, sin llegar a rozar a ninguno de los compañeros de Masklin o tan siquiera mirarlos a la cara. Varios de ellos se apresuraron a apartarse cuando Torrit recogió la Cosa y la sostuvo entre sus brazos con aire protector.

Al fin, el genio de la abuela Morkie, que nunca había sido especialmente dulce, se agrió hasta el punto de estallar. Agarró por la túnica negra al monje más próximo y lo sostuvo ante sí con las narices casi tocándose. El gnomo volvió los ojos en un esfuerzo frenético por no mirarla y la abuela golpeó con fuerza en el pecho con la punta del dedo.

—¿Notas el dedo? —exclamó—. ¿Lo notas? ¿Aún insistes en que no estoy aquí?

—¡Indígena! —se sumó Torrit.

El monje resolvió su problema más inmediato emitiendo un leve gemido y desmayándose.

—Vámonos de aquí —se apresuró a decir Dorcas—. Sospecho que sólo hay un pequeño paso entre no ver a alguien y asegurar que no existe.

—No lo entiendo —dijo Grimma—. ¿Cómo puede ser que no nos vean?

—Porque saben que venimos del Exterior —explicó Masklin.

—¡Pero otros gnomos sí que nos ven! —insistió Grimma, alzando la voz.

Masklin no la culpó, pues también él empezaba a sentirse un poco inseguro.

—Creo que se debe a que no lo saben —contestó—, o a que no creen que vengamos realmente del Exterior.

—¡Yo no soy del Exterior! —apuntó Torrit—. ¡Son ellos los que son del Interior!

—¡Pero eso significa que el Abad piensa que es verdad que venimos de ahí! —declaró Grimma—. ¡Significa que cree que estamos aquí y no puede vernos! ¿Qué sentido tiene todo esto?

—Rarezas que tienen los gnomos… —repuso Dorcas.

—No me parece que importe mucho —intervino la abuela Morkie con aire tétrico—. Dentro de tres semanas, todos se encontrarán en el Exterior. Así aprenderán. Tendrán que ir por ahí sin verse a sí mismos. Veremos si eso les gusta, ¿eh? —Fingió que chocaba con el aire y añadió—: ¡Ay!, qué tropezón. Discúlpeme, señor Abad, pero no lo había visto…

—Estoy seguro de que entenderían la situación si nos quisieran escuchar —declaró Masklin.

—Yo no lo estaría tanto —contestó Dorcas, dando una patada al polvo—. En realidad, ha sido una estupidez por mi parte pensar que lo harían. La gente de Artículos de Escritorio nunca hace caso de las ideas nuevas.

—Perdóname —dijo una voz detrás del grupo. Se volvieron y encontraron a uno de los monjes. Era joven y rechoncho, con el cabello rizado y una expresión preocupada en el rostro. Sus dedos retorcían el borde de la túnica con gesto nervioso.

—¿Te diriges a mí? —inquirió Dorcas.

—Hum… sí. Yo… quería hablar con los…, con los Exteriores —declaró el gnomo con cautela, al tiempo que hacía una leve reverencia en dirección a Torrit ya la abuela Morkie.

—Parece que tienes una vista más aguda que los demás —comentó Masklin.

—Yo… sí —respondió el monje. Volvió la cabeza para observar el pasadizo por el que había venido y añadió—: Me gustaría hablar con vosotros, en privado.

El grupo se ocultó tras una vigueta.

—¿Y bien? —lo apremió Masklin.

—Esa…, esa cosa que ha hablado… ¿Vosotros creéis lo que dice?

—Mi opinión es que no puede decir mentiras —contestó Masklin.

—¿Qué es, exactamente? ¿Una especie de radio?

Masklin dirigió una mirada a Dorcas, sin saber qué responder.

—Es una cosa para hacer ruido —explicó Dorcas con orgullo.

—¿De veras? —dijo Masklin, y se encogió de hombros—. No lo sé. Hace muchísimo tiempo que la tenemos. La Cosa dice que vino de muy lejos Con los gnomos, hace muchísimo tiempo. La hemos cuidado durante generaciones, ¿verdad, Torrit?

El viejo asintió enérgicamente.

—Antes que yo la guardó mi padre, y mi abuelo, y el padre de mi abuelo antes que él, y su hermano al mismo tiempo, y antes que ellos su tío… —empezó a explicar.

—Estamos muy preocupados —lo interrumpió el monje de Artículos de Escritorio, rascándose la cabeza—. Los humanos se están comportando de una manera muy extraña. Los Artículos de la Tienda no se están reponiendo y hay Rótulos que no se habían visto nunca. Incluso el Abad está preocupado y no consigue averiguar qué espera de nosotros Arnold Bros (fund. en 1905). Por eso, yo… —El gnomo ya tenía la túnica hecha un lío; la desenredó rápidamente y continuó—: Veréis, yo soy el ayudante del Abad. Me llamo Gurder y me ocupo de las cosas que el Abad no puede hacer personalmente. Pues bien…

—¿Bien, qué? —dijo Masklin.

—¿Podríais venir conmigo, por favor?

—¿Habrá comida? —preguntó la abuela Morkie, que siempre sabía ocuparse de las cuestiones importantes.

—Desde luego. Haremos que nos traigan algo —se apresuró a asentir Gurder, mientras se adentraba en el laberinto de cables y viguetas—. Seguidme, por favor. Por aquí.