3

Era fácil perderse bajo el suelo. No costaba ningún esfuerzo. Era un laberinto de paredes y cables, con montones de polvo en los rincones de los caminos. En realidad, como decía Torrit, no estaban perdidos, exactamente, sino más bien desorientados; había caminos por todas partes, entre paredes y vigas, pero no vieron indicación alguna de adónde conducían. De vez en cuando pasaba a toda prisa algún gnomo, concentrado en sus asuntos, pero ninguno de ellos prestó la menor atención al grupo.

Masklin y los suyos echaron una cabezada en un nicho formado por dos grandes muros de madera y, al despertar, se encontraron con la misma luz mortecina de siempre. En la Tienda no parecía haber días ni noches. En cambio, parecía haber aumentado el ruido. En efecto, se escuchaba un murmullo distante que lo invadía todo.

En la Cosa titilaban unas cuantas lucecillas más y había aparecido una excrecencia en forma de plato que giraba lentamente.

—¿Por qué no buscamos de nuevo la Sección de Alimentación? —apuntó Torrit, esperanzado.

—Creo que hay que ser miembro de un departamento —contestó Masklin—. Pero no debe de ser el único lugar con comida, ¿verdad?

—Cuando llegamos no había tanto ruido —dijo la abuela—. ¡Vaya estrépito!

Masklin miró a su alrededor y localizó un resquicio entre la madera y un destello lejano de una luz muy brillante. Se dirigió hacia allí y acercó el ojo a la grieta.

—¡Oh! —exclamó débilmente.

—¿Qué sucede? —quiso saber Grimma.

—Son humanos. Hay más de los que has visto nunca.

La rendija se abría en la juntura del techo con la pared de un espacio casi tan grande como la madriguera de los camiones, y éste estaba, realmente, repleto de humanos. La Tienda había abierto.

Los gnomos siempre habían sabido que los humanos eran seres muy lentos. Masklin había estado apunto de tropezarse con ellos un par de veces durante sus cacerías y sabía que, antes de que sus enormes rostros de expresión estúpida pudieran volver los ojos hacia él, le daba tiempo a apartarse de en medio y ocultarse bajo cualquier cosa.

El espacio debajo de él estaba repleto de humanos que deambulaban con sus grandes zancadas, lentas y torpes, y charlaban con sus voces resonantes, confusas y graves.

Los gnomos los observaron fascinados durante un rato.

—¿Qué son esas cosas que sostienen en las manos? —preguntó Grimma—. Recuerdan un poco a la Cosa.

—No lo sé —respondió Masklin.

—Fijaos: los humanos las cogen y luego entregan algo a la otra humana; entonces, ponen esas cosas en una bolsa y se marchan. Casi da la impresión de que…, en fin, de que saben lo que están haciendo.

—Nada de eso. Sucede como con las hormigas —intervino Torrit como si lo supiera de buena tinta—. Parecen inteligentes pero, si uno se fija bien, queda patente que no tienen nada de listos.

—Pero construyen cosas —protestó Masklin débilmente.

—También lo hacen los pájaros, muchacho.

—Sí, pero…

—Los humanos son un poco como las urracas, siempre lo he dicho. Sólo les gustan las cosas que brillan.

—Hum…

Masklin decidió no seguir discutiendo. No se podía discutir con el viejo Torrit, a menos que uno fuera la abuela Morkie, por supuesto. Torrit sólo tenía espacio en su cabeza para un limitado número de ideas y, una vez que alguna de ellas arraigaba en su mente, no había modo de moverlo de ella.

Con todo, Masklin deseaba replicar: «Si son tan estúpidos, ¿por qué no son ellos quienes se esconden de nosotros?».

Lo asaltó una idea y alzó la Cosa.

—¿Cosa? —dijo.

Se produjo una pausa. Luego, la vocecilla respondió:

Operaciones en tarea principal suspendidas. ¿Qué es lo que solicitas?

—¿Sabes qué son los humanos? —preguntó Masklin.

Sí. Reanudando tarea principal.

Masklin miró a los demás con desconcierto.

—¿Cosa? —volvió a decir.

Operaciones en tarea principal suspendidas. ¿Qué es lo que solicitas?

—Te he pedido que me contaras cosas de los humanos.

No es cierto. Me has preguntado: ¿Sabes qué son los humanos? Mi respuesta ha sido absolutamente correcta.

—Bien, entonces dime qué son.

Los humanos son los habitantes indígenas del mundo que llamáis Latienda. Reanudando tarea principal.

—¡Ajá! —exclamó Torrit, asintiendo con aire de suficiencia—. ¿No os lo decía? Son indígenas. Despiertos, tal vez, pero sólo indígenas. Son unos seres pesados, torpes e indígenas.

—¿Nosotros somos indígenas? —preguntó Masklin.

Tarea principal interrumpida. No. Tarea principal reanudada.

—Claro que no —asintió Torrit, fulminando a Masklin con la mirada—. Nosotros tenemos un poco de orgullo.

Masklin abrió la boca para preguntar qué significaba «indígena». Él no conocía la palabra y estaba seguro de que Torrit tampoco. Y, a continuación, quería hacer un montón de preguntas más, pero antes de hacerlas tendría que pensar muy bien las palabras que utilizaba.

«No conozco suficientes palabras —se dijo—. Y hay cosas que uno no puede pensar a menos que conozca las palabras correctas.»

Pero no le dio tiempo a darle vueltas a la idea, pues una voz dijo a su espalda:

—Unos seres extraños y poderosos, ¿verdad? Y muy atareados, últimamente. Me pregunto qué mosca los habrá picado.

Quien hablaba era un gnomo anciano, bastante grueso, y vestido con ropas pardas, lo cual era raro entre los gnomos de la Tienda. Su indumentaria consistía casi exclusivamente en un enorme delantal con los bolsillos misteriosamente abultados.

—¿Nos has estado espiando? —le preguntó la abuela Morkie.

El desconocido se encogió de hombros.

—Suelo venir a este lugar a observar a los humanos —explicó—. Es un buen sitio. Y, normalmente, no encuentro a nadie por aquí. ¿De qué departamento sois?

—No pertenecemos a ninguno —le informó Masklin.

—Sólo somos gnomos —añadió la abuela.

—Pero no somos indígenas —terció rápidamente Torrit.

El desconocido sonrió y saltó de la viga de madera en la que estaba sentado.

—Qué curioso —murmuró—. Vosotros debéis de ser ese grupo nuevo del que he oído hablar. Los del Exterior, ¿verdad?

Extendió la mano al frente y Masklin observó el gesto con cautela.

—¿Y? —dijo, con aire cortés. El desconocido exhaló un suspiro.

—Se supone que debes estrechármela —dijo.

—¿Estrecharla? ¿Por qué?

—Es la costumbre. Me llamo Dorcas de Embutidos. —El desconocido dirigió una sesgada sonrisa a Masklin—. ¿Y tú? ¿Tienes nombre?

Masklin no hizo caso de la pregunta y replicó con otra:

—¿A qué te refieres con eso de que vienes a observar a los humanos?

—Estudio sus movimientos, ¿sabes? Sí, eso es lo que hago. Se puede aprender mucho del futuro observando a los humanos.

—Un poco como el tiempo que va a hacer, ¿no? —dijo Masklin.

—¡El tiempo! ¡Sí, claro, el tiempo! —El gnomo le dirigió una sonrisa enorme—. Vosotros debéis de saberlo todo acerca del tiempo, la lluvia y esas cosas. Un elemento muy poderoso, el tiempo…

—¿Has oído hablar del tiempo? —inquirió Masklin.

—Sólo en las viejas leyendas. Hum… —Dorcas lo miró de arriba abajo—. Yo suponía que los seres del Exterior tendrían una forma distinta. Vida, sí, pero no como la conocemos. Venid conmigo y os enseñaré a qué me refiero.

Masklin observó con detenimiento el espacio polvoriento entre las dos plantas del edificio. Ya tenía suficiente. Estaba harto de aquel lugar. Hacía demasiado calor, el ambiente era demasiado seco, todo el mundo lo trataba como si fuera tonto y ahora pensaban que no era el más indicado para guiarlos.

—Bien… —inició una protesta, pero la Cosa que sostenía bajo el brazo lo interrumpió:

Necesitamos a esta persona.

—¡Vaya! —exclamó Dorcas—. Qué radio tan minúscula. Cada día las hacen más pequeñas, ¿verdad?

El lugar al que los condujo Dorcas era un simple pozo. Grande, cuadrado, profundo y oscuro. Varios cables, más gruesos que un gnomo, desaparecían en las profundidades.

—¿Vives aquí abajo? —preguntó Grimma a Dorcas. Éste manipuló algo en la oscuridad y se escuchó un chasquido. En lo alto del pozo, a gran altura por encima de los gnomos, sonó una especie de estampido y, a continuación, un trueno lejano.

—¿Eh? ¡Oh, no! —respondió el aludido—. Me llevó muchísimo tiempo descubrir qué era esto y cómo utilizarlo. Es una especie de suelo colgado de una cuerda, y sube y baja por el pozo transportando humanos. Cuando lo averigüé, pensé que ya no era joven y que todas esas escaleras estaban acabando con mis piernas, de modo que me interesé por su funcionamiento y es sencillísimo. No podía ser de otro modo pues, de lo contrario, los humanos serían incapaces de aprender a usarlo. Echaos atrás, por favor.

Una cosa negra y enorme descendió por el pozo y se detuvo a unos centímetros por encima de sus cabezas. Tras unos chasquidos y siseos, escucharon el sonido, ya familiar, de unas torpes pisadas humanas caminando sobre su escondite.

Colgado bajo el piso del ascensor, vieron un pequeño cesto de alambre atado a él mediante fragmentos de cuerda.

—Si pensáis que voy a meterme en un…, en un nido de alambre colgado de una cuerda —protestó de inmediato la abuela Morkie—, será mejor que os busquéis a otra…

—¿Es seguro? —preguntó Masklin.

—Más o menos. Más o menos… —respondió Dorcas, saltando al cesto y manipulando otro pequeño cuadro de interruptores—. Daos prisa, por favor. Por aquí, señora.

—Pero… ¿cuánto más que menos? —insistió Masklin al tiempo que la abuela, asombrada de que la llamaran señora, subía abordo.

—Verás: de lo que estoy seguro es del cesto que yo he montado —le replicó Dorcas—. Sin embargo, esa plataforma de arriba ha sido construida por los humanos y, en consecuencia, nunca se sabe lo que puede suceder. Sujetaos con fuerza, por favor. ¡Subimos!

Sobre sus cabezas sonó un chasquido y, con una ligera sacudida, empezaron a ascender.

—Está bien, ¿verdad? —comentó Dorcas—. He tardado siglos en hacer las conexiones oportunas en todos los interruptores. Cualquiera pensaría que los humanos se darían cuenta, ¿verdad? Pulsan el botón de bajada pero, si yo quiero subir, el ascensor me obedece. Me preocupaba la posibilidad de que a los humanos les extrañara que los ascensores parecieran subir y bajar por su propia voluntad, pero esos seres parecen profundamente estúpidos. Ya llegamos.

El ascensor se detuvo con otra sacudida y el cesto del gnomo quedó a la altura de otra rendija bajo el suelo de la planta.

—Electrodomésticos —anunció Dorcas—. Es uno de mis rincones favoritos. Aquí no me molesta nadie, ni siquiera el Abad. Soy el único que sabe cómo funcionan los aparatos, ¿sabéis?

Era un lugar lleno de cables que corrían por el suelo en todas direcciones formando grandes haces. Un grupo de gnomos jóvenes estaba desmontando un objeto en medio del lío de cables.

—Es una radio —informó Dorcas—. Un objeto fascinante. Esos muchachos están tratando de averiguar cómo hace para hablar.

Revolvió en unas pilas de grueso papel, sacó una hoja y se la pasó a Masklin con gesto avergonzado.

En el papel había un dibujo de un cono rosado y achatado con una mata de pelo en la punta. Masklin y los suyos no habían visto nunca una lapa. De lo contrario, habrían sabido que el dibujo representaba exactamente uno de estos animales. Salvo la mata de pelo.

—Muy bonito —comentó Masklin, dubitativo—. ¿Qué es?

—Hum… Es la idea que yo tenía del aspecto que podría tener un ser del Exterior, ¿sabes? —explicó Dorcas.

—¿Cómo? ¿Con cabezas puntiagudas?

—Por la Lluvia, ¿sabes? En las viejas leyendas del Tiempo de antes de la Tienda se habla de la Lluvia, del agua que cae sin cesar del cielo. Pensaba que los seres del Exterior deberían de tener la cabeza de esa forma para que el agua no se les encharcara encima y la base muy ancha para que el Viento no los derribara constantemente. Mis únicas referencias eran las viejas leyendas, ¿entiendes?

—¡Pero si ni siquiera tiene ojos!

—Sí que tiene. —Dorcas los señaló—. Pero muy pequeños, y ocultos bajo el cabello para que el Sol no los ciegue. El Sol es una luz grande y muy brillante en el cielo —añadió a modo de explicación.

—Ya lo sabemos —dijo Masklin.

—¿De qué estáis hablando? —inquirió Torrit.

—Dorcas dice que deberías tener ese aspecto —apuntó la abuela Morkie en tono sarcástico.

—¡Yo no tengo una cabeza tan puntiaguda!

—En esto, tienes toda la razón —asintió la abuela.

—Me temo que andas un poco equivocado —murmuró Masklin con voz pausada—. El exterior no se parece en absoluto al dibujo. ¿No ha salido nadie a mirar cómo era?

—Una vez, vi abierta la gran puerta —asintió Dorcas—. La del garaje, quiero decir. Pero fuera sólo se veía una luz blanca cegadora.

—Sí, claro. Como os pasáis todo el tiempo en esta penumbra, supongo que te deslumbraría.

Dorcas se encaramó aun carrete de hilo vacío.

—Tenéis que hablarme del Exterior. Tenéis que contarme todo lo que recordéis.

Una nueva lucecita verde empezó a titilar en la superficie de la Cosa, que descansaba de nuevo sobre los muslos de Torrit.

Al cabo de un rato, uno de los gnomos jóvenes trajo unos bocados y todos se pusieron a hablar, a discutir e incluso a contradecirse abiertamente, mientras Dorcas escuchaba y hacía preguntas.

Según contó, era inventor. En especial, de cosas que tenían que ver con la electricidad. En los viejos tiempos, cuando los gnomos empezaban a husmear en las instalaciones eléctricas de la Tienda, muchos habían muerto en sus investigaciones. Desde entonces habían encontrado métodos más seguros, pero la electricidad seguía siendo un misterio y no eran muchos los que tenían ganas de acercarse a ella. Por eso, los jefes de las grandes familias e incluso el propio Abad de Artículos de Escritorio lo dejaban en paz. Siempre era una buena idea, comentó, ser experto en algo que el resto de la gente no quería o no podía hacer. Gracias a ello los demás le toleraban que, a veces, se preguntara por el Exterior en voz alta. Siempre que no fuera demasiado alta.

—No podré acordarme de todo —suspiró—. ¿Y qué es esa otra luz, la que aparece a la Hora de Cierre? Lo siento, quiero decir, cuando llega la nacha.

—La noche —lo corrigió Masklin—. Se llama la Luna.

—Luna… —repitió Dorcas, paladeando la nueva palabra—. Pero no brilla tanto como el Sol, ¿verdad? Es muy raro. Sería más lógico que la luz más brillante se encendiera por la noche y no durante el día, cuando ya hay suficiente para ver las cosas. Supongo que no tenéis idea de a qué se debe eso, ¿verdad?

—Pues no. Sucede así, eso es todo —respondió Masklin.

—Daría cualquier cosa por verlo con mis propios ojos. Cuando era joven solía ir a contemplar los camiones, pero nunca tuve valor para subirme a uno de ellos. —Se inclinó hacia adelante, acercándose a Masklin, y continuó—: Supongo que Arnold Bros (fund. en 1905) nos puso en la Tienda para descubrir cosas, para conocerla. De lo contrario, ¿para qué tenemos un cerebro? ¿A ti qué te parece?

Masklin se sintió muy ufano de que le preguntara su opinión, pero se vio interrumpido cuando apenas había abierto la boca.

—Todo el mundo habla de ese Arnold Bros (fund. en 1905) —terció Grimma—, pero nadie cuenta quién es, en realidad.

Dorcas volvió a echarse hacia atrás sobre el carrete de hilo y contestó:

—¡Oh! Arnold Bros creó la Tienda. En 1905, ¿sabéis? El Sótano de Oportunidades, el Departamento de Préstamos y todo lo demás. Eso es innegable; me refiero a que alguien tiene que haberlo hecho. Pero yo siempre digo que eso no significa que no debamos pensar en…

La lucecita verde de la Cosa se apagó. Su platillo giratorio desapareció. El dado emitió una ligera crepitación, como haría una máquina para carraspear, y anunció:

Estoy registrando comunicaciones telefónicas.

Los gnomos se miraron unos a otros.

—Vaya, eso es estupendo —comentó Grimma—. ¿No es estupendo, Masklin?

Tengo una información urgente que comunicar a los líderes de esta comunidad. ¿Sois conscientes de que estáis viviendo en una entidad construida de duración limitada?

—Es fascinante —opinó Dorcas—. Qué palabras. Uno casi podría imaginar que entiende lo que dice. Ahí arriba —añadió, señalando con el pulgar los tablones que se extendían sobre sus cabezas— hay muchos aparatos como el vuestro. Radios, se llaman. Los hay que también muestran imágenes. Son asombrosos.

Es de vital importancia que comunique a los líderes de la comunidad una información de la máxima prioridad, que hace referencia a la inminente destrucción de esta estructura, proclamó la Cosa.

—Lo siento —dijo Masklin—. ¿Podrías explicar eso otra vez?

¿No has comprendido?

—No sé qué significa la mayoría de las palabras que has usado.

Evidentemente, el lenguaje ha cambiado en muchas cosas que no alcanzo a entender.

Masklin trató de mostrarse servicial.

Trataré de clarificar mi mensaje, añadió la Cosa, y varias luces parpadearon en su superficie.

—Estupendo —asintió Masklin.

El baranda del chabolo piensa volarlo ya mismo y tenéis que abriros, probó de nuevo la Cosa hablando en argot, pero el intento fue en vano. Los gnomos se miraron y ninguno de ellos pareció entender a qué se refería.

La Cosa carraspeó otra vez.

¿Conocéis el significado de la palabra «destrucción»?, inquirió.

—¡Oh, sí! —respondió Dorcas.

Pues eso es lo que va a suceder con la Tienda. Dentro de veintiún días.