Los ancianos avanzaron tropezando unos con otros, caminando con la cabeza vuelta hacia arriba y la boca abierta, embobados. Angalo se había detenido junto a un agujero abierto en la pared y les indicaba con gestos que se apresuraran a entrar.
—Por aquí —murmuró.
La abuela Morkie lo miró con desdén.
—Esto es agujero de ratas —afirmó—. ¿No pretenderás que me meta en un agujero de rata? —Se volvió hacia Torrit—. ¡Me está pidiendo que me meta en un agujero de rata! ¡No pienso meterme en un agujero de rata!
—¿Por qué no? —quiso saber Angalo.
—¡Porque es un agujero de rata!
—¡Solamente lo parece! —replicó Angalo—. Es una entrada disimulada, nada más.
—Tu rata acaba de entrar por ahí —insistió la abuela Morkie con aire triunfal—. ¡Tengo ojos en la cara! ¡Eso es un agujero de rata!
Angalo lanzó una mirada de súplica a Grimma y se coló en el agujero. Grimma introdujo la cabeza tras él.
—A mí no me parece un agujero de rata, abuela —dijo a continuación con la voz un tanto hueca.
—¿Por qué lo dices?
—Porque dentro hay una escalera. ¡Oh!, y también distingo unas lucecitas.
La ascensión fue larga y tuvieron que detenerse varias veces para que los viejos no se retrasaran, y a Torrit hubo que ayudarlo la mayor parte del camino. En lo alto de la escalera, ésta cruzaba una especie de puerta más majestuosa que daba a…
Ni siquiera de joven, Masklin había visto juntos a más de cuarenta gnomos.
Allí había unos cuantos más y también había comida. No se parecía a nada que reconociera, pero tenía que ser comida. Al fin y al cabo, los gnomos la estaban engullendo.
Tenía ante sí un espacio que se perdía en la distancia y cuya altura era más o menos el doble de la estatura de un gnomo. La comida formaba pilas ordenadas y entre ellas se abrían pasillos por los que deambulaba una muchedumbre de gnomos. Ninguno de ellos prestó mucha atención al grupito que avanzaba obedientemente tras Angalo, el cual había recobrado parte de su aire altivo y fanfarrón.
Algunos gnomos llevaban por las riendas a unas ratas de pelo liso y brillante. Varias de las gnomas llevaban ratones, que trotaban sumisamente tras ellas. Masklin captó con su fino oído los murmullos de desaprobación de la abuela Morkie.
También escuchó el comentario excitado de Torrit:
—¡Ya sé qué es eso! ¡Es queso! Una vez, en la papelera había un bocadillo de queso. Fue en el verano del ochenta y cuatro, ¿recuerdas?
La abuela Morkie respondió con un fuerte codazo en sus costillas escuálidas.
—Cierra el pico —lo conminó—. ¿Acaso quieres ponernos en evidencia delante de esta gente? Sé un jefe como es debido. Demuestra un poco de dignidad.
Sin embargo, apenas conseguían disimular su asombro y avanzaban maravillados y en silencio. Tras unos caballetes se amontonaban frutas y verduras, con las que trajinaban afanosamente grupos de gnomos. También había otras cosas que Masklin era incapaz de reconocer y, aunque no quería poner de manifiesto su ignorancia, la curiosidad acabó por vencerlo.
—¿Qué es eso de ahí? —preguntó, señalando un objeto alargado.
—Es una longaniza —le informó Angalo—. ¿La has probado alguna vez?
—No, últimamente —respondió Masklin con franqueza.
—Y eso son dátiles —continuó Angalo—. Y eso, un plátano. Supongo que no has visto nunca un plátano, ¿me equivoco?
Masklin abrió la boca, pero la abuela Morkie se le adelantó.
—Ése es un poco pequeño —comentó con un gesto de desprecio—. Muy pequeño, en realidad, comparado con los que tenemos en nuestra tierra.
—¿Sí? ¿De veras? —inquirió Angalo con suspicacia.
—Claro que sí —replicó la abuela, empezando a entusiasmarse con el tema—. Minúsculo. Los que tenemos en nuestra tierra… —Hizo una pausa y contempló el plátano, colocado sobre dos caballetes como una canoa; movió los labios mientras su cerebro pensaba rápidamente cómo continuar y, por fin, añadió con aire triunfal—: ¡Allí, son tan grandes que a duras penas podemos desenterrarlos del suelo!
La abuela se volvió con expresión victoriosa a Angalo, que intentó sostenerle la mirada pero desistió.
—Bueno, en fin… —murmuró el gnomo vagamente, mientras apartaba los ojos—. Podéis serviros lo que queráis. Decidles a los gnomos encargados que lo carguen todo a la cuenta de Mercería, ¿de acuerdo? Pero no digáis que venís del Exterior. Me gustaría que fuese una sorpresa.
Se produjo un apresurado movimiento general hacia la comida. Incluso la abuela Morkie se dirigió hacia allí como por casualidad y se mostró muy sorprendida al encontrarse cortado el avance por un pedazo de tarta.
Sólo Masklin permaneció donde estaba, pese a las urgentes protestas de su estómago. No estaba seguro de poder comprender nunca cómo funcionaban las cosas en la Tienda, pero tenía la vaga sensación de que, si no las afrontaba con dignidad, podía terminar haciendo cosas de las que no se sentiría completamente feliz.
—¿No tienes hambre? —preguntó Angalo.
—Sí —reconoció Masklin—, pero no voy a comer. ¿De dónde vienen todas estas cosas?
—¡Ah!, se las quitamos a los humanos —respondió Angalo sin dar importancia a lo que decía—. Son bastante tontos, ¿sabes?
—¿Y a ellos no les importa?
—Creen que son las ratas —le confió Angalo con una risilla—. Cuando les quitamos algo, les dejamos un regalito de rata. Al menos, las familias de la Sección de Alimentación lo hacen —se corrigió—. A veces, esas familias permiten que otros gnomos las acompañen, y los humanos piensan que han sido las ratas.
Masklin frunció el entrecejo.
—¿Regalitos? —repitió.
—Sí, ya sabes: excrementos —explicó Angalo. Masklin asintió.
—Así los engañáis, ¿no es eso? —murmuró, no muy seguro de haber entendido.
—Te aseguro que son muy tontos. —El joven gnomo dio una vuelta en torno a Masklin y añadió—: Tienes que venir a ver a mi padre. Por supuesto, está fuera de discusión que os sumaréis a la tribu de Mercería, bajo el mando de mi padre.
Masklin observó a los suyos, repartidos por los aparadores de comida. Torrit sostenía un pedazo de queso del tamaño de su cabeza, la abuela Morkie investigaba un plátano como si fuera a estallar y ni siquiera Grimma le prestaba la menor atención.
Masklin se sentía perdido. En lo que él destacaba era en seguir a una rata a través de varios campos, abatirla con un solo golpe de lanza y arrastrarla luego hasta la guarida. Eso lo hacía realmente bien, y lo sabía.
Todos le decían luego cosas como «bien hecho, muchacho».
Ahora, en cambio, tenía la sensación de que a un plátano no se le seguía el rastro.
—¿Tu padre?
—Sí, el duque de Mercería —respondió Angalo, orgulloso—. Defensor del Entresuelo y autócrata de la Cantina de Empleados.
—¿Es pues tres personas? —dijo Masklin, perplejo.
—Son sus títulos; algunos de ellos. Es casi el gnomo más poderoso de la Tienda. ¿Tenéis padres, en el Exterior?
«Es curioso —pensó Masklin—. Este gnomo es un tipejo bastante grosero, menos cuando habla del Exterior; entonces, se transforma en un chiquillo ansioso.»
—Yo tenía uno, hace tiempo —respondió. No quería profundizar en el tema.
—¡Apuesto a que has vivido montones de aventuras!
Masklin recordó algunas de las cosas que le habían sucedido (o, más exactamente, que habían estado a punto de sucederle) en los últimos tiempos.
—Sí —dijo.
—¡Apuesto a que te divertiste de lo lindo!
Divertirse. Masklin pensó que nunca había oído esa palabra. Tal vez se refería a correr por acequias enfangadas con unos dientes hambrientos persiguiéndolo a uno.
—¿Vosotros cazáis? —preguntó.
—Ratas, a veces. En la sala de calderas. Hemos de controlar su número, por supuesto —explicó Angalo, al tiempo que rascaba a Bobo detrás de la oreja.
—¿Os las coméis?
—¿Comer rata? —Angalo lo miró con una mueca de asco.
Masklin volvió la cabeza hacia las pilas de comida.
—No, supongo que no —murmuró—. ¿Sabes una cosa? , no sabía que hubiera tantos gnomos en el mundo. ¿Cuántos vivís aquí?
Angalo se lo dijo.
—Dos ¿qué? —preguntó Masklin.
Angalo repitió la cifra.
—No pareces muy impresionado —añadió, al ver que Masklin no cambiaba de expresión.
Masklin concentró la mirada en la punta de la lanza. Era una lasca de pedernal que había encontrado un día en el campo, y había pasado siglos trenzando unos palmos de bramante con unas hebras de la bala de heno para sujetar la piedra a un palo. En aquel instante, la lanza parecía la única cosa familiar en un mundo desconcertante.
—No sé —murmuró—. ¿Qué significa mil?
El duque Cido de Mercería, que también era señor protector de la Escalera Mecánica de Subida, defensor del Entresuelo y caballero del Mostrador, dio vueltas a la Cosa entre sus manos, muy lentamente. Después, la dejó aun lado.
—Muy divertido —murmuró.
Los gnomos formaban un grupo confuso en el palacio del duque, que se encontraba en aquel momento bajo las tablas del suelo del Departamento de Colchones y Almohadas. El duque aún llevaba la armadura y no parecía muy divertido.
—De modo que venís del Exterior, ¿no es eso? ¿De veras pensáis que me lo voy a tragar?
—Padre, yo… —empezó a decir Angalo.
—¡Silencio! ¡Conoces muy bien las palabras de Arnold Bros (fund. en 1905)! ¡Todo bajo un solo Techo! ¡Todo! Por tanto, no puede existir un exterior. Por tanto, vosotros no venís de ahí. Por tanto, sois de alguna otra parte de la Tienda. De Corsetería, o de Moda Joven, quizás. En realidad, nunca hemos explorado a fondo esa zona.
—No; venimos de… —inició una protesta Masklin.
El duque levantó las manos y lo interrumpió con gesto ceñudo.
—Escucha. No te echo la culpa a ti. Mi hijo es un muchacho muy impresionable y, sin duda, te habrá convencido para que digas estas cosas. Ya lo encuentro demasiado aficionado a ir a contemplar los camiones y sé que presta oído a estúpidos rumores y que se calienta demasiado la cabeza. No me tengo por un gnomo irrazonable —añadió, retando a los demás a decir lo contrario— y siempre hay un puesto para un joven fuerte como tú en la guardia de la Mercería, de modo que será mejor olvidar todas estas tonterías, ¿de acuerdo?
—¡Pero es que es verdad! ¡Venimos del exterior! —insistió Masklin.
—¡No existe ningún Exterior! —replicó el duque—. Salvo, por supuesto, cuando muere un buen gnomo, si ha llevado una vida como es debido. Entonces sí que existe un Exterior, donde vivirá con esplendor para siempre. Vamos, muchacho —le dio una palmadita en el hombro a Masklin—, déjate de bobadas y ayúdanos en nuestra valiente tarea.
—Sí, pero ¿ayudaros en qué? —dijo Masklin.
—No querrás que Ferretería se apodere de nuestro departamento, ¿verdad? —contestó el duque. Masklin volvió los ojos hacia Angalo, que movió la cabeza en un apremiante gesto de negativa.
—Supongo que no, pero sois todos gnomos, ¿verdad? Y tenéis abundancia de todo. Pasar el tiempo en rencillas parece un poco estúpido.
Por el rabillo del ojo, vio que Angalo se llevaba las manos a la cabeza. El duque enrojeció.
—¿Estúpido, has dicho?
Masklin deseó poder echarse atrás y retractarse, pero lo habían educado para ser siempre sincero. Además, él mismo no se consideraba lo bastante listo como para salir adelante a base de mentiras.
—Bien… —empezó a decir.
—¿No has oído hablar del sentido del honor? —inquirió el duque.
Masklin sopesó la pregunta unos instantes y movió la cabeza en gesto de negativa.
—Los de Ferretería quieren adueñarse de toda la Tienda —se apresuró a explicar Angalo—. Eso sería terrible. Y los de Sombrerería son casi tan temibles como ellos.
—¿Por qué? —quiso saber Masklin.
—¿Por qué? —repitió el duque—. ¡Porque siempre han sido nuestros enemigos! Y ahora puedes irte —añadió.
—¿Dónde?
—Con los de Ferretería, o con los de Sombrerería. O con los de Artículos de Escritorio; serían la gente ideal para ti. Por lo que a mí respecta, como si te vuelves al Exterior —agregó el duque con sarcasmo.
—Queremos que nos devuelvas la Cosa —declaró Masklin, impertérrito. El duque volvió a cogerla y se la arrojó.
—Lo siento —se excusó Angalo cuando estuvieron lejos del duque—. Debería haberos explicado que mi padre tenía mucho genio.
—¿Por qué has tenido que molestarlo? —regañó Grimma a Masklin, irritada—. Si teníamos que unirnos a alguien, ¿por qué no a él? ¿Qué será de nosotros ahora?
—El duque ha sido muy desagradable —afirmó la abuela Morkie, obstinada.
—Y no ha oído hablar nunca de la Cosa —añadió Torrit—. Eso es terrible. Ni del Exterior. Bien, yo he nacido y vivido fuera. Y nunca he visto muertos vagando por ahí. Ni se lleva una vida de esplendor.
Como de costumbre, empezaron a discutir. Masklin los contempló. Luego, bajó los ojos al suelo. Avanzaban por una especie de hierba corta y seca que Angalo había denominado Moqueta. Otra cosa más robada de la Tienda de arriba.
Ardía en deseos de decir que aquello era ridículo. ¿Por qué sería que, tan pronto como un gnomo tenía cubiertas sus necesidades de comida y bebida, empezaba a disputar con los otros gnomos? Con seguridad, un gnomo servía para algo más que eso.
Y hubiera querido añadir algo más: si los humanos eran tan estúpidos, ¿cómo era que habían construido aquella Tienda y todos aquellos camiones? Si los gnomos fueran tan sabios, se dijo, serían los humanos quienes les robarían cosas a ellos. Tal vez fueran grandes y lentos, pero aquellos humanos parecían muy listos, realmente.
«No me sorprendería —pensó por último— que fueran tan inteligentes como las ratas, por lo menos.»
No obstante, no comentó en voz alta ninguno de sus pensamientos porque, mientras estaba concentrado en ellos, sus ojos se posaron en la Cosa, que Torrit sostenía entre sus brazos.
Masklin advirtió que estaba a punto de concebir una idea y le hizo espacio en su cabeza, aguardando con paciencia a descubrir de qué se trataba; y entonces, en el preciso instante en que la idea iba a tomar forma, Grimma le comentó a Angalo:
—¿Qué les sucede a los gnomos que no forman parte de ningún departamento?
—Llevan una vida triste —respondió Angalo—. Tienen que despabilarse lo mejor que saben. ¡Yo os creo! —exclamó a continuación. Parecía a punto de echarse a llorar—. Mi padre dice que está mal mirar los camiones. Dice que le pueden dar a uno malas ideas. Pues bien, yo he pasado meses mirándolos, ya veces entran chorreando agua. El Exterior no es ningún sueño; allí suceden cosas. Escuchad: vosotros seguid rondando por aquí un rato más y estoy seguro de que mi padre cambiará de parecer.
La Tienda era muy grande. A Masklin le había parecido grande el camión, pero la Tienda lo era mucho más. Se extendía en un laberinto infinito de plantas y paredes y largos tramos de peldaños agotadores. Los gnomos pasaban junto al grupo a toda prisa, concentrados en sus propios asuntos, y su número parecía inacabable. De hecho, la palabra «grande» se quedaba demasiado corta. La Tienda requería una palabra totalmente nueva para ser descrita.
En cierto modo, daba la extraña sensación de ser mayor que el Exterior. Éste era tan enorme que uno, en realidad, no lo podía apreciar. No tenía paredes ni techo y, por ello, nunca daba la impresión de tener tamaño. Sencillamente, estaba allí. En cambio, la Tienda tenía paredes y techo, y éstos estaban a tal distancia que producían el efecto de un lugar enorme.
Mientras avanzaban tras Angalo, Masklin tomó una decisión y resolvió comunicársela a Grimma, antes que a los demás.
—Me vuelvo —le dijo. Ella lo miró, asombrada.
—¡Pero si acabamos de llegar! ¿Qué diablos…?
—No lo sé. Aquí todo está mal. Se nota en el ambiente. No dejo de pensar que, si me quedo más rato aquí, también yo dejaré de creer que hay algo fuera, y de que he nacido allí. Cuando estéis todos instalados, me iré de la Tienda otra vez. Tú puedes venir conmigo si quieres —añadió—, pero no tienes por qué hacerlo.
—¡Pero si se está caliente y tenemos toda esa comida!
—Ya te he dicho que no puedo explicarlo. Pero tengo la sensación de que…, en fin, de que nos están observando.
Grimma alzó involuntariamente la vista al techo, unos centímetros por encima de sus cabezas. En el lugar de donde procedían, la presencia de algo acechándolos significaba que ese algo estaba pensando comérselos. De inmediato, recordó dónde estaba y soltó una risilla nerviosa.
—No seas tonto —murmuró.
—Es que no me siento seguro —replicó Masklin, abatido.
—¿No será, más bien, que no te sientes apreciado? —dijo Grimma con suavidad.
—¿Qué?
—Vamos, vamos. ¿No tengo razón? Tú te pasas todo el tiempo cazando y luchando por los demás y ahora ya no es necesario que sigas haciéndolo. ¿No te produce una sensación rara?
Tras esto, Grimma se alejó. Masklin permaneció donde estaba, acariciando la cuerda que sujetaba la punta de su lanza. Era extraño, se dijo. Nunca había imaginado que nadie más viera las cosas de aquella manera. Sólo tenía unos contados y vagos recuerdos de Grimma en la guarida, dedicada siempre a hacer la colada, a organizar las actividades de las ancianas o a intentar cocinar las piezas de caza que él conseguía arrastrar hasta el refugio. Era muy extraño. Le sorprendía haber pasado por alto una cosa así.
Advirtió que los demás se habían detenido. El subterráneo se extendía ante ellos, débilmente iluminado por pequeñas lámparas sujetas a la madera aquí y allá. Angalo comentó que Ferretería cobraba un alto precio por las luces y no permitía que nadie más accediera al secreto del control del sistema eléctrico. Ésta era una de las cosas que hacían tan poderosos a los de Ferretería.
—Estamos en los límites del territorio actual de Mercería —explicó el gnomo—. Más allá está el país de Sombrerería. En este momento, nuestras relaciones con ellos son un poco frías. Bien, seguro que encontraréis algún departamento que os acoja… —murmuró Angalo, volviéndose hacia Grimma.
—Bien. Vamos a seguir todos juntos —dijo la abuela Morkie. Miró a Masklin con aire severo, le dio la espalda e hizo un gesto imperioso con la mano.
—Vete, muchacho —ordenó a Angalo—. Y tú, Masklin, ponte erguido y ahora, adelante.
—¿Quién eres tú para ordenar eso? —protestó Torrit—. Yo soy el jefe, sí, señor. Yo doy las órdenes. Es mi trabajo.
—Está bien —replicó la abuela Morkie—. Dalas, pues.
Torrit abrió la boca pero no salió de ella sonido alguno. Por fin, consiguió balbucear:
—De acuerdo. ¡Adelante!
Esta vez fue Masklin quien abrió la boca.
—¿Hacia dónde? —preguntó, mientras la anciana incitaba al grupo a continuar la marcha por el pasadizo apenas iluminado.
—Ya encontraremos dónde. Yo he sobrevivido al Gran Invierno de 1986, ¿recuerdas? —contestó la abuela Morkie con aire desdeñoso—. ¡Qué descaro el de ese estúpido duque! ¡He estado apunto de replicarle con malos modos! Te aseguro, Masklin, que no habría durado mucho en ese Gran Invierno.
—Mientras obedezcamos a la Cosa, nada malo nos sucederá —intervino Torrit, acariciando el dado con gran cuidado.
Masklin se detuvo. Ya tenía más que suficiente.
—¿Qué dice la Cosa, entonces? —preguntó con acritud—. ¿Qué dice, exactamente? ¿Qué ha de comunicarnos, en un momento como éste? ¡Vamos, cuéntame qué dice que debemos hacer ahora!
Torrit parecía algo nervioso.
—Mmm… Bueno, hum, la Cosa dice claramente que si todos nos mantenemos juntos y conservamos la debida…
—¡Lo estás inventando mientras hablas!
—¡Cómo te atreves a decirle tal cosa a…! —inició una protesta Grimma. Masklin arrojó al suelo la lanza.
—¡Bien, ya estoy harto! —masculló—. ¡La Cosa dice esto, la Cosa dice aquello, la Cosa habla de todo lo que se le ocurre, pero no nos dice nada que pueda ser de utilidad!
—La Cosa ha sido transmitida de un gnomo a otro desde hace siglos —explicó Grimma—. Es muy importante.
—¿Por qué?
Grimma miró a Torrit, que se humedeció los labios con la lengua.
—Porque nos muestra… —empezó a decir, muy pálido.
Llévame más cerca de la electricidad.
—La cosa parece tener más importancia que… ¿Por qué habéis puesto todos esas caras? —preguntó Masklin.
Más cerca de la electricidad.
Torrit, con manos temblorosas, contempló la Cosa.
En lo que hasta entonces habían sido unas superficies lisas y negras, bailaban ahora unas lucecitas. Cientos de ellas. «En realidad —pensó Masklin sintiendo un cierto orgullo de saber qué significaba la palabra—, debe de haber miles de ellas.»
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.
La Cosa cayó de los brazos de Torrit y chocó contra el suelo, donde sus lucecitas brillaron como un millar de autopistas por la noche. Los gnomos contemplaron la escena con pavor.
—Entonces, es cierto que la Cosa te habla… —murmuró Masklin.
Torrit agitó las manos frenéticamente y exclamó:
—¡Así, no! ¡Así, no! ¡Se supone que no tiene que hablar en voz alta! ¡Jamás lo había hecho hasta hoy!
¡Más cerca de la electricidad!
—Quiere la electricidad —dijo Masklin.
—¡Pues yo no pienso tocarla!
Masklin se encogió de hombros y, empleando la lanza con cautela, empujó la Cosa por el suelo hasta situarla bajo los cables.
—¿Cómo hace para hablar, si no tiene boca…? —musitó Grimma.
La Cosa emitió un chirrido. Unas formas de colores parpadearon en sus caras tan deprisa que los ojos de Masklin no pudieron seguirlas. La mayoría de ellas eran rojizas.
Torrit se postró de rodillas, murmurando:
—¡Está enfadada! ¡No deberíamos haber comido carne de rata, no deberíamos haber venido aquí, no deberíamos…!
Masklin también se arrodilló. Tocó las caras luminosas del cubo, con cuidado al principio, y comprobó que no estaban calientes. Volvió a acometerlo la extraña sensación de que su mente quería expresar ciertas ideas pero no encontraba las palabras adecuadas.
—Cuando la Cosa te ha dicho cosas en otras ocasiones… —comentó Masklin a Torrit con voz calmada—, ya sabes, sobre cómo llevar una vida decente y…
Torrit le dirigió una mirada angustiosa.
—Nunca lo ha hecho —confesó.
—Pero siempre has dicho…
—Antes, lo hacía. Antes. Cuando el viejo Voozel me la confió, me dijo que antes la Cosa hablaba, pero que había dejado de hacerlo hacía muchos siglos.
—¿Cómo? —exclamó la abuela Morkie—. ¿Y todos estos años, querido Torrit, has estado contándonos que la Cosa decía tal cosa, tal otra y quién sabe qué más…?
Torrit tenía ahora la expresión de un animal acorralado y muy asustado.
—¿Y bien? —insistió la abuela en tono amenazador.
—Ejem… —respondió el jefe Torrit—. Hum… Lo que me dijo el viejo Voozel fue que pensara qué aconsejaría la Cosa, y lo dijera en su nombre. Normas para mantener a la gente en el buen camino y ese tipo de cosas. Ayudar a todos a subir a los Cielos. Es muy importante, pero que muy importante, esto de subir a los Cielos. La Cosa puede ayudarnos a llegar a ellos, me dijo Voozel. Es su función primordial.
—¿Cómo…? —estalló la abuela.
—Esto es lo que Voozel me dijo que hiciera. Y ha resultado, ¿no es cierto?
Masklin no les prestó atención. Las líneas de colores se movían en las superficies de la Cosa formando dibujos hipnotizadores. Tenía que descubrir su significado, se dijo. Estaba seguro de que tenían algún sentido.
A veces, durante los viejos tiempos, cuando no tenía que salir de caza todos los días, había ascendido por el terraplén más allá de lo habitual, hasta un lugar desde el que se podía contemplar desde arriba el aparcamiento de los camiones. Allí había un gran tablón azul con pequeños garabatos e imágenes y las cajas y los papeles de las papeleras mostraban más dibujos y más líneas retorcidas. Masklin recordó la larga discusión que habían sostenido acerca de las cajas de pollo frito con la imagen del anciano de grandes bigotes. Algunos gnomos habían insistido en que era el dibujo de un pollo, pero Masklin estaba convencido de que los humanos no iban por ahí comiéndose a los viejos. Tenía que tratarse de otra cosa. Tal vez los viejos hacían los pollos.
La Cosa volvió a murmurar.
Han pasado quince mil años.
Masklin miró a los demás.
—Háblale tú —ordenó la abuela Morkie a Torrit. Éste retrocedió.
—¡Yo, no! ¡No sé qué decir! —balbuceó.
—¡Pues no voy a hacerlo yo! —replicó la abuela—. ¡Es un trabajo para el jefe, de modo que…!
Han pasado quince mil años, repitió la Cosa.
Masklin se encogió de hombros. La responsabilidad parecía recaer en él una vez más.
—¿Pasado… de qué? —preguntó. Dio la impresión de que la Cosa buscaba apresuradamente una respuesta hasta que, al fin, dijo:
¿Conocéis todavía el sentido de las palabras Navegación Aérea y Ordenador de Registro de Datos?
—No —respondió Masklin con franqueza—. Ninguna de ellas me suena.
El dibujo luminoso cambió de forma.
¿Tenéis algún conocimiento de los viajes interestelares?
—No.
A Masklin le dio la clara impresión de que el dado estaba muy decepcionado con él.
¿Sabéis que procedéis de un lugar muy remoto?, preguntó la Cosa.
—¡Oh, sí, eso lo sabemos!
¿De un lugar más allá de la Luna?
—Hum… —Masklin titubeó. El viaje en el camión había sido muy largo y cabía la posibilidad de que hubieran dejado atrás la luna. Él la había visto a menudo en el horizonte y estaba seguro de que el camión había ido más allá de ese horizonte. Así pues, añadió al cabo de un momento—: Sí, probablemente.
El idioma cambia con el paso del tiempo, comentó la Cosa con aire pensativo.
—¿De veras? —dijo Masklin con cortesía.
¿Cómo llamáis a este planeta?
—No sé qué significa esa palabra, «planeta» —confesó Masklin.
Un cuerpo astronómico.
Masklin puso cara de ignorancia.
¿Cómo llamáis a este lugar?
—Se llama… la Tienda.
Latienda.
Las lucecitas volvieron a moverse, como si la Cosa estuviera meditando otra vez.
—Muchacho, no quiero pasarme aquí todo el día, intercambiando tonterías con la Cosa —intervino la abuela Morkie—. Lo que tenemos que hacer es decidir adónde vamos y qué hacemos.
—Exacto —asintió Torrit, desafiante.
¿Recordáis, al menos, que llegasteis aquí tras el naufragio?
—Llegamos en el camión —contestó Masklin—. Y no sé qué es el naufragio.
Las luces cambiaron de nuevo. Más adelante, cuando conoció mejor la Cosa, Masklin siempre consideró que el dibujo resultante era su manera de expresar un profundo suspiro.
Mi propósito es serviros y guiaros, declaró la Cosa.
—¿Lo veis? —dijo Torrit, que se sentía un poco desplazado—. ¡Yo tenía razón en eso!
—Entonces, no te has esforzado mucho en hacerlo, últimamente —dijo Masklin a la Cosa, empujándola de nuevo con la lanza. El dado emitió un murmullo.
Lo hacía para conservar la energía interna. En cambio, ahora puedo utilizar la electricidad ambiente.
—Estupendo —murmuró Grimma.
—O sea, que es como si te alimentaras absorbiendo las luces —comentó Masklin.
Por el momento, bastará con eso como explicación.
—Entonces, ¿por qué no has hablado antes? —quiso saber Masklin.
Estaba escuchando.
—¡Oh!
Y ahora aguardo instrucciones.
—¿Guardas? ¿Qué guardas? —dijo Grimma.
—Me parece que quiere que le digamos qué hacer —murmuró Masklin. Se puso en cuclillas y contempló las luces.
—¿Qué sabes hacer? —preguntó.
Sé traducir, calcular, triangular, asimilar, correlacionar y extrapolar.
—No creo que queramos nada de eso. ¿Queremos algo de eso? —preguntó Masklin a los demás. La abuela Morkie pareció meditar el asunto antes de contestar.
—No. No creo que queramos nada de eso. En cambio, agradecería otro buen plátano.
—Me parece que nuestro único deseo es, en realidad, volver a casa y estar a salvo —apuntó Masklin.
Volver a casa.
—Exacto.
Y estar a salvo.
—Sí.
Más tarde, estas siete palabras se convertirían en una de las citas más famosas de la historia de los gnomos, se enseñarían en las escuelas y se grabarían en piedra. Por eso, resulta triste que, en el momento de pronunciarlas, nadie las considerara especialmente importantes.
Lo único que sucedió fue que la Cosa dijo:
Computando.
Entonces, todas las luces del cubo se apagaron, salvo un pequeño punto verde que empezó a destellar.
—¡Menos mal! —exclamó Grimma—. Qué voz más horrible. ¿Qué hacemos ahora?
—Según ese Angalo —respondió la abuela—, nos espera una vida muy triste.