Éste es el relato del éxodo.
Es la historia de la Marcha Decisiva.
Ésta es la historia del camión que cruzó rugiendo la ciudad dormida y las carreteras de la comarca, aplastando farolas y zigzagueando de un lado a otro y destrozando escaparates, hasta detenerse cuando la policía le dio caza. Y de cómo, cuando los desconcertados agentes volvieron a su coche patrulla para informar: «¿Oiga? ¿Me escuchan bien? ¡No hay nadie al volante!», se convirtió en la historia del camión que se puso en marcha otra vez, se alejó de los pasmados policías y desapareció en la noche.
Pero la historia no terminó allí.
Ni se inició allí, tampoco.
Caía una lluvia deprimente. Una lluvia monótona. De esas que empapan mucho más que la lluvia normal, de esas que caen en grandes goterones con un chapoteo, de esas que no son sino un mar vertical con finas ranuras en su interior.
Las gotas tamboreaban sobre las viejas cajas de hamburguesas y las bolsas vacías de patatas fritas en la papelera de alambre que ofrecía un escondite provisional a Masklin.
Vedlo ahí, frío y calado hasta los huesos. Terriblemente inquieto. Y con sus diez centímetros de estatura.
La papelera solía ser un buen territorio de caza, incluso en invierno. A menudo había algunas patatas fritas frías en el envoltorio y, a veces, incluso algún hueso de pollo.
En un par de ocasiones había encontrado también una rata. La última vez, la presencia de la rata había sido una bendición, pues les había proporcionado comida para una semana; el problema era que uno podía quedar bastante harto de carne de rata al tercer día. Al tercer bocado, en realidad.
Masklin, estudió el aparcamiento de los camiones.
Y ahí llegaba el que esperaba, justo a tiempo, abriéndose paso entre los charcos, para detenerse al fin con un siseo de los frenos.
Masklin había observado la puntual llegada de aquel camión todos los martes y jueves por la mañana, durante las últimas cuatro semanas. Y había registrado meticulosamente el tiempo que empleaba el conductor en la parada.
Tenía exactamente tres minutos. Para alguien del tamaño de un gnomo, eso representaba más de media hora.
Gateó por el papel grasiento, se descolgó del fondo de la papelera y corrió hacia los arbustos del borde del parque, donde esperaban Grimma y los ancianos.
—¡Ya está aquí! —dijo—. ¡Vamos!
Se pusieron en pie, gruñendo y protestando. Masklin ya los había visto en aquella actitud decenas de veces y sabía que de nada serviría gritar. Sólo conseguiría irritarlos y confundirlos, y que siguieran refunfuñando un rato más. Refunfuñaban por las patatas fritas frías, incluso cuando Grimma las calentaba. Refunfuñaban por la carne de rata. Masklin había considerado seriamente la posibilidad de marcharse solo, pero no había tenido fuerzas para hacerlo. Los ancianos lo necesitaban. Necesitaban alguien a quien gruñir.
Pero iban demasiado lentos.
Tuvo ganas de echarse a llorar, pero en lugar de ello se volvió hacia Grimma.
—¡Vamos! —le dijo—. Haz algo, mételes prisa. ¡Que se muevan de una vez!
Ella le dio unas palmaditas en la mano.
—Tienen miedo —respondió—. Tú ve delante. Yo los haré salir.
No había tiempo para discusiones. Masklin echó a correr por el lodo encharcado del aparcamiento, mientras desataba la cuerda y el garfio. Había tardado una semana en preparar el gancho con un pedazo de alambre procedente de una valla y había pasado días entrenándose. Cuando llegó junto a la rueda del camión, ya lo hacia voltear sobre su cabeza.
El garfio se enganchó en la lona, a considerable altura, al segundo intento. Probó la cuerda un par de veces y luego, buscando apoyo en el neumático con los pies, se encaramó por la cuerda.
Ya lo había hecho antes. Sí, lo había hecho tres o cuatro veces. Se escabulló bajo la pesada lona hasta el oscuro interior, soltó más cuerda y la ató lo más fuerte que pudo alrededor de una de las cuerdas de la cubierta del camión, que era más gruesa que su brazo.
Después volvió a asomarse bajo la lona y comprobó que, por fortuna, Grimma había logrado convencer a los ancianos y los conducía por el asfalto. Masklin los oyó quejarse de los charcos del suelo y dio unos saltitos de impaciencia.
Los minutos le parecieron horas. Masklin les había explicado el plan de acción un millón de veces, pero los ancianos no habían sido izados a la caja de un camión cuando eran jóvenes y no entendían por qué habían de empezar a hacerlo ahora. La abuela Morkie insistió en que todos los hombres miraran a otra parte para que no le vieran las piernas bajo la falda, por ejemplo, y el viejo Torrit se puso a gimotear de tal manera que Masklin tuvo que descenderlo otra vez para que Grimma le vendara los ojos. Cuando tuvo arriba a los primeros, las cosas mejoraron un poco al poder contar con su ayuda para tirar de la cuerda, pero el tiempo seguía echándose encima.
Grimma fue la última en subir y Masklin la notó bastante ligera. En realidad, ninguno del grupo estaba demasiado obeso, pues no todos los días había rata para comer.
«Es asombroso —pensó el gnomo—. Están todos a bordo.» Mientras se esforzaba por izarlos, Masklin había permanecido con el oído pendiente del sonido de unas pisadas sobre el asfalto y el estrépito de la puerta de la cabina del camión, pero ninguna de ambas cosas se había producido.
—Muy bien —murmuró, temblando tras el esfuerzo—. Así pues, lo hemos conseguido. Y ahora, si vamos a…
—Se me ha caído la Cosa —lo interrumpió el viejo Torrit—. La Cosa. Se me ha caído, ¿veis? Me ha resbalado por la rueda cuando Grimma me ha puesto la venda. Ve a buscarla, muchacho.
Masklin lo miró, horrorizado. Después, asomó la cabeza por debajo de la lona y, en efecto, allí estaba: un pequeño dado negro en el suelo, junto a la rueda.
La Cosa.
Estaba en mitad de un charco, aunque eso no la dañaría. Nada afectaba a la Cosa. Ni siquiera el fuego.
Y entonces escuchó las calmosas pisadas sobre el asfalto mojado.
—No me da tiempo —susurró—. No me da tiempo, de verdad.
—No podemos irnos sin ella —dijo Grimma.
—Claro que sí. Sólo es una…, una cosa. Donde vamos, no necesitaremos el maldito dado.
Apenas terminó de decirlo, se sintió culpable. Le asombró que sus propios labios hubieran pronunciado tales palabras. Grimma parecía horrorizada. La abuela Morkie se irguió, temblorosa, lo más tiesa que pudo.
—¡Que los Cielos te perdonen! —exclamó—. ¡Qué palabras más horribles! Díselo, Torrit —añadió, al tiempo que daba un codazo en las costillas al anciano.
—Sin la Cosa, no nos vamos —declaró Torrit, malhumorado—. No es…
—¡Te está hablando el jefe! —lo cortó la abuela Morkie—. Haz lo que te ordena. ¡Abandonar la Cosa! No sería decente. No sería correcto. ¡Vamos, baja a buscarla inmediatamente!
Sin una palabra, Masklin observó el suelo empapado; luego, con un movimiento desesperado, arrojó la cuerda por el borde de la caja del camión y se deslizó por ella.
Ahora la lluvia caía con más fuerza, convertida casi en aguanieve. El viento lo azotó cuando descendió junto al gran arco de la rueda y aterrizó pesadamente en el charco. Alargó el brazo, recogió la Cosa…
Y el camión empezó a moverse.
Primero soltó un rugido, tan poderoso que dejó de ser un sonido para convertirse en un sólido muro de ruido. Enseguida surgió un chorro de aire hediondo y una vibración que hizo temblar el suelo.
Masklin tiró de la cuerda con urgencia y gritó a los de arriba que lo subieran, pero se dio cuenta de que ni siquiera podía oír su propia voz. No obstante, Grimma o alguno de los otros debía de haber caído en la cuenta pues, en el mismo momento en que la enorme rueda empezaba a dar vueltas, la cuerda se tensó y Masklin notó que sus pies se alzaban del suelo.
Colgado sobre el vacío, se balanceó de un lado a otro y bailó como una peonza en torno a la cuerda mientras desde arriba, con dolorosa lentitud, lo izaban por encima de la rueda. Ésta giraba a pocos centímetros de él como una sombra borrosa, negra y escalofriante, y un constante martilleo le taladraba los oídos.
«No tengo miedo —se dijo Masklin—. Esto es mucho peor que cualquier cosa que haya afrontado nunca, pero no me da miedo. Es demasiado terrible para que me asuste.»
Se sentía como si estuviera en un pequeño capullo acogedor, lejos del ruido y del viento. «Voy a morir —pensó—. Por culpa de esta Cosa que nunca nos ha ayudado lo más mínimo, que no es más que un pedazo de materia, ahora voy a morir y a subir a los Cielos. Me pregunto si el viejo Torrit tiene razón respecto a lo que sucede cuando uno muere. Me parece un poco exagerado tener que morir para averiguarlo. Llevo años observando el cielo todas las noches y jamás he visto un gnomo allá arriba…»
Pero, en realidad, nada de aquello le importaba; todo era ajeno a él, casi irreal…
Unas manos descendieron hasta él, lo asieron por las axilas y lo arrastraron hasta la estruendosa caja del camión, bajo la lona. Allí, con algunas dificultades, le quitaron la Cosa de sus ateridas manos.
Detrás del camión en marcha, la cortina de lluvia gris caía incansablemente sobre los campos vacíos.
Y, en todo su recorrido por aquella zona rural, no advirtieron la presencia de ningún otro gnomo.
En otro tiempo, cuando las lluvias no eran tan abundantes, el grupo había sido mucho más numeroso. Masklin recordaba que lo formaban unos cuarenta miembros. Pero entonces había llegado la autopista; el riachuelo había sido encauzado por canalizaciones subterráneas y los setos más próximos habían sido arrancados. Los gnomos habían vivido siempre en los rincones del mundo y, de pronto, ya no parecían quedar muchos de tales rincones.
El número de gnomos empezó a mermar. En gran parte, ello se debió a causas naturales y, cuando uno mide diez centímetros de estatura, una causa natural puede ser cualquier cosa con dientes que tenga hambre y sea lo bastante rápida. Más adelante, Pyrrince, que tenía el carácter más aventurero de todo el grupo, condujo cierta noche una expedición desesperada a través de la autopista para investigar el bosque del otro lado. Ninguno de los exploradores regresó jamás. Algunos dijeron que los habían atrapado los halcones y otros aseguraron que los había aplastado un camión. Incluso hubo quien apuntó que habían conseguido llegar a la medianera de la autopista y estaban atrapados allí entre hileras interminables de coches que pasaban velozmente, cortando el aire.
Después, los humanos habían edificado la cafetería, un poco más allá y junto a la autopista. Ello había significado una cierta mejora, según se mirara. Si unas patatas fritas frías y unas hebras de pollo gris podían considerarse comida, de pronto pasó a haber suficiente para todos.
Cuando llegó la primavera, Masklin hizo el recuento y descubrió que sólo quedaban diez gnomos en el grupo, y que ocho de ellos eran demasiado viejos para muchas cosas. El anciano Torrit tenía casi diez años.
El verano fue terrible. Grimma organizó a los que aún podían valerse y los llevaba de batida nocturna a los cubos de basura mientras Masklin trataba de cazar algo.
Cazar a solas era morir un poco cada vez. La mayoría de las presas que uno acosaba también podía cazarlo a uno y, aunque tuviera la fortuna de atrapar alguna, ¿cómo hacía para llevarla a casa? Con la rata había tardado dos días, incluyendo una noche en vela para ahuyentar a otros animales. Diez cazadores fuertes podían conseguir cualquier cosa —robar panales de miel, atrapar ratones, capturar topos, cualquier cosa—, pero un cazador solitario, sin nadie que le cubriera la retaguardia entre la hierba alta, no era más que un bocado apetitoso para cualquier animal que tuviera garras y espolones.
Para conseguir suficiente comida era preciso gran número de cazadores sanos y robustos, pero para mantener a gran número de tales cazadores era preciso disponer de comida suficiente.
—En otoño, las cosas mejorarán —le había comentado Grimma mientras le vendaba el brazo donde lo había mordido un armiño—. Habrá setas y bayas y frutos secos de todas clases.
Sin embargo, ese otoño no había habido setas y había llovido tanto que la mayoría de las bayas se habían podrido antes de madurar. Con todo, había habido abundancia de frutos secos. El avellano más próximo estaba a medio día de camino y Masklin podía transportar una docena de frutos si les quitaba la cáscara y los arrastraba en una bolsa de papel encontrada entre los desperdicios. La expedición le llevaba toda una jornada, arriesgándose a un encuentro con los halcones en cualquier momento, y el puñado de avellanas apenas alcanzaba para comer un día.
Y después se había hundido el fondo de su guarida, debido a las abundantes lluvias. Entonces, salir a cazar pasó a ser casi un placer para Masklin, pues lo prefería a las quejas de los ancianos de que no realizaba las reparaciones más urgentes. ¡Ah!, y también ocurrió lo del fuego. Era preciso tener una hoguera encendida en la boca de la guarida, tanto para cocinar como para mantener a distancia a los merodeadores nocturnos. Pero, un día, la abuela Morkie se quedó dormida y dejó que se apagara. Incluso ella tuvo la decencia de sentirse avergonzada.
Cuando Masklin regresó esa noche, se quedó mirando largo rato el montón de cenizas frías y luego clavó la lanza en el suelo, estalló en una carcajada y continuó riéndose hasta que le saltaron las lágrimas. Fue incapaz de enfrentarse a los demás y tuvo que ir a sentarse fuera, donde Grimma terminó por llevarle un cuenco de té de ortiga. De té frío.
—Están todos muy trastornados —apuntó ella.
Masklin contestó con una risa hueca.
—Sí, me lo imagino. Ya los he oído: «Tendrías que traerme otra colilla, muchacho, me he quedado sin tabaco», y, «Hace tiempo que no comemos pescado; deberías encontrar tiempo para bajar al río», y, «Yo, yo, yo…, eso es lo único que preocupa a los jóvenes de hoy; en mis tiempos…»
—Hacen todo lo que pueden —repuso Grimma con un suspiro—. Es sólo que no se dan cuenta. En su juventud, los gnomos eran cientos.
—Tardaremos días en volver a tener fuego —gruñó Masklin. Para encender la yesca usaban un cristal procedente de unas gafas y era preciso un día de mucho sol para conseguirlo.
Tanteó el cieno a sus pies con aire ausente y, por último, añadió con voz tranquila:
—Ya he tenido suficiente. Voy a marcharme.
—¡Pero si te necesitamos!
—Y yo también me necesito a mí. Quiero decir…, ¿qué clase de vida es ésta?
—Pero si te vas, ellos morirán.
—Morirán de todos modos —sentenció Masklin.
—¡Qué atrocidad!
—Pero es la verdad. Todo el mundo muere. Todos nosotros, por lo menos. Fíjate en ti. Te pasas el tiempo lavando, ordenando, cociendo y cuidando de ellos. ¡Y ya tienes casi tres años! Es hora de que tengas tu propia vida.
—La abuela Morkie fue muy buena conmigo cuando era pequeña —replicó Grimma, a la defensiva—. Algún día, tú también serás viejo.
—¿Tú crees? ¿Y quién se destrozará las manos para atenderme, cuando llegue ese día?
Masklin se sentía cada vez más furioso. Estaba seguro de tener razón, pero se sentía como si estuviera actuando mal, lo cual empeoraba aún más las cosas.
Había acariciado la idea muchas veces, y siempre terminaba enfadado e incómodo. Todos los gnomos más listos, atrevidos y valientes habían desaparecido hacía mucho, por una u otra causa. Todos le habían dicho: «Escucha, Masklin, tú eres un gnomo serio y valiente; quédate al cuidado de los ancianos y nosotros volveremos enseguida, tan pronto como encontremos otro lugar mejor». Cada vez que Masklin pensaba en ello, se sentía indignado: con ellos, por irse, y consigo mismo, por quedarse. Siempre acababa cediendo, ése era el problema y Masklin lo sabía. Por mucho que se lo hubiera propuesto al principio, siempre acababa por aceptar la solución más fácil.
Grimma lo miraba con aire irritado y Masklin se encogió de hombros.
—Está bien, está bien. Pueden venir con nosotros —murmuró.
—Sabes que no querrán irse —objetó ella—. Son demasiado viejos y todos han crecido aquí. Les gusta el sitio.
—Les gusta mientras estemos nosotros para atenderlos —afirmó Masklin.
Dejaron el asunto allí. Para cenar, hubo avellana. La de Masklin tenía un gusano.
Cuando terminó, salió de la guarida y se sentó en lo alto del terraplén con la barbilla entre las manos, contemplando una vez más la autopista.
Era un río de luces rojas y blancas. Dentro de las cajas que circulaban por ella viajaban humanos, dedicados a los misteriosos asuntos en que ocupaban su tiempo los humanos. Fueran cuales fuesen tales asuntos, siempre parecían tener prisa por llegar.
Masklin habría apostado algo a que los humanos no comían rata. Ellos tenían las cosas realmente fáciles. Eran grandes y lentos, pero no tenían que vivir en escondrijos húmedos esperando a que una vieja boba dejara apagarse el fuego. Y nunca encontraban gusanos en el té. Iban a donde querían y hacían lo que les daba la gana. Todo el mundo les pertenecía.
Y toda la noche circulaban arriba y abajo en aquellos camiones con las luces encendidas. ¿Acaso no dormían nunca? Los humanos debían de ser cientos…
Había soñado muchas veces en marcharse a bordo de un camión. A menudo, éstos se detenían en la cafetería. Sería sencillo (bueno, relativamente sencillo) encontrar el modo de abordar alguno. Eran limpios y relucientes y tenían que ir a algún lugar mejor que aquél. Y, al fin y al cabo, ¿qué alternativa quedaba? Allí, ninguno de los gnomos vería el final del invierno y no cabía ni pensar en echarse a los campos, con el mal tiempo tan próximo.
Naturalmente, nunca lo había hecho. «Y jamás lo harás —se dijo—. Sólo sueñas en seguir aquellas luces centelleantes.»
Y, sobre las rápidas luces de la autopista, las estrellas. Una vez, Torrit había dicho que las estrellas eran muy importantes. En aquel momento, Masklin no estaba de acuerdo. Las estrellas no se podían comer, ni servían apenas para iluminar el camino. Si uno lo pensaba bien, resultaban bastante inútiles…
Alguien soltó un grito.
El cuerpo de Masklin se puso en pie antes casi de que su mente diera la orden de hacerlo. Echó a correr con sigilo entre los arbustos hacia la guarida.
Allí, con el hocico introducido bajo el suelo y meneando excitadamente la cola en dirección a las estrellas, estaba el zorro. Masklin lo reconoció, pues ya había tenido un par de encuentros con él y había conseguido salvarse por los pelos.
En lo más hondo de la cabeza de Masklin, la parte más auténtica de su ser (sobre la cual el viejo Torrit habría tenido mucho que decir) se quedó horrorizada de ver cómo su mano recogía la lanza, que aún seguía clavada en el suelo donde la había arrojado, y la hundía con todas sus fuerzas en una de las patas traseras del zorro.
Con un gruñido sofocado, el animal retrocedió rápidamente y se volvió hacia su atormentador con aire malévolo e iracundo. Un par de ojos amarillos y brillantes se concentraron en Masklin, que se apoyaba sobre la lanza, jadeante. Aquélla era una de esas ocasiones en que el tiempo parecía detenerse y todo se hacía, de repente, más real. Tal vez sucedía que, si uno sabía que iba a morir, sus sentidos asimilaban hasta el menor detalle posible mientras aún tenían ocasión…
En torno al hocico del zorro había manchas de sangre.
Masklin se sintió enfurecer. La rabia crecía en su interior como una enorme burbuja. No tenía casi nada, y aquel bicho sonriente lo estaba dejando incluso sin ello.
Cuando vio la lengua encarnada colgar de sus belfos, el gnomo comprendió que tenía dos oportunidades: salir huyendo, o esperar a morir.
Así pues, decidió una tercera opción: atacar. La lanza voló de su mano como una ave, hasta clavarse en el belfo inferior del zorro. Éste soltó un aullido y se llevó la pata a la herida. Masklin echó a correr, chapoteando en el barro e impulsado por la energía que le daba la cólera, y se encontró saltando y agarrándose con las manos al pelaje rojizo y tupido del flanco del zorro, y encaramándose por él hasta colocarse a horcajadas sobre el cuello del animal, donde sacó el cuchillo de piedra y lo descargó una y otra vez, como si lo clavara en cuanto de malo tenía el mundo.
El zorro soltó otro aullido y escapó de un salto. Si Masklin hubiera estado en condiciones de razonar, habría sabido que el cuchillo apenas hacía otra cosa que molestar al animal, pero éste no estaba acostumbrado a que sus presas se resistieran con tanta saña y en lo único que pensó en ese instante fue en escapar. Subió laboriosamente el terraplén y se alejó a la carrera, en dirección a las luces de la autopista.
La mente de Masklin se puso a funcionar otra vez. El estruendo del tráfico le llenó los oídos. Se soltó y se dejó caer sobre la hierba alta mientras el animal seguía galopando hacia el asfalto.
El gnomo aterrizó pesadamente y rodó por el suelo, sin aliento debido al golpe. Sin embargo, vio muy bien lo que sucedió a continuación. El recuerdo permaneció en su memoria mucho tiempo, incluso después de haber visto tantas cosas extrañas que, en realidad, no habría debido quedar ya espacio para ello en su mente.
El zorro, quieto como una estatua bajo la luz de unos faros, soltó un gruñido desafiante mientras trataba de plantar cara a las diez toneladas de metal que se le echaban encima a cien kilómetros por hora.
Se oyó un golpe, un crujido, y se hizo la oscuridad.
Masklin permaneció largo rato tendido boca abajo sobre el frío musgo. Después, temeroso de lo que iba a encontrar e intentando no imaginarlo, se puso en pie y emprendió el regreso hacia lo que quedara de su hogar.
Grimma montaba guardia a la entrada de la guarida, blandiendo una ramita como si fuera un garrote. Cuando Masklin surgió tambaleándose de la oscuridad y se apoyó en el terraplén, Grimma se volvió en redondo y estuvo apunto de descargarle un golpe en la cabeza. Con un gesto cansado, Masklin alzó la mano y desvió el palo.
—No sabíamos adónde habías ido —estalló ella, al borde de la histeria—. De pronto, hemos oído el ruido y ahí estaba ese animal. Deberías haber estado aquí. Ha cogido al señor Mert y a la señora Coom y ya estaba excavando en la…
Hizo una pausa, con gesto de profundo abatimiento.
—Sí, gracias —replicó Masklin fríamente—, yo estoy bien, muchas gracias.
—¿Qué…, qué ha sucedido?
Él no le hizo caso; se adentró en la oscuridad de la guarida y se acostó en un rincón. Mientras se sumergía en un sueño profundo y helado, oyó cuchichear a los ancianos.
«Debería haber estado aquí», pensó.
«Los viejos dependen de mí.»
«Tenemos que irnos. Todos juntos.»
En aquel momento había parecido una buena idea. Pero ahora las cosas se veían un poco distintas.
Ahora, los gnomos se apretujaban en un rincón del enorme espacio oscuro de la caja del camión. Estaban todos en silencio. No quedaba espacio para otro ruido que el rugido del motor, que llenaba totalmente el aire. A veces, el ruido tartamudeaba, para reanudarse de inmediato. En ocasiones, todo el camión se bamboleaba.
Grimma gateó hasta su lado sobre el piso tembloroso del vehículo.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó.
—¿Adónde? —replicó Masklin.
—Donde sea que vayamos.
—No lo sé.
—Tienen hambre, ¿sabes?
Siempre tenían hambre. Masklin contempló el grupo de ancianos con desesperación. Un par de ellos lo miraba con aire esperanzado.
—No puedo hacer nada —declaró—. Yo también estoy hambriento, pero aquí no hay nada que comer. Está vacío.
—La abuela Morkie se pone de muy mal genio cuando no come a su hora —apuntó Grimma.
Masklin la miró largo rato con aire inexpresivo. Después, avanzó a gatas hasta el grupo y se sentó entre Torrit y la anciana.
Se dio cuenta de que, en realidad, nunca había hablado con ellos. Cuando era pequeño, eran gigantes con los que no tenía ningún trato; después, Masklin había sido un cazador entre cazadores y, durante el último año, había pasado el tiempo buscando comida para todos o sumido en un profundo sueño, agotado. Sin embargo, sabía muy bien por qué Torrit era el líder de la tribu. Era lo razonable, ya que era el gnomo de más edad. El gnomo más viejo era siempre el líder; de este modo no había lugar a discusiones. No la gnoma más vieja, pues todo el mundo sabía que tal cosa era impensable; ni siquiera la abuela Morkie insistía en ello (lo cual era un tanto extraño, pues trataba a Torrit como si fuera idiota y él no tomaba nunca una decisión sin mirarla por el rabillo del ojo). Masklin soltó un suspiro y se miró las rodillas.
—Mirad, no sé cuánto tiempo estaremos… —empezó a decir.
—Por mí no te preocupes, muchacho —lo interrumpió la abuela Morkie, que parecía muy recuperada—. Todo esto es muy emocionante, ¿verdad?
—Pero podemos tardar mucho —insistió Masklin—. No sabía que íbamos a estar tanto tiempo. Ha sido una locura…
La anciana le clavó en el costado uno de sus dedos huesudos.
—Jovencito —le dijo—, yo he pasado el Gran Invierno de 1986. Eso sí que fue terrible. No me hables de lo que es pasar hambre. Grimma es una buena chica, pero se preocupa demasiado.
—¡Pero si ni siquiera sé adónde vamos! —estalló Masklin—. ¡Lo siento mucho…!
Torrit, sentado con la Cosa sobre sus rodillas flacas, volvió hacia él sus ojos miopes.
—Tenemos la Cosa —murmuró—. Ella nos mostrará el Camino, seguro.
Masklin asintió con aire sombrío. Era divertido comprobar que Torrit siempre sabía interpretar los deseos de la Cosa. Ésta era un simple dado negro, pero parecía tener unas ideas muy concretas acerca de la importancia de comer a la hora indicada y de cómo uno debía siempre prestar atención a lo que decían los ancianos. La Cosa parecía tener respuesta para todo.
—¿Y adónde nos llevará ese Camino? —inquirió Masklin.
—Lo sabes perfectamente. A los Cielos.
—¡Ah, sí! —respondió Masklin, al tiempo que lanzaba una mirada ceñuda a la Cosa. Estaba bastante seguro de que ésta no le decía a Torrit nada en absoluto; Masklin tenía muy buen oído y nunca había escuchado que aquel dado dijera una sola palabra. La Cosa nunca hacía nada, ni se movía; se limitaba a mostrar sus caras negras y cuadradas. Esto último sí lo hacía a conciencia.
—Sólo si seguimos estrictamente a la Cosa en todas sus indicaciones podremos estar seguros de ir a los Cielos —declaró Torrit con cierta vacilación, como si hubiera aprendido de memoria la frase mucho tiempo atrás y ni siquiera entonces la hubiera entendido.
—Sí, claro —contestó Masklin. Se incorporó sobre el piso bamboleante y se dirigió hacia la lona. Tras una pequeña pausa para darse ánimos, asomó la cabeza por una rendija.
No se percibían más que luces, olores extraños y cosas borrosas que desaparecían de la vista velozmente.
Todo estaba saliendo mal. Una semana atrás, la noche que habían tomado la decisión, ésta había parecido muy razonable. Cualquier cosa era mejor que seguir como estaban. Entonces había parecido muy evidente, pero ahora sucedía algo extraño. Los ancianos siempre gruñían cuando las cosas no eran exactamente de su gusto, pero ahora, cuando todo parecía ir tan mal, se mostraban casi alegres.
La gente era mucho más complicada de lo que parecía. Un comentario que, probablemente, también haría la Cosa si uno supiera formularle la pregunta adecuada.
El camión dobló una esquina y descendió con estruendo hacia la oscuridad hasta que, sin el menor anuncio, se detuvo. Masklin se encontró mirando un enorme espacio iluminado, lleno de camiones y de humanos…
Volvió la cabeza rápidamente y cruzó corriendo el piso de la caja del camión hasta llegar junto a Torrit.
—El… —murmuró.
—¿Sí, muchacho?
—Respecto a ese Cielo…, ¿los humanos también van?
—Los Cielos —lo corrigió el viejo gnomo, sacudiendo la cabeza—. En plural, ¿entiendes? Sólo los gnomos ascienden a los Cielos.
—¿Estás totalmente seguro?
—Sí. —Torrit lo miró con expresión rebosante de alegría—. Por supuesto, puede que tengan unos cielos para ellos —añadió—, pero no sé nada al respecto. En todo caso, puedes estar seguro de que no serán los mismos Cielos que los nuestros.
—¡Ah!
Torrit volvió a contemplar la Cosa.
—Nos hemos detenido —dijo a continuación—. ¿Dónde estamos?
Masklin oteó la oscuridad con gesto de cansancio.
—Creo que será mejor que vaya a averiguarlo —decidió.
Fuera del camión se escuchó un silbido y el rumor lejano de unas voces humanas. Se apagaron las luces y se oyó un ruido como el de una carraca, seguido de un chasquido. Después, todo quedó en silencio.
Al cabo de un rato, hubo un ligero movimiento en la parte trasera de uno de los silenciosos camiones. Una cuerda, no más gruesa que un hilo, cayó desde la caja hasta tocar el suelo aceitoso del garaje.
Transcurrió un minuto. Entonces, descendiendo con cautela a fuerza de manos, una silueta menuda y rechoncha se deslizó por la cuerda y saltó al suelo. Cuando estuvo en éste, la silueta permaneció unos segundos quieta como una roca, moviendo sólo los ojos a un lado y otro.
La figura no era totalmente humana. Desde luego, tenía el mismo número de brazos y piernas, y los demás rasgos esenciales, como los ojos, estaban en los lugares habituales, pero la silueta que ahora avanzaba con cautela por el suelo en sombras con su capa de piel de rata producía el efecto de una pared de ladrillos con piernas. Los gnomos son tan rechonchos que, a su lado, un luchador de sumo japonés parecería al borde de la inanición y, por el modo de moverse, éste daba la impresión de ser considerablemente más fuerte que la mayoría.
En realidad, Masklin estaba más aterrado que nunca en su vida. Allí no había nada que él reconociera, salvo el olor a solina que había terminado por asociar mentalmente con los humanos y, en especial, con los camiones (Torrit le había dicho, con aire orgulloso, que la solina era una agua inflamable que bebían los camiones; al oírle decir aquello, Masklin había comprendido que el viejo gnomo se había vuelto loco. El agua no ardía en ninguna circunstancia).
Nada de cuanto vio le resultó familiar. Sobre él se cernían unas latas enormes y observó también unas piezas metálicas que tenían aspecto de haber sido fabricadas por los humanos. Sí; sin duda, aquello era parte de un cielo humano. A los humanos les gustaban los metales.
Rodeó con cautela una colilla y tomó nota mentalmente de llevársela a Torrit a la vuelta.
En aquel lugar había otros camiones, todos ellos silenciosos. Debía de hallarse en una guarida de camiones, se dijo Masklin, y ello significaba que la única comida que encontraría allí sería la solina.
Se relajó un poco y continuó avanzando bajo un banco que se alzaba contra una pared como una casa. En torno al banco había pedazos de papel usado y, guiándose por un olor que allí resultaba más fuerte que el de la propia solina, descubrió un corazón de manzana entero. Ya estaba casi marrón, pero era un buen hallazgo para el gnomo.
Se echó el corazón de manzana al hombro y se volvió.
Delante de él, una rata lo observaba con gran atención. El animal era bastante más grande y de pelambre más lisa y brillante que las ratas que disputaban a los gnomos las sobras de la papelera. El animal se colocó a cuatro patas y avanzó hacia Masklin con un trotecillo.
El gnomo se sentía ahora en un terreno más firme. Había dejado bien atrás las siluetas enormes y oscuras de las latas y recipientes y ya no captaba aquel hedor desagradable, pero sabía qué significaba una rata y qué hacer si se la encontraba.
Dejó caer el corazón de manzana, llevó la lanza hacia atrás con gesto lento y cauteloso, apuntó justo entre los ojos del animal y…
Dos cosas sucedieron a la vez.
Masklin advirtió que la rata llevaba un collar rojo.
Y una voz dijo:
—¡No! He tardado mucho en entrenarla. ¡Por las Grandes Rebajas! ¿De dónde sales tú?
El desconocido era un gnomo. Al menos, así tuvo que aceptarlo Masklin. Desde luego, tenía la talla de un gnomo, y se movía como tal.
Pero las ropas…
El color básico de la ropa de un gnomo juicioso es el pardo. Es lo más práctico. Grimma conocía cincuenta maneras de preparar tintes con plantas silvestres para conseguir unos tonos que, en el fondo, no eran sino variaciones del color del barro. A veces, barro amarillo; a veces, barro marrón o incluso verdoso, pero siempre barro. Y ello, porque cualquier gnomo que se aventurara a lucir alegres rojos y azules tendría una esperanza de vida de apenas media hora antes de que fuera a parar a las fauces de algún bicho.
En cambio, aquel gnomo parecía un arco iris. Llevaba ropas de brillantes colores y de un tejido tan fino que recordaba las bolsas de patatas fritas, un cinturón tachonado de fragmentos de cristal, excelentes botas de cuero y un sombrero con una pluma. Mientras hablaba, sacudió sobre su muslo con gesto ocioso una tira de cuero que resultó ser la rienda de la rata.
—Bueno, responde —lo conminó.
—He bajado del camión —se limitó a responder Masklin, sin perder de vista a la rata. Ésta dejó de rascarse las orejas, le dirigió una mirada y fue a esconderse tras su amo.
—¿Y qué hacías ahí? ¡Responde!
Masklin se detuvo.
—Viajaba —respondió.
—¿Qué es viajar? —replicó el gnomo, con una mirada aviesa.
—Desplazarse —explicó Masklin—. Trasladarse desde un lugar hasta otro.
Sus palabras parecieron ejercer un extraño efecto sobre el desconocido. Aunque su tono no llegó a ser amistoso, al menos desapareció de su voz la irritación.
—¿Pretendes decirme que vienes del Exterior? —dijo.
—Exacto.
—¡Pero eso es imposible!
—¿De veras? —Masklin puso cara de preocupación.
—¡En el Exterior no hay nada!
—¿De veras? —repitió Masklin—. Lo siento pero, digas lo que digas, de ahí vengo. ¿Hay algún problema?
—Pero… ¿seguro que vienes del Exterior? —insistió el gnomo, acercándose tímidamente.
—Supongo que sí, aunque en realidad nunca lo había pensado de esa manera. ¿Qué proble…?
—¿Cómo es?
—¿El qué?
—¡El Exterior! ¿Cómo es?
Masklin lo miró desconcertado.
—Bien —respondió—, es muy grande…
—¿Sí?
—Y, hum, hay mucho…
—¿Sí? ¿Sí?
—Y está…, está lleno de cosas, ¿entiendes…?
—¿Es cierto que el techo es tan alto que no se alcanza a ver? —preguntó el gnomo, fuera de sí de excitación.
—No lo sé. ¿Qué es un techo? —replicó Masklin.
—Eso —indicó el gnomo, señalando un techo lóbrego de vigas y sombras.
—Pues no he visto nada parecido, ahí fuera —afirmó Masklin—. Fuera, el cielo es azul o gris, con cosas blancas que flotan por él.
—Y…, ¿las paredes están tan lejos que no se ven, y hay una especie de moqueta verde que crece en el suelo? —volvió a preguntar el gnomo, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra.
—No lo sé —respondió Masklin, aún más desconcertado—. ¿Qué es una alfombra?
—¡Vaya! —El gnomo se sobrepuso a la excitación y le tendió una mano temblorosa—. Me llamo Angalo —se presentó—. Angalo de Mercería, aunque probablemente esto no significará nada para ti. Y éste es Bobo.
La rata pareció sonreírle. Masklin no había oído llamar a una rata de ninguna manera excepto, tal vez, denominarla «la cena», si uno se veía forzado a ello.
—Yo me llamo Masklin —correspondió al saludo—, y no vengo solo. ¿Te parece bien si digo a los demás que bajen? El viaje ha sido largo.
—¿Venís más? ¿Todos del Exterior? ¡Sí, bajad todos! ¡Mi padre no va a creerlo!
—Lo siento, pero no lo entiendo —dijo Masklin—. ¿Qué tenemos de especial? Antes estábamos fuera y ahora estamos dentro, eso es todo.
Angalo no le hizo caso. Estaba mirando a los demás mientras descendían por la cuerda, refunfuñando.
—¡Viejos, incluso! —murmuró el gnomo de las ropas brillantes—. ¡Y son iguales a nosotros! ¡Ni siquiera tienen la cabeza puntiaguda o algo así!
—¡Insolente! —exclamó la abuela Morkie, y Angalo dejó de sonreír.
—Señora —dijo con voz helada—, ¿sabe con quién está hablando?
—Con alguien que no tiene edad suficiente para librarse de unos buenos azotes en el trasero —replicó la abuela Morkie—. Y, si fuera vestida como tú, muchacho, tendría un aspecto mucho mejor. ¡Cabezas puntiagudas! ¡Bah!
Angalo abrió y cerró la boca sin articular sonido. Por fin, dijo:
—¡Es asombroso! Según Dorcas, aunque hubiera alguna posibilidad de vida fuera de la Tienda, no sería una vida como la que conocemos… Por favor, seguidme todos. Por favor…
El grupo intercambió miradas de cautela mientras Angalo se encaminaba hacia un rincón de la guarida de camiones, pero siguió al extraño gnomo. No tenían muchas alternativas.
—Recuerdo un día en que tu padre estuvo demasiado rato al sol. También balbucía tonterías, como ese jovencito —comentó la abuela Morkie a Masklin. Torrit parecía estar llegando a alguna conclusión y todos esperaron cortésmente a que la proclamara.
—Supongo… —dijo al cabo—, supongo que deberíamos comernos esa rata.
—Cierra el pico —replicó la abuela al instante.
—Yo soy el jefe, ¿verdad? No tienes ningún derecho a hablarle así a tu jefe —protestó Torrit con voz lastimera.
—Por supuesto que eres el jefe —contestó la abuela Morkie—. ¿Quién ha dicho que no lo fueras? Yo nunca he dicho que no seas el jefe. Lo eres.
—Exacto —asintió Torrit con aire desdeñoso.
—Y, ahora, cierra el pico —repitió la anciana.
Masklin le dio unos golpecitos en el hombro a Angalo y le preguntó qué sitio era aquél. Angalo se detuvo junto a la pared, que se alzaba hasta perderse en la lejanía.
—¿No lo sabes? —preguntó.
—Bueno, nosotros esperábamos… en fin, teníamos la esperanza de que el camión nos llevaría a…, a algún lugar donde pudiéramos estar bien —intervino Grimma.
—Pues habéis acertado de pleno —respondió Angalo con orgullo—. Éste es el mejor sitio donde se puede estar. ¡Esto es la Tienda!