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Mientras hojeo las historias de los labradores, me asaltan recuerdos de la mía. Son fugaces, como los relámpagos que refulgen fuera de la cueva. Luminosos. Raudos. No sé si me aclaran la vista o me ciegan. La lluvia arrecia e imagino el río, llevándoselo todo a su paso. Fluyendo por encima del nombre grabado en la pequeña lápida de Sarah y desenterrando sus huesos.
El pánico se apodera de mí. No puedo quedarme atrapado aquí. No puedo estar tan cerca de la libertad y fracasar.
Encuentro un cuaderno cuyas páginas pautadas están repletas de garabatos infantiles. S. S. S. Una letra difícil para aprenderla la primera. ¿Fue la hija de Hunter quien escribió esto?
—Creo que ya tienes edad suficiente —dijo mi padre mientras me daba un trozo de madera de álamo de Virginia que había traído del cañón. Él también tenía uno y trazó una marca en el barro que había dejado la lluvia de la noche anterior—. Es una cosa que he aprendido en los cañones. Mira. «K.» Así es como empieza tu nombre. Los labradores siempre dicen que lo primero que hay que enseñar a una persona es su nombre. Así, aunque no aprenda a escribir nada más, siempre tendrá algo.
Más adelante, me dijo que también iba a enseñar a los otros niños.
—¿Por qué? —pregunté. Yo tenía cinco años. No quería que enseñara a nadie más.
Él me leyó el pensamiento.
—Lo que nos hace interesantes no es saber escribir —dijo—. Sino lo que escribimos.
—Pero, si todos saben escribir, no seré especial —objeté.
—Eso no es lo único que importa —dijo.
—Tú quieres ser especial —insistí. Lo sabía incluso entonces—. Tú quieres ser el Piloto.
—Quiero ser el Piloto para poder ayudar a los demás —adujo.
En ese momento, asentí. Lo creí. Y creo que él también estaba convencido de ello.
Me asalta otro recuerdo: la vez que recorrí el pueblo entero con una nota de mi padre. La llevé de casa en casa para que todos la leyeran. El papel especificaba la hora y el lugar de la siguiente reunión y, a mi regreso, mi padre lo quemó de inmediato.
—¿De qué trata esta reunión? —le pregunté.
—Los labradores han vuelto a negarse a unirse al Alzamiento —respondió.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó mi madre.
Mi padre apreciaba mucho a los labradores. Ellos, no el Alzamiento, eran los que le habían enseñado a escribir. Pero los rebeldes ya se habían puesto en contacto con él antes de que nos reclasificaran. Ellos tenían intención de luchar y a él le encantaba luchar.
—Seguiré leal al Alzamiento —respondió—. Pero continuaré realizando intercambios con los labradores.
Indie se inclina hacia delante y capta mi atención. Me sonríe de forma casi imperceptible y veo que tiene la mano apoyada en su mochila, como si acabara de meter alguna cosa. ¿Qué ha encontrado?
La miro hasta que aparta los ojos. Sea lo que sea, tampoco se lo enseña a Cassia. Tendré que averiguar qué es más tarde.
Meses antes del último ataque aéreo, mi padre me enseñó a hacer instalaciones eléctricas. Ese era su trabajo: reparar los cables de todas las antiguallas del pueblo. Había averías frecuentes y ya estábamos habituados. Todos nuestros aparatos eran despojos de la Sociedad, como nosotros. Los mecanismos para calentar la comida eran los que más se estropeaban. Incluso se rumoreaba que las raciones que la Sociedad nos enviaba estaban producidas en serie y todas contenían las mismas vitaminas, a diferencia de las raciones adaptadas a cada individuo que se repartían en el resto de las provincias.
—Si sabes hacer mis trabajos —dijo—, como arreglar las máquinas que calientan la comida y las calefacciones de las casas, yo podré seguir yendo al cañón. Nadie informará a la Sociedad de que eres tú y no yo el que trabaja.
Asentí.
—No todo el mundo es hábil con las manos —añadió mientras se recostaba en la silla—. Tú lo eres. Lo has heredado de los dos.
Miré el lugar donde pintaba mi madre y, después, los cables de mis manos.
—Siempre he sabido lo que quería —dijo mi padre—. Supe sacar una nota lo bastante baja para que me asignaran a reparaciones mecánicas.
—Eso fue arriesgado —observé.
—Sí —admitió—, pero las cosas siempre me salen bien. —Nos dedicó una sonrisa a mí y a las provincias exteriores, su estimada tierra natal. Después, se puso serio—. Bien. Veamos si sabes hacer lo que he hecho yo.
Coloqué los cables, las zapatas y el temporizador tal como él me había enseñado, con una pequeña modificación.
—Bien —dijo, satisfecho—. Además, tienes intuición. La Sociedad dice que no existe, pero se equivoca.
El próximo libro que cojo es pesado y tiene las palabras LIBRO MAYOR grabadas en la tapa. Lo hojeo con cuidado. Empiezo por el final y paso las páginas hacia atrás.
Aunque, en cierto modo, ya me lo esperaba, aún me duele ver sus intercambios reflejados en el libro. Los reconozco por su firma y por las fechas consignadas. Fue uno de los últimos en seguir realizando intercambios con los labradores, incluso cuando vivir en las provincias exteriores empezó a ser peligroso. Creía que dejar de hacerlo parecería una muestra de debilidad.
Como dicen los panfletos, siempre hay un Piloto y varios posibles aspirantes que se preparan para sustituirlo si cae. Mi padre no fue nunca el Piloto, pero sí uno de los candidatos a ocupar su lugar.
—Haz lo que te ordena la Sociedad —le dije cuando fui mayor y comprendí cuánto se arriesgaba—. Así no nos meteremos en líos.
Pero él no podía evitarlo. Poseía inteligencia y astucia, pero era un hombre de acción que carecía por completo de sutileza y nunca sabía cuándo convenía parar. Yo ya me di cuenta cuando era pequeño. No le bastó con ir a los cañones para realizar intercambios: tuvo que aprender a escribir. No le bastó con enseñarme a mí: tuvo que enseñar a todos los niños y después a sus padres. No le bastó con conocer la existencia del Alzamiento: tuvo que contribuir a su expansión.
Fue culpa suya que murieran. Llevó las cosas demasiado lejos y corrió demasiados riesgos. De no ser por él, los vecinos del pueblo no habrían estado congregados en una reunión.
Y, después de aquel último ataque aéreo, ¿quién se presentó para llevarse a los supervivientes?
La Sociedad. No el Alzamiento. Sé qué es que te abandonen cuando ya no te necesitan. El Alzamiento me asusta. Aún más que eso, me asusta quién sería yo en el Alzamiento.
Me dirijo al lugar donde estaba Indie cuando se ha metido algo en la mochila. En la mesa, delante de mí, hay una caja impermeabilizada repleta de mapas.
La miro. Está más adelante. Hojea un libro y su cabeza gacha me recuerda la flor acampanada y vuelta hacia el suelo de una yuca.
—Nos queda poco tiempo —digo mientras cojo la caja—. Voy a buscar un mapa para cada uno por si nos separamos.
Cassia asiente. Ha encontrado algo interesante. No veo qué es, pero veo la alegría de su rostro y la tensión que el entusiasmo imprime a su cuerpo. El mero concepto del Alzamiento la hace revivir. Es lo que ella quiere. Quizá incluso sea lo que su abuelo quería que encontrara.
«Sé que has venido a la Talla por mí, Cassia. Pero el Alzamiento es el único lugar al que no sé si puedo ir por ti.»