Capítulo 34

Cassia

Indie trata su mochila incluso con más cuidado que antes y me pregunto si no le habrá sucedido algo a su panal cuando hemos entrado y salido de la Caverna. Llevaba la mochila puesta y, aunque está delgada, no sé cómo ha conseguido protegerla al pasar por un túnel tan estrecho. Me parece imposible que el frágil panal no se haya aplastado.

La historia de la madre de Indie y la barca parece incompleta, como si fuera un eco devuelto por la pared de un cañón sin parte de las palabras originales. Me pregunto hasta qué punto la conozco. Pero entonces vuelve a acomodarse la mochila y la imagen del frágil panal fino como el papel que lleva dentro me recuerda el cuadro deshecho y los livianos pétalos de rosa secos. Conozco a Indie desde los campos de trabajo y todavía no me ha defraudado.

Ky se vuelve y nos grita que nos apresuremos. Indie lo mira y en su rostro percibo una expresión muy parecida al hambre.

La lluvia se huele antes de verla o sentirla. Si la salvia es el olor de las provincias exteriores que Ky prefiere, creo que el mío es esta lluvia que huele a antigüedad y novedad, a roca y cielo, a río y desierto. Los nubarrones que hemos visto antes se aproximan y el cielo se torna morado, gris, azul, mientras el sol se pone y llegamos al caserío.

—No podemos quedarnos mucho tiempo, ¿verdad? —pregunta Eli mientras ascendemos por el sendero que conduce a las cuevas. Un rayo incandescente une cielo y tierra y un trueno retumba en el cañón.

—No —responde Ky.

Yo opino como él. Ahora, la amenaza de que la Sociedad entre en los cañones parece pesar más que los riesgos de cruzar la llanura. Vamos a tener que marcharnos.

—Pero hay que parar en la cueva —digo—. Necesitamos más comida, y ni Indie ni yo tenemos libros ni escritos. «Y a lo mejor hay información sobre el Alzamiento.»

—La tormenta debería darnos un poco más de tiempo —apunta Ky.

—¿Cuánto? —pregunto.

—Unas horas —responde—. La Sociedad no es el único peligro. Una tormenta como esta podría provocar una crecida en el cañón y, si eso pasara, no podríamos atravesar el río. Estaríamos atrapados. Solo nos quedaremos hasta que deje de tronar.

Un viaje tan largo y encontrar el Alzamiento podría reducirse a una mera cuestión de horas. «Pero yo no he venido a buscar el Alzamiento —me recuerdo—. He venido a buscar a Ky, y lo he encontrado. Pase lo que pase, estaremos juntos.»

Ky y yo inspeccionamos con rapidez la biblioteca y sus montones de cajas. Indie nos sigue.

—Hay tanto… —digo, apabullada, cuando abro una de las cajas y veo el montón de escritos y libros que contiene.

Este es un tipo de clasificación completamente distinto: tantas páginas, tanta historia. Esto es lo que sucede cuando la Sociedad no revisa, recorta y censura por nosotros.

Hay algunas páginas impresas. Muchas están escritas a mano por diferentes personas. Cada letra es distinta, como sus autores. «Todos sabían escribir.» De pronto, me invade el pánico.

—¿Cómo sabré qué es importante? —pregunto a Ky.

—Piensa en algunas palabras —responde— y búscalas. ¿Qué necesitamos saber?

Juntos, elaboramos una lista. El Alzamiento. La Sociedad. El enemigo. El Piloto. Necesitamos reunir información sobre «agua», «río», «huida», «alimento» y «supervivencia».

—Tú también —dice Ky a Indie—. Todo lo que contenga esas palabras, déjalo aquí. —Señala el centro de la mesa.

—De acuerdo —responde. Le mantiene la mirada. Ky no es el primero en apartar los ojos; lo hace ella cuando abre un libro y lo hojea.

Encuentro algo que me parece prometedor: un panfleto impreso.

—Ya tenemos uno igual —dice Eli—. Vick encontró un montón.

Dejo el folleto. Abro un libro y, de inmediato, un poema me distrae.

Cayeron como copos,

cayeron como estrellas,

como pétalos de rosa

cuando de pronto por junio

un viento con dedos avanza.

Es el poema del que Hunter sacó el verso para la tumba de Sarah.

Han arrancado la página y han vuelto a dejarla. De hecho, todo el libro tiene las hojas sueltas y desordenadas. Casi da la impresión de que estuviera a punto de ser incinerado en un proyecto de restauración pero alguien hubiera encontrado sus huesecillos y lo hubiera reconstruido. Aún faltan partes y parece que hayan improvisado la tapa después de que se extraviara la original. Ahora, es una cartulina lisa cosida encima de las hojas y no veo el nombre del autor por ninguna parte.

Paso las páginas hasta otro poema:

No te alcancé

pero mis pies se acercan día a día.

Tres ríos y una loma que cruzar.

Un desierto y un mar.

No llamaré viaje al viaje

cuando a ti te lo cuente.

La Loma. Y el desierto. Y el viaje: se parece a mi historia con Ky. Aunque sé que debería centrarme en buscar otras cosas, sigo leyendo para ver cómo termina:

Dos desiertos, pero el año es frío

y eso ayudará a la arena.

Un desierto atravesado.

El segundo

será tan fresco como la tierra.

Sahara es un precio demasiado pequeño

que pagar por tu justa mano.

Yo pagaría casi cualquier precio por estar con Ky. Creo que sé a qué se refiere el poeta, aunque no conozco el significado de Sahara. Suena parecido a Sarah, el nombre de la hija de Hunter, pero un niño sería un precio demasiado alto que pagar por la mano de nadie.

Muerte. La muerte de mi abuelo en Oria: una tarta en un plato; un poema en una polvera; limpias sábanas blancas; últimas palabras amables. Muerte en lo alto de la Talla: cadáveres calcinados; ojos abiertos. Muerte en el cañón: líneas azules; lluvia en el rostro de una niña.

Y, en la cueva, hileras y más hileras de tubos centelleantes.

Jamás seríamos los mismos, no otra vez. Aunque sacaran nuestros cadáveres del agua y la tierra y nos pusieran de nuevo en funcionamiento, jamás sería como la primera vez. Faltaría algo. Eso no está en manos de la Sociedad. Ni tampoco en las nuestras. Vivir por vez primera tiene algo especial, insustituible.

Ky deja un libro y coge otro. ¿Es él mi primer amor?

¿O lo ha sido el chico que me dio mi primer beso de verdad? Todo lo que Xander me ha dado se sustenta en un firme recuerdo, un recuerdo tan diáfano que casi lo toco, lo huelo, noto su sabor. Casi lo oigo, llamándome.

Siempre he pensado que Xander era el afortunado por haber nacido en el distrito, pero ya no estoy tan segura. Ky ha perdido mucho, pero lo que tiene no es poco. Sabe crear. Puede escribir sus propias palabras. Todo lo que Xander ha escrito en su vida, todo lo que ha tecleado en un terminal o calígrafo, no es suyo. Los funcionarios siempre han tenido acceso a sus pensamientos.

Cuando mis ojos se cruzan con los de Ky, la duda que he tenido hace un momento, cuando él e Indie se han mantenido la mirada, se disipa. No hay nada incierto en su modo de mirarme.

—¿Qué has encontrado? —pregunta.

—Un poema —respondo—. Tengo que centrarme más.

—Y yo —dice. Sonríe—. La primera regla para clasificar. No sé por qué cuesta tanto recordarla.

—¿También sabes clasificar? —pregunto, sorprendida. Nunca me lo había mencionado. Es una técnica especializada que la mayoría de las personas no conoce.

—Patrick me enseñó —responde en voz baja.

¿Patrick? La sorpresa debe de reflejarse en mi rostro.

—Pensaban que algún día Matthew sería clasificador —dice—. Patrick quiso que también aprendiera yo. Sabía que nunca me darían un buen puesto de trabajo. Quería que tuviera una forma de utilizar la cabeza cuando no pudiera seguir estudiando.

—Pero ¿cómo aprendiste? Si Patrick te hubiera enseñado en un terminal, habría quedado registrado.

Ky asiente.

—Encontró otra manera. —Traga saliva y mira a Indie, que está en el otro extremo de la cueva—. Tu padre le explicó lo que tú habías hecho por Bram, cómo te las habías ingeniado para que él jugara en el calígrafo. Eso le dio una idea. Hizo algo parecido.

—¿Y los funcionarios no llegaron a enterarse?

—No utilizamos mi calígrafo —dice—. Patrick me consiguió otro. Se lo intercambió a los archivistas. Me lo dio el día que me destinaron a la planta de reciclaje. Así es como supe que había archivistas en Oria.

Su rostro se torna impasible; su voz, distante. Conozco esta expresión. Es la que adopta cuando explica algo de lo que lleva mucho tiempo sin hablar o no ha contado jamás.

—Sabíamos que no sería un buen puesto de trabajo. No me sorprendió. Pero, cuando el funcionario se marchó… —Se queda un momento callado—. Subí a mi cuarto y saqué la brújula. Me quedé un rato allí, sentado con ella en la mano.

Quiero tocarlo, abrazarlo, volver a ponerle la brújula en la mano. Las lágrimas me nublan la vista y sigo escuchando cuando él baja la voz todavía más.

—Después me levanté, me puse mi nueva ropa de diario azul y me fui a trabajar. Aida y Patrick no dijeron nada. Yo tampoco.

Me mira y yo alargo la mano con la esperanza de que me la quiera coger. Lo hace. Entrelaza sus dedos con los míos y me siento partícipe de otro fragmento de su vida. Esto le sucedió a él, mientras yo estaba sentada en mi casa en esa misma calle, tomándome mi comida precocinada, escuchando el terminal y fantaseando sobre la vida ideal que estaban a punto de repartirme, como hacían con todo lo demás.

—Esa noche, Patrick volvió a casa con un calígrafo del mercado negro. Era viejo. Pesado. Con una pantalla tan arcaica que daba risa. Al principio, le dije que lo devolviera. Me parecía que el riesgo era demasiado grande. Pero Patrick me dijo que no me preocupara. Me explicó que mi padre le había enviado un manuscrito antiguo después de que Matthew muriera y que él lo había intercambiado por el calígrafo. Me dijo que siempre había tenido intención de emplearlo en algo que fuera para mí.

»Fuimos a la cocina. Patrick pensaba que el zumbido del incinerador ahogaría cualquier ruido que hiciéramos. Nos pusimos donde el terminal no pudiera vernos. Y así es como me enseñó a clasificar, casi siempre sin hablar, solo mostrándomelo. Yo tenía el calígrafo escondido en mi cuarto con la brújula.

—Pero el día que los funcionarios se presentaron para requisar todas nuestras reliquias —digo—, ¿cómo lo escondiste?

—Cuando vinieron, ya lo había intercambiado. Por el poema que te regalé para tu cumpleaños. —Me sonríe y sus ojos vuelven a estar conmigo. En las provincias exteriores. Hasta aquí hemos llegado.

—Ky —susurro—. Eso fue una locura. ¿Y si te hubieran pillado con el poema?

Sonríe.

—Tú ya me salvaste entonces. Si no me hubieras recitado el poema de Thomas en la Loma, yo nunca habría recurrido a los archivistas para intercambiarles el calígrafo por el poema de tu cumpleaños. A Patrick y a mí nos habrían descubierto. Me costó mucho menos esconder una hoja de papel que el calígrafo. —Me pasa la mano por la mejilla—. Gracias a ti, no pudieron llevarse nada cuando se presentaron en casa. Yo ya te había regalado la brújula.

Lo abrazo. Los funcionarios no pudieron llevarse nada porque él lo había intercambiado todo, se había quedado sin nada, por mí. Guardamos silencio un momento.

Ky cambia ligeramente de postura y señala una página de un libro abierto que tenemos delante.

—Mira —dice—. «Río». Es una de las palabras que buscamos. —Y su entonación, la forma de su boca y el sonido de su voz hacen que quiera dejar estos escritos en paz y pasar la vida entera en esta cueva, en una de las casitas o junto al agua, tratando únicamente de resolver el misterio que lo envuelve.