Cassia
Cuando el sol entra en la Talla, ya nos hemos puesto de nuevo en camino. El sendero es tan estrecho que, por lo general, tenemos que andar en fila india, pero Ky se queda cerca de mí, con la mano en mi cintura, y nuestros dedos se rozan y entrelazan a la menor ocasión.
Jamás habíamos tenido nada igual, una noche entera para conversar, besarnos y abrazarnos, y el pensamiento «y jamás volveremos a tenerla» no me da tregua, no se queda enterrado donde debiera, ni tan solo con esta hermosa luz matinal que baña la Talla.
Cuando Eli e Indie se han despertado, Ky nos ha expuesto el que cree que debería ser nuestro plan: llegar al caserío al anochecer y tratar de entrar con sigilo en una de las casas más alejadas del lugar donde vio la luz. Luego haremos guardia. Si no vemos más luces, podemos tratar de acercarnos por la mañana. Nosotros somos cuatro y, en opinión de Ky, ellos solo son uno o dos.
Por supuesto, Eli es pequeño.
Me vuelvo para mirarlo. Él no se da cuenta. Camina con la cabeza gacha. Aunque lo he visto sonreír, sé que perder a Vick les ha dejado un gran vacío a los dos. «Eli quería que dijera el poema de Tennyson por Vick —me ha explicado Ky—. No fui capaz de hacerlo.»
A la cabeza de la fila, Indie se acomoda la mochila y nos mira para asegurarse de que la seguimos. Me pregunto qué le habría sucedido si yo hubiera muerto. ¿Habría llorado por mí o habría hurgado dentro de mi mochila para coger lo que necesitara y seguir adelante?
Al atardecer, entramos en el caserío sin hacer ruido, con Ky a la cabeza.
No me fijé bien la primera vez que pasamos, y ahora las casas me llaman la atención mientras nos apresuramos por la calle. Sus dueños debieron de construirse cada uno la suya, porque ninguna es idéntica al resto. Y todos podían entrar en las casas de sus vecinos, cruzar el umbral de sus hogares, siempre que les apeteciera. Los caminos de tierra lo atestiguan; a diferencia de los que había en el distrito, estos no van directamente de la puerta a la acera. Serpentean, se bifurcan, se entrelazan. Este caserío no lleva abandonado el tiempo suficiente para que las idas y venidas de sus habitantes se hayan borrado por completo. Las veo en la tierra. Casi oigo su eco en el cañón, sus saludos: «Hola, adiós. ¿Qué tal?».
Nos apiñamos en una deteriorada casita cuya puerta tiene la marca del nivel que el agua alcanzó en una crecida.
—Creo que no nos ha visto nadie —dice Ky.
Apenas lo oigo. Tengo la vista clavada en los dibujos de las paredes. Las figuras están pintadas por otra mano que las de la cueva, pero son igual de bellas. No tienen alas en la espalda. No parecen sorprendidas en pleno vuelo. Sus ojos no están vueltos hacia el cielo, sino hacia el suelo, como si quisieran conservar ese recuerdo de la tierra para la posteridad.
Pero, de todos modos, creo reconocerlas.
—Ángeles —digo.
—Sí —confirma Ky—. Algunos de los labradores aún creían en los ángeles. Al menos, en la época de mi padre.
Oscurece un poco más y los ángeles se convierten en sombras detrás de nosotros. Entonces, Ky la ve, en una casita lejana. Nos señala la luz.
—Está en la misma casa que la otra noche.
—¿Qué pasará dentro? —se pregunta Eli—. ¿Quién crees que será? ¿Un ladrón? ¿Crees que está robando en las casas?
—No —responde Ky. Me lanza una mirada en la penumbra—. Creo que esa es su casa.
Ky y yo estamos junto a la ventana al despuntar el alba, vigilando, de modo que somos los primeros en ver al hombre.
Sale de la casa, solo, con algo en los brazos, cruza hasta el camino más próximo a nosotros y lo sigue hasta una corta hilera de árboles en los que me fijé a nuestra llegada. Ky nos hace una seña para que no hagamos ruido. Indie y Eli van a mirar por la otra ventana de la fachada. Todos observamos con cautela, asomados por encima de los alféizares.
El hombre es alto y fuerte; tiene el pelo oscuro y la piel bronceada. Me recuerda a Ky en ciertos aspectos: su tez, su sigilo al moverse. Pero tiene un aire cansado y parece abstraído de todo aparte de lo que lleva en los brazos. Y en ese momento advierto que es una niña.
Sus cabellos oscuros se desparraman sobre los brazos del hombre y su vestido es blanco. El color de los funcionarios, pero, naturalmente, ella no lo es. El vestido es precioso, como si fuera ataviada para asistir a su banquete de emparejamiento, pero es demasiado pequeña para eso.
Y está demasiado quieta.
Me tapo la boca.
Ky me mira y hace un gesto afirmativo con la cabeza. En sus ojos percibo tristeza, hastío, bondad.
¡Está muerta!
Miro a Eli. ¿Se encuentra bien? Entonces recuerdo que ya ha visto muchas otras muertes. Puede que ni tan siquiera sea la primera vez que ve a un niño muerto.
Pero, para mí, sí lo es. Los ojos se me llenan de lágrimas. Una niña tan pequeña, tan menuda. «¿Por qué?»
Con delicadeza, el hombre la deja en el suelo, sobre la hierba muerta al pie de los árboles. Un sonido traído por el viento del cañón nos inunda los oídos. Una canción.
Lleva tiempo sepultar a una persona.
Mientras el hombre cava el hoyo, despacio, sin pausa, se pone de nuevo a llover. No es una lluvia fuerte, sino una llovizna continuada que empapa la tierra y el barro, y me pregunto por qué ha sacado a la niña con él. Quizá quería que la lluvia le mojara el rostro, por última vez.
Quizá, simplemente, no quería estar solo.
No puedo soportarlo más.
—Tenemos que ayudarlo —susurro a Ky, pero él niega con la cabeza.
—No —dice—. Aún no.
El hombre sale del hoyo y coge a la niña. Pero no la entierra todavía; la deja en el suelo, cerca de la tumba.
En ese momento, me fijo en que el hombre tiene los brazos llenos de líneas azules.
Alarga la mano y alza el brazo de la niña.
Saca un objeto. De color azul. Comienza a dibujar en la piel de la niña. La lluvia borra las líneas, pero él insiste, incansable. No sé si todavía canta. Por fin, la lluvia cesa y el azul permanece.
Eli ha dejado de mirar. Está sentado debajo de la ventana, de espaldas a la pared, y yo gateo hasta él porque no quiero que el hombre me vea. Me siento a su lado y lo rodeo con el brazo. Él se aprieta contra mí.
Indie y Ky continúan mirando.
«Tan pequeña», no dejo de pensar. Oigo dos golpes sordos y, por un instante, no sé si es mi corazón o el ruido de la tierra al caer sobre la niña en su tumba.
—Iré ahora —susurra por fin Ky—. Esperadme aquí.
Le lanzo una mirada de sorpresa. Levanto la cabeza para atisbar por la ventana. El hombre ha terminado de sepultar a la niña. Coge una piedra gris plana y la coloca sobre la tumba rellena ya de tierra. No lo oigo cantar.
—No —susurro.
Ky me mira y enarca las cejas.
—No puedes —digo—. Esperemos a mañana. Mira lo que ha tenido que hacer.
La voz de Ky es dulce pero firme.
—Ya no podemos darle más tiempo. Tenemos que averiguar qué hace aquí.
—Y está solo —añade Indie—. Vulnerable.
Miro a Ky, sorprendida, pero él pasa por alto el comentario de Indie.
—Es el momento apropiado —dice.
Antes de que yo pueda protestar, abre la puerta y sale.