Capítulo 23

Ky

—Nuestro poema —susurra ella—. ¿Me lo recitas?

Acerco el rostro a su oído. Le rozo el cuello con los labios. Su cabello huele a salvia. Su piel, a mi tierra.

Pero soy incapaz de articular palabra.

Ella es la primera en recordar que no estamos solos.

—Ky —susurra.

Nos separamos un poco. A la luz menguante, veo su pelo enredado y su piel bronceada. Su belleza siempre me ha dejado sin aliento.

—Cassia —digo, con voz ronca—, este es Eli.

Cuando ella lo mira y el rostro se le ilumina, sé que no he imaginado su parecido con Bram.

—Esta es Indie —dice mientras señala a la chica que la acompaña. Indie se cruza de brazos.

Un silencio. Eli y yo nos miramos. Sé que los dos pensamos en Vick. Este debería ser el momento de presentarlo, pero ya no está.

Anoche, Vick aún vivía. Esta mañana estaba junto al río, viendo la trucha. Pensaba en Laney mientras los colores y el sol centelleaban.

Luego ha muerto.

Hago un gesto a Eli, que está muy derecho.

—Esta mañana éramos tres —digo.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Cassia.

Su mano se tensa en la mía y yo se la aprieto con suavidad, consciente de los cortes que palpo en su piel. ¿Cuánto ha tenido que sufrir para encontrarme?

—Ha venido alguien —respondo—. Han matado a nuestro amigo Vick. Y también han matado el río.

De pronto, me doy cuenta de cómo se nos debe de ver desde arriba. Estamos parados en la llanura, expuestos, a la vista de todos.

—Entremos en la Talla —sugiero.

Al oeste, el sol ya casi se ha escondido por detrás de las montañas en un día de oscuridad y luz. Vick se ha ido. Cassia está aquí.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunto al oído cuando entramos en la Talla. Cassia se vuelve para responderme y su aliento caliente me acaricia la mejilla. Nos abrazamos para volver a besarnos, nuestros labios y manos delicados y voraces. Susurro en su piel caliente:

—¿Cómo nos has encontrado?

—La brújula —responde, y me la pone en la mano. Para mi sorpresa, es la que he labrado en piedra.

—¿Y ahora adónde vamos? —pregunta Eli con voz trémula cuando llegamos al lugar donde ayer acampamos con Vick. Aún huele a humo. La luz de las linternas se reflejan en las escamas plateadas de pescado que siembran el suelo—. ¿Aún vamos a cruzar la llanura?

—No podemos —afirma Indie—. Al menos, en un día o dos. Cassia ha estado enferma.

—Ya me encuentro bien —dice Cassia. Su voz parece fuerte.

Saco el pedernal de la mochila para encender otra fogata.

—Me parece que esta noche nos quedaremos aquí —respondo a Eli—. Ya decidiremos por la mañana. —Él asiente y, sin hacer preguntas, comienza a recoger broza.

—Es casi un niño —susurra Cassia—. ¿Lo trasladó a los pueblos la Sociedad?

—Sí —respondo. Golpeo el pedernal. Nada.

Ella pone su mano sobre la mía y yo cierro los ojos. Al segundo golpe, saltan chispas y ella contiene la respiración.

Eli trae un montón de ásperos matojos. Cuando los echa al fuego, crepitan, y el olor a salvia impregna la noche, penetrante y agreste.

Cassia y yo estamos sentados tan juntos como podemos. Ella se apoya en mí y yo la rodeo con los brazos. No caigo en la trampa de creer que la sostengo: ella lo hace sola. Pero abrazarla impide que yo me desmorone.

—Gracias —dice Cassia a Eli. Por su voz, sé que le sonríe y él también lo hace, a duras penas.

Eli se sienta en el lugar que anoche ocupó Vick. Indie le hace sitio y se inclina hacia el fuego para ver danzar las llamas. Me lanza una mirada y percibo un brillo en sus ojos que no sé interpretar.

Cambio un poco de postura. Le doy la espalda para que no pueda vernos y alumbro las manos de Cassia con mi linterna.

—¿Qué te ha pasado? —pregunto.

Ella se las mira.

—Me las he cortado con una cuerda —responde—. Cruzamos a otro cañón mientras te buscábamos antes de volver a este. —Mira a Indie y a Eli y les sonríe antes de acurrucarse contra mí—. Ky —añade—. Volvemos a estar juntos.

Siempre he adorado su forma de decir mi nombre.

—Yo tampoco me lo puedo creer.

—Tenía que encontrarte —dice.

Me rodea con los brazos, por debajo del abrigo, y noto sus dedos en mi espalda. Hago lo mismo. Es tan delgada y menuda… Y es fuerte. Nadie más podría hacer lo que ha hecho ella. La abrazo con más fuerza aún, el dolor y la liberación de tocarla es una sensación que recuerdo de la Loma. Ahora es incluso más fuerte.

—Tengo que decirte una cosa —me susurra al oído.

—Adelante.

Respira hondo.

—Ya no tengo la brújula. La que me diste en Oria. —Habla de forma atropellada y sé, por su voz, que se ha puesto a llorar—. Se la intercambié a un archivista.

—No pasa nada —digo, y hablo en serio. Está aquí. Después de todo lo sucedido, la brújula es lo menos que podría haber perdido por el camino. Y no se la di para que me la guardara. Se la regalé. Aun así, tengo curiosidad—. ¿Qué obtuviste a cambio?

—No lo que esperaba —responde—. Pedí información sobre adónde llevaban a los aberrantes y sobre cómo ir.

—¡Cassia! —exclamo, y me callo. Fue una temeridad. Pero ella lo sabía cuando lo intentó. No necesita que yo se lo recuerde.

—En vez de eso, el archivista me dio un relato —dice—. Al principio, creí que me había engañado y me enfadé muchísimo. Lo único que me quedaba para llegar hasta ti eran las pastillas azules.

—Un momento —la interrumpo—. ¿Pastillas azules?

—De Xander —responde—. No las intercambié porque sabía que las necesitaríamos para sobrevivir en el cañón. —Me mira y malinterpreta mi expresión—. Lo siento. Tuve que decidir tan deprisa…

—No es eso —digo mientras le cojo el brazo—. Las pastillas azules son veneno. ¿Has tomado alguna?

—Solo una —responde—. Y no creo que estén envenenadas.

—He intentado decírselo —se excusa Indie—. Yo no estaba cuando se la ha tomado.

Respiro.

—¿Cómo has conseguido seguir moviéndote? —pregunto a Cassia—. ¿Has comido? —Asiente. Saco un pan de mi mochila—. Cómete esto ahora mismo —digo. Eli saca otro de la suya.

Cassia coge los dos panes.

—¿Cómo sabéis que las pastillas están envenenadas? —pregunta, sin estar convencida.

—Me lo dijo Vick —respondo mientras trato de no dejarme llevar por el pánico—. La Sociedad siempre nos decía que, si ocurría alguna catástrofe, la pastilla azul nos salvaría. Pero no es cierto. Te inmoviliza. Y te mueres si no va nadie a salvarte.

—Sigo sin creérmelo —dice Cassia—. Xander no me daría nada que pudiera hacerme daño.

—No debía de saberlo —sugiero—. A lo mejor te las dio para que las intercambiaras.

—La pastilla ya tendría que haberte hecho efecto —dice Indie a Cassia—. No sé cómo, pero debes de haberlo neutralizado andando. No sé de nadie que lo haya hecho. Pero no querías parar hasta encontrar a Ky.

Todos miramos a Cassia. Se encuentra absorta en sus pensamientos y tiene la mirada perdida: clasifica información. Busca datos para tratar de explicar lo que ha sucedido, pero yo ya sé el único dato que necesita: es fuerte en sentidos que ni tan siquiera la Sociedad sabe predecir.

—Solo me he tomado una —susurra—. La otra se me ha caído. Y el papelito también.

—¿El papelito? —pregunto.

Cassia me mira, como si acabara de recordar que no está sola.

—Xander escondió notitas dentro de las pastillas. Llevan información de su microficha.

—¿Cómo? —pregunto. Indie se inclina hacia delante.

—No sé ni cómo consiguió robar las pastillas ni cómo metió los mensajes dentro —dice Cassia—. Pero lo hizo.

Xander. Niego con la cabeza. Sigue jugando sus cartas. Es lógico que Cassia no lo haya olvidado del todo. Es su mejor amigo. Aún es su pareja. Pero cometió un error dándole las pastillas.

—¿Me los devuelves? —pregunta Cassia a Indie—. Las pastillas no. Solo los papelitos.

Por un instante, la mirada de Indie cambia. Percibo desafío en ella. No tengo muy claro si lo que quiere es quedarse con los papelitos o se trata únicamente de que no le gusta que le den órdenes. Pero mete la mano en su mochila y saca el paquete con la base de papel de aluminio.

—Ten —dice—. De todos modos, no necesito nada de esto.

—¿Me dices qué ponía? —pregunto mientras trato de no parecer celoso.

Indie me lanza una mirada y sé que no la he engañado.

—Cosas como su color o actividad preferidos —responde Cassia, con dulzura. Sé que también ha percibido la falsedad de mi tono—. Creo que debía de saber que no llegué a ver su microficha.

Y eso me basta para tragarme mi preocupación. Me siento avergonzado: ella ha venido de muy lejos para encontrarme.

—El chico del otro cañón —dice Indie—. Cuando dijiste que esperó demasiado para tomarse la pastilla, creí que te referías a que había esperado demasiado para suicidarse.

Cassia se tapa la boca.

—¡No! —exclama—. Pensaba que había esperado demasiado y que la pastilla no lo había salvado por eso. —Baja la voz hasta susurrar—. No lo sabía. —Mira a Indie, horrorizada—. ¿Crees que él lo sabía? ¿Que quería morir?

—¿Qué chico? —pregunto a Cassia. Nos han sucedido muchas cosas durante el tiempo que llevamos separados.

—Un chico que escapó con nosotras —responde—. Es el que nos dijo por dónde habías ido.

—¿Cómo lo sabía? —pregunto.

—Era uno de los chicos que abandonasteis —dice Indie, sin rodeos. Se aleja del fuego mortecino. La luz de las llamas apenas le ilumina el rostro. Señala el cañón que nos rodea—. Este es el cuadro, ¿verdad? ¿El número diecinueve?

Tardo un momento en darme cuenta de lo que quiere decir.

—No —respondo—. El paisaje se parece, pero esa talla es incluso más grande que esta. Está más al sur. Yo no la he visto, pero mi padre conocía a gente que la había visto.

Espero a que haga algún otro comentario, pero no dice nada.

—Ese chico —repite Cassia.

Indie se ovilla para descansar.

—Tenemos que olvidarlo —le dice—. Ya no está.

—¿Cómo te encuentras? —susurro a Cassia.

Estoy sentado con la espalda apoyada en la roca. Su cabeza reposa en mi hombro. No logro dormirme. Puede que Indie tenga razón y ya se le haya pasado el efecto de la pastilla. Además, parece recuperada, pero tengo que vigilarla durante toda la noche para asegurarme de que está bien.

Eli se mueve en sueños. Indie no hace ningún ruido. No sé si duerme o escucha, de manera que hablo en voz baja.

Cassia no me responde.

—¿Cassia?

—Quería encontrarte —susurra—. Cuando intercambié la brújula, intentaba reunirme contigo.

—Lo sé —digo—. Y lo has hecho. Aunque el archivista te engañara.

—No lo hizo —arguye—. O no del todo. Me dio un relato que era más que un mero relato.

—¿Qué relato? —pregunto.

—Se parecía al de Sísifo que tú me explicaste —responde—. Pero lo llamaba el Piloto, y hablaba de una rebelión. —Se aprieta contra mí—. No somos los únicos. En alguna parte, existe algo llamado el Alzamiento. ¿Has oído hablar de él?

—Sí —respondo, pero no digo más.

No quiero hablar del Alzamiento. Ha dicho «no somos los únicos» como si eso fuera bueno, pero, en este momento, todo lo que yo deseo es sentir que nosotros somos los únicos del campamento. La Talla. El mundo.

Apoyo mi mano en su cara, la ahueco contra la curva de la mejilla que traté de labrar en piedra hace unos días.

—No te preocupes por la brújula. Yo tampoco tengo el retal verde de seda.

—¿También te han quitado eso?

—No —respondo—. Sigue en la Loma.

—¿Lo dejaste allí? —pregunta, sorprendida.

—Lo até a la rama de un árbol —respondo—. No quería que nadie me lo quitara.

—La Loma —dice.

Por un momento, nos quedamos callados, recordando. Luego añade, con un deje de picardía en la voz:

—Antes no me has recitado nuestro poema.

Me aproximo más a ella y esta vez soy capaz de hablar. Susurro, aunque una parte de mí quiere gritar.

—«No entres dócil.»

—No —asiente.

Su voz y su piel son suaves en esa buena noche. Y me besa con pasión.