Cassia
Espero a que amanezca, encogida dentro del abrigo. Aquí, en la Talla, camino y duermo en las profundidades de la tierra y la Sociedad no me ve. Comienzo a creer que no sabe dónde estoy. He escapado.
Es una sensación extraña.
Me han observado durante toda mi vida. La Sociedad me vio ir a la escuela, aprender a nadar y subir la escalinata para asistir a mi banquete de emparejamiento; espió mis sueños; cuando mis datos le parecieron interesantes, como ocurrió con mi funcionaria, introdujo cambios y observó mi reacción.
Y, pese a no ser lo mismo, mi familia también me observaba.
Al final de su vida, mi abuelo solía quedarse sentado delante de la ventana mientras el sol se ponía y yo me preguntaba si no se pasaba toda la noche despierto para ver cómo volvía a salir. Durante una de aquellas largas noches en vela, ¿decidió darme los poemas?
Finjo que, en vez de haber desaparecido, mi abuelo flota por encima de todo y que, de entre todas las cosas del mundo que pueden verse desde tan alto, decide ver a una muchachita ovillada en un cañón. Se pregunta si me despertaré y me levantaré cuando se hace evidente que, después de todo, hay un nuevo día en camino.
¿Quería mi abuelo que yo terminara aquí?
—¿Estás despierta? —pregunta Indie.
—No he dormido nada —respondo, pero, nada más decirlo, no estoy segura de si es cierto. Porque, ¿y si en vez de imaginarme a mi abuelo lo he soñado?
—Podemos empezar en unos minutos —dice Indie. En los segundos que han pasado desde la primera vez que hemos hablado, la luz ha cambiado. Ya la veo mejor.
Indie elige un buen sitio; hasta yo sé eso. Las paredes son mucho menos altas y verticales que en otras partes y un antiguo desprendimiento de rocas ha dejado una serie de pedruscos apilados que facilitan el ascenso.
Aun así, las paredes del cañón son intimidantes y yo apenas he practicado: solo un rato anoche antes de irnos a dormir.
Indie alarga la mano con gesto imperioso.
—Dame tu mochila.
—¿Qué?
—No estás acostumbrada a escalar —dice, sin alterar la voz—. Meteré tus cosas en la mía para que lleves la tuya vacía. Así será más fácil. No quiero que te caigas por culpa del peso.
—¿Estás segura? —De pronto, siento que, si tiene la mochila, tiene demasiado. No quiero desprenderme de las pastillas.
Indie parece impaciente.
—Sé lo que me hago. Como tú con las plantas. —Frunce el entrecejo—. Vamos. En la aeronave te fiaste de mí.
Tiene razón. Y eso me recuerda una cosa.
—Indie —pregunto—, ¿qué llevabas tú? ¿Qué me pasaste en la aeronave?
—Nada —responde.
—¿Nada? —repito, sorprendida.
—Pensé que no te fiarías de mí a menos que creyeras que también tenía algo que perder —dice, con una sonrisa.
—Pero, en el pueblo, fingiste que cogías algo de entre mis cosas —insisto.
—Lo sé —dice, sin ningún atisbo de arrepentimiento.
Niego con la cabeza y, pese a todo, me echo a reír mientras me quito la mochila y se la doy.
Ella la abre y mete en la suya todo lo que contiene: la linterna, las hojas de plantas, la cantimplora vacía, las pastillas azules.
De pronto, me siento culpable. Yo podría haberme largado con todas las pastillas, pero ella ha confiado en mí.
—Deberías quedarte con parte de las pastillas después de esto —sugiero—. Para ti.
Su expresión cambia.
—Oh —dice, con voz recelosa—. Vale.
Me devuelve la mochila vacía y yo me la pongo. Vamos a escalar con los abrigos puestos, lo cual nos hace más voluminosas, pero Indie cree que es más fácil que cargar con ellos. Se coloca la mochila a la espalda, por encima de su larga trenza, que tiene un brillo casi tan ígneo como el de estos farallones cuando sale el sol.
—¿Preparada? —pregunta.
—Eso creo —respondo mientras miro la pared.
—Sígueme —ordena—. Te iré dando instrucciones.
Se agarra a la roca y comienza a subir. En mi ansia por seguirla, derribo un montoncito de piedras. Estas se esparcen y yo me aferro a la pared.
—No mires abajo —dice Indie.
Se tarda mucho más en escalar que en caer.
Me sorprende el tiempo que invertimos en esperar agarradas a la pared, en decidir el próximo movimiento antes de llevarlo a cabo. Me aferro a la roca con fuerza y doblo cuanto puedo los dedos de los pies. Me concentro en lo que tengo que hacer y, por alguna razón, eso significa que, aunque no pienso en Ky, lo tengo constantemente en la cabeza. Porque, en este momento, soy como él.
Aquí, las rocas son rojizas y están salpicadas de negro. No estoy segura de a qué se debe el negro; casi parece que un mar lleno de alquitrán hubiera lamido estos farallones en una época lejana.
—Vas bien —dice Indie cuando trepo a una repisa junto a ella—. Ahora viene la parte más difícil —añade mientras señala con el dedo—. Deja que pruebe yo primero.
Me siento en la repisa y me apoyó en la pared. Me duelen los brazos del esfuerzo. Me gustaría que la roca nos sostuviera, nos acunara cuando nos aferramos a ella, pero no lo hace.
—Creo que ya lo tengo —susurra Indie—. Cuando subas…
Oigo un ruido de piedras que caen, de carne que se rasguña contra la roca. Me pongo de pie. La repisa es estrecha y mi equilibrio es inestable.
—¡Indie!
Está colgando por encima de mí, agarrada a la pared. Casi me roza con una pierna. La tiene arañada, ensangrentada. La oigo jurar entre dientes.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Empuja —me dice, con voz entrecortada—. Empújame hacia arriba.
Coloco las palmas de las manos bajo la suela de su bota, que está desgastada después de la carrera y embadurnada de tierra del cañón.
Hay un momento terrible en el que Indie apoya todo su peso en mis manos y sé que no encuentra ningún asidero al que aferrarse. Después, ya no está; el peso de su bota abandona mi mano; su suela se me queda grabada en la palma.
—Ya estoy arriba —dice—. Ve hacia tu izquierda. Te indicaré cómo subir desde ahí.
—¿No hay peligro? ¿Seguro que estás bien?
—Es culpa mía. Estás rocas son más blandas que las que yo escalaba. He apoyado demasiado peso en esa y la he roto.
Los arañazos de su pierna no sustentan su afirmación de que la roca es blanda, pero sé a qué se refiere. Aquí, todo es distinto. Ríos envenenados, roca blanda. Nunca se sabe qué esperar. Qué aguantará y qué cederá.
La segunda mitad de la escalada es menos accidentada. Indie tenía razón; la parte vertical ha sido la más difícil. Me agarro a finos rebordes de roca con solo las yemas de los dedos, ordeno a mis nudillos que permanezcan doblados y a mis pies que no resbalen. Encajo los brazos y las rodillas en grietas verticales y utilizo la ropa y la piel como Indie me ha enseñado: para mantenerme pegada a la pared gracias a la fricción.
—Ya casi estamos —dice por encima de mí—. Dame un minuto y sube. No es difícil.
Me detengo a descansar en una grieta y trato de recobrar el aliento. Advierto que aquí la roca sí me sustenta y sonrío, eufórica de lo alto que estamos.
«A Ky le encantaría esto. Puede que también esté escalando.»
Es hora de hacer un último esfuerzo.
No miraré abajo, atrás ni a ninguna parte que no sea arriba y adelante. Mi mochila vacía se desplaza un poco y me tambaleo antes de hundir las uñas en la roca. «Agárrate. Espera.» Algo liviano y con alas me roza al pasar y me asusto. Para serenarme, pienso en el poema que Ky me regaló para mi cumpleaños, el que trataba del agua:
La marea subía y las garzas se zambullían cuando tomé el camino
fronterizo del pueblo…
Aquí, en esta tierra pedregosa, me siento como una criatura que se ha quedado en la orilla después de que la ola se haya retirado. Que trata de cruzar a un lugar donde podría estar Ky. «Y, aunque no esté ahí, lo encontraré. No me detendré hasta que logre cruzar a ese lugar.»
Espero un momento hasta recobrar el equilibrio y después, pese a no querer hacerlo, vuelvo la cabeza.
El paisaje no se parece en nada al que Ky y yo veíamos juntos desde la cima de la Loma. No hay casas, ayuntamientos o edificios, sino tierra, piedras y arbustos. Sin embargo, aún es un lugar al que he subido y, una vez más, me parece que, de algún modo, Ky lo ha subido conmigo.
—Ya casi he llegado —les susurro a él y a Indie.
Me encaramo por el borde del farallón, con la cara sonriente, y alzo la vista.
No estamos solas.
Parece que se haya desatado el fuego del infierno. Ceniza, por doquier. Un viento atraviesa la Talla y me la mete en los ojos, que me lloran y se me empañan.
Trato de decirme que esto solo son los vestigios de un gran incendio. Palos colocados en fila, humo engullido por el cielo.
Pero la expresión de Indie me indica que ella ve la verdad y, en mi fuero interno, también la sé yo. Las figuras ennegrecidas que siembran el suelo no son palos. Son reales, estos montones de cadáveres en lo alto de la Talla.
Indie se agacha y, cuando se endereza, lleva algo en la mano. Una cuerda chamuscada, la mayor parte está en buen estado.
—Vamos —dice, con las manos ennegrecidas por la ceniza de la cuerda. Se aparta un mechón pelirrojo que se le ha soltado de la trenza y se marca la cara sin querer.
Miro a las personas. También tienen marcas en la piel, azules, líneas sinuosas. ¿Qué significarán?
«¿Por qué subisteis aquí? ¿Cómo fabricasteis esta cuerda? ¿Qué más habéis aprendido en estos cañones mientras el resto os olvidábamos? ¿O jamás supimos que existíais?»
—¿Cuánto tiempo llevan muertos? —pregunto.
—El suficiente —responde Indie—. Una semana, quizá más. No estoy segura. —Percibo crispación en su voz—. Quien haya hecho esto puede volver. Tenemos que irnos.
Por el rabillo del ojo, veo movimiento y me vuelvo. Altas banderas rojas colocadas a lo largo de la cresta ondean violentamente al viento. Aunque están clavadas al suelo en vez de atadas a ramas, me recuerdan las telas rojas que Ky y yo dejamos en la Loma.
¿Quién ha señalado esta cresta? ¿Quién ha matado a estas personas? ¿La Sociedad? ¿El enemigo?
¿Dónde está el Alzamiento?
—Tenemos que irnos ya, Cassia —repite Indie detrás de mí.
—No —digo—. No podemos dejarlos aquí.
¿Eran ellos el Alzamiento?
—Así es como mueren los anómalos —dice Indie, con frialdad—. Nosotras dos solas no podemos cambiarlo. Tenemos que encontrar a otra persona.
—Puede que estas sean las personas que intentábamos encontrar —me lamento. «Por favor, que el Alzamiento no termine antes de que hayamos tenido siquiera ocasión de encontrarlo.»
«Oh, Ky —pienso—. No lo sabía. Así que esta es la clase de muerte que has visto.»
Indie y yo echamos a correr por la cima y dejamos los cadáveres insepultos. «Ky aún está vivo —me digo—. Tiene que estarlo.»
En el cielo solo está el sol. Nada vuela. Aquí no hay ángeles.