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Debería haber patrullas en el cañón. Creía que tendríamos que recurrir al trueque y a las súplicas para pasar los controles como hizo mi padre la primera vez que vino. Pero no aparece nadie. Al principio, la calma es inquietante. Pero enseguida advierto que la Talla rebosa vida de todas formas. Cuervos negros revolotean por encima de nosotros y sus ásperos graznidos resuenan en los cañones. Coyotes, liebres y ciervos huyen a nuestro paso y un diminuto zorro gris se escabulle cuando bebemos del arroyo. Un pajarillo se cobija en un árbol que tiene una oscura herida longitudinal en el centro. Parece que fue alcanzado por un rayo y siguió creciendo alrededor de la quemadura.
Pero nada humano todavía.
¿Les ha sucedido algo a los anómalos?
El arroyo se ensancha a medida que nos adentramos en el cañón. Camino por las rocas redondeadas y alisadas que lo bordean. Si avanzamos por ellas, dejaremos menos huellas a nuestro paso. «En verano, llevo bastón y me meto en el río», me explicó mi padre.
Pero ahora el agua está demasiado fría para caminar por el río. Hay costras de hielo en las orillas. Miro alrededor y me pregunto qué habría visto mi padre en verano. Los arbolillos pelados tendrían todas las hojas, o tantas como adquiere cualquier planta en el desierto. Haría un sol de justicia y sería agradable mojarse los pies en el agua fresca. Los peces huirían al percibir que se acercaba.
A la tercera mañana, encontramos el suelo cubierto de escarcha. No he visto ningún pedernal para encender una fogata con él. Nos habríamos congelado sin los abrigos.
Eli habla y parece que me haya leído el pensamiento.
—Al menos, la Sociedad nos ha dado los abrigos —dice—. Nunca había tenido un abrigo tan caliente.
Vick está de acuerdo.
—Casi parecen de uso militar —opina—. ¿Por qué los habrá desperdiciado la Sociedad con nosotros?
Al oírles hablar, comprendo qué me ha estado preocupando casi sin darme cuenta: «Algo no encaja con los abrigos».
Me quito el mío y, pese al frío viento, las manos no me tiemblan cuando saco un afilado trozo de ágata.
—¿Qué haces? —pregunta Vick.
—Cortar el abrigo.
—¿Vas a explicarme por qué?
—Te lo enseñaré. —Extiendo el abrigo en el suelo como el cadáver de un animal y hago una incisión—. A la Sociedad no le gusta desperdiciar las cosas —digo—. Así que tenemos los abrigos por un motivo. —Separo la primera capa de tela.
Debajo, cables impermeables, algunos azules, otros rojos, surcan el relleno como venas.
Vick suelta un taco y hace ademán de quitarse el abrigo. Alzo una mano para detenerlo.
—Espera un momento. Aún no sabemos para qué sirven.
—Lo más probable es que nos estén rastreando —dice—. Es posible que la Sociedad sepa dónde estamos.
—Es cierto, pero ¿por qué no sigues con el abrigo puesto mientras lo averiguo? —Tiro de los cables, tal como recuerdo que hacía mi padre—. Dentro hay un mecanismo calefactor —digo—. Reconozco los cables. Por eso abrigan tanto.
—¿Y qué más? —pregunta Vick—. ¿Por qué iban a querer que fuéramos abrigados?
—Para que nos dejemos los abrigos puestos —respondo.
Miro la ordenada telaraña de cables azules que se entrelaza con los rojos del mecanismo calefactor. El circuito azul parte del cuello del abrigo y discurre por los brazos hasta los puños. Los cables recorren la espalda, la pechera, los costados y las axilas. En un lugar próximo al corazón hay un disco de un tamaño similar al de una microficha.
—¿Por qué? —pregunta Eli.
Me echo a reír. Desengancho los cables azules del disco. Los separo con cuidado de los cables rojos. No quiero alterar el mecanismo calefactor. Funciona bien tal como está.
—Porque —respondo— nosotros les damos igual, pero los datos les apasionan. —Cuando he retirado todos los cables, cojo el disco plateado—. Estoy seguro de que esto registra variables como nuestro pulso, nuestro grado de hidratación, el momento de nuestra muerte. Y cualquier otra información que quieran conocer del tiempo que pasamos en los pueblos. No utilizan los abrigos para rastrearnos. Pero recopilan nuestros datos después de que hayamos muerto.
—Los abrigos no siempre se queman —observa Vick.
—Y, aunque se quemen, los discos son ignífugos —apostillo, y sonrío—. Se lo hemos puesto difícil —digo a Vick—. Todos los señuelos que hemos enterrado. —Se me borra la sonrisa cuando imagino a los militares desenterrando los cadáveres solo para quitarles el abrigo.
—El primer chico del río —recuerda Vick—. Nos ordenaron que le quitáramos el abrigo antes de que nos deshiciéramos de él.
—Pero, si nosotros les damos igual, ¿por qué les interesan nuestros datos? —pregunta Eli.
—La muerte —respondo—. Es lo único que todavía no han conquistado del todo. Quieren saber más de ella.
—Nosotros nos morimos y ellos aprenden a no hacerlo —dice Eli. Su voz parece distante, como si no solo pensara en los abrigos, sino también en otra cosa.
—¿Por qué no nos lo habrán impedido? —se extraña Vick—. Llevábamos semanas enterrando cadáveres.
—No lo sé —digo—. A lo mejor tenían curiosidad por ver cuánto íbamos a aguantar.
Por un instante, nadie dice nada. Enrollo los cables azules, las entrañas de la Sociedad, y los dejo debajo de una piedra.
—¿Alguno quiere que le quite los suyos? —pregunto—. Será un momento.
Vick me da su abrigo. Ahora que sé dónde están los cables azules, puedo ser más preciso con las incisiones. Hago solo unos pocos agujeritos y los saco. Practico uno más grande en la parte correspondiente al corazón para poder extraer el disco.
—¿Cómo vas a arreglar el tuyo? —me pregunta Vick mientras se pone el abrigo.
—Tendré que llevarlo así hasta que se me ocurra algo —respondo. Uno de los árboles próximos es un pino que rezuma resina. La utilizo para pegar algunos de los cortes. El olor de la resina, penetrante y terroso, me recuerda a los pinos más altos de la Loma—. Mientras los cables rojos funcionen, es probable que me siga abrigando lo suficiente.
Alargo la mano para que Eli me dé su abrigo, pero él no lo hace.
—No —dice—. Está bien así. Me da igual.
—De acuerdo —respondo, sorprendido, pero después creo entenderlo. El disco es lo más cerca de la inmortalidad que cualquiera de nosotros estará nunca, aunque no puede equipararse a las muestras de tejido que extraen a los ciudadanos ideales: una oportunidad de revivir algún día cuando la Sociedad disponga de la tecnología necesaria.
No creo que la Sociedad descubra nunca la fórmula de la inmortalidad. Ni tan siquiera ella puede devolver la vida. Pero es cierto que, en su seno, nuestros datos viven eternamente, que circulan sin cesar para que ella los convierta en las cifras que más le convienen. Es como lo que el Alzamiento ha hecho con la leyenda del Piloto.
Sé lo de la rebelión y su líder desde que me alcanza la memoria.
Pero nunca se lo he dicho a Cassia.
Estuve a punto de hacerlo en la Loma, el día que le expliqué el relato de Sísifo. No la adaptación que ha hecho el Alzamiento, sino la versión que más me gusta a mí. Cassia y yo estábamos en aquel umbrío bosque verde. Los dos teníamos una tela roja en la mano. Yo terminé el relato y estaba decidido a contárselo. Pero ella me preguntó por el color de mis ojos. En ese momento, comprendí que amarnos era más peligroso, más parecido a una rebelión, que nada de lo que pudiera sucedernos.
Llevaba toda la vida oyendo fragmentos del poema de Tennyson. Pero en Oria, después de verlos en los labios de Cassia, comprendí que el poema no pertenecía al Alzamiento. Tennyson no lo compuso para los rebeldes: lo escribió mucho antes de que la Sociedad existiera. Lo mismo sucedía con el relato de Sísifo. Existía mucho antes de que el Alzamiento, la Sociedad o mi padre se apropiaran de él.
En el distrito, cuando mi vida empezó a consistir en realizar las mismas tareas todos los días, también yo adapté el relato. Decidí que lo que uno piensa es más importante que cualquier otra cosa.
Así, jamás dije a Cassia que ya conocía el otro poema o que ya sabía de la rebelión. ¿Por qué? La Sociedad ya había empezado a inmiscuirse en nuestra relación. No necesitábamos que lo hiciera nadie más. Los poemas y relatos que compartiéramos podían significar lo que nosotros quisiéramos. Podíamos elegir juntos nuestro camino.
Por fin vemos una señal de los anómalos: una vía de escalada. Al pie de la pared, el suelo está salpicado de fragmentos azules. Me agacho para verlos mejor. Por un momento, me parecen los hermosos caparazones rotos de alguna clase de insecto. Azules y morados por debajo. Rotos y mezclados con barro rojo.
Pero descubro que son los frutos del enebro que crece cerca de la pared. Han caído del árbol, unas botas los han aplastado y la lluvia ha desdibujado las huellas hasta casi borrarlas. Paso la mano por los cortes de la roca y los anclajes metálicos a los que los anómalos enganchaban sus mosquetones. No queda ninguna cuerda.