Cassia
Cuando aterrizamos, quiero ser la primera en bajar de la aeronave para ver si está Ky. Pero recuerdo lo que él me dijo en el distrito sobre no llamar la atención, de modo que me quedo en el centro del grupo de chicas y lo busco entre las numerosas filas de chicos con abrigos negros que tenemos ante nosotras.
No está.
—Recordad —dice el funcionario a los chicos— que debéis tratarlas como al resto. Nada de violencia, de ninguna clase. Os estaremos vigilando.
Nadie reacciona. No parece que haya un líder. A mi lado, Indie cambia de postura. Detrás de nosotras, una chica reprime un sollozo.
—Acercaos para que os repartamos los víveres —continúa el funcionario, y no hay empujones. Ni empellones.
Los chicos se ponen en fila y cada uno recoge los suyos. Debió de llover anoche. Tienen las botas manchadas de arcilla roja.
Miro cada rostro.
Algunos parecen aterrorizados; otros, astutos y peligrosos. Ninguno parece amable. Todos han visto demasiado. Observo sus espaldas, sus manos cuando cogen los víveres, sus rostros cuando pasan por delante del funcionario. No se pelean por la comida; hay para todos. Llenan sus cantimploras con el agua de grandes barriles azules.
Me doy cuenta de que los estoy clasificando. Y pienso: «¿Y si tuviera que clasificarme a mí? ¿Qué vería? ¿Vería una persona que va a sobrevivir?».
Intento mirarme, ver a la chica que observa mientras el funcionario y los militares recogen sus cosas y se marchan en la aeronave. Lleva ropa nueva para ella y mira ávidamente unos rostros que no conoce. Me fijo en su enmarañado cabello castaño, en su postura erguida, que mantiene incluso después de que los militares y el funcionario se marchen y uno de los chicos se adelante para explicar a las recién llegadas que aquí no se cultiva nada, que el enemigo ataca todas las noches, que la Sociedad ya no reparte pistolas y que, de todas formas, las pistolas no han funcionado nunca, que todas las personas de este campo están aquí para morir y nadie sabe el motivo.
La chica sigue con la espalda recta cuando otras caen de rodillas porque ya sabía todo esto desde el principio. No puede darse por vencida, no puede llevarse las manos a la cabeza ni llorar de rabia porque tiene que encontrar a una persona. De entre todas las chicas, es la única que esboza una sonrisa.
«Sí —me digo—. Va a sobrevivir.»
Indie me pide el paquete. Se lo doy y, cuando ella coge el objeto que ha escondido con las pastillas y me lo devuelve, me percato de que sigo sin saber qué es. Pero ahora no es momento de preguntárselo. Tengo otra pregunta más urgente que responder. ¿Dónde está Ky?
—Busco a una persona —digo—. Se llama Ky. —El grupo ha comenzado a disgregarse, ahora que los chicos han terminado de decirnos la verdad—. Es moreno, con los ojos azules —continúo, en voz más alta—. Vino de una gran ciudad, pero también conoce estas tierras. Tiene palabras. —Me pregunto si ha encontrado una forma de venderlas aquí, de intercambiarlas.
Los chicos me miran con ojos de distintos colores, azules, verdes, grises. Pero ninguno tiene el color de los ojos de Ky, ningún azul es exactamente el suyo.
—Ahora deberíais descansar —aconseja el chico que nos ha dicho la verdad—. Cuesta dormir de noche. Es cuando suele atacar el enemigo. —Parece agotado y, cuando se aleja, veo que lleva un mini-terminal en la mano. ¿Fue el líder en algún momento? ¿Sigue dando información por la fuerza de la costumbre?
Los demás también se van. La apatía de este campo me asusta más que la propia situación. Estos chicos no parecen saber nada de ninguna rebelión o Alzamiento. Si ya nada les importa, si se han dado todos por vencidos, ¿quién me ayudará a encontrar a Ky?
—Yo no puedo dormir —susurra una chica de la aeronave—. ¿Y si es mi último día?
Al menos, puede hablar. Otras casi parecen haberse quedado catatónicas de la impresión. Veo que un chico se acerca a una de las chicas y le dice algo. Ella se encoge de hombros, nos mira y se marcha con él.
El corazón se me acelera. ¿Debería disuadirla? ¿Qué hará él?
—¿Les has mirado las botas? —me susurra Indie.
Asiento. Me he fijado en el barro, y en las propias botas. Tienen la suela recia y son de caucho, igual que las nuestras, pero las suyas llevan muescas alrededor de la suela. Imagino qué deben de significar, qué deben de señalar. Los días que han sobrevivido. Se me encoge el corazón porque ninguno de los chicos tiene muchos cortes en las botas. Y ya han pasado casi doce semanas desde que se llevaron a Ky.
Los chicos se alejan con paso cansino. Parecen retirarse a los lugares donde duermen y no querer saber nada de nadie, pero unos cuantos rodean a las chicas. Dan la impresión de estar hambrientos.
«No clasifiques —me digo—. Ve lo que hay.»
Tienen muy pocas muescas en las botas. La apatía aún no ha hecho mella en ellos. Todavía desean cosas. Son nuevos. Lo más probable es que no lleven aquí el tiempo suficiente para haber conocido a Ky.
«Sigues clasificando. Ve lo que hay.»
Uno tiene las manos quemadas y pólvora negra por todas las botas, incluso en las rodillas. Está al final del grupo. Advierte que le observo las manos y me mira a los ojos, hace un gesto que no me gusta. Pero le mantengo la mirada. Trato de ver lo que hay.
—Tú lo conoces —digo—. Sabes de quién hablo.
No espero que lo admita, pero él asiente.
—¿Dónde está? —pregunto.
—Ha muerto —responde.
—Mientes —digo mientras me trago la preocupación y las ganas de llorar—. Pero te escucharé cuando quieras decirme la verdad.
—¿Qué te hace pensar que te diré algo? —pregunta.
—No te queda mucho tiempo para hablar —respondo—. Ni a ti ni a ninguno de nosotros.
Indie está a mi lado, con la vista clavada en el horizonte. Busca pistas de lo que nos espera. Unas cuantas personas se acercan a escuchar.
Por un momento, parece que el chico va a hablar, pero entonces se ríe y se marcha.
Sin embargo, yo no me preocupo. Sé que volverá: lo he visto en sus ojos. Y estaré preparada.
El día se hace a la vez largo y corto. Todos esperamos. La pandilla de chicos regresa, pero, por algún motivo, guarda las distancias. Quizá se deba a la amenaza del antiguo líder, que permanece cerca de nosotras, con el miniterminal en la mano para informar de cualquier conducta inapropiada. ¿Temen las consecuencias si nos hacen daño y el funcionario regresa?
Estoy cenando con las otras chicas cuando veo que el chico de las manos quemadas se acerca. Me levanto y le ofrezco la comida que queda en mi bandeja de papel de aluminio. En este campo, las raciones son tan reducidas que cualquiera que lleve mucho tiempo aquí debe de estar famélico.
—Tonta —masculla Indie a mi lado, pero también se pone de pie. Después de ayudarnos en la aeronave, parece que, de algún modo, nos hayamos aliado.
—¿Me estás sobornando? —me pregunta el chico con malicia cuando ve que le ofrezco mi guiso de carne y fécula.
—Por supuesto —respondo—. Tú eres el único que estaba presente. Eres el único que lo sabe.
—Podría quitártela sin más —aduce—. Podría quitarte todo lo que quisiera.
—Podrías —digo—. Pero no sería inteligente.
—¿Por qué no? —pregunta.
—Porque nadie te escuchará como yo —respondo—. Nadie más quiere saberlo. Pero yo sí. Yo quiero saber lo que viste.
Vacila.
—Los demás no quieren oír hablar de eso, ¿verdad? —pregunto.
El chico se aparta y se pasa una mano por el pelo, un gesto, creo, que conserva de otra época, porque ahora lo lleva corto, como todos sus compañeros.
—Está bien —dice—. Pero fue en otro campo. El campo donde estuve antes de venir aquí. Quizá no sea la misma persona. El Ky que conozco tenía palabras, como tú has dicho.
—¿Qué palabras tenía? —pregunto.
Se encoge de hombros.
—Unas que decía por los muertos.
—¿Cuáles eran? —insisto.
—Casi no me acuerdo —responde—. Decían algo de un Piloto.
Parpadeo, sorprendida. Ky también conoce el poema de Tennyson. ¿Cómo? Entonces recuerdo la primera vez que abrí la polvera aquel día que estaba en el bosque. Más adelante, Ky me dijo que me vio. A lo mejor también vio el poema, sin que yo me diera cuenta. O puede que yo lo susurrara demasiado alto cuando lo releí tantas veces en el bosque. Sonrío. «Así que también compartimos el segundo poema.»
Los ojos de Indie van del chico a mí, cargados de curiosidad.
—¿A quién se refería con el Piloto? —pregunta.
El chico se encoge de hombros.
—No lo sé. Decía las palabras siempre que alguien moría. Eso es todo. —Comienza a reírse, una risa que carece de humor—. Pero debió de pasarse horas repitiéndolas la última noche.
—¿Qué pasó la última noche?
—Hubo un ataque aéreo —responde, ya sin reírse—. El peor de todos.
—¿Cuándo fue?
Se mira la bota.
—Anteanoche —responde, como si apenas se lo pudiera creer—. Parece que haga más tiempo.
—¿Lo viste esa noche? —pregunto, con el corazón desbocado. Si me puedo fiar de este chico, Ky estaba vivo y cerca de aquí anteanoche—. ¿Estás seguro? ¿Le viste la cara?
—La cara, no —responde—, la espalda. Él y su amigo Vick huyeron y nos abandonaron. Nos sacrificaron para salvarse ellos. Solo sobrevivimos seis. No sé dónde se han llevado los militares a los otros cinco después de que me trajeran aquí. En este campo solo estoy yo.
Indie me lanza una mirada inquisitiva y leo la pregunta en sus ojos: «¿Es él?». No es propio de Ky abandonar a gente, pero sí lo es hallar una oportunidad en una situación desesperada y no dejarla escapar.
—Así que se largó la noche del ataque aéreo. Y os dejó… —No puedo terminar la frase.
Se hace el silencio bajo el cielo.
—Los entiendo —dice el chico mientras su rencor se trueca en agotamiento—. Yo habría hecho lo mismo. Si hubiéramos escapado demasiados, nos habrían pillado. Trataron de ayudarnos. Nos enseñaron a lanzar nuestras pistolas como granadas, para que al menos pudiéramos contraatacar una vez. Aun así, sabían lo que hacían la noche que escaparon. Fue el momento ideal. Murieron tantos señuelos, algunos a causa de nuestras propias pistolas, que es posible que la Sociedad no sepa quién terminó convertido en ceniza y quién no. Pero yo me di cuenta. Los vi escapar.
—¿Sabes dónde están ahora? —pregunta Indie.
—Ahí, en alguna parte. —El chico señala unas formaciones rocosas que apenas se ven desde aquí—. Nuestro pueblo estaba cerca de esas rocas. Ky llamaba a ese sitio la Talla. Debía de estar desesperado. Aquello es la muerte. Anómalos, escorpiones, crecidas. Aun así… —Se queda callado y mira el cielo—. Se llevaron a un crío con ellos. Eli. No debía de tener ni trece años. El menor de nuestro grupo. Era incapaz de tener la boca cerrada. ¿De qué les servía? ¿Por qué no se llevaron a uno de nosotros?
Es Ky, seguro.
—Pero, si lo viste escapar, ¿por qué no lo seguiste? —pregunto.
—Vi lo que le pasó a un chico que lo intentó —responde, sin inmutarse—. Se decidió demasiado tarde. Las aeronaves lo abatieron. Solo consiguieron llegar ellos tres. —Vuelve a mirar la Talla, recordando.
—¿A qué distancia está la Talla? —pregunto.
—Lejos —responde—. A unos cuarenta o cincuenta kilómetros. —Enarca una ceja—. ¿Crees que puedes llegar sola? Anoche llovió. Sus pisadas se habrán borrado.
—Me gustaría que me ayudaras —digo—. Enséñame dónde fue exactamente.
Él se ríe, una risa que no me gusta pero que comprendo.
—¿Y qué consigo yo a cambio?
—Algo que sirve para sobrevivir en los cañones —respondo—, robado de un centro médico de la Sociedad. Te diré más si consigues llevarnos a la Talla sin percances. —Miro a Indie. No hemos hablado de si va a acompañarme, pero parece que ahora somos un equipo.
—De acuerdo —dice el chico, interesado—. Pero no quiero más sobras de comida con sabor a papel de aluminio. —A Indie se le escapa un grito de sorpresa, pero yo sé por qué me ha costado tan poco convencerlo: quiere venir con nosotras. También desea escapar, pero no lo hará solo. No después de haber estado en el campo de Ky. No ahora. Nos necesita tanto como nosotras a él.
—No lo serán —respondo—. Te lo prometo.
—Tendremos que pasarnos toda la noche corriendo. ¿Podrás?
—Sí —respondo.
—Yo también —afirma Indie. La miro—. Me voy con vosotros —añade, y no es una pregunta. Nadie decide por ella. Y es ahora o nunca.
—Bien —digo.
—Vendré a buscaros cuando esté oscuro y todos duerman —explica el chico—. Buscad un sitio para descansar. Hay un viejo almacén, en las afueras del pueblo. Puede que sea el mejor sitio. Los señuelos que duermen ahí no os harán daño.
—De acuerdo —digo—. Pero ¿y si hay un ataque aéreo?
—Si hay un ataque, iré a buscaros cuando haya terminado. Si no estáis muertas. ¿Os han dado linternas?
—Sí —respondo.
—Cogedlas. La luna nos vendrá bien, pero ya ha empezado a menguar.
La luna blanca asoma por encima de la negra silueta de la Talla y me doy cuenta de que estaba ahí desde el principio y yo la había olvidado, aunque podría haberla reconocido por la ausencia de estrellas en el espacio que ocupa. Aquí, las estrellas son como en Tana, numerosas y diáfanas en esta noche despejada.
—Vuelvo enseguida —dice Indie y, antes de que pueda detenerla, se escabulle.
—Ten cuidado —susurro demasiado tarde. Ya ha salido.
—¿Cuándo suelen venir? —pregunta una de las chicas.
Estamos todas apiñadas en las ventanas, que ya no tienen cristal. El viento se cuela por ellas, su corriente es un río de aire frío que fluye de una a otra.
—Nunca se sabe —responde un chico. Tiene cara de resignación—. Nunca. —Suspira—. Cuando vienen, el mejor sitio son los sótanos. Este pueblo los tiene. Hay otros que no.
—Pero algunos nos arriesgamos a quedarnos aquí —dice un compañero—. No me gustan los sótanos. No pienso con claridad cuando estoy bajo tierra.
Hablan como si llevaran toda la vida aquí, pero, cuando les alumbro las botas con la linterna, veo que solo tienen cinco o seis muescas.
—Voy un rato afuera —digo al cabo de un momento—. No hay ninguna regla que lo prohíba, ¿no?
—No te separes de las sombras ni enciendas la linterna —me aconseja el chico al que no le gustan los sótanos—. No llames la atención. Podrían estar sobrevolándonos, esperando.
—De acuerdo —digo.
Indie llega justo cuando voy a salir y suspiro con alivio. No ha vuelto a huir.
—Esto es precioso —dice, casi alegre, y sale conmigo.
Tiene razón. Si se puede dejar de lado todo lo que sucede, el paisaje es precioso. La blanca luz de la luna baña las aceras de cemento y veo al chico. Es cauteloso. Dejo de verlo, pero percibo su presencia. No me sorprendo cuando me susurra al oído; Indie tampoco.
—¿Cuándo nos vamos? —le pregunto.
—Ahora —responde—. O no llegaréis antes de que amanezca.
Lo seguimos cuando se dirige a las afueras del pueblo; veo que hay otros señuelos moviéndose al amparo de las sombras, empleando el poco tiempo que les queda de distintas formas. Nadie parece reparar en nosotros.
—¿Nadie intenta fugarse? —pregunto.
—No a menudo —responde el chico.
—¿Y rebelarse? —pregunto cuando llegamos al final del pueblo—. ¿Se habla alguna vez de eso?
—No —responde con voz apagada—. No se habla de eso. —Se detiene—. Quitaos los abrigos.
Nos quedamos mirándolo. Él se ríe mientras se quita el suyo y lo pasa por la correa de su mochila.
—Pronto dejarán de haceros falta —dice—. Entraréis en calor enseguida.
Indie y yo nos quitamos los abrigos. Nuestra ropa negra de diario se confunde con la noche.
—Seguidme —dice el chico.
Y echamos a correr.
Al cabo de unos dos kilómetros, solo mis manos siguen frías.
En el distrito, corrí descalza por la hierba para tratar de ayudar a Ky. Aquí, llevo unas pesadas botas y tengo que sortear piedras para no torcerme el tobillo, pero me siento más ligera que entonces, y mucho más ligera de lo que nunca me sentí corriendo en la lisa cinta de la pista dual. La adrenalina y la esperanza me inundan; podría correr eternamente de esta forma, hacia Ky.
Nos detenemos a beber y siento cómo el agua helada se abre paso por mi cuerpo. Puedo seguir su curso entre mi garganta y mi estómago, una estela de frío que me hace temblar, una vez, antes de volver a tapar la cantimplora.
Pero comienzo a cansarme demasiado pronto.
Tropiezo con una piedra, no logro esquivar un arbusto. Este me hinca sus dientes, sus espinosos frutos, en la ropa y la pierna. La escarcha cruje bajo nuestros pies. Tenemos suerte de que no haya nieve; y el aire es tan frío como en un desierto, un frío penetrante que me induce erróneamente a creer que no tengo sed porque respirar es como beber hielo.
Cuando me llevo las manos a los labios, los tengo secos.
No miro atrás para ver si alguien nos persigue o surca el cielo para abatirse sobre nosotros. Lo que tenemos delante exige toda mi atención. La luz de la luna nos basta para ver, pero, en ocasiones, nos arriesgamos a encender las linternas cuando las sombras son demasiado densas.
El chico enciende la suya y suelta un taco.
—Se me ha olvidado mirar arriba —dice.
Cuando lo hago yo, veo que, en nuestro esfuerzo por evitar pequeños barrancos y rocas afiladas, hemos comenzado a dar vueltas.
—Estás cansado —observa Indie—. Deja que vaya yo primera.
—Puedo ir yo —sugiero.
—Espera —me dice ella, con la voz tensa y fatigada—. Creo que tú vas a ser la única con ánimo suficiente para tirar de nosotros al final.
La ropa se nos engancha en duros arbustos espinosos; el penetrante olor del aire es inconfundible, seco. «¿Puede ser salvia? —me pregunto—. El olor que Ky prefiere de su tierra.»
Al cabo de varios kilómetros, dejamos de correr en fila. Lo hacemos uno al lado del otro. No es eficaz. Pero nos necesitamos demasiado.
Todos nos hemos caído. Todos sangramos. El chico se ha lastimado el hombro; Indie tiene las piernas llenas de rasguños; yo me he caído a un barranco poco profundo y me duele todo el cuerpo. Corremos tan despacio que casi andamos.
—Una maratón —resuella Indie—. Así se llaman las carreras como esta. Me sé una historia sobre una.
—¿Me la explicas? —pregunto.
—Mejor no.
—Mejor sí. —Lo que sea para dejar de pensar en lo duro que es esto, en lo mucho que todavía nos queda. Aunque nos acercamos, nos parece que cada nuevo paso va a ser el último. Me asombra que Indie sea capaz de hablar. El chico y yo hemos dejado de hacerlo hace horas.
—Ocurrió cuando se acababa el mundo. Había que llevar un mensaje. —Jadea y sus palabras se tornan entrecortadas—. Alguien corrió más de cuarenta kilómetros para comunicarlo. Como nosotros. Lo consiguió. Lo comunicó.
—¿Y lo recompensaron? —pregunto, entre jadeos—. ¿Bajó una aeronave y lo salvó?
—No —responde—. Comunicó el mensaje y se murió.
Comienzo a reírme, lo cual es un derroche de aire, e Indie también lo hace.
—Te he dicho que mejor no te lo contaba.
—Al menos, el mensaje llegó —aduzco.
—Supongo —dice. Cuando me mira, aún sonriente, advierto que lo que yo había percibido como frialdad es, de hecho, calor. Indie tiene un fuego dentro que la mantiene con vida y en movimiento incluso en un lugar como este.
El chico tose y escupe. Lleva más tiempo aquí que nosotras. Parece débil.
Dejamos de hablar.
Cuando todavía nos quedan varios kilómetros para alcanzar la Talla, el aire comienza a oler distinto. Ya no es puro ni huele a plantas como antes. Se ha vuelto denso y humeante, como si algo ardiera. Cuando miro al frente, me parece ver ascuas que brillan en la oscuridad, destellos de luz ambarina bajo la luna.
Percibo otro olor, un olor que no conozco bien, pero que intuyo que podría ser a muerte.
Ninguno de nosotros dice nada, pero el olor nos empuja a seguir corriendo como casi ninguna otra cosa lo haría y, durante un rato, no respiramos hondo.
Corremos durante una eternidad. Recito los versos del poema al ritmo de mis pasos. Mi voz casi me parece la de otra persona. No sé de dónde saco las fuerzas y mezclo las palabras: «Pues aunque el flujo lejos me arrastre cañón adentro y de la muerte y el espacio se rebase el umbral», pero no me importa. No sabía que las palabras podían no importar.
—¿Lo recitas por nosotros? —resuella el chico. Es la primera vez que habla desde hace horas.
—No estamos muertos —digo. Ningún muerto se siente tan cansado.
—Hemos llegado —dice el chico, y se detiene. Miro hacia el lugar que señala y veo unos pedruscos por los que será difícil, pero no imposible, bajar.
Lo hemos conseguido.
El chico se dobla, extenuado. Indie y yo nos miramos. Creo que está enfermo y alargo la mano para tocarle el hombro, pero se yergue.
—Vamos —digo, sin estar segura de por qué espera.
—No voy con vosotras —me informa—. Me voy por ese cañón. —Señala detrás de él.
—¿Por qué? —pregunto, e Indie dice:
—¿Cómo sabemos que podemos fiarnos de ti? ¿Cómo sabemos que este es el cañón correcto?
El chico menea la cabeza.
—Lo es —afirma mientras alarga la mano para que le paguemos—. Daos prisa. Ya es casi de día. —Habla en voz baja, sin emoción, y eso es lo que me convence de que dice la verdad. Está demasiado cansado para mentir—. Al final, el enemigo no ha atacado esta noche. Se darán cuenta de que no estamos. Puede que informen por el miniterminal. Tenemos que bajar a los cañones.
—Ven con nosotras —sugiero.
—No —dice. Me mira y me doy cuenta de que nos necesitaba para la carrera. Es demasiado dura para hacerla solo. Ahora, por el motivo que sea, quiere seguir solo. Susurra—: Por favor.
Meto la mano en mi mochila y cojo las pastillas. Mientras las saco torpemente del paquete, con las manos frías pese al sudor que me corre por la espalda, él vuelve la cabeza hacia el lugar donde desea estar. Quiero que nos acompañe. Pero la decisión es suya.
—Ten —digo, y le ofrezco la mitad de las pastillas. Él las mira, encerradas en sus pequeños compartimientos herméticos, todas con una etiqueta en la parte de atrás que indica claramente lo que son. Azul. Azul. Azul. Azul.
Y se echa a reír.
—Azules —dice, y se ríe más fuerte—. Todas de color azul. —Y en ese momento, como si hubiera invocado el color al nombrarlo, todos advertimos que el cielo se ha teñido de luz.
—Coge unas cuantas —digo, y me acerco. Veo sudor congelado en las puntas de su pelo demasiado corto; escarcha en sus pestañas. Tirita. Debería ponerse el abrigo—. Coge unas cuantas —repito.
—No —replica, y me aparta la mano.
Las pastillas caen al suelo. Grito y me arrodillo para recogerlas.
El chico se queda un momento callado.
—Quizá una o dos —dice, y lo veo bajar la mano con rapidez. Recoge el paquete y separa dos cuadraditos. Antes de que pueda detenerlo, me lanza el resto y echa a correr.
—¡Pero tengo otras! —grito.
Nos ha ayudado a llegar hasta aquí. Podría darle la verde por si necesita calmarse. O la roja, y así podría olvidar esta espantosa carrera y el olor de sus amigos muertos cuando hemos pasado por delante del pueblo incendiado. Debería darle ambas. Abro la boca para llamarlo, pero ni tan siquiera sé su nombre.
Indie no se ha movido.
—Tenemos que ir tras él —digo en tono de urgencia—. Vamos.
—Número diecinueve —susurra.
Sus palabras no significan nada para mí hasta que sigo su mirada. La luz ha hecho visible lo que hay más allá de los pedruscos: la Talla, en primer plano.
—Oh —susurro—. Oh.
Aquí, el mundo cambia.
Ante mí se extiende un paisaje de cañones, de abismos, de brechas y gargantas. Un paisaje de sombras, de elevaciones y declives. De rojos y azules y muy poco verde. Indie tiene razón. Conforme clarea y veo los picos recortados y los profundos cañones, la Talla me recuerda un poco al cuadro que Xander me regaló.
Pero la Talla es real.
El mundo es mucho más grande de lo que yo pensaba.
Si descendemos a esta Talla con sus kilómetros de montañas y hectáreas de valles, con sus precipicios y grutas, desapareceremos casi por completo. Nos convertiremos prácticamente en nada.
De pronto, recuerdo una vez en el centro de segunda enseñanza, antes de que comenzáramos a especializarnos, que nos repartieron esquemas de nuestros huesos y cuerpos y nos dijeron cuán frágiles éramos, con cuánta facilidad podíamos rompernos o enfermar sin la Sociedad. Recuerdo que, cuando vi en las ilustraciones que nuestros huesos blancos estaban, de hecho, llenos de sangre roja y tuétano, pensé: «No sabía que tuviera esto dentro».
No sabía que la tierra tuviera esto dentro. La Talla parece tan vasta como el cielo bajo el que se extiende.
Es el escondrijo ideal para alguien como Ky. Toda una rebelión podría guarecerse en un lugar como este. Comienzo a sonreír.
—Espera —digo cuando Indie se dispone a bajar a la Talla por los pedruscos—. Solo faltan unos minutos para que salga el sol. —Soy codiciosa. Quiero ver más.
Ella niega con la cabeza.
—Tenemos que estar dentro antes de que se haga de día.
Tiene razón. Miro por última vez al chico, cuya silueta menguante se aleja más deprisa de lo que yo le creía capaz. Me habría gustado darle las gracias.
Bajo detrás de Indie al cañón por el que espero que Ky huyera hace tan solo dos días. Me alejo de la Sociedad, de Xander, de mi familia, de la vida que conozco. Me alejo del chico que nos ha guiado hasta aquí, de la luz que comienza a bañar este paisaje y torna el cielo azul y la piedra roja, la luz que podría acarrearnos la muerte.