Capítulo 9

Ky

La noche cae implacable mientras esperamos a que salga la luna. El cielo se vuelve azul, rosa y de nuevo azul. Un azul más oscuro e intenso, casi negro.

Aún no he dicho a Eli que nos vamos.

Hace un rato, Vick y yo hemos enseñado a los señuelos a utilizar las pistolas. Ahora estamos esperando para abandonarlos y correr a las insondables fauces de la Talla.

El miniterminal emite un pitido agudo y Vick se lo lleva al oído para escuchar el mensaje que acaba de recibir.

Me pregunto qué pensara el enemigo de nosotros, de estas personas que la Sociedad rara vez se molesta en defender. Nos abate a tiros y nosotros volvemos a salir como si nuestras reservas fueran inagotables. ¿Parecemos ratas, ratones, pulgas, alguna alimaña imposible de matar? ¿O está el enemigo al corriente del engaño de la Sociedad?

—Prestad atención —dice Vick. Ha terminado de hablar por el miniterminal—. Acabo de recibir un mensaje de un alto funcionario. —Los señuelos murmuran. Tienen las manos manchadas de pólvora y los ojos rebosantes de esperanza. Me cuesta mirarlos. Comienzan a pasárseme palabras por la cabeza, una cadencia familiar, y solo tardo un momento en darme cuenta de lo que hago: estoy recitando para ellos el poema que digo por los muertos.

—Pronto van a llegar señuelos nuevos —dice Vick.

—¿Cuántos? —pregunta alguien.

—No lo sé —responde—. Solo sé que el funcionario dice que van a ser distintos, pero debemos tratarlos como a cualquier otro señuelo y seremos responsables de cualquier cosa que les pase.

Todos se quedan callados. Esa es una de las pocas cosas que nos han dicho que sí ha resultado cierta: si uno de nosotros mata o hiere a otro, los funcionarios se lo llevan. Deprisa. Ya lo hemos visto. La Sociedad lo ha dejado muy claro: no debemos lastimarnos. Para eso ya está el enemigo.

—A lo mejor mandan un grupo grande —aventura un señuelo—. Quizá deberíamos esperar a que lleguen para intentar luchar.

—No —dice Vick en tono autoritario—. Si el enemigo ataca esta noche, nosotros contraatacamos esta noche. —Señala la redonda luna blanca que asoma por el horizonte—. Todos a sus puestos.

—¿A qué creéis que se refería el funcionario —pregunta Eli cuando nos quedamos los tres solos— con eso de que los señuelos nuevos son distintos?

Vick tensa la mandíbula y sé que los dos hemos pensado lo mismo. Chicas. Van a mandar chicas.

—Tienes razón —me dice—. Se están deshaciendo de los aberrantes.

—Y estoy seguro de que antes de nosotros dejaron que mataran a todos los anómalos —añado, y, casi antes de acabar, veo que Vick cierra la mano para darme un puñetazo en la cara. Me aparto justo a tiempo. Él falla e, instintivamente, le doy un golpe fuerte en el abdomen. Él retrocede tambaleándose, pero no se desploma.

Eli ahoga un grito. Vick y yo nos miramos.

El dolor de sus ojos no se debe a mi puñetazo. Ya le han pegado antes, igual que a mí. Sabemos sobrellevar esa clase de dolor. No estoy seguro de por qué ha reaccionado así, pero sé que jamás me lo contará. Yo guardo mis secretos. Y él guarda los suyos.

—¿Crees que soy un anómalo? —pregunta Vick, en voz baja. Eli retrocede un paso y guarda las distancias.

—No —respondo.

—¿Y si lo fuera?

—Me alegraría —digo—. Significaría que alguien ha sobrevivido. O que tengo una idea equivocada de lo que la Sociedad está haciendo aquí…

Vick y yo miramos el cielo. Hemos oído lo mismo, hemos percibido el mismo cambio.

El enemigo.

La luna ya ha salido.

Y está llena.

—¡Ya vienen! —grita Vick.

Otras voces repiten su aviso. Gritan y chillan y en ellas percibo terror, rabia y otro sentimiento que reconozco de otra época ya muy lejana. La alegría de devolver el golpe.

Vick me mira y sé que pensamos lo mismo. Estamos tentados de quedarnos para luchar hasta el final. Le hago un ademán negativo con la cabeza. ¡No! Él puede quedarse, pero yo no pienso hacerlo. Tengo que salir de aquí. Tengo que tratar de reunirme con Cassia.

Veo haces de linternas que se mueven y oscilan. Figuras oscuras que corren y gritan.

—¡Ahora! —exclama Vick.

Suelto mi pistola y agarro a Eli por el brazo.

—Ven con nosotros —le ordeno. Él me mira, confuso.

—¿Adónde? —pregunta. Señalo la Talla y él abre mucho los ojos—. ¿Ahí?

—Ahí —respondo—. ¡Ya!

Eli solo vacila un momento. Asiente y echamos a correr. He dejado mi pistola en el suelo. Una oportunidad más, quizá, para otro señuelo y, por el rabillo del ojo, veo que Vick también deja la suya, junto con el miniterminal.

De noche, parece que corramos a toda velocidad por el lomo de un animal enorme, que lo hagamos por sus vértebras y por zonas de hierba alta y fina que brilla bajo la luna como un reluciente pelaje plateado. Conforme nos acercamos a la Talla falta menos para que pisemos roca, y será entonces cuando estaremos más expuestos.

Al cabo de un kilómetro, veo que Eli se rezaga.

—Tira la pistola —ordeno y, cuando no lo hace, se la quito de las manos de un golpe.

El arma cae ruidosamente al suelo y Eli se detiene.

—¡Eli! —exclamo, y entonces comienza el ataque.

Y los gritos.

—Corre —le ordeno—. No escuches.

Yo también trato de no oír nada, ni los chillidos ni a los moribundos.

Pisamos roca y Eli y yo nos detenemos junto a Vick, que ya se ha desorientado.

—Por ahí —digo, mientras señalo.

—Tenemos que volver para ayudarlos —afirma Eli.

Vick no responde y echa de nuevo a correr.

—¿Ky?

—Sigue corriendo, Eli —le ordeno.

—¿Te da igual que mueran? —pregunta.

Pop-pop-pop.

Detrás de nosotros, oímos las patéticas explosiones de las pistolas que hemos trucado. Aquí, son insignificantes.

—¿No quieres vivir? —pregunto a Eli, furioso por el hecho de que me lo ponga tan difícil, de que no me permita olvidar lo que sucede detrás de nosotros.

Y entonces el animal tiembla bajo nuestros pies. Ha caído una bomba y Eli y yo aceleramos el ritmo, guiados únicamente por nuestro instinto de supervivencia. Correr es mi único pensamiento.

Ya había hecho esto. Hace años. Mi padre me dijo una vez: «Si algo ocurre, huye a la Talla», y eso hice. Como siempre, quería sobrevivir.

Los funcionarios aterrizaron delante de mí después de tardar minutos en cubrir con su aeronave los kilómetros que a mí me había llevado horas recorrer a pie. Me tiraron al suelo. Yo me resistí. Una piedra me rasguñó la cara. Pero no solté la única cosa que me había llevado del pueblo: el pincel de mi madre.

En la aeronave, vi a la otra única superviviente, una niña de mi pueblo. Cuando despegamos, los funcionarios nos ofrecieron una pastilla roja. Yo había oído rumores. Pensé que iba a morir. Así que cerré la boca. No pensaba tomarme la mía.

—Vamos —dijo una de las funcionarias en tono compasivo. Luego, me abrió la boca a la fuerza y me metió una pastilla verde. La falsa calma me invadió y no pude oponer resistencia cuando también me metió la roja. Pero mis manos siguieron firmes. Agarraban el pincel con tanta fuerza que se rompió.

No me morí. En la aeronave, nos llevaron detrás de una cortina y nos lavaron las manos, la cara y el pelo. Fueron amables mientras olvidábamos, nos dieron ropa limpia y nos explicaron la historia que debíamos recordar en vez de lo que había sucedido en realidad.

—Lo lamentamos —dijeron, mientras ponían cara de sentirlo realmente—. El enemigo ha atacado los campos en los que trabajaban muchos de vuestros vecinos. Ha habido pocas víctimas, pero vuestros padres han muerto.

«¿Por qué razón nos decís esto? —pensé—. ¿Creéis que vamos a olvidarlo? No ha habido pocas víctimas. Han muerto casi todos. Y no estaban en los campos. Lo he visto todo.»

La niña lloró, asintió y les creyó, aunque debería haber sabido que mentían. Y comprendí que olvidar era justo lo que esperaban que yo hiciera.

Fingí que lo hacía. Asentí como la niña y traté de poner la misma expresión vacía que ella tenía bajo las lágrimas.

Pero no lloré. Sabía que, si empezaba, ya no podría parar. Y entonces sabrían lo que había visto realmente.

Me quitaron el pincel roto y me preguntaron por qué lo llevaba.

Y, por un momento, sentí pánico. No me acordaba. ¿Estaba haciéndome efecto la pastilla roja? Entonces lo recordé. Llevaba el pincel porque era de mi madre. Lo encontré en el pueblo cuando bajé de la meseta después del ataque aéreo.

Los miré y dije:

—No lo sé. Me lo he encontrado.

Me creyeron y yo aprendí a decir las mentiras justas para salir siempre del paso.

Hemos llegado al borde de la Talla.

—¿Por cuál? —me grita Vick. De cerca, vemos lo que no se veía de lejos: las hondas grietas que surcan la superficie de la Talla. Cada una, un cañón distinto y una opción distinta.

No lo sé. Es la primera vez que estoy aquí. Solo sé lo que mi padre me contó, pero tengo que decidirme, deprisa. Ahora, por un momento, soy el líder.

—Por ese —respondo mientras señalo el cañón más próximo. El que tiene un montón de pedruscos cerca. Por algún motivo, me parece el correcto, como un relato que ya he leído.

Apagamos las linternas. La luna va a tener que bastarnos. Necesitamos ambas manos para descender a las profundidades de la tierra. Me hago un corte en el brazo con una roca y los abrojos se me adhieren donde pueden, como polizones.

Detrás de nosotros, oigo un estruendo, un ruido distinto al fuego enemigo. Y no ha sido en el pueblo. Sino cerca de aquí. En la llanura que acabamos de dejar atrás.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Eli.

—¡Vamos! —le decimos Vick y yo a la vez. Y seguimos bajando. Cada vez más deprisa, heridos, sangrando, magullados. Perseguidos.

Al cabo de un rato, Vick se detiene y yo lo adelanto. Tenemos que llegar al fondo del cañón, ¡ya!

—¡Cuidado! —grito—. El suelo es rocoso. —Oigo a Eli y a Vick respirando detrás de mí.

—¿Qué ha sido eso? —vuelve a preguntar Eli.

—Nos han seguido —responde Vick—. Y los han abatido.

—Podemos descansar un momento —digo mientras me refugio debajo de un gran saliente rocoso. Vick y Eli se unen a mí.

Vick resuella al respirar. Lo miro.

—Tranquilo —dice—. Me pasa cuando corro, más si hay polvo.

—¿Quién los ha abatido? —pregunta Eli—. ¿El enemigo?

Vick no dice nada.

—¡¿Quién?! —insiste Eli, con voz chillona.

—No lo sé —responde Vick—. De veras.

—¿No lo sabes? —pregunta Eli.

—Nadie sabe nada —dice Vick—. Aparte de Ky. Él cree haber encontrado la verdad en una chica.

El odio se apodera de mí, pura cólera consumida, pero, antes de que pueda reaccionar, Vick añade:

—Quién sabe. A lo mejor tiene razón. —Se separa de la pared rocosa en la que estaba apoyado—. Sigamos. Ve tú primero.

El frío aire del cañón me quema la garganta al respirar mientras espero a que mis ojos se habitúen a la oscuridad y los distintos matices de su negrura se concreten en siluetas de rocas y plantas.

—Por aquí —digo—. Alumbrad el suelo con las linternas si os hace falta, pero la luna debería ser suficiente.

La Sociedad nos oculta cosas, pero al viento le da igual lo que sepamos. Nos trae indicios de lo que ha sucedido conforme nos adentramos en el cañón: un olor a humo y una sustancia blanca que cae sobre nosotros. Ceniza blanca. Ni por un instante la tomo por nieve.