Capítulo 8

Cassia

Lo primero que hace la Sociedad mientras todas temblamos de frío en la aeronave bien refrigerada es prometernos abrigos.

—Antes de la Sociedad, cuando se produjo el Calentamiento, el clima de las provincias exteriores cambió —explica el funcionario—. Aún hace frío, pero no tanto. Aún puede helar por las noches, pero, si lleváis los abrigos, no pasaréis frío.

Las provincias exteriores. Ya es seguro. Las otras chicas, incluso Indie, miran al frente. No parpadean. Algunas tiemblan más que otras.

—Este campo de trabajo no es distinto a los demás —continúa el funcionario cuando no hay preguntas—. Os necesitamos para cultivar la tierra. Para sembrar algodón, de hecho. Queremos hacer creer al enemigo que esta parte del país sigue habitada y aún es viable. Es una medida estratégica de la Sociedad.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Hay una guerra con el enemigo? —pregunta una de las chicas.

El funcionario se ríe.

—No realmente. La Sociedad la tiene ganada. Pero el enemigo es imprevisible. Necesitamos hacerle creer que las provincias exteriores están bien pobladas y son florecientes. Y la Sociedad no quiere que un solo grupo tenga que vivir demasiado tiempo allí. Por eso ha establecido rotaciones de seis meses. En cuanto la vuestra acabe, volveréis, como ciudadanas.

«Nada de esto es cierto —pienso—, aunque parezca que usted crea que lo es.»

—Bien —dice el funcionario mientras señala a los dos militares que no pilotan la aeronave—. Os llevarán detrás de esa cortina, os cachearán y os darán la ropa reglamentaria. Incluido el abrigo.

«Van a cachearnos. Ahora.»

No me llaman la primera. Frenética, trato de encontrar un lugar donde esconder las pastillas, pero no veo ninguno. El paisaje artificial de esta aeronave fabricada por la Sociedad solo tiene lustrosas superficies lisas y carece de recovecos. Incluso nuestros duros asientos son lisos, al igual que los sencillos cinturones de seguridad que se nos ciñen al cuerpo. No hay ningún sitio donde ocultar las pastillas.

—¿Tienes algo que esconder? —me susurra Indie.

—Sí —respondo. ¿Por qué mentir?

—Yo también —dice—. Cogeré lo tuyo. Tú coge lo mío cuando me toque a mí.

Abro la bolsa y saco el paquete de pastillas. Antes de poder hacer nada más, Indie, rápida incluso con las esposas puestas, lo coge con disimulo. ¿Qué hará después? ¿Qué necesita esconder y cómo va a sacarlo con las manos esposadas?

No tengo tiempo de verlo.

—La siguiente —dice la militar de cabellos castaños mientras me señala.

«No mires a Indie —me digo—. No hagas nada que pueda delatarte.»

Detrás de la cortina, tengo que desnudarme hasta quedarme en ropa interior mientras la militar registra los bolsillos de mi vieja ropa marrón de diario. Me entrega ropa de diario nueva: negra.

—Veamos la bolsa —dice mientras la coge—. Hurga entre mis mensajes e intento no hacer una mueca cuando uno de los más antiguos de Bram se hace pedazos.

Me devuelve la bolsa.

—Puedes vestirte —dice.

En cuanto termino de abrocharme la camisa, la militar llama al alto funcionario.

—Esta no lleva nada —le informa.

Él asiente.

Vuelvo a sentarme al lado de Indie y me pongo mi nuevo abrigo.

—Estoy lista —susurro, sin apenas mover los labios.

—Ya está en el bolsillo de tu abrigo —dice.

Deseo preguntarle cómo lo ha hecho tan deprisa, pero no quiero que nadie nos oiga. Lo que hemos conseguido, lo que Indie ha conseguido, me alivia tanto que estoy casi eufórica.

Cuando la militar señala a Indie al cabo de un rato, ella se levanta y se acerca obedientemente con la cabeza gacha y las manos delante de ella. «Indie finge muy bien que la han doblegado», pienso para mis adentros.

En el otro extremo de la aeronave, la chica a la que acaban de cachear comienza a sollozar. Me pregunto si trataba de esconder algo y no lo ha conseguido, que es lo que me habría pasado a mí sin Indie.

—Ya puedes llorar, ya —se lamenta otra chica—. Vamos a las provincias exteriores.

—Déjala en paz —dice una tercera.

El funcionario se percata de que la chica llora y le lleva una pastilla verde.

Indie no dice nada cuando regresa. No mira en mi dirección. Noto el peso de las pastillas en el bolsillo de mi abrigo. Ojalá pudiera mirar para asegurarme de que están todas, las azules de Xander y las tres mías, pero no lo hago. Me fío de Indie y ella se fía de mí. El paquete pesa casi lo mismo; no noto más peso que antes en el bolsillo. No sé qué necesitaba esconder Indie, pero debe de ser pequeño y ligero.

¿Qué será? Quizá me lo diga después.

Nos proporcionan lo mínimo: víveres para dos días, una muda de ropa de diario, una cantimplora, una mochila en la que nos cabe todo. Ningún cuchillo, nada afilado. Ninguna arma de fuego. Una linterna, pero tan ligera y con los cantos tan redondeados que no serviría de mucho en una pelea.

Nuestros abrigos pesan poco pero son calientes. Sé que están hechos de un material especial y me pregunto por qué la Sociedad habría de desperdiciar recursos en las personas que manda aquí. Son el único indicio de que quizá le importa si vivimos o morimos. Más que ninguna de las cosas que nos han dado, representan una inversión. Un gasto.

Miro al funcionario. Él se da la vuelta y entra en la cabina. Deja la puerta entreabierta y veo la constelación de instrumentos encendidos en el cuadro de mandos. Para mí, son tan numerosos e incomprensibles como las estrellas, pero el piloto conoce el camino.

—Esta aeronave suena igual que un río —dice Indie.

—¿Había muchos ríos donde vivías?

Ella asiente.

—El único río de por aquí del que he oído hablar es el río Sísifo —digo.

—¿El río Sísifo? —pregunta.

Lanzo una mirada a los militares y al funcionario para asegurarme de que no nos oyen. Parecen cansados; la militar incluso cierra un momento los ojos.

—La Sociedad lo envenenó —digo a Indie—. No puede vivir nada en él, ni tampoco en sus orillas. No puede crecer nada.

Indie me mira.

—Es imposible matar un río —afirma—. No se puede matar algo que siempre está moviéndose y cambiando.

El funcionario se pasea por la aeronave, habla con el piloto, conversa con los otros militares. Su modo de moverse me hace pensar en Ky, en su habilidad para mantener el equilibrio en un tren aéreo en movimiento y prever sutiles cambios de dirección.

Ky no necesitaba llevar la brújula para hacer eso. Yo también puedo viajar sin ella.

Vuelo hacia Ky y me alejo de Xander; salgo al exterior, me adentro en lo desconocido.

—Ya casi hemos llegado —anuncia la militar de pelo castaño. Nos mira y percibo algo en sus ojos: lástima. Se compadece de todas nosotras. Se compadece de mí.

No debería. Nadie de esta aeronave debería compadecerse de mí. Por fin voy a las provincias exteriores.

Me permito imaginar que Ky me espera cuando aterrizamos. Que solo me quedan unos momentos para verlo. Quizá incluso para tocarle la mano y, más tarde, en la oscuridad, los labios.

—Estás sonriendo —dice Indie.

—Lo sé —admito.