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Vick y yo cogemos uno de los cadáveres y lo llevamos a una tumba. Recito las palabras que ahora digo por todos los muertos:
Pues aunque el flujo lejos me arrastre mar adentro
y del Tiempo y Espacio se rebase el umbral,
con mi Piloto espero tener un franco encuentro
cuando mi nave cruce el rompiente final.
No concibo que pueda haber nada más aparte de esto. Que algo de estos cuerpos pueda perdurar cuando mueren con tanta facilidad y se descomponen tan deprisa. Aun así, una parte de mí quiere creer que el flujo de la muerte sí nos lleva a algún lugar. Que alguien nos espera al final. Esa es la parte de mí que dice las palabras por los muertos cuando sé que ellos no las oyen.
—¿Por qué recitas siempre lo mismo? —me pregunta Vick.
—Me parece bonito.
Vick aguarda. Quiere que diga más, pero no pienso hacerlo.
—¿Sabes qué significa? —pregunta, por fin.
—Trata de alguien que espera más —respondo, con indiferencia—. Es una estrofa de un poema anterior a la Sociedad. —No del poema que nos pertenece a Cassia y a mí. Nadie volverá a oírlo de mis labios hasta que pueda recitárselo a ella. Este poema es el otro que Cassia encontró dentro de su reliquia cuando la abrió aquel día en el bosque.
No sabía que yo la espiaba. La observé mientras leía el papel. Vi que sus labios formaban las palabras de un poema que yo no conocía y, después, de otro que sí me sabía. Cuando me di cuenta de que hablaba del Piloto, di un paso y pisé una rama.
—No les sirve de nada —dice Vick después de señalar uno de los cadáveres y apartarse el pelo rubio de la cara con irritación. No nos dan tijeras ni cuchillas para cortarnos el pelo y afeitarnos: es demasiado fácil convertirlas en armas para matarnos unos a otros o suicidarnos. Por lo general, no importa. Solo Vick y yo llevamos aquí tiempo suficiente para que el pelo nos tape los ojos—. Entonces, ¿no es más que eso? ¿Un viejo poema?
Me encojo de hombros.
Es un error.
Por lo general, a Vick le da igual que no le responda, pero esta vez percibo desafío en su mirada. Me pongo a pensar en el mejor modo de derribarlo. La intensificación de los ataques aéreos también le ha afectado a él. Le ha puesto los nervios de punta. Es más corpulento que yo, pero no mucho, y yo aprendí a pelear aquí, en las provincias exteriores, años atrás. Ahora que he regresado lo recuerdo, como la nieve de la meseta. Tenso la musculatura.
Pero Vick abandona su actitud.
—Nunca te cortas muescas en la bota —dice. Sé, por su voz y su mirada, que vuelve a estar tranquilo.
—No —admito.
—¿Por qué?
—No le importa a nadie —respondo.
—¿El qué? ¿Saber cuánto has durado? —pregunta Vick.
—Saber algo de mí —digo.
Nos alejamos de las tumbas y hacemos un descanso para almorzar. Nos sentamos en unos pedruscos próximos al pueblo. Sus colores anaranjados y rojizos son los de mi infancia, y también lo es su textura: seca, áspera y, en noviembre, fría.
Utilizo el estrecho cañón de mi pistola de fogueo para arañar la roca arenisca. No quiero que nadie se entere de que sé escribir, de modo que no escribo su nombre.
En cambio, trazo una curva. Una ola. Como un mar, o un retal de seda verde que ondea al viento.
Cric, cric. Ahora, esta roca, moldeada por otras fuerzas, el agua y el viento, está modificada por mí. Y eso me gusta. Yo siempre me transformo en lo que otras personas quieren. Con Cassia en la Loma: solo que entonces era yo mismo.
No estoy listo para dibujar su rostro. Ni sé si sabría hacerlo. Pero trazo otra curva en la roca. Se parece un poco a la «C», la primera letra que le enseñé a escribir. Vuelvo a dibujar la curva y recuerdo su mano.
Vick se agacha para ver lo que hago.
—No se parece a nada.
—Se parece a la luna —digo—. Cuando está menguante.
Vick mira la meseta. Hace un rato, han venido unas aeronaves para llevarse los cadáveres. Es la primera vez que ocurre. No sé qué ha hecho con ellos la Sociedad, pero ahora me arrepiento de no haber subido a la meseta para escribir alguna cosa que señalara el paso de los señuelos.
Porque ahora no hay nada que atestigüe su presencia allí. La nieve se ha derretido antes de que hayan podido pisarla. Sus vidas han concluido antes de que supieran siquiera en qué podían convertirse.
—¿Crees que aquel chico tuvo suerte? —pregunto a Vick—. El que murió en el campo, antes de que nos trasladaran a los pueblos.
—Suerte —dice Vick, como si desconociera el significado de la palabra. Y quizá sea así. Suerte no es una palabra que la Sociedad fomente. Y no es algo que abunde por aquí.
El enemigo atacó la primera noche que pasamos en los pueblos. Todos echamos a correr para ponernos a cubierto. Unos cuantos señuelos salieron a la calle con las pistolas desenfundadas y dispararon al cielo. Vick y yo acabamos refugiados en la misma casa con uno o dos chicos más. No recuerdo sus nombres. Ahora ya no están.
—¿Por qué no estás en la calle, disparando? —me preguntó Vick. No habíamos hablado mucho desde que dejamos al chico en el río.
—No tiene sentido —respondí—. Las balas son de fogueo. —Dejé mi pistola reglamentaria en el suelo junto a mí.
Vick también dejó la suya.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
—Desde que nos las dieron en el tren —respondí—. ¿Y tú?
—Igual —dijo Vick—. Deberíamos habérselo dicho a los demás.
—Lo sé —admití—. He sido un estúpido. Pensaba que tendríamos un poco más de tiempo.
—Tiempo —dijo Vick— es lo que no tenemos.
Fuera, el mundo se hizo añicos y alguien empezó a gritar.
—Ojalá tuviera una pistola que funcionara —dijo Vick—. Me cargaría a todos los que van en esas aeronaves. Sus pedazos caerían como fuegos artificiales.
—Listo —dice Vick mientras dobla su envase de papel de aluminio hasta convertirlo en un fino cuadrado plateado—. Será mejor que volvamos al tajo.
—No sé por qué no se limitan a darnos pastillas azules —observo—. Así no tendrían que molestarse en hacernos la comida.
Vick me mira como si estuviera loco.
—¿No lo sabes?
—¿Saber qué? —pregunto.
—Las pastillas azules no te salvan la vida. Te inmovilizan. Si te tomas una, vas cada vez más despacio y te quedas parado hasta que alguien te encuentra o te mueres esperando. Dos son fulminantes.
Niego con la cabeza y miro el cielo, pero no busco nada. Solo lo hago para contemplar el azul. Levanto la mano y tapo el sol para ver mejor el cielo que lo rodea. No hay nubes.
—Lo siento —dice Vick—, pero es cierto.
Lo miro. Me parece percibir preocupación en su rostro pétreo. Es todo tan absurdo que empiezo a reírme y Vick también lo hace.
—Debería habérmelo imaginado —digo—. Si a la Sociedad le ocurriera algo, no querría que nadie siguiera viviendo sin ella.
Unas horas más tarde, oímos el pitido del miniterminal que lleva Vick. Él se lo saca de la trabilla del cinturón y mira la pantalla. Es el único señuelo que tiene un miniterminal, un aparato del mismo tamaño aproximado que un terminal portátil. No obstante, a diferencia de este, no solo almacena información sino que también sirve para comunicarse. Vick casi siempre lo lleva encima, pero, de vez en cuando, por ejemplo cuando revela a los nuevos señuelos la verdad sobre el pueblo y las pistolas, lo esconde temporalmente en alguna parte.
Estamos bastante seguros de que la Sociedad sigue nuestros movimientos a través del miniterminal. No sabemos si también escucha nuestras conversaciones, como hace con los terminales grandes. Vick cree que sí. Cree que la Sociedad siempre nos vigila. Yo no creo que se tome la molestia.
—¿Qué quieren? —pregunto a Vick mientras lee el mensaje en la pantalla.
—Nos trasladan —responde.
Los otros señuelos forman una fila detrás de nosotros cuando vamos a recibir a las aeronaves que aterrizan sin hacer ruido fuera del pueblo. Los militares tienen prisa, como de costumbre. No les gusta pasar mucho tiempo al raso. No estoy seguro de si es por nosotros o por el enemigo. Me pregunto a quién consideran una mayor amenaza.
Es joven, pero el militar encargado de este traslado me recuerda a nuestro instructor de la Loma en Oria. Su expresión indica: «¿Cómo he terminado aquí? ¿Qué se supone que debo hacer con estas personas?».
—Bien —dice mientras nos mira—. En la meseta. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado? Habría muerto mucha menos gente si os hubierais quedado todos en el pueblo.
—Esta mañana había nieve allí y han subido a buscarla —explico—. Siempre tenemos sed.
—¿Estás seguro de que solo han subido por esa razón?
—No hay muchas razones para hacer las cosas —le responde Vick—. Hambre. Sed. No morir. Eso es todo lo que hay. Así que, si no nos cree, puede elegir entre las otras dos.
—A lo mejor han subido para ver el paisaje —sugiere el militar.
Vick se ríe, y su risa no es agradable.
—¿Dónde están los sustitutos?
—En la aeronave —responde el militar—. Vamos a llevaros a otro pueblo y os daremos más provisiones.
—Y más agua —dice Vick. Aunque no va armado y está a merced del militar, parece que sea él quien da las órdenes.
El militar sonríe. La Sociedad no es humana, pero las personas que trabajan para ella a veces lo son.
—Y más agua —repite el militar.
Vick y yo maldecimos entre dientes cuando vemos a los sustitutos en la aeronave. Son casi unos niños, mucho menores que nosotros. Aparentan trece o catorce años. Tienen los ojos muy abiertos. Están asustados. Uno de ellos, el que aparenta menos edad, se parece un poco al hermano menor de Cassia, Bram. Tiene la piel más oscura que él, incluso que yo, pero sus ojos son igual de brillantes. Antes de que se lo cortaran, debía de tener el pelo rizado como Bram.
—La Sociedad debe de estar quedándose sin gente —digo a Vick sin levantar la voz.
—A lo mejor ese es el plan —sugiere.
Los dos sabemos que la Sociedad quiere a los aberrantes muertos. Eso explica por qué nos deja tirados aquí. Por qué no llegamos a combatir. Pero hay otra pregunta para la que no tengo respuesta: «¿Por qué nos odia tanto?».
No vemos nada durante el vuelo. La aeronave solo tiene ventanillas en la cabina del piloto.
Por eso no sé dónde estamos hasta que me apeo.
No conozco el pueblo, pero sí la zona. El campo por el que caminamos es de anaranjada tierra arenisca y las rocas son negras. Las espigas que verdearon en verano ya están amarillas. Hay campos como este en todas las provincias exteriores. Pero, aun así, sé exactamente dónde estoy por lo que veo delante de mí.
«¡Estoy en mi tierra!»
Es doloroso.
Allí está, en el horizonte, el punto de referencia de mi infancia.
¡La Talla!
Desde mi posición, no la veo entera. Solo diviso las cúspides rojas y anaranjadas de algunas rocas dispersas. Pero si me acercara más, si llegara al borde y me asomara, vería que no se trata de meras rocas, sino de formaciones tan altas como montañas.
La Talla no es un cañón, una montaña, sino muchos, un entramado de formaciones interconectadas con kilómetros de longitud. El terreno sube y baja como el agua y sus picos recortados y hondos cañones alternan los colores de las provincias exteriores: gradaciones de naranja, rojo, blanco. A lo lejos, las nubes tiñen de azul los ígneos colores de la roca.
Sé todo eso porque me he asomado varias veces al borde.
Pero no he bajado jamás.
—¿Por qué sonríes? —me pregunta Vick, pero, antes de que pueda responderle, el niño que se parece a Bram se acerca y se planta delante de él.
—Soy Eli —dice.
—Bien —responde Vick con irritación y, acto seguido, se vuelve hacia la hilera de rostros que lo han elegido como líder aunque él nunca haya querido serlo. Algunas personas no pueden evitar ser líderes. Lo llevan en la sangre, los tuétanos, el cerebro. No tienen alternativa.
Y algunas personas necesitan líderes.
«Tienes más probabilidades de sobrevivir si no eres líder —me recuerdo—. Tu padre se creía un líder. Nunca tuvo suficiente, y mira qué le paso.» Yo siempre voy un paso por detrás de Vick.
—¿No vas a soltarnos un discurso ni nada? —pregunta Eli—. Acabamos de llegar.
—Yo no estoy al mando de este caos —aduce Vick. Y ahí está. El enfado que intenta dominar empleando casi toda su energía aflora por un instante—. No soy el portavoz de la Sociedad.
—Pero eres el único que lleva uno de esos —objeta Eli mientras señala el miniterminal de su cinturón.
—¿Queréis un discurso? —pregunta Vick, y todos los señuelos nuevos asienten y lo miran. Habrán oído el mismo sermón que nos soltaron a nosotros en la aeronave sobre cómo necesita la Sociedad que finjamos que vivimos aquí para distraer al enemigo. Sobre cómo se trata únicamente de un trabajo de seis meses y regresaremos convertidos en ciudadanos.
Hará falta un solo día de ataques aéreos para que comprendan que nadie ha durado seis meses. Ni tan siquiera Vick está cerca de tener tantas muescas en las botas.
—Observadnos a los demás —dice—. Actuad como si vivierais en el pueblo. Se supone que estamos aquí para eso. —Se queda callado. Acto seguido, se saca el miniterminal del bolsillo y se lo lanza a un señuelo que ya lleva unas dos semanas en el campo—. Llévate esto. Asegúrate de que aún funciona cuando llegues a las afueras del pueblo.
El señuelo echa a correr. Cuando estamos fuera del alcance del miniterminal, Vick añade:
—Las balas son de fogueo. Así que no os molestéis en defenderos.
Eli lo interrumpe.
—Pero hemos hecho prácticas de tiro en el campo de instrucción —protesta. Sonrío, pese a todo, y pese al hecho de que debería repugnarme, y es así, que alguien de su edad haya acabado aquí. Este niño es como Bram.
—Da igual —dice Vick—. Ahora todas son de fogueo.
Eli lo encaja, pero tiene otra pregunta.
—Si esto es un pueblo, ¿dónde están las mujeres y los niños?
—Tú eres un niño —dice Vick.
—No lo soy —objeta Eli—. Y no soy una chica. ¿Dónde están?
—No hay chicas —responde Vick—. Aquí no hay mujeres.
—Entonces, el enemigo debe de saber que no vivimos aquí —arguye Eli—. Debe de haberlo deducido.
—Exacto —dice Vick—. Pero nos mata igualmente. A nadie le importa. Y ahora tenemos trabajo. Se supone que somos un pueblo lleno de campesinos. Así que vamos a cultivar.
Nos dirigimos a las tierras de labranza. El sol cae a plomo. Percibo la mirada airada de Eli incluso cuando nos damos la vuelta.
—Al menos, tenemos suficiente agua potable —digo a Vick mientras señalo la cantimplora llena—. Gracias a ti.
—No me des las gracias —objeta. Baja la voz—. No es suficiente para ahogarnos en ella.
Aquí cultivamos algodón, una planta que es casi imposible que medre en estas tierras. Las fibras que contiene la cápsula son de tan mala calidad que se deshacen enseguida.
—No nos tiene que preocupar que no haya mujeres ni niños —dice Eli detrás de mí—. El enemigo debe de saber que esto no es un pueblo de verdad a simple vista. Nadie sería tan imbécil de plantar algodón aquí.
Al principio, no le respondo. No he caído en la trampa de hablar con nadie mientras trabajamos, aparte de Vick. Me he mantenido alejado del resto de los señuelos.
Pero en este momento me siento vulnerable. El algodón de hoy y la nieve de ayer han vuelto a recordarme lo que Cassia me contó sobre las semillas de álamo de Virginia que nevaron en junio. La Sociedad los odia, pero los álamos de Virginia son precisamente la clase ideal de árboles para las provincias exteriores. Su madera es buena para labrarla. Si encontrara uno, cubriría la corteza con su nombre como solía cubrir su mano con la mía en la Loma.
Comienzo a hablar con Eli para refrenar mi impulso de querer lo que es demasiado difícil de tener.
—Es absurdo —digo—, pero tiene más sentido que algunas de las cosas que ha hecho la Sociedad. Algunos de estos pueblos se fundaron como comunidades agrícolas para aberrantes. El algodón fue una de las plantas que la Sociedad les obligó a intentar cultivar. Entonces había más agua. Así que no es tan raro que aquí haya alguien cultivando estas tierras.
—Ah —dice Eli. Se queda callado.
No sé por qué trato de alimentar su esperanza. Quizá sea por haber recordado las semillas de álamo de Virginia.
O por haberme acordado de ella.
Cuando vuelvo a mirarlo al cabo de un rato, Eli está llorando, pero no es agua suficiente para ahogarse en ella, de modo que no hago nada todavía.
De regreso al pueblo, hago a Vick un gesto brusco con la cabeza, nuestra señal de que quiero hablar sin el miniterminal.
—Ten —dice, y se lo lanza a Eli, que ha dejado de llorar—. Llévatelo. —Eli asiente y echa a correr.
—¿Qué pasa? —pregunta Vick.
—Yo vivía cerca de aquí —respondo mientras trato de disimular mi emoción. Esta parte del mundo era mi hogar. Odio lo que le ha hecho la Sociedad—. Mi pueblo solo estaba a unos kilómetros de aquí. Conozco la zona.
—¿Vas a escapar? —pregunta.
Ahí está. La verdadera pregunta. La que nos hacemos constantemente. ¿Voy a escapar? Me lo planteo todos los días, a todas horas.
—¿Estás pensando en volver a tu pueblo? —pregunta—. ¿Hay alguien allí que pueda ayudarte?
—No —respondo—. Mi pueblo ya no existe.
Niega con la cabeza.
—Entonces, no tiene sentido escapar. No llegaremos muy lejos sin que nos vean.
—Y el río más próximo está demasiado lejos —digo—. No podemos escapar por ahí.
—Entonces, ¿por dónde? —pregunta.
—Por donde no puedan vernos.
Me mira.
—¿Y por dónde es eso?
—Por los cañones —respondo mientras señalo la Talla, próxima a nosotros, con sus kilómetros de longitud y estrechos desfiladeros que es imposible ver desde aquí—. Si nos adentramos lo suficiente, encontraremos agua dulce.
—Los militares siempre nos dicen que los cañones de las provincias exteriores están plagados de anómalos —objeta.
—Yo también lo he oído —confieso—. Pero algunos de ellos han construido un pueblo y ayudan a los viajeros. Se lo oí decir a gente que había estado dentro.
—Un momento. ¿Conoces a gente que ha entrado en los cañones? —pregunta.
—Conocí a gente que había estado —respondo.
—¿Gente de la que podías fiarte?
—Mi padre —digo, como si eso zanjara la conversación, y Vick asiente.
Damos unos pasos más.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunta.
—Ese es el problema —respondo mientras trato de disimular cuánto me alivia que me acompañe. Enfrentarme a los cañones es algo que prefiero no hacer solo—. Si no queremos que la Sociedad nos persiga y nos dé un escarmiento, el mejor momento para escapar es durante la confusión de un ataque aéreo. De noche. Pero con luna llena, para que podamos ver. A lo mejor creen que, en vez de escapar, hemos muerto.
Se ríe.
—Tanto la Sociedad como el enemigo tienen rayos infrarrojos. Nos verán desde el cielo.
—Lo sé, pero a lo mejor no se fijan en tres puntitos cuando aquí tienen muchos más.
—¿Tres? —pregunta.
—Eli viene con nosotros. —No lo sabía hasta que lo he dicho.
Silencio.
—Estás loco —dice—. Es imposible que ese crío viva hasta entonces.
—Lo sé —admito. Tiene razón. Solo es cuestión de tiempo que Eli caiga. Es pequeño. Es impulsivo. Hace demasiadas preguntas.
Aunque, por otra parte, también es solo cuestión de tiempo para todos nosotros.
—Entonces, ¿para qué protegerlo? ¿Para qué llevárnoslo?
—Hay una chica de Oria que conozco —explico—. Eli me recuerda a su hermano.
—No es razón suficiente.
—Para mí, sí —afirmo.
—Te estás volviendo débil —opina, por fin—. Y eso podría matarte. Podría impedirte volver a verla.
—Si no cuido de él —digo—, aunque consiguiera volver a verla, ya no sería la misma persona y ella no me conocería.