Cassia
La tierra es parte de mí. El agua caliente del lavabo del rincón corre por mis manos y me las enrojece, me hace pensar en Ky. Ahora, mis manos se parecen un poco a las suyas.
Naturalmente, casi todo me hace pensar en Ky.
Con una pastilla de jabón que tiene el color de este mes de noviembre, me restriego los dedos una vez más. En ciertos aspectos, la tierra me gusta. Se incrusta en todas las arrugas de mi piel, dibuja un mapa en el dorso de mis manos. Una vez, cuando me sentí muy cansada, miré la cartografía de mi piel e imaginé que podía indicarme el camino hasta Ky.
Ky no está.
La razón de este campo de trabajo, estas manos sucias, este cuerpo fatigado, este corazón triste, es que Ky no está y yo quiero encontrarlo. Y es extraño que la ausencia pueda percibirse como presencia. Como una falta tan honda que, si desapareciera, yo me daría la vuelta aturdida y descubriría que, al final, la habitación está vacía cuando antes al menos tenía algo, aunque no fuera él.
Me aparto del lavabo y recorro la cabaña con la mirada. Por las ventanitas de la parte de arriba solo se cuela oscuridad. Nos trasladan mañana; mi próximo campo será el último. Después, según me han informado, iré a Central, la ciudad más grande de la Sociedad, para ocupar mi puesto de trabajo definitivo en uno de sus centros de clasificación. Una verdadera ocupación, no estos trabajos forzados que me obligan a cavar la tierra. En los tres últimos meses, he pasado por varios campos, pero todos estaban aquí, en la provincia de Tana. No me hallo más cerca de Ky que al principio.
Si voy a escapar para ir a buscarlo, tengo que hacerlo pronto.
Indie, una de las chicas con las que comparto la cabaña, me aparta de camino al lavabo.
—¿Has dejado agua caliente para las demás? —pregunta.
—Sí —respondo.
Ella murmura algo entre dientes mientras abre el grifo y coge el jabón. Algunas chicas hacen cola detrás de ella. Otras se sientan al borde de sus literas, expectantes.
Es el séptimo día, el día que llegan los mensajes.
Con cuidado, abro la bolsita que llevo colgada del cinturón. Todas tenemos una y debemos llevarla siempre encima. La mía está repleta de mensajes; como casi todas mis compañeras, guardo los papeles hasta que están ilegibles. Son como los frágiles pétalos de las neorrosas que Xander me regaló cuando me marché del distrito y que también llevo en la bolsa.
Miro los mensajes antiguos mientras espero. Mis compañeras hacen lo mismo.
Los papeles no tardan en amarillear por los bordes y deshacerse: el objetivo es que las palabras se consuman y se olviden. En su último mensaje, Bram me explica que trabaja duro en las tierras de labranza y es un alumno ejemplar, siempre puntual, y yo me río porque sé que ha exagerado, al menos en lo segundo. Sus palabras también me llenan los ojos de lágrimas: dice que ha visto la microficha de mi abuelo, la que iba en la caja dorada de su banquete final.
El historiador lee un resumen de la vida de nuestro abuelo y, al final de todo, hay una lista de sus recuerdos preferidos —escribe Bram—. Tenía uno de cada uno de nosotros. Su recuerdo preferido de mí era cuando dije mi primera palabra y fue «más». Su recuerdo preferido de ti era lo que él llamaba «el día del jardín rojo».
No estuve muy atenta cuando vimos la microficha el día del banquete: estaba demasiado absorta en el presente de mi abuelo para prestar la debida atención a su pasado. Siempre tuve intención de volver a ver la ficha, pero no lo hice, y ahora me arrepiento. Aun más que eso, me gustaría acordarme del día del jardín rojo. Recuerdo muchos días en un jardín, sentados los dos en un banco, conversando entre capullos rojos en primavera, neorrosas rojas en verano y hojas rojas en otoño. A eso debía de referirse. Puede que Bram lo entendiera mal: mi abuelo recordaba «los días del jardín rojo», en plural. Los días de primavera, verano y otoño que estuvimos sentados conversando.
El mensaje de mis padres parece rebosar alegría: acababan de informarles de que este próximo campo de trabajo iba a ser el último para mí.
Comprendo perfectamente su júbilo. Tenían suficiente fe en el amor para darme la oportunidad de encontrar a Ky, pero no lamentan verla concluir. Los admiro por dejarme intentarlo. Es más de lo que harían la mayoría de los padres.
Voy pasando los papeles mientras pienso en las cartas de una baraja, en Ky. ¿Y si pudiera llegar hasta él con este traslado, quedarme escondida en la aeronave y dejarme caer del cielo como una piedra en las provincias exteriores?
Si lo consiguiera, ¿qué pensaría él si me viera después de tanto tiempo? ¿Me reconocería siquiera? Sé que he cambiado. No son solo mis manos. Pese a las raciones completas de comida, he adelgazado de tanto trabajar. Tengo ojeras porque me cuesta dormir, aunque aquí la Sociedad no controle los sueños de nadie. Me preocupa su falta de interés en nosotras, pero me gusta la nueva sensación de libertad que me procura dormir sin identificadores. Me quedo despierta en la cama, pensando en palabras viejas y nuevas y en un beso robado a la Sociedad cuando no vigilaba. Pero trato de dormirme, con todas mis fuerzas, porque es en sueños como mejor veo a Ky.
Solo podemos ver a otras personas cuando la Sociedad lo permite. En vivo, en el terminal, en una microficha. Antiguamente, los ciudadanos podían llevar consigo fotografías de sus seres queridos. Si las personas habían muerto o se habían ido, al menos recordaban cómo eran. Pero eso no se permite desde hace años. Y ahora la Sociedad incluso ha abolido la tradición de darnos una fotografía de nuestra pareja después de nuestra primera cita cara a cara. Lo sé por uno de los mensajes que no he guardado: una notificación enviada por el Ministerio de Emparejamientos a todos los ciudadanos que habíamos decidido tener pareja. Un párrafo decía: «Los procedimientos que regulan los emparejamientos se están modificando para alcanzar la máxima eficacia y optimizar los resultados».
¿Se habrán cometido otros errores?
Vuelvo a cerrar los ojos y pienso en que ojalá pudiera ver el rostro de Ky delante de mí. Pero, desde hace un tiempo, parece que todas las imágenes que recuerdo estén incompletas, desdibujadas. Me pregunto dónde estará ahora, qué hará, si habrá conseguido conservar el retal de seda verde que le regalé antes de su partida.
Si habrá conseguido conservar mi recuerdo.
Saco otra clase de papel y lo despliego con cuidado encima de la litera. Llevaba pegado un pétalo de neorrosa que tiene su mismo tacto y también ha amarilleado por los bordes.
La chica que ocupa la litera contigua a la mía se da cuenta de lo que hago, de modo que bajo a la litera inferior. Mis compañeras se reúnen alrededor de mí, como hacen siempre que saco esta hoja. No puedo meterme en un lío por guardar esto: de hecho, no es nada ilegal ni de contrabando. Se imprimió en un terminal reglamentario. Pero aquí no podemos imprimir nada aparte de mensajes. Por eso ha adquirido tanto valor este retazo de arte.
—Seguramente, ya no podremos mirarlo más —advierto—. Está casi deshecho.
—No se me ocurrió traerme ninguno de los Cien Cuadros —se lamenta Lin mientras lo mira.
—Ni a mí —digo—. Me lo regalaron.
Lo hizo Xander, en el distrito, el día que nos dijimos adiós. Es el cuadro número diecinueve de los Cien Cuadros, Abismo del Colorado de Thomas Moran, sobre el que hice una disertación en clase. Entonces dije que era mi cuadro preferido y, después de tantos años, Xander aún debía de recordarlo. El cuadro me asustaba y me emocionaba de una forma difícil de precisar por la espectacularidad de su cielo, la belleza de su abrupto paisaje, su abundancia de cumbres y abismos. La inmensidad de un lugar como aquel me daba miedo, pero, al mismo tiempo, lamentaba que no fuera a verlo jamás: árboles verdes aferrados a rocas rojas, nubes azules y grises detenidas en su avance, un estallido de tonalidades doradas y oscuras.
Me pregunto si mi voz dejó traslucir parte de aquel anhelo cuando hablé del cuadro. Si Xander se dio cuenta y se acordaba. Xander sigue jugando sus cartas de un modo sutil. Este cuadro es una de sus bazas. Ahora, cuando veo el cuadro o toco uno de los pétalos de neorrosa, recuerdo lo próximo que lo sentía y cuánto sabía de mí y lamento haber tenido que renunciar a él.
No me he equivocado al decir que esta podía ser la última vez que mirábamos el cuadro. Cuando lo recojo, se deshace. Todas suspiramos, a la vez, y nuestras exhalaciones conjuntas crean una corriente de aire que levanta los fragmentos.
—Podríamos ir a ver el cuadro en el terminal —sugiero. El único terminal del campo zumba en la sala principal, grande y vigilante.
—No —dice Indie—. Es demasiado tarde.
Es cierto; no podemos salir de la cabaña después de cenar.
—Pues mañana, durante el desayuno —propongo.
Indie hace un gesto desdeñoso y vuelve la cara. Tiene razón. No sé por qué, pero no es lo mismo. Al principio, pensé que tener el cuadro era lo que lo hacía especial, pero ni tan siquiera es eso. Es mirar algo sin que nadie nos vigile, sin que nadie nos diga cómo hacerlo. Eso es lo que nos ha dado el cuadro.
No sé por qué no llevé nunca cuadros o poemas encima antes de venir aquí. Todo aquel papel de los terminales, todo aquel lujo. Tantas obras de arte meticulosamente seleccionadas y, aun así, no las mirábamos lo suficiente. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de que la vegetación próxima al cañón era tan nueva que casi se palpaba la lisura de las hojas, su viscosidad, como alas de mariposa al abrirse por vez primera?
De un manotazo, Indie tira los pedazos al suelo. Ni siquiera ha mirado. Así es como sé que le duele perder el cuadro, porque sabía exactamente dónde estaban sus fragmentos.
Los llevo al incinerador con lágrimas en los ojos.
«No pasa nada —me digo—. Te quedan otras cosas, palpables, escondidas debajo de los mensajes y los pétalos. El pastillero. La caja plateada del banquete de emparejamiento.»
«La brújula de Ky y las pastillas azules de Xander.»
No suelo llevar la brújula ni las pastillas en la bolsa. Son demasiado valiosas. No sé si los militares registran mis cosas, pero estoy segura de que mis compañeras lo hacen.
Así pues, el día que llego a un campo, saco la brújula y las pastillas azules, las entierro bien hondo y vuelvo a buscarlas más adelante. Aparte de ser ilegales, ambas son valiosos regalos: la brújula, dorada y reluciente, me indica en qué dirección necesito ir. Y la Sociedad siempre nos has dicho que, tomada con agua, la pastilla azul mantiene a una persona con vida durante uno o dos días. Xander robó varias para mí; yo podría vivir mucho tiempo. Juntos, los regalos son la combinación ideal para sobrevivir.
Ojalá pudiera ir a las provincias exteriores para utilizarlos.
En noches como la de hoy, la noche previa a un traslado, tengo que regresar al lugar donde las he enterrado y esperar que la memoria no me falle. Esta noche he sido la última en entrar, con las manos manchadas de una tierra oscura que pertenece a una parte distinta del sembrado. Por eso me las he lavado enseguida, y espero que Indie no lo haya visto con sus ojos de lince mientras estaba detrás de mí. También espero que no caiga ningún resto de tierra de la bolsa y que nadie oiga el repique, tan bello como una promesa, cuando la caja plateada y la brújula chocan entre sí y con el pastillero.
En estos campos trato de ocultar mi condición de ciudadana al resto de las trabajadoras. Aunque la Sociedad suele mantener nuestro estatus en secreto, he oído conversaciones entre algunas de las chicas sobre tener que entregar sus pastilleros. Lo cual significa que, por algún motivo, sea por sus propios errores o por los de sus padres, algunas han perdido su ciudadanía. Son aberrantes, como Ky.
Solo hay una categoría inferior a los aberrantes: los anómalos. Pero ya no se oye hablar de ellos casi nunca. Parece que se hayan esfumado. Y ahora creo que, cuando los anómalos desaparecieron, los aberrantes ocuparon su lugar, al menos en la mente colectiva de la Sociedad.
En Oria, nadie hablaba de las reglas de reclasificación y, durante un tiempo, temí poder provocar la reclasificación de mi familia. Pero ahora he deducido las reglas a partir de la historia de Ky y escuchando las conversaciones de mis compañeras sin que ellas se enteren.
Las reglas dictan que si un progenitor es reclasificado, también lo es toda la familia.
Pero si uno de los hijos es reclasificado, la familia no lo es. El hijo es el único que carga con el peso de la infracción.
A Ky lo reclasificaron por su padre. Y después lo trasladaron a Oria cuando murió el primer hijo de los Markham. Ahora veo lo excepcional que fue su situación, que solo pudo salir de las provincias exteriores porque otra persona murió y que Patrick y Aida podrían haber sido incluso más influyentes de lo que ninguno de nosotros imaginaba. ¿Qué habrá sido de ellos? Se me hiela la sangre cuando lo pienso.
Pero me recuerdo que huir para encontrar a Ky no destruirá a mi familia. Puede provocar mi reclasificación, pero no la suya.
Me aferro a eso: a la idea de que mi familia no va a correr peligro, ni tampoco Xander, vaya donde yo vaya.
—Mensajes —dice la militar al entrar en la cabaña. Es la que tiene la voz aguda y la mirada amable. Asiente y comienza a leer los nombres—. Mira Waring.
Mira da un paso al frente. Todas la observamos y contamos. Ha recibido tres mensajes, como de costumbre. La militar imprime y lee las hojas antes de entregárnoslas para que no tengamos que hacer cola delante del terminal.
No hay nada para Indie.
Y solo hay un mensaje para mí, uno conjunto de mis padres y Bram. Nada de Xander. Es la primera vez que se salta una semana.
«¿Qué ha pasado?» Estrujo mi bolsa y oigo cómo se arrugan los papeles que contiene.
—Cassia —dice la militar—. Por favor, acompáñame a la sala principal. Tenemos una comunicación para ti.
Mis compañeras me miran con cara de sorpresa.
Me estremezco de la cabeza a los pies. Sé quién debe de ser. Mi funcionaria en el terminal, para controlarme.
Veo su rostro con claridad, todas sus gélidas facciones.
No quiero ir.
—Cassia —repite la militar.
Me vuelvo para mirar a mis compañeras y la cabaña, que de golpe me parece cálida y acogedora, antes de ponerme de pie y seguirla. Ella entra en la sala principal y me acompaña hasta el terminal. Oigo su zumbido desde que cruzo la puerta.
Mantengo la mirada baja un momento antes de dirigirla al terminal. Compón la cara, las manos, los ojos. Míralos de forma que no puedan ver dentro de ti.
—Cassia —dice otra persona, una voz que conozco.
Alzo la vista y no doy crédito a mis ojos.
«Está aquí.»
La pantalla del terminal está en blanco y lo tengo delante de mí, en carne y hueso.
«Está aquí.»
Sano y salvo.
«Aquí.»
No viene solo (lo acompaña un funcionario), pero, aun así, está…
«Aquí.»
Me llevo las manos enrojecidas y cartografiadas a los ojos porque la emoción casi me hiere la vista.
—Xander —digo.