—¡A proa!… ¡Nos abordan por proa!
Cuando oye el grito propagarse a lo largo de la primera batería, con ruido de pistoletazos y tintinear de armas blancas al fondo, cling, clang, cling, clang, a Nicolás Marrajo se le pone la carne de gallina. No exactamente de miedo, porque a esas alturas del escabeche la jindama se ha convertido en algo vago, impreciso, sofocado por sentimientos más vivos que le suben de las entrañas y los cojones. Más bien se trata de una cólera y un odio infinitos hacia el universo en general y hacia los ingleses en particular, incluida la putísima madre que los parió. Rediós, recristo y rehostia, blasfema de continuo sin palabras el barbateño, moviendo silencioso los labios resecos y agrietados que de vez en cuando alivia humedeciéndolos con agua sucia del mismo balde donde sus compañeros mojan el lampazo, chof, chof, para refrescar el ánima del cañón que disparan, hacen retroceder, cargan, ponen en batería y vuelven a disparar una y otra vez, con movimientos que de puro repetidos se han vuelto mecánicos, precisos y casi indiferentes. Tump, tump, hace el enemigo. Pumba, pumba, pumba, hacen los cañones propios. Se pelea desde hace horas, sin descanso. La borda amarilla y negra de un navío inglés está muy cerca, casi para tocarla con la mano. Ahí mismo. Por babor. Oscurecida a rachas bajo el humo que entra por las portas con cada descarga, la batería cruje con los bandazos doloridos del navío, retumba con el tronar propio y ajeno, se estremece cuando el roble encaja nuevos cañonazos, resuena con las voces de los artilleros que piden pólvora o balas, con los gritos de los heridos, con los mosquetazos de los infantes de marina que, entre tiro y tiro de artillería, se asoman para disparar a las portas enemigas. Crac, crac. Hay sangre en el suelo y en los tablones de las chazas, sangre en diversos grados de coagulación, en los pies descalzos de Marrajo y en sus calzones desgarrados y sucios. Ronco de gritar, áspera la garganta y enrojecidos los ojos del mismo humo de pólvora que le ennegrece la cara y el torso reluciente de sudor, ensordecido por los cañonazos, las manos desolladas de tirar de los palanquines, el barbateño pelea junto a los compañeros que le depararon la vida y el destino, en la siniestra penumbra de la cubierta baja del Antilla. Y como ellos, ignora si gana o pierde, o sea, no sabe lo que está ocurriendo afuera, alrededor, en cubierta ni en ninguna otra parte. Ni falta que le hace.
—¡A las portas!… ¡Armaos y a las portas de proa!
Ran rataplán, plan, plan. El tambor redobla, monótono, junto a la mecha del palo mayor. Confuso, Marrajo ve cómo dos de los hombres que sirven su pieza cogen alfanjes y chuzos, uniéndose al tropel de gente que algunos cabos y el teniente de artillería joven que manda aquella parte de la batería empujan hacia proa, donde crece el ruido de armas cortas y sablazos. Por lo visto uno de los navíos ingleses se ha acercado lo suficiente para meterle al Antilla algunos hombres en el beque y por las portas de las amuras de babor. El abordaje principal se está llevando a cabo en la cubierta superior y por la segunda batería, pero las portas de la primera (la más baja) también están pegadas al inglés, y a través de ellas se hace fuego de pistola y se pelea con chuzos y bayonetas, muy de cerca, para rechazar a los atacantes. Hasta por los escobenes de las anclas se dispara. Repeled el abordaje, grita el teniente joven, apuntando con el sable hacia proa, empujando a los artilleros que socairean u obedecen a regañadientes, mientras los infantes de marina de guardia en las escotillas del sollado rechazan a golpes a quienes abandonan los cañones queriendo refugiarse abajo (uno de ellos recula hasta Marrajo con las manos en la cara ensangrentada y escupiendo dientes, tras recibir un culatazo en la boca). A proa, a proa, a proa, sigue gritando el teniente. Echemos a esos perros casacones al agua. Vivaspaña, etcétera. A por ellos. Más culatazos a los desnortados y a los remolones. Ran, rataplán, sigue el tambor, manejado por un muchacho con uniforme de artillero de tierra que redobla las baquetas sobre el parche con la mirada perdida en el vacío, como si no estuviera allí. Que igual ni está. El teniente joven anda enardecido o se lo hace, pero la verdad es que lo toma a pecho, el chinorri, y llega a ponerle la punta del sable en la garganta a los indecisos. O luchas o te degüello, cabrón. Venga. Tira pallá. Así que, como otros, Marrajo va hasta la chaza y coge un hacha de abordaje, titubea un poco con aquella herramienta de tajar en la mano, y al fin, sin saber por qué ni para qué, camina aturdido hacia proa, haciéndose a un lado para esquivar el retroceso de las pesadas cureñas que todavía disparan, y allí, a empujones, se abre paso entre el caos de hombres, pistoletazos, golpes de chuzos y sables que intenta rechazar a los ingleses que se cuelan por las portas.
—¡Al agua!… ¡Echad a esos perros al agua!
Esos perros. De pronto, y de forma insólita, el repeluco en la carne erizada de Marrajo (esa palabra, abordaje, trae imágenes terribles de acero cortando carne y quebrando huesos) se tranquiliza. Ahora sí, estalla de pronto con júbilo siniestro. Nuevo punto de vista. Ahora sí los ve por fin de cerca, cara a cara. A los ingleses hijolás. Y a pesar de la natural aprensión por lo que está cayendo, descubre que le agrada ese enfoque del asunto. Qué cosas, y quién lo iba a decir. Entre la patulea de sus compañeros agrupados entre los cañones, entre la humareda del combate, puede ver al fin, a pocos palmos, las mismísimas jetas de los ingleses, sus caras asomadas a las portas del navío enemigo, las casacas rojas de sus infantes de marina, el brillo de las bayonetas y los sables, los hombros desnudos de sus artilleros, patillas rubias y rojizas y morenas, bocas abiertas en gritos, pañuelos anudados en torno a la cabeza, ojos enloquecidos, pistolas y mosquetes, hombres increíblemente audaces que se agarran al navío español, intentando colarse dentro. Y Marrajo concluye, muy a pesar suyo y de su instinto de conservación (que también, a ráfagas, lo incita a usar el hacha contra los centinelas de las escotillas propias y refugiarse en la bodega), que desea matar a todos los ingleses, él personalmente, uno por uno. Descuartizarlos a hachazos que hagan chas, chas, a los hijoputas, para vengarse él, primero, y luego para vengar al pobre Curriyo Ortega, su compadre, que a estas horas hace compañía a los peces, el infeliz (a la vuelta, piensa fugazmente, va a tener que calzarse a su novia, la Maripepa, para consolarla, un compadre es un compadre), y al cabo de cañón Pernas, y a todos los que han palmado y a los muchos que todavía van a palmar, para echar fuera del corazón y la barriga la furia desmesurada que se le aviva a la vista de esos cabrones. De esos rubios y pelirrojos y pálidos maricones de playa que, después de haberles estado pegando una letanía de cañonazos, tienen ahora los santos huevos, encima, de querer metérseles allí mismo, por las portas, por el morro, por la cara, arrogantes hijos de la gran puta. Os voy a cortar el pescuezo, aúlla Marrajo, feroz, o lo piensa. Por los clavos de Perico el Loco. Y de postre os voy a meter este hacha por el culo. Así que escupe en la palma de una mano, luego en la otra, aprieta bien el mango y empuja a sus compañeros para hacerse sitio, apoyado en el cañón. Y cuando un inglés con casaca azul y una pistola en la mano se agarra a unos cabos de jarcia suelta para encaramarse arriba, Marrajo saca medio cuerpo fuera y le pega al tontolapolla un hachazo en las tripas, y grita de júbilo cuando el otro se suelta y cae entre los cascos de ambos barcos, aullando y con el mondongo suelto, largando metros y metros, ésa para ti y para tu primo, cabrón, uno, joder, ya tengo arranchao a uno, hostiaputa, mío, ése fue mío y de nadie más, cagüentodo, y en eso hay un fogonazo a dos palmos de su cabeza, algo ardiente le pasa zumbando junto a la cara, como si la quemara, y ve a nada, ahí mismo, la cara desencajada de otro casacón, un tipo con pinta de oficial joven o de guardiamarina guapito, vamos, de niño litri que acaba de sacudirle un pistoletazo marrándole por tanto así, y que ahora se vuelve a gritarle a los hombres que tiene alrededor, gou, dice el guiri cabrón, jarriap, gou, gou, y con ellos salta como un gato a la porta y a la jarcia que cuelga, dispuesto a trepar por ella o meterse dentro o vaya usted a saber, ocho o diez enemigos pegados a la tablazón, trepando traca a traca con más cojones que la burra del Soto, y otros tantos asomando por las portas inglesas para cubrirlos a mosquetazos y tiros de pistola, la de Jesucristo es Dios, un barullo espantoso, las bordas de los dos navíos crujiendo una contra otra por impulso de la marejada, las pisadas, los golpes de los que pelean en la cubierta superior haciendo ruido arriba, la sangre goteando a través de los enjaretados. Y en ésas alguien empuja a un lado a Marrajo (un oficial de marina español, parece, por la casaca azul y las charreteras), y sacando una pistola por la porta le empeta un viaje, pum, en los mismísimos huevos al oficial casacón, o al guardiamarina, o a quien sea, y luego se asoma un poco más y se lía a sablazos con los otros, a ellos, joder, grita, a ellos y a la puta que los cagó, mientras más marineros e infantes de marina españoles lo siguen aullando como esgrillaos, asomándose por las portas, y se enzarzan con los ingleses a caraperro entre golpes de bayoneta y pistoletazos, pum, pum, pum, y entre ellos Marrajo se ve a sí mismo, como si la pesadilla siguiera adelante, desbocada sin remedio, sacando también medio cuerpo fuera, entre los dos inmensos cascos de los navíos que se juntan y separan y vuelven a juntar entre crujidos, el agua chapaleando abajo, muy cerca, con el agua que casi lo salpica, y empuñando el hacha con ambas manos empieza a pegar, enloquecido, chas, chas, hachazos a todo cuanto se menea enfrente y a su alcance, chas, chas, chas, chas, hace, tol mundo a donde picó el pollo, y a un inglés que en ese momento se agarra a un obenque caído le corta el brazo a la altura del codo (chas-clac, suena) de un golpe preciso como el de un carnicero que tajase carne de vaca sobre la tabla, y ve caer el brazo por un lado y al inglés por otro, dando alaridos en su puto idioma, entre los dos barcos, glup, chaf, con el montón de hombres que ya están ahí abajo, hundiéndose, flotando a medias, tiñendo el agua con el rojo que escapa de sus heridas y miembros desgarrados, como atunes en las almadrabas de Zahara.
—¡Reculan!… ¡Vivaspaña y vivadiós!… ¡Duro con ellos, que esos perros reculan!
Y es verdad, comprueba Marrajo alborozado, pues los ingleses que trepaban han ido al agua, y los de las portas se protegen ahora detrás de los cañones y las chazas, y por las franjas amarillas del míster chorrea sangre que se caga la moraga, y la marejada, o la maniobra, o lo que sea, separa un poco los dos navíos mientras en las cubiertas superiores resuenan gritos de victoria en español, y unos pocos casacones que habían logrado meterse por otra porta, o lo intentaban, saltan ahora desesperados de nuevo a su barco, o son rematados, los que no pueden hacerlo, acuchillados a pique del repique por una turba de españoles que se ceba en ellos como caribes hasta dejarlos hechos despojos y arrojarlos luego al mar. Y en ésas Marrajo, estroncao vivo, se vuelve a mirar al oficial que ha estado peleando cerca de él y se dice anda tú, las vueltas que da la vida: el teniente de fragata don Ricardo Maqua en persona, oye, todo despechugado con la casaca abierta y una charretera partida de un sablazo, pero entero y de cuerpo presente, fíjate. A mi vera, verita, vera, como en las coplas de Rocío Jurado (esa niña joven de Chipiona que empieza a cantar). Y el caso, piensa después rascándose la cabeza, es que con este jambo tengo yo un asunto pendiente, a ver si me acuerdo de lo que era, coño, una cuenta por ajustar o algo así. Creo. Y de esa manera se queda quieto, el hacha goteante de hemoglobina anglosajona en las manos, haciendo memoria, el jodío, hasta que el propio don Ricardo lo interrumpe palmeándole la espalda, a él y a otros que están cerca, apelotonados entre cañones y portas, y dice olé vuestros huevos y los míos, ahora echadme una mano, venga, alijando, nuestros muertos también al agua, los heridos abajo, el resto vamos a disparar este puto cañón para darles bien por el culo a esos cabrones y que no vuelvan, joder. Se la vamos a endiñar hasta las pelotas, y con metralla, que a esta distancia es mano de santo y lo que más cunde. De manera que, antes de que le dé tiempo a pensar, Marrajo se ve como de lejos, lento a la manera de un borracho, soltando los palanquines para hacer retroceder el enorme cañón de 36, hombro con hombro junto al oficial. Intentando acordarse, todavía. En ésas aparece a su lado un paje de la pólvora churretoso y pálido (un crío de cara enloquecida, con los mocos colgando), poniéndole en las manos una carga de pólvora; así que Marrajo la coge, va hasta la boca con el cartucho de lona en las manos, lo mete dentro, retrocede para que otro artillero apriete el atacador, se agacha en busca de un saco de metralla, lo levanta tensando los riñones, lo mete en su sitio, taco de estopa, atacador de nuevo, palanquines, todos a tirar, grita don Ricardo, ahora, ahora, epa, epa, epa ya. Vamos a joderlos, insiste. A espilfarrar a todos esos yesverigüel cabrones y a follarnos a sus mujeres, por putas. Cuando el cañón está en batería, asomando por la porta, Marrajo se agacha a fijar la retenida. Por putas, repite. A esas alturas (ha hecho los mismos movimientos docenas de veces desde que se lió la pajarraca) se mueve como un artillero veterano. O lo es. El caso es que, al volverse, encuentra a un palmo de su cara la sonrisa ahumada de pólvora del teniente de fragata, que sopla con mucho cuajo el botafuego para avivar la brasa (la llave de pedernal se ha ido a tomar por saco). Marrajo sonríe a su vez, feroz, con áspero afecto. Por putas, insiste. Se van a enterar, masculla el oficial, o se lo dice a él, ensanchando más la sonrisa antes de agacharse tras el cascabel, entornado un ojo, flexionadas las piernas, atento al balanceo de la cubierta, apuntando al costado de franjas negras y amarillas que tienen enfrente, a diez o doce brazas, mientras un artillero clava la aguja en el oído del cañón y luego acerca un chifle de pólvora, cebándolo. Para Nelson y la puerca de su madre, grita don Ricardo arrimando el botafuego. Vaya con Dios. Y mientras todos se apartan y sale el peñascazo, pumba, y el cañón se encabrita en sus trincas de retenida, Nicolás Marrajo recuerda de pronto la cuenta pendiente que tiene con el teniente de fragata. Anda, tú. Qué cosas. Una cuenta que ahora parece vieja de años y que a estas alturas, descubre, le importa un carajo.
El hombre que baja a la primera batería es rechoncho y torpe, con lentes, el pelo ralo. Trae la casaca de paño pardo hecha trizas y manchada de sangre seca, y viene sin sombrero, el rostro negro de pólvora. Nicolás Marrajo (que sigue asistiendo a don Ricardo Maqua en los cañones de proa de la cubierta baja) lo ve llegar torpemente, sorteando cureñas, escombros, astillas y cabos rotos, y luego detenerse, mirar alrededor indeciso, el caos de la batería, y acercarse al fin más despacio entre la humareda que la brisa mete por las portas a cada cañonazo propio o enemigo, como si afuera estuviesen sacudiendo polvorones de Estepa.
—Con su permiso, don Ricardo. Está usted al mando.
El teniente de fragata se vuelve con cara de sorpresa. Qué pasa con el comandante, pregunta con cara de imaginar la respuesta. El hombre (un tal Bonifacio Merino, contador del Antilla) mueve la cabeza, negativo. En el sollao, dice. Acabamos de bajarlo. Tenía un brazo estropeado, y ahora metralla en el pecho y la cabeza. Muy grave, aunque todavía habla. Una andanada barrió el alcázar, los hirió a él y al patrón de su bote y mató al timonel Garfia.
—¿Y qué pasa con el segundo?
El contador mueve la cabeza otra vez (a Marrajo le parece muy cansado). A don Jacinto Fatás, informa, también lo mataron en el castillo, cuando rechazábamos el abordaje. Es usted el oficial de marina más antiguo.
—¿Cómo están las cosas arriba?
—Mal.
Don Ricardo se apoya en el cañón y mira a Marrajo, que aparta la vista. A mí qué me cuentan, parece decir el barbateño. Yo sólo pasaba por aquí. El oficial se inclina un poco y contempla la tablazón del suelo, como si aquella responsabilidad le pesara. Luego se vuelve y llama a gritos al teniente joven de artillería que pasea por la batería cojeando un poco, sable en mano, mientras alienta a los artilleros, sin darle importancia a la sangre que rebosa por la caña de su bota izquierda. Fuegofuegofuego, repite una y otra vez, como si estuviera mochales. Don Ricardo le dice que él se va arriba, que tome el mando allí y haga lo que pueda. El teniente saluda con ojos extraviados, cual si no oyera lo que le dicen (tiene cara de llevar una borrachera de pólvora de padre y muy señor mío), y luego sigue su paseo cojeando de proa a popa, dando órdenes a voces, fuegofuegofuego, mientras el tambor continúa redoblando junto a la mecha del palo mayor. En ésas don Ricardo se arregla un poco la casaca, comprueba los botones, saca un pañuelo de la manga y se lo pasa por la cara. Ya no sonríe como antes, observa Marrajo. Parece haber envejecido de golpe al oírse llamar comandante. Y cuando lo ve dirigirse hacia la escala seguido por el contador, Marrajo, con una súbita sensación de desamparo, echa un vistazo alrededor, a los hombres sudorosos y enloquecidos que aún cargan, empujan y disparan en la penumbra de la batería baja, a los muchachos que siguen saliendo por las escotillas de la pólvora con los brazos cargados de cartuchos, a los hombres agotados que pican las bombas de achique, al rastro de sangre de los heridos que desaparecen gritando escalas abajo como si se los tragaran las entrañas del barco, o el mar. Cada vez son más los agazapados detrás de las chazas, del tambor del cabrestante, de las mechas de los palos, hurtando el cuerpo al fuego que viene de afuera. Pero lo cierto es que Marrajo ansía ver la luz del sol a pesar de la que está cayendo arriba. Lleva demasiado tiempo en el vientre de aquel inmenso ataúd. Y hace un rato, cuando ayudó a evacuar a un artillero con los ojos vaciados por las astillas (gritaba como un cochino a medio capar, el desgraciado), tuvo ocasión de asomarse a la boca del infierno: el sollado, la enfermería llena de cuerpos que se hacinaban a la luz de un farol, el olor nauseabundo a vómito y mierda, la carne ensangrentada entre la que se movían el cirujano y sus ayudantes, amputando sin cesar. Y lo peor: el coro interminable, prolongado, de docenas de gargantas, gemidos de hombres agonizantes y sin esperanza, que se ahogarán como ratas si el barco se va a pique. Puestos a ello, decide Marrajo, mejor que una bala le arranque a uno de golpe la cabeza, y angelitos al cielo, al infierno, al purgatorio o a donde se tercie. Así que, sin pensarlo más, se va detrás de don Ricardo Maqua y el contador.
En cubierta, el rebujo y el paisaje son como para que a uno se le caiga el alma al suelo. Alrededor, cerca, sólo hay banderas inglesas: unas sobre navíos de esa nacionalidad; otras sobre presas capturadas, buques españoles y franceses inmóviles, arrasados, sin palos, con los costados hechos pedazos. Excepto en lo que se refiere al Antilla y a otro navío con bandera francesa que por lo visto intentaba abrirse paso hacia Cádiz, pero que acaba de perder su último palo y con él la esperanza de escapar, ya no combate nadie. Más allá, navegando trabajosamente con rumbo nordeste, se distingue una decena de velas francesas y españolas, supervivientes del desastre que se retiran siguiendo al desarbolado Príncipe de Asturias, al que las fragatas francesas llevan a remolque. En cuanto al maltrecho navío que intentaba unírseles, dicen que se trata del Intrepide, y que al perder el único palo donde podía desplegar algo de vela queda inmóvil y sentenciado, aunque su gente parece decidida a vender el pellejo, pues sigue luchando por ambas bandas con un fuego muy vivo contra cinco navíos ingleses a la vez.
—Ese gabacho también le echa cojones —comenta alguien.
Respecto al Antilla, desarbolado del trinquete y del mesana, con el mayor sin mastelero de juanete, pasado a balazos y sosteniendo de milagro la verga de gavia, su situación no parece mejor que la del francés. En este momento se bate con tres navíos ingleses, uno de ellos de tres puentes: el que hace rato intentó el abordaje se mantiene entre la amura y el través de babor haciendo un fuego irregular, pues ha sufrido muchos daños en palos y jarcia, tiene artillería desmontada por el cañoneo español (a simple vista se ve chorrear sangre por sus imbornales), y las velas de mesana caídas por su banda de estribor le impiden disparar con todas las baterías. A sotavento del Antilla se encuentra otro dos cubiertas casacón muy maltratado, sin trinquete, sin verga de mayor y sin bauprés, al que, según cuentan (Marrajo, en la batería baja, no llegó a enterarse de casi nada), dejaron aviado a cebollazos cuando cruzaban ante su proa, pero que luego arribó con la brisa hasta ponérseles delante, o casi, cortando ahora la retirada. En cuanto al tres puentes enemigo, imponente, fresco, sin apenas daños, ha venido a situarse a tiro de pistola por el través de estribor del Antilla (tan alto y con la humareda de sus baterías, el inglés parece un acantilado sobre la niebla) y desde allí hace un fuego terrible, al que se añade el mortífero efecto de las carronadas de su toldilla, cuya metralla, disparada a mayor altura que la cubierta del navío español, ha desguarnecido los pocos cañones que aún quedaban en uso en el castillo y el alcázar. En cuanto al estado general del buque, según el informe que el guardiamarina Falcó (el chico se ha visto aliviadísimo al verlos aparecer por la escotilla), el primer contramaestre Campano y el carpintero jefe, Garlopa, acaban de darle a don Ricardo Maqua, la cosa está difícil: once balazos a flor de agua (uno de ellos junto a una hembra del timón, con vía de agua en el pañol del condestable), la caña del timón rendida por dos balazos, la jarcia picada y en banda, y el palo mayor (único que se mantiene en pie) con el paño de gavia tan acribillado que sólo lo sostiene la relinga, los estays sueltos y casi todos los obenques rotos, además de los quinales y brandales puestos para sustituirlos, que están rotos también. Amén de dieciocho cañones desmontados, mucha agua en la bodega y las cuatro bombas funcionando a tope.
—¿Y de muertos, cómo andamos?
—Unos setenta, de momento. Heridos, casi doscientos.
—¿Cómo está el comandante?
—Sigue vivo, y lúcido a ratos —el guardiamarina Falcó hace una pausa incómoda—… Y con su permiso, don Ricardo, me mandó decirle que él ha hecho su deber, y que haga usted el suyo… Que no rinda el navío mientras pueda sostenerse.
—Ya.
Rendirse. Al oír la palabra (no le había pasado por la cabeza, pese a todo, hasta ahora), Nicolás Marrajo observa al oficial, cuya mirada recorre el panorama devastado, cubierto de jarcia y maderas rotas, cabullería que se balancea suelta con la marejada, cañones desmontados, cureñas hechas astillas, regueros de sangre. Entre los destrozos que atestan los pasamanos, junto al foso del combés hay cuatro o cinco cadáveres (parecen revoltillos de garbanzos y callos, piensa el barbateño) que nadie se atreve ya a retirar. Excepto en el pequeño abrigo que supone la elevación de la toldilla tras el alcázar, que protege un poco del fuego inmisericorde del tres puentes inglés que los bate por estribor, en la cubierta del Antilla no queda nadie vivo. Los supervivientes se han refugiado en los entrepuentes, desde donde continúa el fuego de los cañones, o forman parte del pequeño grupo que rodea al teniente de fragata Maqua, resguardados como pueden bajo los restos de la toldilla, junto al muñón del palo de mesana y la bitácora manchada con la sangre del primer timonel Garfia, donde el guardián Onofre, convertido en timonel, apoya las manos en la rueda que ya apenas responde: el contramaestre Campano, el carpintero jefe Garlopa, el segundo piloto Navarro, cuatro marineros armados con sables y mosquetes, el guardiamarina Falcó, el contador Merino (además de ocuparse de los heridos, éste va y viene, incansable, entre el alcázar y los entrepuentes con órdenes para orientar el fuego de las baterías) y el propio Marrajo. Poca gente para rechazar otro abordaje, piensa el barbateño, si los ingleses lo intentan de nuevo. Y es improbable que suba alguien más a combatir en cubierta, a estas alturas y con las carronadas inglesas sacudiéndoles lo que no está escrito. En ésas ve que don Ricardo Maqua mira en dirección al sol, apenas visible en el cielo rojizo, aparta las vueltas encarnadas de la casaca, mete mano a la chupa y saca un reloj de plata, consultándolo con mucha flema. Las cinco y media, dice. Llevamos más de tres horas batiéndonos. Después se queda absorto mirando las manecillas. La gente se ha portado bien, añade al fin con un suspiro mientras devuelve el reloj al bolsillo. Luego observa el palo mayor, reforzado con las barras de respeto del cabrestante (alguien comenta que si los restos de la vela de gavia caen por estribor habrá que suspender el fuego por esa banda, la del tres puentes inglés, para que no se incendie con los cañonazos y los tacos ardiendo), y mira al contramaestre Campano. Éste mueve la cabeza, negando en respuesta a la pregunta sin palabras que acaba de formular el comandante accidental del Antilla, y que todos los presentes, hasta Marrajo, comprenden muy bien. De aquí no nos saca ni la Virgen del Carmen.
—Garlopa.
—Mande usté, don Ricardo.
—¿Cuánta agua hay en la bodega?
—Tres pies y una miaja.
—¿Podemos aguantar a flote?
—Eso depende de las sircustansias… ¿Cuánto tiempo, si me permite usté la curiosidá?
—Un cuarto de hora más.
Los hombres que hay en el alcázar se miran entre sí. También esta vez Marrajo comprende el sentido de la pregunta, el plazo que el teniente de fragata Maqua le pide al carpintero jefe: suficiente para que nadie diga que el Antilla se rinde antes de tiempo, recién tomado él su mando, y también lo justo, por otra parte, para que el barco no se vaya al fondo con doscientos heridos atrapados en la bodega. Más los que caigan. Y mientras Marrajo, algo desconcertado por tales cálculos (nunca en su vida terrestre imaginó que, en un barco, luchar o rendirse dependiera de cuarto de hora más o cuarto de hora menos), se pregunta cuántos muertos y heridos costará eso, el carpintero jefe se rasca la cabeza bajo el gorro de lana que lleva puesto. Con lo que llevamos embushao, dice al fin, y con mi hente y el buso metiendo tapabalasos y clavando planshas en el sollao, no hay problema, don Ricardo, siempre que las bombas ashiquen como es debío (menos mal que las dos inglesas son de doble émbolo) y no se estriñan con toda la mierda que, con perdón, hay en la sentina después de tanto batirnos el cobre. Pero si los míster siguen sobándonos la lumbre del agua, no respondo. ¿Mesplico?
—Te explicas. Vete abajo y haz lo que puedas.
—Como usté diga, don Ricardo. Con su permiso.
Garlopa desaparece por la escotilla y el teniente de fragata se queda pensando, atento al retumbar bajo sus pies de los cañones que siguen disparando en la primera y segunda baterías. «Mi deber», le oye murmurar Marrajo entre dientes, por lo bajini. Luego el teniente de fragata se vuelve hacia el contador.
—Merino.
—Mande, don Ricardo.
—Vaya a la segunda batería, salude de mi parte al señor Grandall y pídale que suba al alcázar… Y usted, Falcó, baje a la cámara del comandante, meta los pliegos reservados, los libros de claves y señales secretas en una bolsa de lona, átelos a una palanqueta y tírelos por la borda.
—A la orden.
Mientras el guardiamarina desaparece agachándose bajo los restos de la toldilla, don Ricardo Maqua mira de nuevo el sol, y después vuelve a observar otra vez el palo mayor (que sólo de milagro sigue ahí) antes de asomarse un poco sobre la regala destrozada para observar el navío inglés que los bate por estribor. Entonces sube por la escala que hay bajo la toldilla el alférez de navío Jorge Grandall, único oficial de marina del Antilla que, con don Ricardo Maqua, queda sano a bordo. Viene agotado, sucio, sin sombrero. Sacudiéndose la casaca donde luce, sobre el hombro derecho, la única charretera de su grado. Con un arañazo en la cara. Mira el panorama sin decir palabra y luego a su superior. Tengo el mando, dice éste con sencillez. Grandall asiente.
—¿Cómo lo ves?
—Como tú.
—Se ha hecho todo lo humanamente posible.
—Más que eso.
Don Ricardo se queda callado un rato. La gente ha cumplido bien, murmura de pronto, pensativo. Demasiado bien, confirma de nuevo Grandall. Tienes mi conformidad para rendir el navío. Aún está diciéndolo cuando el aire resuena raaca, bum, bum, clac, clac, clac, todo se llena de hierro zumbando, y una nueva andanada inglesa (esta vez no es metralla sino bala maciza) golpea la banda de estribor, desparrama astillas y jarcia rota, y hace que se agachen Grandall y los otros. Todos menos el teniente de fragata Maqua, que sigue absorto en sus reflexiones, mirando el palo mayor. Así lo encuentra el guardiamarina Falcó a su regreso.
—Todo en el agua, don Ricardo.
El oficial no responde. Sigue atento al palo, como echando allí algo de menos.
—La bandera —dice de pronto.
Marrajo mira hacia arriba igual que los otros, desconcertado, hasta que comprende. La andanada casacona ha cortado la driza de la bandera, izada en el palo mayor al caer el de mesana. Ahora el trapo rojigualda cuelga sobre los destrozados cabilleros del propao, en cubierta.
—Un cuarto de hora más —murmura el oficial, como para sí mismo.
El alférez de navío Grandall duda un instante y quiere decir algo, pero lo piensa mejor. Saluda y desaparece bajo la toldilla, de vuelta a su batería. Don Ricardo Maqua se vuelve a mirar fijamente al guardiamarina Falcó, y Marrajo observa cómo el muchacho, que se había puesto pálido bajo la mugre de la cara, enrojece de pronto mientras afirma con la cabeza. No puede ser, piensa el barbateño. No me creo que, por quince cochinos minutos y un pedazo de tela, don Ricardo mande a este chinorri a jugársela de esa manera. Si tantas ganas tiene, que vaya él. O ese otro de una sola charretera. Ellos y todos los que nos metieron aquí. Y además lo manda sin decírselo, espilfarrándose varios pueblos, como si se lavara los dátiles en plan Pilatos. Mala congestión le dé. Que este chico tendrá madre, digo yo. Y a estas alturas da lo mismo bandera que no bandera, o sea, nos la refanfinfla de proa a popa: nuestros cañones aún disparan y esos perros de ahí afuera nos van a seguir fileteando igual. O más.
El caso es que Marrajo todavía está pensando todo eso, a medio camino entre la indignación y el desconcierto, cuando ve al guardiamarina santiguarse y luego apretar los dientes, agachar la cabeza y salir disparado por la cubierta, saltando por encima de los escombros y los destrozos, en dirección al palo mayor. Con más agallas que una tintorera. Y lo que son las cosas chungas de la vida. Acto seguido, sin tiempo a reflexionar, empujado por un impulso extraño que lo estremece de la cabeza a los pies, el propio Marrajo levanta el rostro al cielo y se caga en don Ricardo Maqua y en Dios, por ese orden, en voz alta y clara, y luego sale despendolado detrás del chico, a toda leche, sin saber muy bien por qué. Tal vez porque le conmueve verlo allí solo, corriendo por la cubierta devastada, hacia la puta bandera de colores.
Y ahora sí que me la endiñan, piensa, los pulmones ardiendo por el sofoco. Ahora sí que me dan en la cresta, o me vuelan los huevos, o me sacan las túrdigas del pellejo, y a ver qué carajo de la vela hace el hijo de mi madre en este cirio, y de quién son las piernas con las que acabo de echarme esta carrera tan a lo gilipollas detrás del chinorri. A ver cuánto me duran las gambas antes de que una bala o palanqueta casacona se me lleve una, o un brazo, o la cabeza, o una de esas balas de mosquete que repiquetean alrededor como repelón de bautizo buscándome con tantas ganas, que se aplastan o se incrustan en el palo, llegue y se me aloje en los malditos sesos, haciéndome dar la boqueá. A ver, coño, a ver, cuándo me tocan los iguales: la Negra, el Casamiento, la Breva. La Muerte. Tengo menos sentío que un salmonete. Que alguien venga, pare esto y me diga qué hostias estoy haciendo aquí.
Pero nadie se lo dice, claro. Sólo oye raaaca, raaaca, pumba y pumba, crujir de maderas rotas, silbar de astillas, pasar balas. El finibusterre. Y así, agazapado al pie del palo, oyendo volar hierro por todas partes, de rodillas sobre la tablazón rota de la cubierta que se estremece a cada nuevo impacto (me van a poner de plomo como al lagarto de Jaén, se dice), Nicolás Marrajo ayuda con dedos nerviosos al joven Falcó en su intento por ayustar la driza. La bandera, observa (nunca había visto una tan de cerca), tiene una corona, un castillo a la izquierda, y a la derecha un león de pie y con un palmo de lengua fuera, el hijoputa. Tan asfixiao como ellos. Pero al león y al castillo y a la corona les van a dar mucho por saco, porque no consiguen izarlos. La driza se ha salido de su roldana, arriba en la cofa, y no hay nada que hacer. La bandera se queda abajo como España se queda sin barcos. Hasta la siega del tocino. Ésa es la fija. Por un momento, el guardiamarina y Marrajo se miran, indecisos.
—Vámonos, almirante —sugiere el barbateño, práctico.
El chico es tozudo. Niega con la cara vuelta hacia arriba, negra de pólvora y reluciente de sudor, a los obenques que aún quedan tensos, y que van de la mesa de guarnición de estribor hasta la cofa, con flechastes intactos donde aún se pueden apoyar los pies. Tela. Ni se te ocurra, chaval, empieza a decir Marrajo; pero antes de que pueda articular una sílaba, el guardiamarina agarra la bandera, se la ata a la cintura, se pone en pie y sube de un salto a la mesa de guarnición, por fuera de la borda destrozada. El jodío. Sin darse cuenta de lo que él mismo hace, Marrajo se incorpora tras el joven para sujetarlo por el faldón de la casaca e impedirle seguir, y en ese momento, descubiertos ambos como liebres en un prado, los tiradores de las cofas del tres puentes inglés, situado a pocas brazas por el través de estribor, se frotan las manos, claro, y empiezan a dispararles mosquetería, crac, crac, pam, pam, pam, y los abejorros de plomo silban por todas partes, chascando contra la regala, en los tablones rotos. Chac, hacen. Chac, chac, chac. Sin achantarse, emperrado en lo suyo, el joven intenta liberar el faldón de la casaca, pone un pie en los flechastes y luego el otro, trepa un poco, y en ésas llega una bala cabrona y le pega en una pierna con un crujido al romper el hueso, craj, hace (Marrajo lo oye partirse como si fuera una rama), y el guardiamarina emite un quejido ahogado antes de soltarse y caer de espaldas mientras Marrajo tira de él desesperadamente, ven aquí, joder, y sólo gracias a tenerlo cogido por el faldón logra atraerlo hasta la cubierta, evitando que se vaya al mar.
Entonces (cosas de la vida) el barbateño se vuelve loco. Pero loco de atar, o sea. Absolutamente majareta. Mientras el chico se arrastra por la cubierta dejando un reguero de sangre y rompiendo como puede tiras de su camisa para hacerse un torniquete en el muslo, Marrajo se inclina sobre él, le quita en dos manotazos la bandera de la cintura, se pone en pie, y encaramándose por los tablones rotos de la regala a la mesa de guarnición, importándole ya todo un huevo, agita el paño a gualdrapazos en dirección al tres puentes inglés. Perroshijosdelagrandísimaputa, aúlla hasta que parece a punto de rompérsele la garganta. Mecagoenvuestrosmuertoscabronesyenlaputaqueosechóalmundo, joder todo ya. Por mis dos huevos. Por tós mis muertos. Por Cristo y la Virgen que lo parió.
—¿Y sabéis lo que os digo?… ¿Sabéis lo que os digo, casaconesjodíosporculo?… ¿Queréis saberlo?… ¡¡¡Puesquemevaisachuparelcipoteeeeee!!!
Y luego, ronco de gritar, sordo de sus propias voces, oyendo como un rumor confuso, lejano, los estampidos de los disparos, los cañonazos, el ziaaang, ziaaang de las balas que buscan su cuerpo, Nicolás Marrajo Sánchez, natural de la ensenada de Barbate, provincia de Cádiz, hijo de madre poco clara, sin trabajo ni profesión conocida salvo la de pícaro, contrabandista, rufián y buscavidas, escoria de las Españas, reclutado forzoso por un piquete de leva en la taberna La Gallinita de Cai, se envuelve la bandera roja y amarilla en torno a la cintura, remetiéndosela por la faja, y se pone a trepar como puede por los obenques, tropezando, resbalando en los balanceos y sujetándose de milagro, mientras todos los ingleses del mundo y la perra que los trajo apuntan con sus mosquetes y le disparan, pam, pam, pam, y él sigue trepando y trepando ajeno a todo, entre docenas de plomazos que pasan zumbando, ziaaang, ziaaang, y él sube y sube y requetesube, una mano, un pie, otra mano, otro pie, entrecortado el aliento, los pulmones en carne viva y los ojos desorbitados por el esfuerzo, blasfemando y jiñándose a gritos en cuanto albergan el cielo y la tierra, cagoendiezycagoentodo, sin mirar abajo, ni al mar, ni al paisaje desolador de la batalla, ni al tres puentes inglés cuyos tiradores, poco a poco, sorprendidos sin duda por esa solitaria figura que trepa al palo del barco moribundo con una bandera sujeta a la cintura, van dejando de disparar, y lo observan, y hasta algunos empiezan a animarlo con gritos burlones al principio y admirados luego, hasta que el fuego de mosquetería cesa por completo. Y cuando por fin Marrajo llega a la boca de lobo de la cofa, y allí, las manos temblando, con uñas y dientes, como puede, anuda la bandera y ésta se despliega en la brisa (el puto león con la lengua fuera), desde el navío inglés llega el clamor de los enemigos que lo vitorean.