Craaaac. Cuando el mastelero de juanete mayor se va a tomar por saco, o sea, se viene abajo con un crujido que estremece el navío, el guardiamarina Ginés Falcó deja de arrastrar el cadáver del primer piloto Linares (un astillazo acaba de degollarlo, arrojándolo bajo la rueda del timón), confirma que los dos timoneles siguen aferrados a las cabillas, en su puesto, y luego se asoma al alcázar para mirar, limpiándose las manos ensangrentadas en los faldones de la casaca. Virgen santa, se dice. El mastelero, su verga y una maraña de vela y jarcia cuelgan hacia estribor, y los ciento doce pies de la verga mayor penden verticales con su vela aferrada, balanceándose con un extremo dentro del foso del combés, mientras arriba en la cofa, chas, chas (se oyen los hachazos desde cubierta), los gavieros intentan desprenderse de todo aquello para tirarlo por la borda. Por suerte, la verga de gavia y su vela siguen intactas. Abajo, en la cubierta, bajo la red de combate ahora rota y llena de trozos de madera, jarcia, lona y cadáveres que parecen atrapados en una confusa tela de araña, artilleros, marineros y soldados pelean entre la humareda acre que irrita los ojos y los pulmones, enronquecidos, bañados en sudor, negros de pólvora, entre las palanquetas, la metralla y las balas inglesas que vuelan por todas partes, arrancando, rompiendo, quebrando, mutilando cuanto encuentran a su paso.
—¡A esos perros!… ¡Duro y a esos perros!
Raaaca, clas, clas, clas. Falcó se encoge cuando la tablazón del Antilla cruje bajo otra andanada. Los destrozos son enormes. A sus dieciséis años, el joven aspirante a oficial de marina ha estado ya en un gran combate naval, el de Finisterre; pero nunca hasta hoy vio la cubierta de un navío tan devastada por el fuego enemigo. Casi todo el pasamanos de babor está hecho astillas, y tres de los ocho cañones de esa banda se encuentran desmontados de sus cureñas. En torno al resto, pese al intenso fuego que llega por esa borda, los hombres siguen afanándose en refrescar, cargar y disparar, tirando de los palanquines una y otra vez para acercar los cañones a las portas, arrojando al agua los cadáveres que estorban, llevando como pueden a los heridos hacia las escotillas, camino de la enfermería (el contador Merino va y viene ocupándose de eso, los brazos y las piernas manchados de sangre ajena). Lo mismo ocurre en la banda de estribor, donde las piezas útiles de la cubierta superior son seis. Asombrosamente, comprueba Falcó, pese al desorden del combate y al daño sufrido, se conserva la disciplina. Los pajes de la pólvora corren agachados con los cartuchos en las manos, los entregan a los sirvientes y desaparecen por las escotillas, en busca de más. Es verdad que cada pieza hace fuego por su cuenta, que los fusileros apostados tras los tablones destrozados asoman sus mosquetes y disparan cada uno a su aire, que la marejada incomoda a los artilleros y que el poco viento no disipa el humo; pero la presencia de los oficiales que recorren las bandas sable en alto, alentando a la gente a cumplir con su obligación o empleándose con energía cuando alguno chaquetea para abandonar el puesto, mantiene la cosa dentro de límites razonables. A estas alturas, además, la gente está furiosa; y eso es bueno a la hora de pelear. La mayor parte de los campesinos, los presidiarios, los mendigos reclutados a la fuerza un par de días antes, los que vomitaban la primera papilla, gritan ahora de coraje e insultan a los ingleses, cargan y disparan con el hábito de quien lleva haciendo los mismos gestos un rato largo, y comprende, al fin, que su vida o su muerte dependen de ello. El miedo y el rencor, comprueba el joven Falcó, bien combinados, hacen milagros. Por muy poca experiencia y espíritu de lucha que se tenga, a la larga, a fuerza de recibir fuego y ver caer a los compañeros, hasta el más pusilánime termina pidiendo a gritos comerle el hígado al enemigo. Sobre todo si no queda otro remedio.
—¿Cómo está el piloto? —pregunta el segundo oficial Oroquieta.
Está muerto y requetemuerto, informa Falcó; y don Carlos de la Rocha, que se ha vuelto ligeramente para oír la respuesta, no hace comentarios y sigue mirando al frente, hacia la cubierta destrozada, mientras escucha impasible el parte de averías que en ese momento trae el primer carpintero Juan Sánchez (aunque nadie a bordo lo llama Juan ni Sánchez, sino Garlopa): cuatro balasos en la lumbre del agua, don Carlos, veinte pulgás en la bodega, etsétera, etsétera. Pa resumirle a usía: etséteras por un tubo. Admirado, el joven guardiamarina observa la pulcra figura del comandante, que tras despedir al carpintero jefe vuelve a pasear por el alcázar o se lleva el catalejo a la cara con tanta serenidad como si anduviera con su familia, después de oír misa en el Carmen, por la calle Ancha de Cádiz. Eso es tener casta, rediós. O estar seguro de que si uno palma va derecho al cielo, o a un sitio así. A lo mejor por eso don Carlos de la Rocha no agacha la cabeza ni se conmueve cuando una nueva andanada del navío inglés que tienen por el través de babor (hay otro con el que combaten al mismo tiempo por la aleta de estribor) impacta en el costado del Antilla, catacatapumba, con una sucesión de ruidos sordos y crujidos, y un fragmento de metralla le arranca el catalejo de las manos, sin un rasguño, antes de abrirle la garganta a un infante de marina que suelta el mosquete y cae, dando traspiés, al foso del combés. Falcó ya ha visto así a su comandante en otra ocasión, impasible en el alcázar, durante el combate de Finisterre, cuando se sacudían cebollazos con los ingleses del almirante Calder en medio de la niebla. Y cuentan que la misma actitud mantuvo durante el combate de la Santa Inés con la Casandra, y también en la de San Vicente, y combatiendo en tierra con sus marineros durante la evacuación de Tolón del año 93: cuando hubo que abandonar la plaza, el almirante Hood (arrogante y cruel como buen inglés) reembarcó a sus tropas e incendió cuanto pudo, negándose a subir a bordo a los refugiados monárquicos franceses, y fueron los españoles quienes se dejaron la piel por salvar a esos infelices, siendo don Carlos de la Rocha, entonces capitán de fragata, el último en abandonar la bahía.
—Falcó, échele un vistazo a la toldilla, hágame el favor… Hace rato que las carronadas no disparan.
El guardiamarina dice a la orden, señor comandante, se lleva la mano al sombrero, sube por una de las escalas que van del alcázar a la toldilla bajo la enorme sombra de la sobremesana y la cangreja (a estas alturas lamentables jirones de lona hinchada por la brisa), se detiene agachándose a medio camino cuando una descarga de mosquetería crepita sobre la batayola, y echa un vistazo prudente al panorama: las velas de los cuatro navíos de la división Dumanoir apenas visibles en la distancia, escaqueándose con rumbo sursudoeste, los muy ratas, y la batalla, en fin, esa prolongada neblina de humo de pólvora punteada de fogonazos y llamaradas, larga de varias millas, de la que emergen innumerables mástiles rotos y velas rifadas, entre una sucesión continua, monótona, de fuertes estampidos. A sotavento del Antilla, una docena de navíos combaten casi abarloados unos con otros. El Bucentaure, el buque insignia del almirante Villeneuve, ha arriado el pabellón, y en los muñones de sus palos inexistentes ondea ya la bandera inglesa. Aurrevoir, mes amís. Al señor almirante le han dado las suyas y las del pulpo. Falcó se lo imagina con su peluca empolvada y la casaca llena de galones y alamares hasta los hombros:
—Ya hemos cumplí con la patrí, mes garsons. Rien ne va plus. Así que laissez faire, laissez passer. O sea: laissez les armes, citoyens.
—¿Pardón?
—Que nos rendimos, coño.
A proa del Bucentaure, cerca, arrasado ya de casi toda su arboladura y pese a tener los costados embarazados por los palos, la jarcia y las velas caídas, el Santísima Trinidad, ése sí, continúa haciendo un fuego espantoso, batiéndose como gato panza arriba con tres navíos que lo estrechan muy de cerca, y que se llevan lo que no está escrito. Falcó también puede imaginar a la plana mayor del cuatro puentes español, al jefe de escuadra Cisneros y a su capitán de bandera, si es que siguen enteros, mirando de reojo la tricolor arriada del almirante francés.
—Fíjese, Uriarte. Mucho alonsanfán y quien no se halle en el fuego y toda esa murga, y ahí tiene usted a Villeneuve. Envainándosela.
—Pues a nosotros tampoco nos queda mucho resuello, mi general.
—Ya. Pero vamos a aguantar un poquito más, ¿vale?… Aunque sólo sea para fastidiar al gabacho.
Algo más al norte, abatiendo poco a poco a sotavento, pelea encarnizadamente el que parece el San Agustín; y algo más acá, en idéntica situación, el francés Intrepide, éste con la aparente intención de unirse a unas velas que se congregan al otro lado de la línea, tal vez supervivientes de la escuadra aliada que aún pueden maniobrar (los hay con suerte) e intentan reagruparse allí o retirarse rumbo nordeste, hacia Cádiz. Y a este lado del combate, próximo al Trinidad pero sin poder llegar hasta él y darle socorro, el Neptuno del brigadier Valdés, sin palo de mesana, sin masteleros y con la mitad de los obenques sueltos, el casco tan pasado de balazos que parece el Cachorro de Triana, libra los últimos momentos de un combate sin esperanza, con sus fuegos debilitándose poco a poco.
—Ése tiene tó el boquerón vendío —comenta el contramaestre Campano.
Como nosotros, piensa el joven Falcó, aunque no lo dice. En lo que respecta al Antilla, tras haber pasado entre los dos últimos navíos de la línea de ataque inglesa que seguía al Victory del almirante Nelson, se bate ahora con ellos, casi inmóvil por falta de viento, a la distancia de un tiro de pistola. Lo cierto es que pasó por la justa, antes de que las grímpolas, la bandera y las velas colgasen fláccidas, pero pasó. Y la moral de la gente a bordo subió un pelillo cuando, con la proa del setenta y cuatro enemigo más cercano por el través de estribor, el comandante ordenó abrir fuego, el alférez de fragata Cebrián levantó el sable, lo bajó, repitió «fuego», y en el momento exacto en que una bala de mosquete inglesa le acertaba en mitad del pecho, dejándolo tieso, los ocho cañones de 8 libras y las dos carronadas de la banda de estribor, al mismo tiempo que las dos baterías de abajo, le soltaron al inglés una andanada a bocajarro, pumba, pumba, pumba, en plena proa, que le arrancó medio bauprés, craaac, hizo astillas su beque y la verga de trinquete, le desmontó al menos dos cañones del castillo y le mandó al infierno, sin duda, a mucha gente. En cuanto al navío de la banda opuesta, otro setenta y cuatro con la bandera británica ondeando sobre la cangreja, arribó en cuanto su comandante se percató de la maniobra, a fin de proteger su popa y ofrecer al Antilla la batería de estribor; y es el que ahora se encuentra por el través de babor de los españoles, batiéndose costado a costado con el fuego muy regular y bien dirigido, cortándole al Antilla el paso y la posibilidad de socorrer al Trinidad. Pero lo peor es que la maniobra, al inmovilizar al Antilla (don Carlos de la Rocha conoce a sus clásicos y sigue dispuesto a evitar mientras pueda un abordaje), ha dejado a éste con el primer inglés, que abate poco a poco, en la aleta de estribor, desde donde ahora dispara con impunidad barriendo la toldilla española.
La toldilla. Ésa es otra. Cuando Falcó llega a ella, pese a estar advertido por la sangre que chorrea escala abajo y entre los pilares tronchados del antepecho, se ve obligado a detenerse para aspirar aire varias veces, como un pez fuera del agua, antes de seguir adelante, hundiendo los zapatos en la carnicería desparramada por la tablazón donde se revuelven cabos cortados, motones, cuadernales, maderas rotas, trozos de lona y restos de hombres. Las dos carronadas de estribor ya no están: han desaparecido con sus diez sirvientes, el coronamiento de popa, los fanales y el armario de banderas, y en su lugar hay un caos de tablas astilladas, cabos rotos, los restos de una cureña y más despojos humanos. De las dos carronadas de babor, una está desmontada, rodando por cubierta a cada bandazo del buque, y la otra no tiene a nadie para servirla. De los treinta y cinco hombres que, entre artilleros e infantes de marina, tenían su puesto en la toldilla al comenzar el combate, apenas queda media docena de granaderos tumbados tras los cascotes, haciendo fuego con los mosquetes, lo mejor que pueden, mandados aún por el teniente Galera, que va de uno a otro moviéndose de rodillas, agachada la cabeza, tiznado de pólvora como un negro de Guinea, señalando los blancos a los que apuntar en las cofas y gavias del barco enemigo. El resto ha huido a la cubierta inferior a través de la lumbrera destrozada, está en la enfermería, sirve de pasto a los peces o contribuye a darle al lugar aquel aspecto de casquería fina que, junto al olor nauseabundo de la madera quemada, la pólvora, la sangre y las vísceras, está a punto de hacer que el joven Falcó eche la pota mientras busca con la mirada a su compañero el guardiamarina Ortiz, encargado de la custodia (ciega y universal es la obligación que impongo al guardiamarina) de la bandera que cuelga, agujereada pero arriba, en el oscilante pico de cangreja. Y al fin lo encuentra en su puesto: recostado en los restos del abitón de mesana, el sable aún en la mano, los ojos vidriosos, abiertos, y con un trozo grande de su propia camisa como torniquete mal apretado en torno a un muslo desgarrado por la metralla, sobre una brecha enorme por la que se escapa una mancha inmensa, todavía roja y fresca, que se agita en la tablazón de cubierta, en regueros que van de un lado a otro con los movimientos del navío.
Es curioso. Cuando Ginés Falcó, sorbiéndose los mocos (el humo, el olor de la pólvora, el recuerdo de Ortiz desangrado en la toldilla), regresa e informa a su comandante (no hay problema con la bandera, señor comandante, mientras el teniente Galera siga ahí arriba no creo que la arríe nadie, etcétera), no piensa en la derrota. Ni de lejos. Así de individual se ha vuelto todo, el combate, el desafío inmediato con los dos setenta y cuatro ingleses, el dramático aparte que con sus respectivos enemigos hace cada navío español o francés de los que se encuentran en fuego. Es como si lo colectivo, el resultado final del conjunto, hubiera dejado de importar, y lo que contara fuese el dar y recibir, el tú a tú que se establece entre los tripulantes de un navío y aquellos enemigos a los que disparan y de quienes reciben el daño. Quizá por eso, concluye el joven echando un vistazo alrededor, hombres a quienes el rey y la patria importan en este preciso instante una puñetera mierda (él mismo se sorprende de sentir algo parecido, o casi; patria es una palabra desprovista de sentido en aquel desmadre), se están batiendo sin otro motivo que devolver ojo por ojo, diente por diente, a quienes los martirizan a cañonazos. A menos que en ese momento la patria se circunscriba a la propia piel, a la vida que alienta en el corazón y la cabeza, a los camaradas que caen al lado gritando su estupor, su locura y su rabia. Al lugar remoto, alejadísimo hoy, donde alguien los aguarda. Tantas madres, piensa el joven pensando en la suya. Tantos hijos, padres, hermanos y esposas que ahora mismo, encaramados en las murallas de Cádiz o en las peñas del cabo Trafalgar, miran hacia el mar, hacia los estampidos lejanos que suenan más allá del horizonte, o están en otras ciudades y pueblos, ignorantes del heroísmo, la cobardía, la locura, la vida o la muerte de aquellos a quienes aman y esperan. De aquellos por quienes en este momento, golpeada por la metralla inglesa sobre el foso del combés, a proa, la campana del Antilla repiquetea una y otra vez, aguda y lúgubre, doblando a muerto.
La voz de don Carlos de la Rocha arranca al guardiamarina de sus pensamientos.
—¿Se encuentra bien, Falcó?
—Sí, señor comandante.
Ve a don Carlos cambiar una mirada con el segundo oficial Oroquieta. Sin duda, parece apuntar su expresión, la toldilla no ha sido un espectáculo reconfortante para el chico. Pero hoy nadie puede elegir la clase de espectáculo a que se enfrenta. Raaaca, bum. Raaaca, bum. Los cañones propios y ajenos siguen tronando, la arboladura y el casco se llevan lo suyo, los hombres mueren. Hay cosas que hacer, entre ellas procurar que también muera el mayor número posible de enemigos antes de que el Antilla y sus tripulantes arríen bandera o se vayan al diablo. Un combate honroso, es lo que estipulan las ordenanzas que debe cumplir con puntual exactitud el comandante de un navío. Una honra calculada en litros de sangre como la ajena que mancha los zapatos, las medias y los faldones de la casaca del guardiamarina (mejor ajena que mía, piensa a ráfagas, con súbita ferocidad). La honra incluye también responder, mientras el navío sea capaz de moverse sobre el agua, a la funesta señal número 5, que sigue izada en lo que queda del trinquete del Santísima Trinidad. Y como en ese momento empieza a refrescar el viento otra vez, y las velas se agitan, Falcó oye a don Carlos de la Rocha decírselo al segundo oficial: habrá que moverse, Oroquieta, no vamos a quedarnos aquí rascándonos la entrepierna hasta que nos hundan, de manera que a ver si mareamos el trapo que nos queda, doblamos al perro de babor y luego arribamos un poco más para arrimarnos a lo que queda del Trinidad. Que Cisneros, por lo menos, si sigue vivo, vea que intentamos darle cuartelillo. Oroquieta se aparta para esquivar un cuadernal que cae del palo (las redes de combate se han venido abajo hace la tira) y luego mueve la cabeza, dubitativo, señalando al inglés que tienen por el través de babor, en fin, protesta, yo hago marear lo que usted mande, mi comandante, pero dudo que ese cabrón nos deje pasar, sin contar el que tenemos al otro lado, por la aleta, que nos va a romper el ojete de enfilada, con perdón, en cuanto le demos popa franca.
—No es una sugerencia, Oroquieta. Es una orden.
Así que el otro dice no se hable más, mi comandante, y da las órdenes oportunas, que es para hoy, rediez, caza cangreja o lo que queda de ella, afirma los puños de gavia, bracea todo arriba; y pese al caótico barullo de cubierta, con la gente arremolinada en torno a los cañones, artilleros, fusileros, marineros de maniobra, unos disparando como pueden y otros despejando de lo que más embaraza, tirando cadáveres por la borda o arrastrando heridos hasta las escotillas, el contramaestre Campano (que además de hacer ayustes en brazas y escotas cortadas acaba de conseguir bajar la verga mayor y echarla por la borda pese a la que está cayendo) se pone a pegar gritos por encima del estruendo del zipizape, gente arriba y a las brazas de sotavento, maldita sea mi sangre, aúlla, y los guardianes empiezan a tocar el silbato y a sacudir rebencazos a los remolones (a un grupo que se ha querido refugiar en el combés lo sacan de allí a bofetadas, pinchándoles en el culo con las bayonetas de los infantes de marina), y el propio comandante se asoma a una y otra banda, pese a los zurriagazos ingleses que vuelan por todas partes, para echar un vistazo y luego mirar arriba, asegurándose de que las bolinas estén claras y no haya jarcia suelta o enredada que estorbe la maniobra y los joda a todos.
—Larga trinquete.
El segundo oficial Oroquieta mira a don Carlos de la Rocha, indeciso, apenas un segundo (la vela de trinquete está cargada desde hace un rato, recogida en su verga para que no se incendie con el fuego del castillo durante el combate), y luego repite la orden primero entre dientes, vale, de acuerdo, masculla, y luego a gritos, bracea verga de trinquete por barlovento, lo quiero para hoy, nostramo, más hombres arriba, larga trinquete, mientras Ginés Falcó observa, inquieto, cómo a proa, en el castillo, don Jacinto Fatás y el segundo contramaestre Fierro empujan a su gente hasta los obenques, a todos cuantos pueden reunir, cuatro o cinco, pero sólo dos y el segundo contramaestre se atreven a subir; así que es el propio don Jacinto quien, exponiéndose mucho, trepa hasta medio camino, voceándoles instrucciones a ellos y a los dos gavieros que ya estaban en la cofa y que ahora, sobre la verga, los pies descalzos en precario equilibrio sobre los marchapiés, sueltan los tomadores y despliegan la enorme lona sobre cubierta pese al fuego de mosquetería que los tiradores ingleses les hacen. Ziaaang, ziaaang. Un fuego que (las cosas como son, y a cada cual lo suyo) los pocos infantes de marina españoles que quedan en las cofas del Antilla, parapetados bajo los tamboretes de los palos, devuelven tiro por tiro, crac, crac, crac, cubriendo a sus compañeros.
—Menos mal que aún sobran huevos —murmura Oroquieta.
De puro milagro, observa Falcó, no cae ninguno de arriba, y la maniobra se ejecuta como Dios manda. Entonces el segundo oficial Oroquieta ordena bracear trinquete por sotavento y cazar escotas (las que quedan) mientras cangreja, sobremesana, gavia, velacho y juanete se hinchan con la brisa, la vela de trinquete coge viento, los timoneles mueven la rueda poniendo el timón a la vía, y el Antilla empieza a moverse de nuevo lenta, dolorosamente, inclinándose unas pulgadas a sotavento, mientras por su banda de babor las dos baterías bajas y la de cubierta avivan el intercambio de fuego con el inglés que está por ese costado.
—El Trinidad se ha rendido, mi comandante.
A Ginés Falcó el corazón se le para en el pecho. La noticia corre por la cubierta, y los hombres tiznados de pólvora, relucientes de sudor, miran hacia sotavento, al centro de la destrozada línea francoespañola donde el legendario cuatro puentes, el navío más poderoso del mundo, arrasado de todos sus palos y con la cubierta deshecha, acaba de rendirse tras cuatro horas de horroroso combate. Cagoentodo. La parte positiva, comenta el segundo oficial Oroquieta (siempre práctico, el fulano), es que ya no hay que ir hasta allí para ayudarlo, pasando entre los ingleses. Así que nada: tranquis y a cuidar nuestro pellejo. Pero don Carlos de la Rocha, impasible, señala con el mentón hacia el Neptuno, que continúa batiéndose cerca, a sotavento del Antilla. Entonces intentemos socorrer a Valdés, dice, porque ahora los que machacaban al Trinidad irán a ocuparse de él.
—¿Y quién nos socorre a nosotros?
—Cállese, coño.
Entonces, de pronto, algo hace patapumba, pumba, a lo lejos. El teniente Machimbarrena (un artillero de tierra regordete y rubio que ocupa el puesto del fallecido Cebrián), que dirige el fuego de los cañones que aún disparan en el alcázar, se queda con el brazo que sostiene el sable en alto, de pasta de boniato, igual que el resto de los artilleros. Hasta Juanito Vidal vuelve a asomar la cabeza por la escala del combés. Esta vez el estampido se ha elevado por encima del fragor del combate, aunque viene de muy al sur, casi al extremo de la línea aliada (o de lo que a estas alturas queda de ella), donde la nube de humo oscuro del navío que llevaba un rato ardiendo acaba de convertirse en un hongo negro, enorme y siniestro. Un barco acaba de volar por los aires, sin duda porque el fuego ha llegado a su santabárbara.
—Ojalá sea inglés —comenta Oroquieta, sin mucha convicción.
Ginés Falcó, después de mirar, espantado como todos, la densa columna de humo negro, observa que don Carlos de la Rocha, inmóvil en apariencia, engarfia los dedos entrelazados de las manos que mantiene a la espalda. Pero su voz parece serena cuando se vuelve a los timoneles y al contramaestre Campano, ordenándoles mantener el rumbo para arribar luego y doblar por el bauprés al inglés de sotavento, que también marea velas al observar la maniobra del Antilla, oliéndose la jugada.
—Escotas de sobremesana en banda.
—A la orden, señor comandante.
—Carga cangreja.
El contramaestre Campano mueve la cabeza.
—Imposible, don Carlos. Están picados los brioles.
—Haga lo que pueda, nostramo.
—Como mande usía… Pero tampoco queda ya mucha vela que cargar.
El comandante se encoge de hombros. Proa al Neptuno, ordena a los timoneles. El segundo oficial Oroquieta hace ademán de asomarse a la batayola y mirar atrás, pero lo piensa mejor (allí silba de todo menos música) y se limita a dirigir una mirada inquieta a don Carlos de la Rocha, que Ginés Falcó interpreta de sobra. El inglés de la aleta va a soltarles una andanada por la popa de un momento a otro. Una como para jiñarse. Así que angustiado, los músculos en tensión, el guardiamarina mira alrededor, calculando en qué lugar estará más protegido cuando llegue la descarga. Y entonces llega, tump, tump, tump, con crujidos y choques secos de balas incrustándose en los yugos de popa y en el palo de mesana, y el rumor bajo sus pies, haciendo temblar la cubierta, de otras balas que siguen camino libre a lo largo de los entrepuentes, zuuuas, zuuuas, zuuuas, con los chasquidos de la madera al quebrarse y el metálico clingclang del hierro al golpear en los cañones. A saber, piensa, cuántos cascabeles nos ha capado. Pero pronto deja de pensar, porque una bala golpea en el parapeto de la batayola de babor, hace saltar por los aires una nube de trizas blancas, mochilas y coyes pulverizados, y con ella extiende en abanico, hacia el alcázar, un enjambre de astillas aguzadas como puñales. Falcó siente un golpe en la espalda que lo tira de bruces, y en el suelo se revuelve, angustiado, en busca de la herida que no tiene. Sólo una dolorosa contusión. Al incorporarse ve al segundo oficial Oroquieta boca abajo con la cabeza abierta y los sesos desparramados sobre la cureña desmontada de un cañón, al comandante sujetándose el brazo donde tiene clavada una astilla de dos palmos, a Roque Alguazas, el patrón de su bote, atendiéndolo, y a varios muertos y heridos entre los fusileros y las dotaciones del alcázar, entre ellos el teniente de artillería de tierra Machimbarrena, a quien el contador Merino y otros dos marineros bajan por la escotilla con la mitad de una pierna colgando, sujeta sólo por tiras de carne y piel, mientras pega unos alaridos que hielan la sangre.
En ese momento cae el palo de mesana.
—¡El Neptuno arría la bandera!
Ginés Falcó no tiene tiempo de analizar sus sentimientos, pero son de extrema soledad. Se limita a echar un rápido vistazo al navío amigo, completamente desarbolado, la artillería desmontada y el casco hecho astillas (la carnicería a bordo debe de ser curiosa), que tras una resistencia tenaz, enfrentado a varios ingleses, acaba de suspender sus fuegos. Luego sigue dando hachazos. Desde hace rato trabaja a la desesperada, con un grupo de marineros, para cortar la jarcia que mantiene los restos del palo que flotan en el agua sujetos a la aleta de babor del Antilla, frenando su marcha como un ancla flotante y haciéndolo caer muy despacio para esa banda. Falcó, la casaca desabrochada y empapado de sudor, un pie sobre el trancanil, maneja el hacha con ambas manos, cortando cuanto puede, agachándose cada vez que la mosquetería repica en la tablazón o el inglés que se mantiene por el través les envía otra andanada. Intentando no pensar en los sesos desparramados del segundo oficial Oroquieta (han tirado el cuerpo por la borda, pero los sesos siguen ahí) ni en ninguna otra cosa. A pocos pasos, en el alcázar, don Carlos de la Rocha, ahora en mangas de camisa y con un vendaje ensangrentado en torno al brazo derecho, se mantiene en pie, muy pálido pero tranquilo en apariencia, pese a la devastación y al desorden que, poco a poco, se adueñan del navío español.
—Todo zafo, señor Falcó.
El guardiamarina deja caer el hacha y apoya las manos en la astillada regala, exhausto. Al otro lado del inglés que los cañonea por la amura de babor, el panorama puede apreciarse ahora con mayor claridad, pues los buques españoles y franceses rendidos han suspendido el fuego, y la brisa se lleva el humo a sotavento, aclarando el lugar de la batalla. Por barlovento, donde el sol se encuentra ya muy cerca del horizonte aturbonado y rojizo, los cuatro navíos franchutes de la división Dumanoir y todos sus anfansdelapatrí han desaparecido con mucha prisa. Por sotavento, hasta donde abarca la vista, todo es una sucesión de navíos desarbolados y hechos astillas, aún aferrados algunos con sus captores británicos, una docena de los cuales están tan rotos como sus presas. Además del Trinidad, el Bucentaure y el Redoutable, Falcó cree identificar entre los rendidos del centro a los españoles Santa Ana, San Agustín, Monarca y Bahama, y a los gabachos Fougueux y Aigle; algunos tan pasados de balazos que no los conoce ni su padre, hasta el punto de que parece imposible se mantengan a flote. Hay mucha gente en el agua, intentando subir a los botes o a los maderos a la deriva, nadando, ahogándose. El joven coge el catalejo y echa un vistazo. La sensación de soledad se hace más intensa, como si el cielo se nublase también dentro de su corazón. Sólo un navío combate al final de la antigua línea aliada, al sur, rodeado por cuatro o cinco enemigos: alguien asegura que se trata del brigadier Churruca y el San Juan Nepomuceno. Lo que sí puede apreciarse con claridad es un grupo de navíos españoles y franceses que se aleja del combate por sotavento con rumbo nordeste, hacia Cádiz, siguiendo las aguas del Príncipe de Asturias, donde el almirante Gravina, si es que sigue vivo, ha izado algo de vela y la señal de reunión absoluta y retirada en el único trozo de palo que le queda, mientras navega remolcado por una de las fragatas de observación francesas. Dispuesto, supone Falcó, a hacerle un elegante y muy diplomático parte de incidencias de la batalla a don Manuel Godoy. Hasta en el cielo de la boca, Excelencia, como estaba previsto. Las hostias. Siguiendo al Príncipe, el guardiamarina cuenta hasta diez navíos españoles y franceses: unos desmochados de palos y masteleros, tan maltratados como él, y otros casi intactos, como el San Justo, el San Francisco de Asís, el Rayo y el francés Héros.
—Alguno se retira sin combatir, señor comandante.
—Ya.
—¿Es que no nos ven, ni nos oyen?
Don Carlos de la Rocha se encoge otra vez de hombros. O mejor dicho encoge el que le queda sano. A estas alturas de la feria me importa un huevo, dice su silencio, si nos ven, si nos oyen, o no. Pero a su espalda Falcó alcanza a escuchar comentarios en voz baja del timonel Garfia y de los que se encuentran bajo la toldilla. Fíjate que limpio se larga MacDonnell, o Gastón, o Fulano, me juego lo que sea a que el San Justo no lleva siete heridos a bordo, o sea, muy mal rollo es lo que ha habido aquí, colega, con tanta leña el que no anda caliente es porque no quiere. Y nuestro almirante Gravineti nos deja tirados como colillas. ¿Qué tal lo ves?
—Veo mucha cagada de rata en el arroz.
Falcó se vuelve, ordena silencio (con una energía que a él mismo le sorprende), y los hombres se callan.
—Joder con el niño —murmura Garfia.
Lo cierto es que cerca del que fue centro de la escuadra combinada sólo pelean ya dos navíos aliados: el Antilla y el francés Intrepide. Este último se encuentra más a sotavento y en mejor posición, intentando unirse a los que huyen con el Príncipe. Y hasta retirándose, piensa Falcó, el capitán Infernet hace honor al nombre de su barco, el tío, pues lucha por ambas bandas a la vez contra tres navíos ingleses, la bandera izada en el muñón del mesana, el palo mayor caído y arrastrando los restos por el agua. Le queda un palo en pie, y es la lona allí desplegada la que le permite moverse todavía. Y tal vez lo consiga, desea Falcó, sintiendo intensificarse la sensación de soledad y desamparo. Porque duda mucho que el Antilla pueda hacer lo mismo, llegar hasta el otro lado de la línea de batalla para unirse a las velas que navegan rumbo a Cádiz y la salvación. Nos han dejao solos a los de Tudela, por eso palmamos de cualquier manera, oye canturrear por lo bajini a uno de los timoneles. Y más solos que vamos a estar, piensa el guardiamarina, desolado. Se encuentran lejos, el navío tiene muchas averías y hay demasiados enemigos interpuestos: los que pelean con el Intrepide, los que acaban de rendir al Neptuno, los que el Antilla tiene cerca y todos los que, una vez acabada su tarea, acudirán como lobos para acosar al solitario español. Pero nunca se sabe. Pese a la herida del brazo, don Carlos de la Rocha sigue en el alcázar. Y conoce su oficio. Ahora, liberado del mesana que hacía de ancla flotante, mientras el contramaestre Campano y sus hombres ayustan brazas, colocan calabrotes y espías en la jarcia rota, y ponen quinales y brandales para sostener los dos palos que quedan (el mayor se sostiene de milagro, pasado a balazos y con varios obenques cortados), el Antilla se mueve con las velas del trinquete, lenta, trabajosamente, flojas en el otro palo las escotas de gavia, el viento largo a trece cuartas por estribor, balanceándose en la marejada con crujidos que parecen lamentos del casco malherido, mientras se aparta a duras penas de los dos navíos ingleses con los que ha estado peleando: el que se hallaba por la aleta ha perdido, además del bauprés y la verga de mayor, la arboladura de trinquete desde la primera cofa para arriba, y está inmóvil, sin aparente maniobra. El de babor ha aflojado el fuego, arribando un poco, en retirada, para asegurar palos y reparar averías. Así que lo mismo sale nuestro número en la rifa y lo conseguimos, se dice Falcó fugazmente esperanzado, mientras escruta la expresión del comandante Rocha para confirmarlo. Y no es el único que lo mira. En apariencia ajeno a esas miradas (o tal vez precisamente a causa de ellas), pálido por la pérdida de sangre, fruncido el ceño y atento al viento, al rumbo y a la posición de los enemigos, don Carlos de la Rocha permanece impasible, erguido entre la maraña de cabos, maderas rotas y velas hechas trizas que cubre el alcázar, entre los hombres (cada vez menos, más agazapados y con menguante vigor) que siguen disparando como pueden cañones y mosquetes, mientras parece buscar con la mirada un hueco por el que escabullirse entre los ingleses y unirse a los navíos que se retiran hacia Cádiz.
—Treinta pulgás de agua en la bodega, don Carlos. Y seis balasos a la lumbre del agua… Las bombas ashican, de momento. Tengo a toa mi gente dale que te pego.
Garlopa, el primer carpintero, acaba de aparecer de nuevo en el alcázar, hecho polvo, mojado de cintura para abajo, a dar su informe. Desde que empezó la batalla, con sus ayudantes y calafates provistos de tapabalazos, brea y estopa, recorre sin descanso los callejones de combate, los entrepuentes, la sentina, reparando daños.
—¿Cómo está el casco?
—Controlao, sarvo averías que no podemo remediá porque están en las trincas del baupré, en er codaste y en la portería.
—¿El timón?
—Ahora va mehón. La enfilá de los míster rompió un guardín, pero hemos colocao el de respeto.
—¿Y cómo anda la enfermería?
—Figúrese, don Carlos. Abarrotá. Acaban de bahá, por sierto, al guardiamarina má shico… Er niño de la segunda batería.
—¿Juanito Vidal?
—Ése. Sin piernas iba, er pobrete. Shorreando.
El comandante asiente, el aire absorto, y despide al carpintero jefe con un movimiento de cabeza. Luego se vuelve a Falcó (que al oír lo de Juanito Vidal se ha puesto blanco) y tras unos instantes señala arriba, hacia popa, sobre la toldilla desmantelada donde ya ni el teniente Galera ni nadie dan señales de vida.
—Hay que izar una bandera —dice.
El guardiamarina observa el rostro grave de su superior y luego mira hacia donde éste indica. Entonces deja de pensar en Juanito Vidal (esa madre y esas hermanillas despidiéndolo desde el bote frente a la Caleta, ese padre en el Bahama destrozado que acaban de apresar los ingleses) y cae en la cuenta. Al irse por la borda, el palo de mesana se llevó con él la bandera que ondeaba en el pico de cangreja.
—No vayan a creer esos perros que nos rendimos.
Falcó comprende del todo y dice entendido, señor comandante (ciega y universal es la obligación, etcétera). Luego va hasta el cajón de banderas de respeto que hay en el armario del piloto (tan desencajado a metrallazos como su difunto propietario), coge una bandera roja y amarilla, cruza el alcázar procurando no agacharse mucho (una bandera es una bandera), la ata a una de las drizas que siguen intactas, y con el alma helada la hace subir hasta el calcés del palo mayor. Ahora ya sospecha que don Carlos de la Rocha no alberga esperanza alguna de salir de allí. La cuestión, concluye viendo tremolar la enseña (el fuego del inglés más próximo se intensifica, furioso), es cuánto castigo estará dispuesto a soportar el comandante antes de arriarla o hundirse; en cuántas arrobas más de sangre cifrará el honor del buque bajo su mando. O (dicho en Real Ordenanza Naval de 1802) hasta qué punto querrá asegurar su defensa ante el consejo de guerra por la rendición o la pérdida del navío.
—¿Por qué sólo cien muertos y doscientos heridos?… ¿Tan difícil le era, capitán Rocha, subir hasta doscientos muertos y cuatrocientos heridos?
—Lo intenté, señores almirantes.
—¿Lo intentó?… ¿Palabrita del niño Jesús?
Tump, tump, tump. En ese momento, como si los enemigos quisieran aclarar las cosas, el guardiamarina siente nuevos cañonazos enemigos. Tump, tump, suenan a proa. Entonces mira hacia la amura de babor y ve acercarse las velas de otro navío inglés que, tras batirse con el rendido Neptuno, viene a colaborar en el desparrame del Antilla. A ponerle fácil al comandante lo del consejo de guerra. Y aquello suma tres: el inglés de popa, el de babor (que animado por la presencia del colega orza de nuevo para proseguir el combate, y tal vez abordarse) y el recién llegado delante, a sotavento, cortando toda posible retirada. Ahora Falcó distingue las tres franjas amarillas pintadas en su casco: un tres puentes. Hasta aquí llegó el Antilla y llegué yo, piensa. Ite, misa est. Y mientras se tira al suelo sin complejos, en busca de protección, el joven siente cómo el casco encaja la nueva andanada con un estremecimiento lúgubre del costillar de roble, una sucesión de crujidos encadenados que parecen a punto de descoyuntarlo en toda su eslora, al tiempo que por la cubierta vuelan astillas, fragmentos de metal convertidos en metralla, balas que rompen y matan, que cortan los obenques y los estays del palo trinquete, y hacen que éste oscile a una y otra banda, lento, casi con desgana, antes de partirse a diez pies por encima de la fogonadura, viniéndose abajo entre un crujido que parece interminable, craaaaac, con los pocos gavieros que se mantenían arriba y los infantes de marina de la cofa cayendo al mar entre la maraña de vergas, lona y jarcia rota.