Pumba, pumba, pumba. Apoyado en la batayola de la toldilla, sintiendo estremecerse bajo sus pies el barco al recibir los impactos de las balas inglesas (cada balazo duele como si te lo sacudieran en los huevos), don Carlos de la Rocha echa un vistazo por el catalejo, lo cierra y lo aparta, desolado. Ante la proa del Antilla, que ahora navega rumbo sudeste amurado a estribor con gavias y juanetes, el campo de batalla es una inmensa neblina blanca y gris, punteada de fogonazos y con espirales de humo que se enroscan en torno a un bosque de palos desmochados y velas cribadas de agujeros. Pumba. La mayor parte de la escuadra aliada está inmóvil, batiéndose paño a paño con los navíos ingleses que siguen arribando sobre ella como si tal cosa. Españoles y franceses, sin distinción de bandera, procuran apoyarse mutuamente con sus fuegos; pero hacia barlovento, rebasada la retaguardia británica, los cuatro buques franceses de la división Dumanoir siguen alejándose del combate, ciñendo el viento cuanto pueden tras cambiar un breve cañoneo con el enemigo. Aurrevoire, o como se despidiera Voltaire echando el chapeau al aire. Quien huye hoy puede pelear mañana, dicen. O nunca. En cuanto a los que arribaron sobre la línea de batalla, el Intrepide del comandante Infernet lucha con dureza intentando socorrer a su buque insignia, el Bucentaure, y el español Neptuno del brigadier Valdés se bate desesperadamente con dos navíos ingleses que le cortaron el paso cuando se dirigía en ayuda del Santísima Trinidad. Pumba, pumba. Requetepumba. En un momento, bajo el intenso fuego enemigo, el Neptuno pierde el mastelero de velacho y media cofa del trinquete, con un montón de obenques yéndose a tomar por saco. Esta vez, piensa Rocha con amargura, Cayetano Valdés no va a poder repetir su hazaña del cabo San Vicente, cuando con el Pelayo salvó al Trinidad de caer en manos inglesas. Ni harto de sopas. Ya será para darse con un canto en los dientes si, tal como está el patio, consigue salvarse él.
—Con su permiso, mi comandante. Debería usted bajar al alcázar.
Por lo menos, piensa Rocha, el teniente de navío Oroquieta no pierde las maneras. Ha dicho debería usted bajar, mi comandante, con su permiso, en vez de vámonos de la toldilla antes de que nos hagan fosfatina. Porque lo cierto, concluye, es que la elevada popa del navío se ha vuelto un lugar peligroso de narices. A excepción de Oroquieta, el primer piloto Linares, el teniente Galera, los dos guardiamarinas y el patrón de bote Roque Alguazas, todo el mundo se encuentra de rodillas o tumbado en el suelo, cumpliendo órdenes del comandante: los artilleros de las carronadas (inútil arriesgarlos aún, a esta distancia del enemigo) y los veinte granaderos selectos de infantería de marina que el teniente Galera hizo subir hace rato, ahora agazapados alrededor del palo de mesana con sus correajes blancos, sus mosquetes y su impasible, ellos sí, disciplina profesional. Raaca, clac, clac. A medida que se acercan a la línea de ataque inglesa, las balas y las astillas vuelan por todas partes. El Antilla, que más o menos seguía las aguas del Neptuno, ha visto cómo la línea enemiga se cerraba ante su proa. Por eso Rocha acaba de ordenar ceñir el viento un poco más, apuntando a un claro que hay entre los dos últimos barcos de la retaguardia de Nelson. Cortar a los cortadores. De esa forma aliviará la presión que soporta el navío de Valdés y podrá intentar, si consigue verse al otro lado, arribar luego para caer sobre los enemigos que acosan al Trinidad. Tales son los cálculos mentales de líneas, ángulos y rumbos que en ese momento ocupan su cabeza más que los avatares inmediatos de la acción, y que deben permitirle, en función del viento y las velas (o lo que de éstas quede dentro de un rato), lograr que las tres mil toneladas de madera y hierro que tiene bajo los pies se muevan con eficacia a través del combate. A fin de cuentas, a estas alturas de los tiempos, un buque de guerra es una máquina compleja, un taller flotante hecho para luchar, sujeto a reglamentos y a ordenanzas, donde los hombres trabajan y mueren como autómatas sin otra responsabilidad que la lealtad y la competencia.
—¡Ahí viene otra, mi comandante!
Oroquieta aún está diciéndolo (Rocha se ha vuelto a mirar, fascinado, el reguero de fogonazos en el costado de babor del inglés más próximo) cuando la nueva andanada sacude al Antilla de arriba abajo. Con el corazón encogido y las mandíbulas crispadas, el comandante alza el rostro y comprueba que, aparte algunas drizas cortadas y muchas astillas en la arboladura, por lo alto aguanta todo. Gracias a Dios, murmura para sí. Y eso es lo que importa de momento; porque, desarbolado, el navío se convertiría en una boya a la deriva, incapaz de maniobrar y a merced de las baterías enemigas. Sentenciado. Exactamente lo que le está sucediendo a la mayor parte de los navíos franceses y españoles que combaten a la vista.
—Linares.
—A la orden de usía, señor comandante.
Rocha le señala al primer piloto (alférez de fragata Bartolomé Linares) el hueco entre la proa y la popa de los dos navíos ingleses más próximos, que cierran la fila de ataque enemiga.
—Trínqueme alguna cuarta más. Quiero que nos metamos por ahí.
—Lo intentaré, señor comandante.
—No lo intente, coño. Hágalo.
Mientras el piloto corre a la bocina que lo comunica con el timonel que gobierna bajo la toldilla, un rosario de fogonazos con sus correspondientes estampidos recorre el costado del navío, haciendo carracapumba, pumba, pumba. Eso para Jorge III y para su puñetera madre. Ahora es el Antilla el que responde al fuego inglés, y cuando la brisa aleja por la otra banda el humo de los cañonazos, Rocha comprueba satisfecho que la gente se porta bien. Las dotaciones hormiguean en torno a los 8 libras del alcázar y el castillo, refrescando y cargando de nuevo, empujando las piezas para afirmarlas de nuevo en las portas, mientras los fusileros, igual que los granaderos de la toldilla, permanecen tumbados sobre cubierta (bajo las redes extendidas para proteger de las maderas, motones, cadenas y cabos que caigan de arriba), resguardándose detrás de los coyes enrollados y mochilas apiladas en la batayola, hasta que lleguen a tiro de fusil y puedan intercambiar su fuego de mosquetería con los ingleses. Se mantiene el orden. Los pocos marineros y reclutas que se socairean con cada descarga enemiga son devueltos a sus puestos a rebencazos, y algún infante de marina de guardia en las escotillas debe amenazar con la bayoneta a quienes se acercan buscando la ocasión de escaparse abajo; pero la gente se muestra razonablemente disciplinada. Hay pocos heridos y muertos, y la mayor parte son retirados en el acto y desaparecen por las escotillas o las escalas del combés diciendo ay, ay, madre, los que pueden decirlo, camino de la bodega (Estévez, el primer cirujano, ya debe de estar cortando y cauterizando allí abajo con sus ayudantes, con el padre Poteras soltándoles latines por encima de su chepa a los pacientes), mientras aquí arriba los cadáveres son arrojados al agua para no embarazar la cubierta y para que no desmoralicen a los compañeros. Adiós, Paco. Chof. Adiós, Manolo. Chof. Tampoco los destrozos son muchos. A Rocha acaban de informarle de que en la primera y segunda baterías hay un par de cañones desmontados y algunas bajas, pero que los oficiales mantienen a la gente en sus puestos. En cuanto a la cubierta superior, los palos tienen algún balazo poco serio, una de las mesas de guarnición del trinquete ha sufrido daños, y la tercera pieza de estribor, que se encuentra encima, está desmontada de su cureña; pero casi todos los obenques que sostienen el palo aguantan firmes. Más hacia popa, a la altura del portalón, un buen trozo del pasamanos ha desaparecido dejando un rastro de astillas, maderas rotas y regueros de sangre.
—La gente se está portando de dulce, mi comandante.
—Ya lo veo.
Pues claro, piensa Rocha. Cómo si no. Al final, a regañadientes, blasfemando en arameo, en esta pobre España (tu regere imperio fluctus, tócame el cimbel) es lo único que nos salva de la vergüenza absoluta: la gente. A ver de qué otra manera se explica que, pese a la superioridad que tienen los ingleses desde hace siglo y medio, hayamos mantenido la cara durante todo este tiempo: la puntual conexión naval con América, la defensa de Cartagena de Indias contra Vernon, la victoria de Navarro en Tolón, la defensa que hizo Velasco del Morro de La Habana, las expediciones científicas, los escritos de Jorge Juan, la cartografía de Tofiño, la expedición de Argel o la de Santa Catalina, los jabeques de Barceló, el acoso de las costas inglesas, la presión sobre Jamaica, la toma de San Antíoco y San Pedro, la defensa de Tolón, de Rosas, de El Ferrol, de Cádiz. O puesto a que te rompan los cuernos como a un señor, el combate de Juan de Lángara entre los cabos San Vicente y Santa María, cuando con el navío Fénix quiso cubrir la retirada de su escuadra y estuvo ocho horas batiéndose contra varios navíos ingleses a la vez, hasta que al fin arrió bandera, herido el comandante, el buque desarbolado y casi toda la tripulación muerta o herida. Con un par. Y todo eso, piensa amargo Carlos de la Rocha, y lo anterior, y lo de siempre, a pesar de los malos gobiernos, el desorden y la desidia, lo ha hecho la gente. Esta misma pobre gente. Hombres mal pagados, mal tratados, como los que hoy luchan en el Antilla. Infelices buenos vasallos que nunca tuvieron buenos señores. Porque por encima de los Barceló y los Lezo y los Velasco hubo siempre canallas como los ministros y funcionarios de marina que, para remediar la falta de tripulantes durante la anterior guerra con Inglaterra, anunciaron indultos para prófugos y desertores prometiendo tres onzas de oro a los voluntarios, pagar a todos los hombres de mar sus sueldos y asignaciones, y no alistarlos en buques de guerra más que bajo determinadas condiciones. Pero cuando esos desgraciados se presentaron, no se les pagó lo prometido, obligándolos a combatir en condiciones que equivalían a esclavitud perpetua. Dejando además sin marineros a barcos de pesca, mercantes y corsarios. Y claro. Al estallar la nueva guerra, los matriculados, resabiados, dijeron: anda y que se presente el cabrón de tu padre.
—¡Nostramo!
El primer contramaestre (el nostramo) Campano, un hombre disciplinado y muy capaz, sube a la carrera la escala de la toldilla, sin agacharse pese a que en ese momento una bala inglesa abre un nuevo boquete en la vela cangreja, sobre sus cabezas. A la orden de usía, don Carlos, dice tocándose el gorro. Dígame cómo está la maniobra, pide el comandante. Campano se pasa una mano por la cara mal afeitada y llena de arrugas y responde: bueno, bien, don Carlos. Podría ir peor, ya sabe. En la verga mayor tenemos cortado un bastardo, la falsa boza y un par de burdas. En el trinquete, dos obenques del mastelero de velacho, uno del juanete, una ostaga y tres brandales. Tengo a mi gente trabajando en eso.
—¿Y cómo andamos de vela?
—Mucha marca, como puede ver usía… Así, por lo gordo, cuatro balazos grandes en la gavia, dos en la sobremesana, cuatro en el velacho y tres en la cangreja.
Raaaaca. Una bala inglesa (Rocha casi la ha visto venir, negra y aumentando de tamaño, la hijaputa) pasa entre el sombrero del comandante y el palo de mesana, parte unas drizas, deja suelto un motón peligrosamente cerca de la cabeza del guardiamarina Ortiz y se pierde al otro lado, chaaf, sin más consecuencias. Oroquieta se muerde los labios preocupado, sin atreverse a insistir. Pero está claro. En esa fase del combate, que un capitán de navío y toda su plana mayor se expongan en la toldilla es innecesario. Además, la experiencia demuestra que cuando casca el comandante la gente se viene abajo. Raaaca. Otra bala inglesa pasa con sonido de tela desgarrándose. Y vienen más. Raaaca. Raaaca. Esta última llega más baja, rozando la batayola. Clas, hace. Un crujido. Un artillero de la segunda carronada pega un grito cuando se le clavan las astillas en un brazo. Sangra como un cerdo. Oroquieta le ordena que baje a curarse y vuelva enseguida, si puede, y el artillero, un cabo de cañón veterano, baja por la escala agachado, caminando por su propio pie. Rocha espera el tiempo adecuado para que una cosa no parezca consecuencia de la otra.
—Vámonos al alcázar. Usted también, Oroquieta. Y el piloto. Todos menos los que tienen aquí su puesto de combate.
—A la orden.
Antes de bajar seguido por el segundo oficial, el piloto, el patrón de su bote y el guardiamarina Falcó, el comandante se acerca a estrechar la mano al teniente Galera, el oficial de infantería de marina que va a quedarse en la toldilla con sus granaderos y los sirvientes de las carronadas, que miran con cara de malas pulgas a los que se van. Rocha casi puede escuchar sus pensamientos: ahí van ésos, colega, hay que joderse. Ellos abajo, que llueve, y nosotros arriba, con lo que va a llover. Igual al cabo palmamos todos, pero al principio siempre palmamos los mismos. No falla. Etcétera. Antonio Galera, pálido y tranquilo, sonríe algo forzado y luego se lleva la mano al pico del sombrero. Su mano está fría, comprueba Rocha. Tan fría como si ya estuviera muerto. Luego el comandante se vuelve hacia el guardiamarina Ortiz, a quien corresponde custodiar la driza de la bandera. Frío, formal (le daría un abrazo al chico, pero no puede hacer eso), Rocha se la encomienda.
—Hágase cuenta de que esa bandera la tenemos clavada… ¿Entendido?
—Está entendido, señor comandante.
La voz del joven tiembla un poco. Desenvaina el sable. Está tan pálido como el teniente Galera, pero se mantiene entero. Mira el sable como si lo viese por primera vez. Dieciocho o diecinueve años, piensa Rocha con desaliento. Y toda esa responsabilidad. Tiene delito. Me cago en Napoleón, en Godoy, en Villeneuve y en la madre que los parió. Y también en la que parió a Gravina, que con todo su golpe de delicadeza, pundonor y demás murga, ha dejado que nos metan de cabeza en esta mierda.
—Ortiz.
—A sus órdenes, señor comandante.
Rocha señala la bandera roja y amarilla que ondea débilmente en el pico de la cangreja, sobre sus cabezas.
—Mate a cualquiera que se acerque con intención de arriarla.
El alcázar. El puesto de combate del comandante de un navío. El lugar donde luchas, vences o mueres, en esa cubierta atestada de cañones y de hombres, bajo la sombra de la lona que se tensa y destensa con los caprichos de la brisa, haciendo crujir la arboladura y la jarcia firme. El palo de mesana y la elevada toldilla se alzan a la espalda, sobre la rueda del timón y la bitácora. Delante están el palo mayor, el enorme foso del combés, los pasamanos y el castillo de proa bajo el palo trinquete, con el bauprés donde el foque y el contrafoque (las velas triangulares de proa) intentan capturar algo de viento que ayude en la maniobra. En cada palo, gavias y juanetes desplegados (cada vez con más agujeros, por cierto), y la vela mayor cargada, recogida y bien aferrada para que no se incendie con los fogonazos de los disparos de cubierta, las vergas aseguradas con cadenas para que a los cañonazos enemigos les cueste más arrancarlas. Abajo, en la banda de estribor, las baterías soltando cebollazos con regularidad y eficacia razonables. Y de vez en cuando (dos o tres veces por cada una que dispara el navío español) las andanadas enemigas que estremecen el casco de proa a popa, levantan astillas, cortan jarcia, matan hombres. Más no se puede pedir. Todo a son de mar y guerra, como estipulan las ordenanzas de la Real Armada. De modo que ahora sí, piensa lúgubre Carlos de la Rocha. Ahora todo está en regla, y nadie podrá decir que el Antilla y su comandante no hacen lo que deben. El que no se halle en el fuego no estará en su puesto, decían las instrucciones para el combate del imbécil Villeneuve. Pues bueno, pues vale, piensa Rocha. Pues ya estoy en mi puesto. El navío y los setecientos sesenta y dos hombres de su tripulación (que ya seremos menos, concluye mirando los regueros de sangre que se pierden camino de los imbornales y las escotillas) están en pleno picadillo, sin vuelta atrás. Se gane o se pierda el combate, en lo que al Antilla se refiere, la patria (manda huevos) puede dormir tranquila. Con esa certeza, el comandante se pasea por el alcázar, el sable en la vaina y las manos cruzadas a la espalda, mostrando una calma que no es fingida, pues de veras la siente. No por heroicidad ni nada por el estilo, sino porque durante toda su vida, desde que embarcó como guardiamarina con catorce años, se ha estado preparando para momentos como éste. Su calma proviene de la resignación del marino profesional que acepta el hecho simple de que ya está muerto; y si por azar después del combate resucita (en su caso, hombre religioso como es, lo atribuirá sin duda a la providencia divina), será éste un beneficio inesperado, por añadidura. Un don de Dios en su infinita misericordia. Poco más o menos. Pero ahora, a tiro de fusil de los navíos ingleses, el comandante Rocha se sabe tan fiambre como la mano fría del teniente Galera que estrechó arriba, en la toldilla. Y reza, Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, pasando mentalmente las cuentas del rosario que lleva en el bolsillo izquierdo de la casaca, procurando no mover los labios para que nadie lo note y piense lo que no es.
—El Bucentaure está hecho una boya, mi comandante —informa Oroquieta.
Así es. El buque insignia del almirante Villeneuve está raso como un pontón, sin gobierno, desarbolado de todos sus palos y rodeado de navíos enemigos, aunque aún se bate. Maldito e infeliz cabrón, piensa Rocha mientras le echa un vistazo por el catalejo. Almirante de mis huevos. Menuda ruina nos has buscado a todos, y a ti el primero. Sin admitir nunca consejos ajenos, nulo en la decisión, incapaz de adaptarte a lo inesperado. Inferior a ti mismo y al mando que te regaló un ministro ciego. Así ardas en el infierno.
—El Trinidad se defiende como un tigre —añade Oroquieta.
Rocha desplaza un poco el catalejo. Entre el humo y los fogonazos se distinguen al menos cuatro navíos ingleses batiendo muy próximos, a tiro de pistola, al Santísima Trinidad, que se encuentra cerca del Bucentaure y un poco más adelantado. El cuatro puentes español aún tiene en pie sus palos, excepto el mastelero y la verga de velacho, y hace un fuego terrible por ambas bandas, manteniendo la señal número 5 (que todos los navíos que no combaten acudan al fuego, etcétera) obstinadamente izada en el trinquete. No lejos de él pelea otro español que parece el San Agustín, con dos ingleses tan pegados a él que se diría luchan al abordaje. Más allá, hacia el sur, a lo largo del caos en que se ha convertido la línea aliada, sólo puede verse humo, fogonazos, llamaradas, la humareda negra de algún navío que arde, y a barlovento cinco o seis buques ingleses, los últimos de cada columna, que fuerzan velas para unirse a la pelea. Y ahí van los tíos, piensa amargo el comandante del Antilla. Profesionales y resueltos. Sabiendo que sus jefes los respaldarán si triunfan; o que, al menos, nunca se afeará la conducta de quien se abarloe a un enemigo y luche. Allí a los hombres de mérito se les premia. Guar is bisnes, o como se diga en guiri. Para ellos, la guerra es negocio. Y ahí están, los malditos. Piratas codiciosos del oro, por supuesto, pero poniendo al hombre por encima de todo. Rigurosos, disciplinados e implacables como máquinas, aunque atentos también a la carne y sangre que mueve sus barcos. Mientras que nosotros, insensatos, estúpidos, derramando el oro a manos llenas en los bolsillos más indignos, se lo regateamos todo a quien trabaja y sufre, y damos al olvido decoro, humanidad y conveniencia, obstinados en hacerlo todo a costa de sudores y de sangre que nunca se pagan. A ver. Señoras y caballeros, niñas y niños, militares sin graduación. Que alguien me diga cuál de los dos sistemas es más eficaz y más barato.
—A rumbo, señor comandante —anuncia el piloto—. Mediodía cuarta a jaloque… No da más de sí.
—Me vale, Linares.
El que no se halle en el fuego, etcétera. La instrucción para el combate sigue en la cabeza de Rocha, martilleante. El viento refresca un poco, lo justo para que las lonas se hinchen y el Antilla ciña algo más, justo la cuarta y pico a estribor que le pidió hace un momento al piloto, en rumbo (sur cuarta al sudeste) convergente y algo adelantado con el último navío de la línea inglesa: un setenta y cuatro que arriba a tiro de fusil, amurado a babor y forzando vela para aprovechar la racha de viento fresquito.
—Sin fuego hasta mi orden —ordena Rocha.
Oroquieta y el alférez de fragata Miguel Cebrián (que manda la batería del alcázar) vocean la instrucción, que se corre a lo largo de la cubierta y a las baterías bajas. Retened, retened, retened el fuego, joder. Retenedlo de una vez. Por la escala del combés asoma la cara churretosa de Juanito Vidal, el guardiamarina más joven, a quien el alférez de navío Grandall, jefe de la segunda batería, manda a ver qué pasa. La orden de suspender el fuego no afecta a los fusileros, que ya se asoman por las portas o por encima de los coyes y mochilas apilados en la red de la batayola para mosquetear al inglés, o tiran desde las cofas donde están apostados junto a los gavieros encargados de la maniobra. Crac, crac, crac, hacen. Crac, crac. A lo largo de toda la banda de estribor de la cubierta, hasta el castillo, los artilleros de mar y de tierra, algunos con el torso desnudo, despechugados otros, ya bien tiznados de pólvora tras los primeros sartenazos, refrescan, cargan, tiran de los palanquines y empujan las cureñas chirriantes hasta poner las piezas de 8 libras en batería, y luego se vuelven a mirar expectantes hacia popa, los cabos con la rabiza o el botafuego en la mano (ya han comenzado a romperse las malditas llaves de pedernal) en espera de la orden de disparar de nuevo. Pero esta vez Rocha no tiene prisa. Quiere una andanada completa de las tres baterías y soltársela de golpe al inglés al pasarle por la proa si es que llega, en pleno beque, enfilándolo a lo largo cuanto pueda. Y luego, también (si es posible), al inglés de delante. Lo mismo, pero por la popa. Setenta y cuatro hermosos cañones de hierro fundido a orillas del Miera. Ultima ratio regis, o sea. Endiñársela a los dos rubios de enfilada, hasta dentro: ochocientas treinta y ocho libras disparadas por cada banda. Así que llama al alférez de fragata Cebrián y le ordena dividir a los artilleros entre babor y estribor, y que se corra la voz a los entrepuentes. Esta vez bala rasa, al casco y la cubierta. Nada de mariconear tirándole a la arboladura, como los franchutes.
—¿De verdad cree que pasaremos, mi comandante?
—No me toque los aparejos, Oroquieta.
El segundo murmura una disculpa y se calla, sin dejar de mirar con la boca abierta el hueco entre los dos navíos ingleses, hacia el que se dirigen, cada vez más próximo por la amura de estribor del Antilla. Qué más da, se dice Rocha en los adentros, aunque no abre la boca. Pasar o no pasar. Lo mismo da fajarse con los malos a éste o al otro lado de la línea inglesa, aquí o un par de cables más lejos. El que no se halle en el fuego. Etcétera.
—Cazad esa trinquete, maldita sea. El puño de sotavento lo más atrás posible.
—A la orden.
—Y no quiero ver flamear el velacho.
Sin mover las manos, que conserva cruzadas a la espalda, Rocha se vuelve hacia el timón, donde a la sombra de la toldilla y tras la relativa protección del grueso palo macho de mesana, dos hombres mueven las cabillas bajo la mirada atenta del primer piloto Linares, que ha puesto allí a sus mejores timoneles: Perico Garfia, un almeriense veterano fuerte y vivaz, y otro valenciano de quien Rocha no recuerda el nombre. Para el caso de que un cañonazo inglés destroce el timón de cubierta o se rompan los guardines, el segundo piloto Navarro, con otros dos timoneles y varios ayudantes, se encuentra dos cubiertas más abajo, en la santabárbara, listo para gobernar desde allí.
—Valdés las está pasando negras —dice Oroquieta.
Rocha mira hacia la banda de babor. Por el través puede verse al Neptuno, que ha perdido el mastelero de gavia y tiene el palo macho casi rendido, batiéndose ferozmente contra los dos navíos ingleses que le cortan el paso. Con las velas del trinquete y el mayor desgarradas y caídas sobre cubierta, no tiene posibilidad de ir más allá. Rocha imagina a Cayetano Valdés en el alcázar, resignado tras haber hecho lo posible por socorrer al Bucentaure y al Trinidad, dispuesto ahora a pelear para sí mismo. Otro que se dispone a vender caro el pellejo. A estas alturas, la batalla se ha convertido en una sucesión de combates parciales y sangrientos, uno contra varios, sin esperanza.
—Valdés ya no sale de ahí.
Oroquieta mira a Rocha interrogante, como preguntándole si acuden en su socorro, o no. Sin necesidad de palabras, el comandante apunta con el mentón hacia el Trinidad, que sigue batiéndose. En todas las marinas del mundo, la doctrina oficial ordena acudir primero en socorro de los peces gordos. El que manda, manda. Y entre las sardinetas, que cada perro se lama su asunto.
—Aún refresca el viento, mi comandante. Una pizca.
Es cierto. Eso va bien, porque da velocidad al Antilla y lo ayuda a orzar. De cualquier manera, Rocha sabe que antes, con lo de pasar o no pasar, su segundo oficial tenía razón. Puede que pasen y puede que no. El viento puede caer o escasear de pronto, y en este último caso el navío se vería abordado con el último inglés de la fila, el setenta y cuatro de costados pintados a franjas negras y amarillas, cuya segunda batería dispara en ese momento una andanada que hace agacharse a todo el mundo en la cubierta (a todos menos a Rocha, que casi se rompe los músculos de la espalda intentando mantenerse erguido), se lleva por delante medio propao del alcázar, la chimenea de los fogones, hace pedazos el cabrestante del castillo y deja a cuatro hombres tirados en cubierta, ensangrentados como en el tajo de un carnicero.
—¡Asegurad esas drizas!
El primer contramaestre Campano reúne a media docena de marineros, gente de su confianza que tiene lista para remediar averías, y se pone a la faena.
—¡Cebrián!
—A sus órdenes, mi comandante.
En vez de sombrero, el alférez de fragata Cebrián lleva ahora un pañuelo ensangrentado en torno a la cabeza. Un astillazo se le ha llevado media oreja. Tiene el corbatín y el cuello de la casaca manchados de sangre fresca, pero se mantiene entero. Es ferrolano, flaco, pelirrojo y simpático.
—Lo mismo nos abordamos con esos perros.
Cebrián se toma la cosa con mucha flema. ¿Abordamos o nos abordan, mi comandante?, se limita a preguntar. Rocha responde que no tiene ni puñetera idea, pero que no se imagina a la tripulación del Antilla, todos esos mendigos y presidiarios reclutados a la fuerza, abordando a nadie al grito de vivaspaña. Cebrián es de la misma opinión. Lo que ocurra será por estribor, añade Rocha. Así que dispóngalo todo para rechazar el abordaje por esa banda. Chuzos, alfanjes, hachas y pistolas. Ya sabe. Tenga listo un grupo móvil de infantes de marina, con las bayonetas caladas. Si nos enredamos en la jarcia del inglés, intentará meternos gente dentro. Organice a los nuestros, prepare algunas hachas para cortar los arpeos, mande más fusileros con frascos de fuego y granadas a las cofas (si los convence para que suban, que ésa es otra) y usted quédese con el trozo móvil para acudir a donde haga falta, en el castillo o en el pasamanos. ¿Entendido?
—Al toro, que lo tenemos acogotado —anima el segundo oficial Oroquieta.
Cebrián lo mira de reojo.
—Tan acogotado, don Javier, como yo a mi suegra.
Buen tipo, piensa Rocha viéndolo volverse a dar órdenes. Y para ser gallego, no le falta sentido del humor. Del humor negro, claro. A ver qué otro humor se puede tener siendo español, gallego y marino.
Raaaca, clac. Raaac, raaaca. Clac. Estrépito de madera tronchada y silbar de astillas. Las vigotas de dos obenques adiós muy buenas. Un trozo de pasamanos y una esquina de la mesa de guarnición de estribor del palo mayor acaban de convertirse en fragmentos que vuelan por todas partes. Raaca, raaaca. Bum, bum, retumba todo. Las cuadernas del buque se estremecen abajo, en las cubiertas inferiores, con un fragor que hace temblar las tracas. Otra bala ha vuelto a dar en carne. Oroquieta hace bocina con las manos para hacerse oír por encima de la zarabanda.
—¡Abozar esos obenques, joder!
Como el contramaestre Campano está ocupado con las drizas (acaban de matarle a un hombre, además), el guardiamarina Falcó sale disparado, reúne a un guardián y a media docena de marineros y se pone a asegurar los obenques rotos. Inquieto, Rocha ve cómo el muchacho se encarama por fuera a la mesa de guarnición del palo mayor para ayudar a colocar las bozas y culebrear la jarcia, exponiéndose sin protección al fuego inglés.
—Tiene casta el becerro —comenta Oroquieta, rascándose las patillas.
Raac, raaaca clas. Esta vez los cañonazos ingleses llegan altos, abriendo más boquetes en la gavia y en el velacho. Uno rompe también una troza de la verga seca. Los hombres de la cofa se encogen asidos a los obenques, y luego, balanceándose allá arriba, intentan reparar la avería. Uno de ellos, tal vez herido o más torpe que sus compañeros, queda colgado del marchapiés, pataleando en el aire, y luego cae al mar en el siguiente balance, gritando un aaaaah muy largo, cuando el palo se inclina hacia sotavento. Rocha aparta la vista. Luego se sube a una cureña de estribor y mira hacia el navío inglés, cada vez más próximo. Como se haya equivocado en el cálculo, piensa, y se aborden con el enemigo, estarán todos bien para allá. Pese a la buena voluntad de Cebrián, no cree que sus hombres sean capaces de rechazar un asalto en regla.
—¿Da su permiso para hablarle, señor comandante?
Bonifacio Merino, el contador del Antilla, se ha acercado, el aire tímido. Es cuarentón, rechoncho, con lentes. Mal afeitado. El chupatintas que lleva los libros y que, cuando puede, como todos los de su ralea, se mete algo en el bolsillo. Su trabajo a bordo se lo pone fácil porque es justo ése, llevar las cuentas del barco, pertrechos, víveres, consumo, papeleo, bacalao para cuatro meses o equis meses (miércoles, viernes y Semana Santa), menestra, tocino, carne salada, queso, vino, galleta, etcétera. Tantas arrobas en mal estado, gorgojos incluidos, conchabado con el proveedor, con el mayorista de la Armada, con el empleado del arsenal o con quien sea. Como toda España. Como todo quisque por cuyas manos pase algo.
—¿Qué hace aquí, Merino?
—Abajo no hay gran cosa que hacer, señor comandante… He pensado que yo… Ejem. Que yo…
—¿Que usted qué?
—Igual soy más útil aquí arriba.
Rocha clava sus ojos en los del contador, que parpadea pero le sostiene la mirada. Rocha ha conocido a contadores de todas clases, y éste, aunque participa de las corruptelas del oficio, no es de los peores. Durante un instante más lo observa de arriba abajo: sombrero abollado, zapatos sucios, casaca parda rozada y brillante en los codos, dedos manchados de tinta. Cruce de tendero y amanuense. Lo opuesto a un soldado.
—¿Por qué hoy, Merino?
El contador se quita el sombrero, se rasca el pelo mezquino y ensortijado. Se cubre de nuevo. Lleva año y medio en el Antilla, y es la primera vez que pide estar en cubierta durante un combate.
—A mi hermano lo mataron la tarde del veintidós de julio, en Finisterre —desembucha al fin—… Era tercer piloto en el Firme.
Rocha lo mira un momento más. Qué cosas. Y qué diablos, concluye. Cada cual se bate por lo que se bate.
—Puede quedarse en el alcázar, atendiendo la cartuchería y a los heridos.
—Gracias, señor comandante.
Raaaca, bum. Otra vez vuelan astillas y se estremecen las cuadernas de roble, mientras toda la arboladura y la jarcia firme vibran como las cuerdas de un violín arañadas por un gato con mala leche. Desolado, Rocha comprueba que el palo mayor tiene un hermoso balazo por encima del zuncho de cabillero. Nada grave, de momento. No hay peligro de caída. Los obenques aguantan y todo parece en orden. Pero así se empieza.
—¡El Neptuno ha perdido el palo de mesana! —exclama alguien.
Al diablo el Neptuno, se dice Rocha. Toda su atención está concentrada en el castigo que sufre su buque, en la dirección hacia la que apunta el bauprés y en el navío inglés que fuerza vela (su capitán se ha dado cuenta de la intención de Rocha) para cerrar el hueco y cortarle el paso. Por suerte el inglés ha perdido la verga de mayor con su vela, y eso lo frena un poco. El Antilla y él están casi a tiro de pistola, convergentes ambas proas, hasta el punto de que es posible distinguir bien a los tripulantes del buque enemigo, los oficiales en el alcázar, los marineros afanándose alrededor de los cañones de la cubierta superior y las carronadas de la toldilla, las guerreras rojas con correajes blancos de los infantes de marina, los tiradores que disparan desde las cofas. Un ruido sobre la cabeza de Rocha. Otro hombre cae de lo alto, sin un grito (quizá ya venga muerto), y queda enganchado en la red extendida sobre el alcázar, un brazo colgando y la sangre goteando a lo largo de ese brazo sobre la arena húmeda que cubre la cubierta. El comandante, que está justo debajo, se hace a un lado para no mancharse el uniforme. A su espalda y arriba, en la toldilla, oye gritar órdenes al teniente Galera y luego a sus granaderos soltando descargas cerradas de mosquetería contra el buque enemigo. Crac, crac. Buen chico, Galera. Cumplidor como los buenos, pese a esa mano derecha helada como la muerte. Crac. Crac. Crac. Rocha mira hacia arriba, estudia un momento la cara del marinero muerto, suspendido a cinco pies sobre su cabeza. No lo reconoce, aunque le atribuye aspecto de gaviero veterano: los pies descalzos, la piel morena (ni siquiera tiene aún la extrema palidez de la muerte), un tatuaje indescifrable, azulado, en el brazo colgante por el que sigue goteando la sangre. Mantiene los ojos entreabiertos velados y fijos, como si meditase, absorto. Al apartar la vista del cadáver, Rocha encuentra la mirada espantada del guardiamarina Juanito Vidal, que pese a todo sigue asomando la cabeza por la escala del combés. Trece años. Dios mío. La edad de su hijo mayor.
—¿Todo bien en la segunda batería, Vidal?
—¡Sí, señor comandante!
Crac, crac, insiste la fusilería. El repiqueteo va y viene, amigo y enemigo, crac, crac, crac, y las bordas de ambos navíos relampaguean y se ahuman de escopetazos. A gritos, jiñándose en todo, Oroquieta ordena a los hombres que no tienen fusiles tumbarse en el suelo, en los pasamanos y tras las chazas entre cañón y cañón. La gente obedece sin que tengan que decírselo dos veces, amontonándose unos sobre otros. Con tal de que se levanten de nuevo cuando deban hacerlo, piensa Rocha. Uno de esos crac rompe la ampolleta del reloj de arena atornillado detrás del palo de mesana, haciendo dar un respingo a los timoneles. Otro hiere a un artillero del 8 libras más cercano. Otro impacta en las tablas de cubierta, a dos palmos de los zapatos con hebilla de plata del comandante, levantando un astillazo y un pegote de brea de las junturas. Roque Alguazas, el patrón de su bote, se acerca inquieto, como para pedirle que se proteja; pero Rocha lo aleja con una mirada seca. Oroquieta también lo ha visto y observa inquisitivo al comandante, esperando un comentario o una reacción; pero éste se hace el sueco, como si nada. Soy de piedra pómez, chaval. Aunque ya me han echado el ojo esos cabrones, se dice. Un comandante con su uniforme, las charreteras y el galón dorado en el sombrero pide un tiro a voces. Pero no hay otra, así que Rocha, apretados los dientes, con todos los músculos del cuerpo tensos y esperando de un momento a otro el balazo que lo mande al carajo, se pone a caminar de un lado a otro, lo más tranquilo que puede, intentando no ofrecer a los tiradores enemigos un blanco demasiado fijo. Crac, crac. Ziiiiang. Por todas partes siguen zumbando astillas y moscardones de plomo. El que no se halle en el fuego no estará en su puesto. Su pastelera madre. Al rato mete de nuevo la mano en el bolsillo de la casaca y toca las cuentas del rosario. Dios te salve, María, llena eres de gracia. Ante sus ojos pasa fugazmente la imagen de su mujer y sus cuatro hijos. A saber, se pregunta con una punzada de angustia, cuánto tardará la pobre Luisa en cobrar mis pagas atrasadas y la pensión de viuda.
Entonces, ganando la carrera por apenas medio cable, el Antilla mete la proa delante del inglés.