Asomado a la porta del undécimo cañón de babor de la primera batería del Antilla, Nicolás Marrajo observa el combate cercano. En su puta vida, piensa espantado, imaginó algo como aquello. Aunque aún se encuentran a cierta distancia, el estruendo del cañoneo próximo, la onda expansiva de los sañudos cebollazos que se atizan españoles, franceses e ingleses, hace vibrar la gruesa tablazón del navío. A veces la brisa refresca un poco, y en la humareda que envuelve a los buques trabados unos con otros se abren claros que permiten ver velas llenas de agujeros, palos tronchados, marañas de jarcia y lona caída sobre cubiertas destrozadas donde balas, palanquetas y metralla arrancan trozos enormes y hacen volar nubes de astillas. Más hecho al secano que a la mar, hombre de tierra que de navegar conoce lo justo en cualquiera que frecuenta los puertos, trapichea y se busca la vida como puede, Marrajo está impresionado. Le habían contado sobre batallas navales, pero nunca imaginó que los relatos oídos en tabernas y muelles tuvieran algo que ver con el ruidoso desparrame hacia el que, lenta, inexorablemente, parece dirigirse el navío en el que se encuentra confinado contra su voluntad.
—Vaya mantecá, pisha.
A su lado, los ojos desorbitados por la jindama, su compadre Curro Ortega (la torrija del mareo se le ha pasado de golpe, a la vista del espectáculo) mira en la misma dirección, igual que todos los hombres (ojos desmesuradamente abiertos, bocas mudas y caras de color ceniza) que se agolpan en la penumbra alrededor de los catorce cañones de 36 libras que se ven siniestros, recortados en los cuadrados de luz de las portas abiertas, negros, enormes sobre sus grandes cureñas de madera sujetas con trincas. Listos para disparar. Y para que les disparen.
—No me entra la saliva por el gañote.
A Marrajo tampoco, pero no lo dice. Pernas, el artillero de preferencia encargado de la pieza número 11 de babor y de su gemela de estribor (si se combate por ambas bandas a la vez, los sirvientes deberán repartirse entre los dos cañones, mitad y mitad), les ha explicado con detalle el cometido de cada cual, y el uso básico de los instrumentos que sirven para cargar, disparar y recargar. Más o menos, ha dicho, la cosiña consiste en la rapidez con la que nos coordinemos todos. ¿Vale? Esos perros casacones tiran más rápido, así que tenemos que hacer lo posible por compensar la cosa. Fijaos. Esto redondo obviamente son balas, que sirven para joderles el casco a los malos, y esto otro en forma de barra con bolas o medios conos en los lados son palanquetas, y sirven para romperles a esos hijoputas las jarcias, los palos y las vergas. Aquellos saquitos de lona llevan cargas de metralla, o sea, dieciséis balas de a dos libras cada una, que al disparar se abren y se reparten y hacen filetes a quien pillan en medio. ¿Está claro? Lo que pasa es que al ser nosotros la batería más baja del barco, metralla vamos a usar poca, y palanquetas las justas. A desarbolar, supongo, al pie de las arraigadas, al bauprés y todo eso, tiraremos de lejos. Pero cuando estemos paño a paño con un casacón, lo nuestro será endiñarle zurriagazos con balas del treinta y seis en el casco, en las portas para desmontarle los cañones, en los guardatimones para dejarlo sin gobierno, o en la lumbre del agua, que es la línea de flotación. Normalmente disparamos con el balance a barlovento, que es cuando la puntería resulta rasa y más estable; pero el mejor momento para darles por saco a esos perros es cuando los pillemos por popa: ahí no hay protección, y una andanada como Dios manda (de enfilada, llamamos a eso) recorre los entrepuentes enemigos todo a lo largo, haciéndoles una escabechina que te cagas. O que se cagan.
—¿Y eso no nos lo pueden hacer también a nosotros?
Pues claro que pueden, concedió el artillero rascándose la entrepierna. Pero el Antilla, añadió, es un buen barco, hecho en Cartagena con una madera cojonuda (las tracas de roble de esta batería tienen diez pulgadas de grueso), y aunque llevamos mucha chusma a bordo, y eso de chusma os incluye a vosotros, los oficiales conocen su oficio. Sobre todo nuestro comandante, que es callado y seco, vale, pero un marino de la quilla a la perilla. Así que tenemos que confiar en que mueva bien el barco y nadie nos corte la popa y nos dé, literalmente, por el culo, como ha sugerido aquí, el listo. ¿Captáis?
—Captamos, pisha.
Después, Pernas repitió lo básico. Fácil. Primero se mete el cartucho de pólvora, luego la bala, después un taco para que no se salga ésta con los balances del barco, se empuja con el atacador y la pieza está lista. Entonces tiramos entre todos de los aparejos para empujarlo hasta que asome por la porta como se nos mande, o sea, en caza, en retirada o al través, usando para eso estos pies de cabra. Luego lo trincamos ahí para que no se mueva con el balanceo y el retroceso del disparo (el cañón son siete mil libras de hierro, cureña aparte), yo perforo el cartucho, cebo, apunto, damos el sartenazo, aflojamos braguero y palanquines para llevarlo atrás, volvemos a cargar, y otra vez a repetir toda la operación. Bum, bum, bum. Esto que tengo en la mano se llama rascador, y sirve para limpiar el fondo del ánima; pero lo más importante es esto otro, que se llama lanada. Quien usa la lanada, fijaos bien, este palo con mocho de piel de borrego que se moja en aquel balde con agua, tiene que refrescar a fondo el ánima entre tiro y tiro. Primero, para enfriarla; pero sobre todo porque si del disparo anterior queda dentro alguna brasa encendida, al meter la nueva carga de pólvora puede reventarnos a todos en la cara. ¿Visto? Pues atentos a otro detalle. Yo clavo esta aguja por el orificio que tiene el cañón atrás, y perforo el cartucho de lienzo o de papel encerado que hay dentro con la pólvora. Luego hacemos fuego tirando de esta rabiza, o tirador, que dispara esa llave de pistola con pedernal que inflama la pólvora: clic, clac, fluuus, fuaaaas, bum. Más o menos. Lo que pasa es que la parte del clic-clac, o sea, la llave, es una puta mierda, y se rompe al quinto o sexto tiro. De manera que tendré que usar el botafuego, o sea, la mecha de toda la vida, esa que está en el balde con arena. Por lo que si algún subnormal tropieza con el balde y apaga la mecha, me voy a acordar de todos sus muertos y de la madre que lo parió. Por cierto. Un consejo: abrid mucho la boca cuando disparemos, para que no os revienten los tímpanos. Otro consejo: quitaos las camisas, para que los astillazos no os metan en la carne trozos de tela y se os infecte y palméis por una gilipollez. Además, con lo que vamos a sudar aquí abajo, algunos tardaréis una semana en volver a mear, por lo menos.
—¿Estamos en la cosa? Pues al tajo, carallo.
Apoyado en la enorme boca del cañón, con todo eso dándole vueltas en la cabeza (a su compadre y a él les han asignado por ahora pasar los cartuchos de pólvora), Nicolás Marrajo observa los navíos que combaten más próximos al Antilla, que sigue acercándose lentamente al fuego. La visión desde la porta es muy limitada: sólo un cuadrado de mar azul picado por la marejada que balancea el casco del buque, la humareda y sobre ésta algunas velas desgarradas, palos con las vergas caídas y fogonazos. A una distancia de unos trescientos pasos (ojalá se pudieran dar pasos de verdad sobre el agua, piensa, para salir corriendo) un navío con bandera española combate encarnizadamente por su banda de estribor con un tres puentes inglés. Algunos veteranos aseguran que se trata del San Agustín: un setenta y cuatro cañones que navegaba a popa de la vanguardia, y que ha arribado para sostener con sus fuegos al enorme Santísima Trinidad (al que sólo le queda el palo delantero en pie), que lucha, apoyándose mutuamente con el Bucentaure, contra varios ingleses que los cañonean muy de cerca. En un claro, Marrajo comprueba que al Bucentaure, que es donde va el almirante en jefe, el gabacho ese, Villenef o como se llame el hijoputa, no le queda derecho palo ninguno: raso, mondo y lirondo, una rota bandera azul, blanca y roja parece tremolar todavía en un muñón de la desaparecida arboladura. Según le contaron a Marrajo y a otros nuevos reclutas cuando esperaban el alba agrupados y tiritando de frío en cubierta, mientras un buque mantenga desplegada su bandera, no se considera rendido. Arriarla supone entregarse al enemigo y pedirle que suspenda el fuego; de manera que, con arreglo a la ordenanza naval, ningún comandante puede hacer eso sin librar antes un combate honorable. Y la honorabilidad, atentos al dato, se calcula según el número de marineros propios muertos y heridos, y los destrozos en el buque al terminar la mandanga.
—Pues podría calcularse por el número de enemigos muertos.
—Ya. Pero no es costumbre.
De todas formas, según el guardián Onofre, que fue quien soltó el espich, en España los consejos de guerra por rendir buques a los ingleses suelen ser de pastel, o sea, un pitorreo guapín. En los últimos años no se daría abasto. Mientras que, por ejemplo, a un marinero que levanta la mano contra un oficial se la cortan, sin más, o por otros delitos te azotan sobre un cañón, te dan baqueta si eres soldado o te pasan por la quilla (preferible que os ahorquen, colegas), con los que mandan siempre hay manga ancha. El que más y el que menos tiene enchufes y padrinos. Además, como en esta Real Armada todos los capitanes son señoritos y compadres, se conchaban y se cubren unos a otros. O casi. A diferencia de los ingleses, que en eso no se casan con nadie, lo llevan muy a rajatabla, y al oficial que rinde un barco o pierde una batalla por la cara, lo fusilan y tan campantes. Nos ha jodido. Ellos el mar se lo toman en serio. Una vez hasta le dieron matarile a un almirante que metió la gamba en Menorca, o por ahí. Un tal Bing, o Bong. Fusilado después de un consejo de guerra, cuentan. En su propio barco.
—¿De verdá vamo a meterno ahí dentro, quillo? —murmura Curro Ortega, con un hilo de voz, señalando el zipizape de humo y cañonazos que se ve a través de la porta.
Marrajo mira a su amigo, forzando una sonrisa chulesca.
—No me digas que se te arruga el magué, compare.
—Ohú si se me arruga. Como a ti.
—¿A mí?… Una miahita magoya te veo, Curriyo.
—Lo que tú digas, pisha. Pero no va a llové, ni ná.
Marrajo se aleja de la porta, dejando sitio a otros que quieren mirar lo que pasa afuera, y se mueve en la penumbra de la batería, donde resuenan como en una caverna las voces excitadas de los hombres que comentan las incidencias del combate y las órdenes de los jefes de pieza que terminan de alistar sus cañones o instruyen a los sirvientes más torpes. Al pasar junto al segundo jefe de la batería (Sandino, el teniente joven de artillería de tierra), Marrajo lo saluda con una leve inclinación de cabeza. Más vale estar a buenas, se dice. Después rodea la escotilla grande, va hasta la fogonadura por donde baja la enorme mecha del palo mayor (que atraviesa las cubiertas, el sollado y la cala hasta apoyarse en la quilla) y desde allí mira hacia la sección de proa, a la parte de la batería donde se encuentra el teniente de fragata don Ricardo Maqua, que en ese momento, secándose el sudor de la frente con un pañuelo, el bicornio bajo el brazo y la mano en el pomo del sable, supervisa con el sargento gordo de infantería de marina la distribución de centinelas en las escotillas: soldados con mosquete y bayoneta calada para impedir que la gente se escaquee del puesto, se refugie en el sollado o acceda a la santabárbara. Que por lo visto, según el artillero de preferencia Pernas, suelen intentarlo mucho. O soléis. Entonces Marrajo sonríe torcido, como uno de esos escualos que llevan su apellido. La bofetada en la Gallinita de Cai aún le pica en la cara, poniéndolo con las negras. Sin contar el tomate en que se ve, y en lo que, maldita sea su sangre perra, va a verse de aquí a nada. Así que muy mal se tiene que dar para que, en mitad del pifostio hacia el que se encaminan todos, no tenga ocasión de ajustar cuentas. Digo.
—¡Todo el mundo a la otra banda!… ¡Listos para batirse por estribor!
A Marrajo se le eriza la piel mientras corre como los demás. Nunca hasta ahora, por mucha caguetilla que haya tenido en otros momentos de su vida, había experimentado esta sensación de hormigueo en el estómago, como si el violento correteo de pies y rechinar de aparejos y cureñas que llega desde la cubierta superior, el redoble del tambor junto al palo mayor, se le metiese dentro. Igual que el alférez de navío Maqua, el teniente Sandino ha sacado el sable, y algo vacilante (el hábito de pisar tierra sigue pintado en su cara imberbe) señala con él sus puestos a las dotaciones, como si no estuviese seguro de hacerse obedecer por aquella masa de hombres de los que sólo uno o dos de cada tres saben lo que tienen que hacer. El resto, aturdido, tropezando, fijándose en lo que ejecutan los compañeros, azuzado por las órdenes y los insultos de los cabos de cañón que comprueban las llaves y las mechas que humean en las tinas, empuña atacadores, lanadas, coge cartuchos, elige balas en las chilleras, rodea las piezas ya cargadas, se agacha a mirar por las portas.
—¡Silencio en la batería!… ¡Fuego a mi orden!
Don Ricardo Maqua se pasea a lo largo de la batería con la hoja del sable desnuda apoyada en la charretera, dos pistolas en el cinto y una espantosa cara de mala leche bajo el sombrero metido hasta las cejas. La verdad es que impone, el jodío, y Curro Ortega, que conoce los planes de su compadre Marrajo, le dirige a éste una mirada de preocupación. Maqua es un marino desgarbado y alto, hasta el punto de que cuando se acerca a las portas tiene que agacharse para no dar con la cabeza en los baos. Marrajo, que no le quita la vista de encima, observa su desgastada casaca azul con los codos brillantes, el remiendo en la rodilla del calzón blanco, los roces en la pechera roja galoneada de oro verdoso por el salitre. Por su actitud parece claro que aquel a quien vea chaqueteando o sin cumplir no va a necesitar consejo de guerra para que lo dejen listo de papeles. Y el propio Marrajo, con el golpe que recibió en carne propia al negarse a la recluta, sabe que el oficial no es de los que se andan por las ramas. Nati mistrati. Por lo visto, en combate (se le atribuyen varios, incluido el cabo Finisterre) Maqua no se fía ni de la cochina que lo trajo. Pero, según cuentan los veteranos, tiene motivos. Nueve años atrás, alférez de navío en la fragata Mahonesa, se vio capturado frente al cabo de Gata por la inglesa Terpsichore, con veintiún muertos y veintiséis heridos a bordo (los ingleses sólo tuvieron cuatro heridos), después de que la gente, casi toda leva forzosa, campesinos, vagos y maleantes, abandonase sus puestos de combate y, a pesar de los esfuerzos de los oficiales, corriera a refugiarse en la otra banda desde las primeras descargas. Un cuadro. Desde entonces, el sable desnudo y las dos pistolas que Maqua lleva al cinto cada vez que hay zafarrancho demuestran que no está dispuesto a que le toquen dos veces la misma música. Es obvio que conoce el material. A Marrajo le han señalado hace un rato el sitio exacto de la batería en el que, durante el combate de Finisterre, el teniente de fragata le levantó la tapa de los sesos, bang, sin parpadear ni despeinarse, a un marinero que pretendía esconderse en el sollado.
—Tranquilos… Asomarán enseguida… Manteneos tranquilos.
Concentradísimo, agachado sobre el cascabel del cañón número 11, el torso desnudo mostrando la piel llena de tatuajes que parece una capilla azul, trocado el gorro de artillero por un pañuelo en torno a la frente, la coleta bien atada en la nuca y los ojos entornados para que no lo deslumbre la claridad de afuera, el cabo Pernas sostiene en alto el tirador de la llave de disparo. A su lado, con un grueso cartucho de pólvora en una mano, dispuesto a pasarlo en cuanto se le reclame, y comiéndose las uñas de la otra, Nicolás Marrajo intenta no pensar en nada. En torno a la cureña que sostiene el pesado tubo de hierro negro, los otros diez servidores aguardan como él, intentando ver algo a través de la porta levantada, por la que sólo se distingue el mar a un lado y al otro las velas de cuatro navíos franceses que se alejan hacia el sudoeste, en alguna maniobra cuya comprensión escapa a los hombres confinados en la batería principal del Antilla. La misma escena se repite en cada uno de los otros trece cañones de la banda de estribor, entre el humo de las mechas que arden despacio en sus tinas. El silencio de los hombres es absoluto, y sólo lo turban el cañoneo lejano que se oye afuera, el ruido del agua al pie mismo de la portería y los crujidos del navío al moverse despacio en la marejada. Callan todos: los dos oficiales de la batería, el tambor con las baquetas apoyadas en el parche esperando la orden de redoblar a combate, los infantes de marina de guardia en las escotillas o dispuestos en grupos para tirar por las portas, los pajes y grumetes encargados de la cartuchería junto a la escotilla del pañol de la pólvora. En mi perra vida, piensa Marrajo, hubiera creído que trescientos tíos pudieran estar callados de esta manera. Y la verdad es que acojona.
—Ahí asoman… Atentos a la orden… Atentos.
Marrajo, como sus compañeros, no sabe qué diablos va a asomar, ni por dónde. Salvo que están a punto de intervenir en una batalla enorme, ignora todo lo que está ocurriendo afuera. Si ganan. Si pierden. Si empatan. Ni siquiera el veterano Pernas, con todo su golpe de coleta y sus tatuajes de vírgenes y cristos, tiene pajolera idea de lo que ocurre, aunque tenga más posibilidades de imaginarlo. Hasta puede que el propio don Ricardo Maqua y el joven teniente de artillería no sepan mucho más. Tampoco es que haga mucha falta, piensa el gaditano con amargura, mirando de reojo la frente arrugada y la boca muy abierta de su compadre Curro Ortega. Lo que se espera de ellos, como del resto de los hombres de la primera batería, es que cuando empiece la acción carguen y disparen, carguen y disparen sin descanso, hasta que sean heridos, mueran, se rindan o venzan. Y no hay más.
Curro Ortega sigue con la boca abierta. Casi un palmo.
—Cierra eso, quillo —le susurra Marrajo al oído—. Que te va a entrá argo.
—Diheron que la tuviésemos abierta, pisha.
—Eso luego… Cuando nos endiñen.
Pernas les hace con la mano libre señal de que se callen. Luego señala hacia el exterior.
—Ahí están —susurra.
Volviéndose a mirar, Marrajo ve asomar por el lado izquierdo de la porta, poco a poco, inquietantemente cerca, primero la popa y luego la banda de babor pintada a franjas amarillas y negras, los palos con todas las velas desplegadas, de un navío inglés de dos puentes que navega en rumbo convergente con el Antilla. Y don Ricardo Maqua también lo ha visto.
—¡A desarbolar!… ¡En el balance a estribor!… ¡A mi orden!
Marrajo mira, fascinado, las portas abiertas en los costados del navío inglés, por cada una de las cuales asoma la boca de un cañón. Le parecen muchas y mortales. Aún tiene esas dos palabras en la cabeza (muchas, mortales) cuando se da cuenta de que de las portas bajas del inglés, y luego de las altas, acaba de brotar una cadena de fogonazos y humo blanco, como en el estallido de una sarta de triquitraques de feria. Tacatacatá.
—¡No os mováis!… ¡Atentos!
Marrajo nunca había imaginado que las balas se vieran venir en el aire. Porque por sus muertos que las ve. Un instante después de los fogonazos y la humareda, columnas de piques de agua se levantan ante la batería, algunas balas pasan altas, raaaca, como si el aire se hubiera vuelto sólido y lo rasgaran, y otras se convierten en una sucesión de impactos, de golpes encadenados que hacen estremecerse el costado del Antilla de proa a popa. Algo grande y sólido cruje arriba, sobre la cubierta de la segunda batería, y unos cuantos hombres de los cañones respingan sobresaltados, mirándose unos a otros con cara de espanto. Ojalá y la Virgen del Carmen, exclama uno. Echando llamas con la mirada, el teniente de fragata Maqua levanta el sable, y el teniente joven se santigua y lo imita.
—¡Ahora!… ¡En el balance!… ¡Fuego!… ¡Fuego!
El artillero Pernas cierra un ojo, apunta, da un tirón a la llave, se aparta a la izquierda para evitar la cureña en el retroceso, y el enorme cañón se encabrita haciendo rechinar las trincas, soltando un estampido ensordecedor, pumba, hace, que resuena enorme en las entrañas mismas de Nicolás Marrajo. De pronto el estampido parece doblarse y triplicarse y hacerse interminable, corriendo a uno y otro lado, a lo largo de toda la batería, mientras la brisa trae para adentro chispas de pólvora, pavesas de tacos ardiendo y humo blanco y áspero que ciega y hace toser como si el infierno se diera un garbeo por tus pulmones. El puto sotavento (recuerda Marrajo que predijo Pernas) nos traerá toda la mierda a la cara. Y vaya si la trae.
Toc, toc. Alguien le golpea fuerte el hombro, y cuando se vuelve a mirar ve la cara desencajada del cabo que grita palabras que no puede oír, porque el zurriagazo le ha dejado los tímpanos hechos una piltrafa, más o menos como el parche flojo de un tambor; pero comprende, por las señas, que el otro le está diciendo que lleve el cartucho a los que están en la boca del cañón, joder, muévete, hijo de puta, el cartucho, el cartucho. Así que, tras tropezar con la espalda encorvada de uno de los hombres que acaban de destrincar la cureña y la empujan para atrás, alejando la boca de la porta, Marrajo va hasta allí, donde dos de los reclutas con pinta de campesinos (ha olvidado sus nombres) meten el rascador y la lanada en la boca humeante, se apartan, alguien arrebata de las manos de Marrajo el cartucho, lo mete dentro, otro mete una bala, el soldado de artillería embute un taco y aprieta a fondo con el atacador. Otro empujón a Marrajo, que se aparta, confuso. Algo hace raaaaca, raaaca, raaaca, más crujidos arriba, en cubierta, amortiguados en los maltrechos tímpanos de Marrajo. También fogonazos enfrente, y luego unos pumba, pumba, pumba, pumba, que más que oír los siente retumbar adentro, en el corazón y el estómago. La tablazón se estremece de nuevo. Chof, plash. Un cañonazo pega justo debajo de la porta, arrojándoles por ella un chorro de agua fría.
El cañón está a punto de caramelo. Aprovechando los balances de la cubierta, Pernas y los otros tiran de los palanquines para ponerlo de nuevo en batería, y Marrajo los ayuda a empujar como puede, despellejándose los dedos sin saber cómo. Un chiquillo con la cara tiznada como si saliera de donde Pepa la del Carbón, el paje de la pólvora de apenas once o doce años, aparece a su lado, ágil como un monito, y le pasa dos cartuchos que Marrajo, tras mirarlo unos instantes, desconcertado por ver de pronto a un niño en mitad de aquella locura, sujeta uno bajo cada brazo, y está a punto de dejarlos caer cuando lo empujan de nuevo, haciéndolo apartarse justo a tiempo para que la rueda de la cureña no le aplaste los pies. Criiic. Y ahora oye, por fin. Primero ese chirrido de la cureña, después un rumor extraño que al final resulta ser el batir del tambor que redobla junto a la mecha del palo mayor, ran, rataplán, tan, tan, y luego la voz del teniente chinorri, el tal Sandino, que grita como si hubiera perdido los papeles, fuego, fuego a discreción, fuego como si lo estuvieseis jiñando, maldita sea. Jesús con la criatura. Y al mirar otra vez por la porta, Marrajo ve la banda pintada a franjas amarillas y negras del navío inglés a medio tiro de cañón, tan cerca que le parece poder tocarla con la mano. Tan ahí mismo que acojona. Y en ésas, el artillero Pernas se agacha de nuevo tras el cascabel, y todos se apartan, incluido Marrajo, que está cada vez más al loro, y el cañón pega otro salto que parece a punto de partir las trincas, y puuumba, allá va, y esa vez sí se ve perfectamente cómo el cebollazo pega en la banda del inglés, clataclás, llevándose un pedazo del pasamanos, y todos los de la pieza aúllan de entusiasmo porque al fin les han dado algo para entretenerse a esos hijos de la gran puta, su propia medicina, joder, casacón, tú que sabes de la mar, ¿eso es pulpo o calamar? En ese momento otras piezas de la batería encadenan sus disparos, pumba, pumba, pumba, corriéndose el fuego hacia proa y hacia popa, pumba, pumba, y la humareda oculta al enemigo y a los amigos, y cuando ésta se disipa los hombres ya están limpiando, cargando, empujando de nuevo el cañón hacia la porta, más coordinados y seguros que antes, porque a la fuerza ahorcan, y hasta a una pajarraca como aquélla terminas cogiéndole el tranquillo. Chupao parece ahora. Y Marrajo, que empieza a notar un singular sentimiento, algo parecido al afecto, o así, por los hombres que pelean a su lado, respirando la misma pólvora, ciscándose entre dientes en el mismo Dios, o rezándole (a fin de cuentas es lo mismo), tiene el torso tan cubierto de sudor que parece lloviera de los mamparos, y grita de júbilo como todos, aúpa, tíos, leña al mono hasta que hable chino, cuando tras el humo ve que en la banda del perro inglés hay ahora media docena de agujeros e innumerables astillazos, y que una de sus vergas grandes cuelga atravesada, con la vela suelta y medio caída sobre cubierta.
—¡Vivaspaña! —aúlla enronquecido don Ricardo Maqua—. ¡Ya son nuestros!… ¡Fuego!… ¡Vivaspaña!
Vivaspaña, se oye gritar a sí mismo Nicolás Marrajo, estupefacto de oírse, mientras pasa un nuevo cartucho a sus compañeros. Cágate, lorito. Yo gritando eso, coreando a este cabrón. Y lo mismo que él, Curro Ortega (que además de gritar vivaspaña grita de vez en cuando viva Cai) y todos aquellos infelices, los soldados que acuden a disparar por las portas, los reclutas de leva, los campesinos sacados de sus casas, los mendigos, la chusma arrancada de tabernas, hospicios y penales que ahora se afana en torno a los cañones, asomados a la boca misma del infierno, corean con rugidos que sí, que vivaspaña, cagüensanpedro y cagüentodo, joder, Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores. Y lo gritan, y lo dicen, y lo murmuran borrachos de pólvora, espantados tanto del enemigo como de sí mismos, mientras empujan los cañones, meten las balas y disparan una y otra vez, ciegos, ensordecidos, desesperados ahora y en la hora de nuestra muerte, amén, con la certeza súbita de que sólo el más salvaje, el más cruel, el que cargue y dispare y blasfeme y rece con mayor rapidez y eficacia, podrá sobrevivir a la jornada. Resumiendo: gritan vivaspaña, pero pelean por su pellejo. O a lo mejor es que, en ese momento, España es precisamente eso: su pellejo, el de los compañeros que están allí tiznados de pólvora como ellos. El tambor que redobla junto a la mecha del palo mayor. La madera movediza que pisan y defienden. Y allá, lejos, la casa, el barquito de pesca, la taberna, la plaza, el sembrado al que anhelan volver. La familia, quien la tiene. El odio que sienten hacia ese arrogante navío enemigo que se interpone entre ellos y quienes, en tierra, los esperan.
—¡Hay otro casacón ahí!
Marrajo mira por la porta. El navío con el que combaten se encuentra ya por el través de estribor, a poco más de un tiro de fusil. Una segunda popa y nuevas velas surgen por su proa, sobre otro casco pintado a franjas negras y amarillas. Recristo, piensa el gaditano. Nos estamos metiendo (alguien nos está metiendo) en mitad de la línea enemiga. Todavía contempla asombrado la nueva aparición, cuando un doble reguero de fogonazos recorre a todo lo largo el costado del primer inglés. Creo en Dios padre todopoderoso, murmura alguien a su lado. Creador del cielo y de la tierra. Entonces llega la andanada. Viene baja. La gruesa tablazón del navío español se estremece, encajándola con ensordecedor crujido. Una nube de astillas, pernos y fragmentos de metal revienta dentro de la batería. Una de las balas entra limpiamente por la porta, mata a Curro Ortega y decapita al cabo Pernas.