Bum, bum, bum. Pese a la candela que le están arrimando por todas partes, que es horrorosa, el almirante Villeneuve sigue locuaz hasta por los codos. Desde el castillo de proa del Antilla, a través del catalejo, el guardiamarina Ginés Falcó ve ascender nuevas señales a los palos de trinquete y mesana del Bucentaure, que ha perdido el palo mayor y se bate en el centro de la línea junto al Santísima Trinidad y el Redoutable, rodeados de humo y de navíos enemigos que los triplican en número. El San Agustín, que estaba sotaventeado, ha logrado acercarse y lleva un buen rato luchando con mucha decencia contra un tres puentes inglés que a su vez dispara sobre el Santísima Trinidad. No es el caso del español San Leandro y el Neptune francés, que han abatido demasiado y hacen fuego de lejos, arriesgando poco. El que no arriesga nada es el San Justo, que navega muy a sotavento, intactas la arboladura y el casco negro con dos finas líneas amarillas, sin intervenir apenas en el combate.
—La señal va dirigida a nosotros, señor segundo. A la vanguardia.
También esta vez la señal del buque insignia resulta fácil de comprender. La componen dos banderas, y es tan clara que el segundo comandante, el capitán de fragata Fatás, con otro catalejo pegado a la cara, también la interpreta sin necesidad de libro de códigos.
—Virar por avante, por contramarcha.
La señal, observa el joven guardiamarina, refuerza la número 5, que el buque insignia mantiene en alto de modo constante pese a que los cañonazos enemigos empiezan a llevársele jarcias y vergas de los dos palos que le quedan en pie: A los que por su actual posición no combaten, tomar una que los lleve rápidamente al fuego.
—Más claro, agua de Jaca —murmura don Jacinto Fatás.
En realidad casi lo escupe. Ginés Falcó observa el rostro curtido del segundo comandante, que encoge los hombros, cierra su catalejo con un chasquido y esboza una sonrisa amarga, del tipo hay que joderse.
—Nos están llamando cobardes, mozo.
Al guardiamarina (dieciséis tacos de almanaque) se le atragantan las palabras.
—¿Perdón, señor segundo?
—Pues eso. Cobardes. Acojonaícos vivos. A ti, a mí y a toda la peña.
Por encima del hombro, Falcó observa de reojo al oficial de infantería que manda la tropa de fusileros destinada al castillo: un teniente chusquero de voluntarios de Cataluña que se pasó la noche echando los hígados por la boca y ahora se agarra a los obenques, con la cara más blanca que el uniforme.
—Eso no puede ser, señor segundo —farfulla Falcó en voz baja, para que el teniente no los oiga.
—Lo que yo te diga.
Confuso, el joven se vuelve hacia la toldilla, a popa, donde está el comandante Rocha, sin comprender por qué éste no da la orden por su cuenta, hasta aquí hemos llegado, señores, cagüenmismuelas, y el Antilla vira de una vez y acude en socorro de sus compañeros. Esa misma pregunta, piensa, se la debe de estar haciendo en ese momento toda la gente que desde cubierta y las cofas observa silenciosa el combate, impresionada por el estrépito del cañoneo, los fogonazos y la humareda que dejan atrás. A trechos, el joven alcanza comentarios de los más próximos, marineros, artilleros y soldados que se agolpan junto a los cañones de 8 libras.
—La que está cayendo, compañero.
—Más vale allí que aquí.
—Eso sí, la verdad.
—Una estiba que te deshidratas.
Pero si muchos de ellos deben de sentirse aliviados viendo los toros desde la barrera, ése no es el caso de Ginés Falcó, ni de refilón. El tiempo que lleva navegando no le ha quitado todavía el sentido de la disciplina, de los deberes de un futuro oficial de mar y guerra, el amor a la patria, a la gloria y toda esa murga. Así que el joven se debate entre el desconcierto y la vergüenza. Normal. Además, está seguro de no ser el único. Cierto es que el teniente chusquero, con el cuello de la casaca desabrochado, el pelo revuelto y los ojos vidriosos, parece lejos de comprender nada; pero la cara del veterano segundo contramaestre Fierro, su forma de manosear el pito de latón que le cuelga de un ojal de la casaca parda, sus miradas respetuosas pero significativas repartidas entre el lugar del combate y don Jacinto Fatás, cantan La Traviata (cosa singular, por otra parte, ya que a estas alturas La Traviata todavía no la ha compuesto nadie). El caso, resumiendo, es que el contramaestre sí sabe de qué va el asunto, y no se le escapa el casposo papelón que está haciendo la vanguardia, o sea, ellos. El Antilla y los colegas. Y cuando Falcó se vuelve hacia proa y echa un vistazo más allá del bauprés, al coronamiento de la toldilla del Neptuno, que navega delante, a un cable, ciñendo muy tranquilo el viento con gavias y juanetes, comprueba que los oficiales del otro navío español se agolpan en torno al brigadier don Cayetano Valdés mirando también hacia atrás, con pinta de estar murmurando lo suyo. Y no es para menos. Cuando el segundo comandante Fatás hace un ademán de impotencia con las manos en dirección a éstos, uno de ellos responde del mismo modo. A mí que me registren, compi. Donde hay patrón, etcétera. Yo soy un mandado.
—Señales en el Formidable, don Jacinto.
El segundo contramaestre Fierro señala las banderas que ascienden por la jarcia del buque del almirante Dumanoir y se despliegan en la brisa. El capitán de fragata Fatás se vuelve con rapidez y da unos pasos hasta la cureña del tercer cañón de babor del Antilla, encaramándose a ella para ver mejor, con el catalejo incrustado bajo la ceja derecha. Los sirvientes de la pieza se hacen a un lado para dejarle sitio, respetuosos, y el guardiamarina Falcó le va detrás.
—Está repitiendo las señales del Bucentaure, me parece.
—Sí —confirma el joven—. A toda la vanguardia. Virar por avante.
—Joder. Ya era hora.
Ginés Falcó siente que se le eriza la piel de la nuca. Ahora sí, piensa. Por fin. De popa llegan órdenes por la bocina, y la cubierta del navío se llena de hombres que acuden avivados por los gritos, los pitos y los rebencazos de contramaestres y guardianes. El teniente de voluntarios de Cataluña parece despertar de un sueño, se cierra el cuello de la casaca y ordena a la veintena de soldados bajo su mando que se pongan a las órdenes del contramaestre para tirar de las brazas o lo que se les mande. Ya mismo, ar. Ep, aro, ep, aro. Hay hombres trepando a la verga de trinquete y a la de velacho, los veteranos empujando a los de tierra adentro, arriba, coño, arriba, cuyos pies descalzos vacilan, torpes, en la jarcia alquitranada. Un hombre con trazas de campesino blasfema de Dios y de la madre que lo parió al atraparse la mano en un cabillero, y antes de que el guardiamarina Falcó lo amoneste y le pida el nombre para ser castigado según las ordenanzas (de doce o veinte palos hasta azotes sobre un cañón, a gusto del comandante), el segundo contramaestre Fierro, amigo de simplificar las cosas cuando se está en zafarrancho, le cruza al fulano la boca con el rebenque, zas, zas, zas, tres golpes que dejan al infeliz sangrando, las manos en la cara y la sangre escurriéndosele entre los dedos.
—Poco viento —comenta don Jacinto Fatás, mirando el grimpolón—. Tenemos la virada por avante un poquico jodida.
En efecto. Vela que toca el palo, malo, dicen los que saben. Por mucho que se braceen las vergas, la brisa del oeste-noroeste no parece suficiente para que tres mil toneladas de madera y hierro pasen la proa por el ojo del viento. Que es mucho pasar, y más teniendo en cuenta que el Antilla, aunque es un navío moderno y maniobrero (el San Ildefonso, su gemelo, también navega en la escuadra aliada), lleva en su batería baja cañones de 36 libras en vez de los de 24 recomendados en los planos originales. Entorpecido además por la marejada, el buque no debe de navegar ahora a más de dos nudos. Y Ginés Falcó conoce de sobra el problema: si en vez de orzar y virar por avante el barco arriba, pasando el viento por la popa, el círculo descrito será tan amplio que lo alejará mucho del lugar del combate. Para llegar al carajal por barlovento, eligiendo sitio para pelear, tal vez haya que ayudarse en la virada con los botes que están en el agua; así que Fatás ordena al guardiamarina que vaya a popa y se ofrezca al comandante para ayudar en la faena. A sus órdenes, señor segundo, dice el chico. Y mientras se abre paso entre los marineros y soldados que atestan el pasamanos de babor, comprueba que algunos navíos de la vanguardia ya han iniciado trabajosamente la virada, balanceándose en la mar agitada y con las velas atrapando muy poco viento. El de cabeza, el Neptuno, orza muy despacio, flameando gavias y velacho, y algún navío francés, como el Scipion, se ayuda con los botes, los marineros remando, allez, allez, allez, para remolcar la proa hacia la brisa.
—A sus órdenes, señor comandante… Don Jacinto me pone a su disposición por si hay que usar los botes.
—No creo. Pero quédese aquí, por acaso.
Falcó echa un vistazo a la gente de la toldilla. El comandante, que ha ordenado largar todo el trapo posible y arribar una cuarta para ganar algún nudo extra de velocidad, está apoyado en el antepecho sobre el alcázar, observando la maniobra acompañado por el segundo oficial, teniente de navío don Javier Oroquieta, y por el teniente don Antonio Galera, que manda la tropa embarcada de infantería de marina, de la que hay veinte granaderos selectos formados al pie de la escala. En vez del uniforme marrón de faena, Galera ha ordenado que, para la ocasión, esos veinte lleven, como él, la ropa de tierra: sombrero con escarapela, casacas cortas azules de vueltas encarnadas y ancla de latón en el cuello, calzón blanco y polainas negras. Su aspecto es impecable, y se encuentran listos para subir a la toldilla en cuanto empiece el combate. El guardiamarina Cosme Ortiz se encuentra en su puesto, junto a los cajones de banderas. Roque Alguazas, el patrón del bote del comandante, las manos metidas en los bolsillos de su casacón de botones dorados, se mantiene un poco aparte, junto al primer piloto, un veterano alférez de fragata llamado Bartolomé Linares, que transmite por la bocina las instrucciones a su ayudante y a los timoneles que están en la cubierta de abajo, junto al timón y la bitácora, protegidos bajo la toldilla. Y los diez artilleros de las carronadas, que han cargado y cebado las dos de babor, se ocupan ahora de alistar las de estribor. Las balas y los saquetes de metralla están dispuestos junto a las piezas, cada llave de pedernal tiene puesta su driza del tirador, y la mecha de reserva humea en su barril de arena.
—Hacemos menos de tres nudos, mi comandante —informa Oroquieta—. Dicho en lenguaje terrícola, una mierda.
—Pues nos tiene que valer.
El guardiamarina Falcó observa con intensa atención a don Carlos de la Rocha. Aquí es donde se revela la verdadera condición de un marino. Fallar la virada por avante significa caer a sotavento y perder el puesto en la formación, e incluso verse sin posibilidad de acudir al combate. Así que el comandante, junto a la escala de estribor que baja de la toldilla al alcázar, dirige él mismo la maniobra: silencio todo el mundo, acuartela cangreja, timón a la orza, escotas en banda, etcétera. Azuzada por los contramaestres, los gavieros arriba y todo el mundo en sus puestos de proa a popa, la gente trabaja en las brazas de barlovento, brandales y burdas de sotavento, bolinas, amuras y escotas. Y la compleja máquina empieza a actuar. A medida que el Antilla salta bolinas y acerca su proa al viento, el velacho del trinquete flamea y luego, braceado por sotavento, se pone en facha.
—Todo delante en facha, mi comandante.
—Levanta amuras mayores.
—Sobremesana en facha, mi comandante.
—Pues allá va con Dios.
Algunos marineros se persignan. Falcó mira a don Carlos de la Rocha, que no aparta las manos de los costados pero mueve los labios como si rezara. Qué curioso, piensa el guardiamarina. Los españoles, los italianos y los portugueses somos los únicos que invocamos a Dios en las viradas por avante, como los pescadores al largar las redes. Es como descargar en él parte de la responsabilidad. O toda.
—Orza a la banda.
Con ayuda de Dios o sin ella, lo cierto es que la proa se mueve muy despacio. Aunque el comandante ha ordenado abroquelar el velacho y acuartelar foques para facilitar la maniobra, la orzada del navío es desesperantemente lenta.
—Parece que este cabrón no quiere virar.
—Lo estoy viendo, Oroquieta. Cierre el pico.
—A la orden.
La proa del Antilla vacila en el viento, cabecea de forma interminable, pierde velocidad, parece a punto de volver atrás. Pero, poco a poco, el bauprés empieza a moverse hacia babor, a barlovento, con la gavia de mayor flameando. En la cofa de mesana y abajo, al pie del palo, en la toldilla, media docena de marineros, algunos sirvientes de las carronadas, un guardián y el primer contramaestre se mantienen listos para cargar la gran vela cangreja si la virada por avante se va a tomar por saco y el comandante ordena virar en redondo. La voz de Oroquieta suena más animada.
—Viento a fil de roda… Viento a una cuarta por estribor, mi comandante.
—Cambia al medio.
Ginés Falcó mira, como todos, hacia arriba. La gavia de la mayor aún flamea indecisa, pero empieza a abolsar viento. El Antilla, buen chaval, está logrando virar.
—Viento abierto a tres cuartas, mi comandante.
—Arría escotas de foques.
El guardiamarina mira alrededor, hacia los otros navíos. Pese a la orden de virar por avante a un tiempo, toda la vanguardia no ejecuta la maniobra de modo homogéneo. Igual que está haciendo el Antilla viran por la proa el Formidable del almirante Dumanoir, los franceses Mont-Blanc, Scipion, Duguay-Trouin y el español Neptuno; el gabacho Intrepide, que falla la virada por avante, lo hace al fin por redondo, ciñendo luego el viento cuanto puede para mantener la proa en dirección al combate; pero el San Francisco de Asís, el decrépito tres puentes Rayo (lastrado además por el peso excesivo de sus cien cañones) y el francés Héros, ya sea porque fallan la virada, porque sus comandantes consideran más oportuno hacerlo popa al viento, o porque el médico les ha prohibido terminantemente recibir ninguna clase de balazos (que son fatales para la salud), viran en redondo y se dirigen a sotavento, tan panchos.
—¿Pero dónde cojones van ésos?
—Atienda a lo suyo, Oroquieta.
—Sí, mi comandante… Pero es que MacDonnell y Flórez se largan.
—Ése no es asunto nuestro. Vigile la maniobra, maldita sea.
—A la orden. Tenemos el viento a la cuadra.
—Caza foques y trinquete. Timón a la vía.
Mientras el Antilla completa la maniobra (doce minutos exactos, el doble de lo que emplea una tripulación entrenada), Ginés Falcó comprueba que la orden de virar acaba de dividir la vanguardia en dos: los siete navíos que más o menos apuntan al lado oeste de la línea, al barlovento que les permitirá dirigirse hacia el lugar donde se combate, y los tres que aproan hacia el lado este, el más seguro de la línea, lejos del verdadero centro de la batalla y con Cádiz a mano para largarse soltando membrillo si hace falta. Prudencia marinera, o sea. Como al segundo oficial Oroquieta, a Falcó le sorprende que el capitán de navío Flórez, y sobre todo el brigadier MacDonnell, los comandantes del Asís y el Rayo, tomen un rumbo que los aleja de la lucha, como también ese francés, el Héros (pese al nombre, algunos tienen de heroico lo justo). Por si fuera poco, y para complicar las cosas entre los que sí están en situación de combatir, los gabachos Intrepide y Mont-Blanc acaban de abordarse en plena maniobra, enredándose las jarcias y rifándose la vela cangreja del primero. El segundo oficial Oroquieta los observa moviendo la cabeza, reprobador.
—Nosotros hemos virado como unos señores, mi comandante.
—Sí. De milagro.
—De eso nada, don Carlos. Pericia marinera… No como los franchutes, que han tenido que ayudarse con los botes. Es usted un fenómeno marítimo.
—No me dé coba, Oroquieta.
El guardiamarina Ginés Falcó mira alrededor. El Formidable, haciendo señal de que el resto de la vanguardia siga sus aguas, navega para ponerse en cabeza de ésta, con un rumbo sudoeste que los podría acercar después al combate del centro (donde el fuego sigue sostenido y vivísimo, prolongándose hasta el extremo de la línea) y a la columna inglesa de la insignia blanca, cuyos últimos barcos aún arriban sin haber abierto fuego todavía. Pero el rumbo que marca el contralmirante Dumanoir parece demasiado divergente. Va ciñendo a rabiar, a seis cuartas: cuanto permite el viento que sigue soplando flojo del oeste-noroeste. Un poco mosqueado, el segundo oficial se lo hace notar al comandante.
—Yo diría que mi primo también se larga.
—No fastidie.
—Se lo juro por los niños que no tengo. Fíjese.
Oyendo a sus jefes, el guardiamarina Falcó considera la situación. Es cierto que, con el rumbo que marca el Formidable, la vanguardia puede doblar por atrás a los últimos navíos ingleses que aún se dirigen hacia la melé; pero hasta para un guardiamarina resulta evidente que la maniobra que ahora se impone es arribar con la proa directa al centro, a sostener al buque insignia y a los navíos empeñados, que aunque se baten como gatos panza arriba están siendo hechos polvo por la superioridad numérica y artillera inglesa. Dicho de otro modo: pese a que la última orden del Bucentaure (al que en este momento, crac, se le parte el palo de mesana) era que todos los navíos que no combatían entrasen inmediatamente en fuego, el rumbo marcado por el jefe de la vanguardia a los siete navíos que le quedan los aleja del fuego. O los alejará de aquí a nada, tras un breve cañoneo, al pasar, con la cola de la columna inglesa.
—¿Qué hacemos, mi comandante?
Esta vez don Carlos de la Rocha no responde. Asombrado, Ginés Falcó lo ve mirar, indeciso, hacia la línea de combate, que desde el nuevo bordo se aprecia ahora casi a lo largo, envuelta en humo y fogonazos, con el retumbar artillero estremeciendo el aire: barcos inmóviles entre el humo blanco de los cañonazos y el negro de los incendios, velas que arden o se desgarran, palos que caen, buques aferrados por garfios de abordaje. Pumba, pumba, pumba, y el crac-crac de la fusilería y el crujido de palos y vergas al romperse. En el centro, pabellón en alto, aún poderosos pese a que el insignia francés está casi desarbolado, el Bucentaure y el Santísima Trinidad escupen fuego por babor y estribor, causando un daño terrible a la jauría de navíos ingleses que los acosa.
—¡El Intrepide no obedece!
Olé sus huevos, piensa Ginés Falcó, asomándose como todos a mirar, apretados los dedos en la batayola. El setenta y cuatro cañones francés (capitán de navío Infernet), con todo el paño arriba menos la mayor y el trinquete, flameando al viento los jirones de la cangreja rota en el abordaje con el Mont-Blanc, que ni se molesta en recoger, pasa entre los barcos de la vanguardia que aproa al sudoeste, con un decidido rumbo sur. O sea: que abandona la formación, ignorando las frenéticas señales que le hacen desde el Formidable. El bauprés del Intrepide casi toca el farol de popa del Antilla al maniobrar para cortarle la estela. Y luego, Falcó, con el orgullo instintivo de quien contempla a un hermano de bandera dirigirse al combate, lo ve desfilar a todo lo largo, el casco con dos franjas de color rojo vivo pintadas a la altura de las baterías, el trapo henchido en las vergas, los cañones asomando por las portas abiertas de estribor, los marineros y fusileros en cubierta, aprestando armas, los tiradores apostándose en las cofas. Y sobre la toldilla ve una figura con casaca azul y calzón blanco, impasible, abiertas las piernas para compensar el balanceo del buque, que no se quita el sombrero galoneado para responder al saludo que desde el Antilla le hace el comandante Rocha, y que al alcance de la voz, haciendo bocina con las manos, grita algo así como «lu capo su lu Bucentaure», que no se entiende muy bien, la verdad, porque a ese Infernet, que habla con un acento provenzal del copón, a veces no lo descifran ni sus compatriotas. Pero en realidad lo que dice está clarísimo: yo pongo proa al centro del combate, a socorrer a mi buque insignia. Y a vosotros, que os vayan dando por la retambufa. A todos.
—¿Qué hace el Neptuno?
A Ginés Falcó le cuesta reconocer a don Carlos de la Rocha, a quien siempre vio tranquilo, en el rostro crispado que ahora tiene delante. Nunca, en el tiempo que lleva navegando bajo sus órdenes, lo había visto así. Ni siquiera en Finisterre, lloviendo leña por un tubo. Otras veces resignado y frío, casi indiferente, la pugna que el comandante del Antilla debe de estar librando en sus adentros parece tan intensa que ni el segundo oficial Oroquieta se atreve a hacer comentarios ni mirarlo a la cara. Deber. Disciplina. Órdenes del inmediato superior. Órdenes generales. Sentido común. A fin de cuentas, el propio almirante Gravina ha estado diciéndoles todo el tiempo claro que sí, uí mesié, rien faltaría plus, a los gabachos. Don Federico Gravina y Nápoli. Entre otras cosas, por eso están allí: porque don Fede, tan correcto y pulquérrimo siempre con su peluca empolvada a la antigua y sus charreteras (a saber cómo lo estarán poniendo ahora de bonito en la cola de la línea, donde se oye granear un fuego horroroso), puso el culo como lo pone Godoy, como lo pone Su Católica Majestad Carlos IV, rey por la gracia de Dios de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, etcétera, y como lo pone todo cristo; no sea que Napoleón se cabree y nos invada. Nos invada un poquito más. Y ahora el comandante tiene que tomar una decisión particular nada cómoda. Tragar él también y cumplir las órdenes que le da su jefe inmediato, el contralmirante franchute Dumanoir, o desobedecerlas a su riesgo y expensas. Eso, factores de conciencia aparte, pues don Carlos está al mando de un buque tripulado por setecientos y pico desgraciados de los que las tres cuartas partes son artilleros sin preparación, marineros ineptos, carne de cañón empaquetada a la fuerza, de la que él, y no Dumanoir, ni Gravina, ni Napoleón, es directo responsable. Llevar a todos esos infelices a combatir es llevarlos derechos al mostrador de la carnicería. Y además de ordenar babor, estribor y fuego así o fuego asá, mandar un barco significa también asumir todo eso: pensar en las futuras viudas, huérfanos y padres ancianos, en una España donde, cuando un marinero palma, hay funcionarios, contadores y hasta capitanes que no lo borran del rol para quedarse con su sueldo. Donde un mutilado de guerra se ve obligado a pedir limosna por las calles, porque para cobrar la pensión que le corresponde debe esperar, por lo menos, a que al cabo Tres Forcas lo asciendan a sargento.
—¡El Neptuno viene por el través!… ¡Tampoco obedece!
Por suerte para él mismo, el guardiamarina Ginés Falcó aún está lejos de ejercer un mando y comerse el tarro con toda esa murga. Lo suyo está claramente definido en el título 8, apartado 32, de la Real Ordenanza: «Ciega y universal es la obligación que impongo al guardiamarina de prestar toda obediencia y sumisión a sus respectivos superiores». En días como hoy, eso alivia. Así que, aplazando los escrúpulos filantrópicos para cuando tenga en el cofre la patente de capitán de mar y guerra, el joven corre hacia la banda de estribor, se encarama en una chillera y observa al otro navío español de la vanguardia. El Neptuno, que navegaba en cabeza de toda la línea aliada, acaba de virar de bordo; y aunque parecía dispuesto a ocupar un puesto en la formación tras el Formidable del contralmirante Dumanoir, su comandante parece pensarlo mejor. Después de un par de maniobras indecisas, que podrían hacer pensar que tiene vida propia (no los hombres que lo tripulan, sino el barco mismo) y se debate a impulsos de su conciencia, el setenta y cuatro cañones español arriba un poco más, proa al sur, braceando vergas para coger viento. La división aún no está formada, y los barcos, algo apelotonados, intentan no abordarse unos a otros. El Antilla se encuentra ahora a tiro de pistola por la aleta de babor del Formidable, y desde ahí sus tripulantes ven venir al Neptuno por estribor, dispuesto a cortar la estela de ambos navíos para navegar rumbo sur como antes hizo el Intrepide. Y cuando en la toldilla del Antilla todos, comandante incluido, acuden al coronamiento de popa a verlo pasar, observan que, en el Formidable, Dumanoir y su plana mayor gabacha hacen lo mismo, y que el contralmirante en persona se lleva una bocina de latón a la boca e interroga al brigadier don Cayetano Valdés, que lo mira impasible desde la toldilla de su navío. Uesquevús allez, pregunta el gabacho, a grito pelado. Purcuá nobeisez pas. O sea, resumiendo, dónde vas, colega. Y en ésas Valdés, flaco, despectivo, tranquilo, sin molestarse en usar la bocina que le alarga un guardiamarina, se vuelve a medias para gritar su respuesta, seco:
—¡Al fuego!
Después, el costado de su navío pasa casi rozando la popa del Antilla, y Ginés Falcó escucha el fúnebre ran-rataplán-plan-plan del tambor que redobla en el alcázar mientras observa (casi le parece que puede tocarlos, de lo cerca que pasan) a los marineros y soldados que abarrotan la cubierta y las cofas y las baterías del buque que se dirige a la batalla: los rostros silenciosos enmarcados en las treinta y siete portas abiertas en el costado de estribor, por cada una de la cuales asoma la boca negra de un cañón y el humeo de las mechas encendidas. Unos pocos del Neptuno saludan al pasar, levantando una mano o moviendo la cabeza; pero la mayor parte están quietos, como si pasaran ante extraños. Un par de hombres (pinta de marineros veteranos) escupen con poco disimulo en dirección al Antilla. Nadie grita, nadie vocea. Nadie dice ni pío. Sólo se oye el chapaleo del agua entre los dos cascos y el crujir de la jarcia y la arboladura. Ni siquiera el comandante Valdés, erguido en su toldilla y mirando ahora a su compañero el comandante Rocha, abre la boca. Hasta que, ya alejándose por la aleta, parece dar una orden y tres gritos de Viva el rey y uno de Viva España recorren el Neptuno de proa a popa, como un desafío. O como un insulto para quienes quedan atrás.
—Eso va con segundas —murmura Oroquieta—. Por nosotros.
—Cállese.
—Con todo respeto, mi comandante…
—He dicho que se calle.
Ginés Falcó se vuelve a mirar a don Carlos de la Rocha. También este caso, piensa, está previsto para un guardiamarina en las Ordenanzas de marras: «Celando no prenda en sus corazones la semilla de la opinión». Eso, en principio, lo deja libre de calentarse la cabeza. Pero salta a la vista que tal no es el caso del comandante. Éste da unos pasos con aire ausente, rodea el palo de mesana y observa la cubierta de su navío, atestada de hombres expectantes que a estas alturas ya no saben a qué atenerse, y en cuyas caras (en las de muchos) se pinta el alivio de empezar a creerse a salvo. Luego echa un vistazo hacia la banda de estribor, por donde el Duguay-Trouin, el Mont-Blanc y el Scipion empiezan a alinearse en fila tras el Formidable, que ya se aleja con rumbo sudoeste luciendo en la verga seca una escueta señal con el número del navío español.
—Orden del Formidable, señor comandante —anuncia el guardiamarina Ortiz desde el cofre de banderas—. Sitúese a mi popa.
Ginés Falcó se da cuenta de que don Carlos de la Rocha no responde. Está con las manos cruzadas a la espalda y mira absorto al sur, hacia las velas del Neptuno y del Intrepide. Navegando a un par de cables uno del otro, el español y el francés se dirigen al centro de la pelea, allí donde, entre los claros que de vez en cuando se abren en la humareda, se distingue al Redoutable, que al fin se ha separado del Victory pero deriva aferrado a otro tres puentes enemigo, con un tercer navío inglés disparándole a él por una banda y al Bucentaure por la otra. El Bucentaure acaba de perder su último palo, el de trinquete; su cubierta destrozada está rasa como un pontón, y ya no tiene dónde mantener izada (hasta que cayó el último pedazo de madera la mantuvo allí) la inútil señal número 5. Ahora es el Santísima Trinidad, batiéndose ferozmente con cuatro navíos ingleses, el que iza en la verga del trinquete la señal ordenando a cuantos navíos no combaten acudan al fuego. El comandante Rocha lo observa un instante más, inmóvil, el aire ausente, mientras, estupefacto, Falcó le oye canturrear muy flojito, por lo bajini:
Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos;
que Dios ayuda a los malos
cuando son más que los buenos.
El comandante se quita el sombrero, dándole un par de vueltas entre las manos (Falcó observa que en el interior, junto a la badana, hay cosida una estampa de la Virgen del Rosario). Después se lo cala de nuevo, encoge los hombros y suspira. Oroquieta, dice. Y cuando el segundo oficial acude, don Carlos le pregunta en tono discreto, como hablando de tomar una copita:
—¿Tiene usted alguna preferencia?
—¿Perdón, mi comandante?
—Digo que dónde prefiere que nos escabechen.
Al tiempo hace un amplio ademán con la mano, abarcando todo el campo de batalla. El tono es tan suave y resignado que a Falcó, que escucha sin atreverse a intervenir, le parece irreal. No habla de nosotros, se dice. Está de guasa. Pero luego ve cómo el segundo oficial sonríe forzadamente mientras se rasca las patillas. Me da lo mismo, don Carlos, responde después de meditarlo. Tampoco, susurra mirando a uno y otro lado, me voy a poner exquisito a estas alturas del desmadre. ¿No le parece? Entonces el comandante asiente despacio, como pensando en otra cosa, y luego encoge los hombros por segunda vez, alza el rostro para comprobar la dirección del viento en la grímpola, se vuelve hacia Linares, el primer piloto, que está preparado junto a la bocina de los timoneles, y con una voz tan firme y tranquila como si estuviesen fondeados en Mahón, le ordena poner rumbo sudeste cuarta al sur. Derechos al Trinidad, añade. Y que Dios reconozca a los suyos.