6. La insignia blanca

Apoyado en el coronamiento en forma de herradura, bajo el gran farol que remata los adornos pintados de rojo y amarillo de la balconada de popa del Antilla, el capitán de navío don Carlos de la Rocha mira hacia el sur, desde donde llega el lejano estruendo de la batalla. El setenta y cuatro cañones español navega el segundo en cabeza de la línea, ciñendo el viento con gavias y juanetes a seis cuartas por babor tras las aguas de otro español, el Neptuno, y con el francés Scipion como matalote de popa. Aquí arriba, en la vanguardia, a excepción de una solitaria vela inglesa que se acerca de vuelta encontrada desde el norte (tal vez un explorador que no ha podido unirse al grueso de su escuadra y fuerza velas para llegar a tiempo) todo permanece tranquilo. Aunque están demasiado lejos para apreciar los detalles del combate empeñado casi al otro extremo de la escuadra, la línea de arco (en forma de cruasán, o sea, más franchute imposible) de cuatro a cinco millas de longitud que forman ahora los navíos aliados permite a los de cabeza distinguir más o menos lo que pasa en la retaguardia, sin que el humo, que la brisa del oeste empuja a sotavento, dificulte demasiado la visión. Y lo que pasa allí abajo no pinta nada bien. En cuanto a la columna inglesa que sigue al tres puentes con insignia blanca (sin duda el buque insignia del vicealmirante Nelson, que algunos oficiales del Antilla creen identificar como el navío de primera clase Victory), sus capitanes parecen tener prisa por comerse el cruasán, los jodíos, pues, aunque sin rebasar a su jefe, todos fuerzan trapo, adelantándose los más veleros hasta las aletas derecha e izquierda de éste, y tras recibir un par de andanadas de los navíos situados al sur de la vanguardia, caen ahora a estribor y apuntan las proas exactamente hacia el centro de la escuadra combinada, allí donde están el Santísima Trinidad y el Bucentaure, buque insignia del almirante Villeneuve. Que ya se encuentran a menos de medio tiro de cañón y hacen, como el resto de los buques de su división, un fuego vivísimo sobre el de la insignia blanca.

—Al inglés lo están poniendo bonito —comenta el teniente de navío Oroquieta, pasándole el catalejo a su comandante.

Es cierto. Bonito de primera comunión. A simple vista se aprecia el enorme castigo que sufre el tres puentes británico, que con sus baterías silenciosas sigue impávido su aproximación a la línea. Carlos de la Rocha abre el catalejo, se lo lleva a la cara, y ajustando el movimiento de su cuerpo al balanceo de la cubierta para mantener al navío inglés en el círculo de la lente, observa los daños que causa la artillería francoespañola. El tres puentes, que navegaba resuelto hacia el Trinidad, dirigiéndose a rumbo de corte entre su popa y la proa del Bucentaure, parece haber encontrado el hueco demasiado estrecho después de que el español, previendo la maniobra, haya puesto la gavia y la sobremesana en facha para aminorar la marcha, acortando distancia con el Bucentaure y haciendo al mismo tiempo un fuego intenso con sus cuatro baterías de babor. Así, el inglés de la insignia blanca, maltratado, acaba de caer un poco más a estribor y navega ahora hacia la popa del Bucentaure, aproximándosele con rapidez. De un vistazo, el comandante Rocha comprende la intención: allí el puesto de matalote de popa corresponde al Neptune francés, pero éste ha caído mucho a sotavento y deja un hueco tentador entre el buque insignia aliado y el Redoutable, que navega detrás. A punto de caramelo, vamos, hasta el extremo de que sólo falta un cartel con una flecha que diga: corten por aquí, please. De camino, el inglés (con Nelson en el alcázar, sin duda) está recibiendo, desde luego, lo suyo. Que no es poco. Sus velas se van llenando de agujeros, y en ese preciso instante, por efecto de un cañonazo alto y afortunado, la verga del velacho salta hecha pedazos. Y lástima, piensa Rocha, que no se haya llevado el palo trinquete entero. A diferencia de los artilleros ingleses, que acostumbran a apuntar al casco, los franceses suelen disparar a desarbolar, o sea, a los palos, para dejar al enemigo sin maniobra (en cuanto a los españoles, éstos apuntan a donde pueden, los pobres). Rocha mueve la cabeza, dubitativo. La francesa le parece hoy una táctica absurda: los entrenadísimos británicos son capaces de disparar tres cañonazos por cada uno de franceses y españoles, de manera que mientras éstos intentan desarbolarlos, los otros arrasan las cubiertas enemigas y dejan los cañones desmontados y a los sirvientes hechos filetes alrededor, casquería fina entre astillas y metralla. Pero en fin. Cada cual es cada cual.

—Más señales del buque insignia, señor comandante.

Rocha lleva el catalejo hacia las vergas del Bucentaure. Las banderas ascienden con las drizas entre el humo de los cañonazos, repetidas por las fragatas que navegan por sotavento a lo largo de la línea. Diligente, el guardiamarina Ortiz busca en el libro de señales:

Los más proporcionados sostengan a los que están con desventaja en la acción.

—¿Se refiere a la vanguardia, al centro o a la retaguardia?

—A nadie en particular, señor comandante.

El comandante del Antilla contiene la maldición que le sube a la boca. Estúpido Villeneuve. Esa señal induce a la confusión. Puede referirse a los navíos ya empeñados en combate, recomendando a cada comandante actuar con su navío como crea oportuno, sosteniendo a los compañeros más acosados (a fin de cuentas eso va de oficio, y es lo que se espera de un hombre de honor y de un marino decente); pero, interpretada en sentido general, también puede significar que el almirante en jefe renuncia a mandar la línea de forma organizada y deja a cada navío la facultad de actuar por su cuenta. Y eso, decirlo así, con señales, a gritos, cuando la batalla acaba de empezar, es reconocer de antemano que todo se está yendo al carajo. Que el jefe supremo de la escuadra aliada considera la melé inevitable y que, de aquí a un rato, cada perro se estará lamiendo su cipote.

—Ese francés no conoce su oficio y nos ha perdido a todos.

Oroquieta y el joven Ortiz lo observan sorprendidos, pues el comandante tiene fama de frío y no es hombre dado a censurar en público a los jefes. Pero a Carlos de la Rocha, consciente de sus miradas, le da lo mismo. Está furioso, como deben de estarlo la mayor parte de los capitanes españoles y franceses que de tan estúpida forma son encaminados al matadero. Ahora, fúnebre, Rocha recuerda el relato que hizo el mayor general de la escuadra, Antonio Escaño, del consejo de guerra mantenido en Cádiz antes de la salida a la mar. La reunión tuvo lugar días atrás, en la cámara del Bucentaure, con asistencia de los oficiales generales y los capitanes de navío más antiguos. Según Escaño, desde que Villeneuve abrió la boca estaba claro que buscaba un pretexto para quedarse en Cádiz a resguardo de los ingleses. El punto era que, bajo el camelo de consultar, pretendía endilgarles el asunto de no salir a sus oficiales y sobre todo a los españoles, más conscientes que nadie de la debilidad de sus tripulaciones y el mal estado de muchos navíos. Saltaba a la vista que la intención del gabacho era decir en su informe a París que se plegaba al consejo español de quedarse en casita. Estos españoles ya se sabe, Sire, etcétera. Todo el día oliendo a ajo, con sus barcos sin tripulantes y sus oficiales rezando el rosario. Qué le voy a contar, majestad imperial, lo que sufro teniéndolos bajo mi mando. Snif.

De cualquier modo, salir en busca de los ingleses era poco aconsejable, según se planteó de común acuerdo al final del consejo: se avecinaba mal tiempo y era mejor seguir allí, de momento, obligando a los ingleses a un largo bloqueo que desgastaría sus fuerzas pese a tener cerca la importante base de Gibraltar. Al cabo ése fue el informe enviado por Villeneuve a París. Pero en el consejo las cosas no transcurrieron tan plácidamente como el informe hacía creer. Los franceses (pese a que ellos mismos tenían graves deficiencias en sus barcos y tripulaciones, diezmadas por la reciente revolución y por el desastre de Abukir) empezaron la charla muy sobrados, o-la-lá, confundiendo la prudencia realista de los españoles con pura y simple caguetilla. Gravina, el almirante español, estuvo callado al principio, dejando al mayor general Escaño poner las cosas en su sitio: barcos escasos de tripulación, dijo, insuficiente armamento, el Santa Ana, el San Justo y el Rayo (el abuelo de la escuadra, construido en La Habana, con cincuenta y seis tacos de servicio en las cuadernas) recién salidos del arsenal y faltos de todo, la marinería inexperta en la maniobra y el manejo de los cañones, y algunas dotaciones que hace ocho años que no navegan. Hasta ustedes, les dijo a los gabachos, han tenido que completar tripulaciones con soldados de infantería que apenas tienen ropa, están enfermos y no han pisado un barco en su vida. Mientras que los ingleses, fogueadísimos, llevan ininterrumpidamente en el mar desde el año 93, que se dice pronto. Además el barómetro baja, añadió Escaño, y se avecina mal tiempo. En ese punto, el almirante franchute Magon (un chulo de aquí te espero) dijo:

—Aquí lo que baja es el valor.

Y puso cara de fumarse un puro. Entonces Dionisio Alcalá Galiano, comandante del Bahama, hombre por lo general finísimo y mesurado (con una biografía impresionante: cartógrafo, científico, explorador y excelente marino), dio un puñetazo en la mesa y lo invitó a salir afuera para repetir eso mismo con una espada en la mano, a ver si lo que bajaba era el valor de los españoles o el nivel de ingresos en el barrio chino de Marsella de la madre del señor almirante Magon.

—¿Ha usted comprí o no ha usted comprí?

—¡Nomdedieu!… ¿Quesquildit cetespagnol?

—Digo que a su señora madre se la tiran pagando.

—¡Mais vuayons!… ¡C’est inaudit ni jamais escrit!

—Perdona, chaval, pero no hablo catalán. ¿Du yu spikin spanish?

Al fin se puso paz a duras penas, pero luego fue Villeneuve quien volvió a la carga, el cielo abierto, diciendo que bueno, que si los españoles no querían salir, no se salía. Pas de probleme, mes amis. O sea. Dacord. Y ahí fue el educadísimo y diplomatiquísimo almirante Gravina, que también empezaba a mosquearse, quien se vio obligado a precisar que los españoles estaban dispuestos a salir si se les mandaba que salieran. ¿Comprí, mesanfants? Nus sortons silfó y si no fó también sortons (como era tan finolis, Gravina sí que hablaba un francés de puta madre). Y recordó al señor almirante Villeneuve que, en vez de marear tanto la perdiz (mareer la perdrix), más le valía tener en cuenta que siempre que se operó con escuadras combinadas (combinés), los navíos españoles fueron los primeros en entrar en fuego y bailar con la más fea (danser avec la plus espantose); como en Finisterre, y no es por señalar (pur signaler), donde los navíos franceses de ustedes, tan intrépidos, desampararon al Firme y al San Rafael y se quedaron rascándose los huevos (se touchant les oeufs) mientras, después de batirse los nuestros como leones (su propio emperador lo dijo), se los llevaban apresados los ingleses por el morro. ¿Nespá?… Dicho lo cual, como los franchutes aún se miraran unos a otros con ojitos de guasa, como diciendo a nosotros nos la van a dar con fromage estos pringadillos, Gravina se olvidó de la diplomacia, de las recomendaciones de Godoy y de sus bailes con la reina, se puso en pie y dijo: pues vale, colegas. Hasta aquí hemos llegado. Jusqua icí exacteman ojurduí. Para cojones los míos.

—A la mar ahora mismo, todos. Y maricón el último.

Y los otros españoles se levantaron con él, diciendo eso, qué hostias, a la mar todo cristo y que salga el sol por Antequera. Cagüentodo ya. Tras lo cual Villeneuve recogió velas y dijo pardón, mesiés, tampoco es para ponerse así, jamais de la vie, no es cosa de salir de cualquier manera, veamos. Voyons, mes camarades. Serenité, egalité y fraternité. Votemos. Y votaron, claro. Magon votó por levar anclas. El resto, los españoles, Villeneuve y también sus tigres gabachos de los siete mares que se comían a los ingleses sin pelar, votaron por no salir, de momento. Y ahí quedó la cosa. Lo que pasa es que, a los pocos días, Villeneuve se enteró de que Napoleón, que estaba de él hasta la punta del nabo, mandaba al almirante Rosily para relevarlo y con la orden de que volviera a París, donde los periódicos lo estaban poniendo también a caer de un burro. O sea: que se quite de en medio ese subnormal y se presente aquí cagando leches, que uno de estos días tengo que irme a machacar un poco a los austriacos, ganar la batalla de Austerlitz o alguna de ésas y entrar en Viena y toda la parafernalia, pero antes le voy a arreglar el pelo. Joder. Entonces a Villeneuve le entró el pánico, claro, porque el Petit Cabrón, a las malas, era peor que Nelson un rato largo. Y decidió que, en fin, mejor salir a jugársela, aunque fuera sin esperanza de comerse un colín, a verse en el paredón o con la cabeza metida en el invento del doctor Guillotin. Y bueno. Llamó a Gravina; y éste, que después de lo dicho ya no podía volverse atrás, y además tenía encima de la chepa al hijo de puta de Godoy diciéndole por correo, a diario, que tragara cuanto hubiera que tragar y que cumpliera las órdenes del franchute a rajatabla, no se fuera a cabrear el Napo de los huevos, no tuvo otra que encogerse de hombros y decir vale. Okey, Mackey. Levemos anclas y que sea lo que Dios quiera. Como apuntó el mayor general Escaño cuando los capitanes españoles se despedían unos de otros: que no quede nada por hacer, hijos míos. Así al menos, salvaremos el honor. Y allí estaban todos ahora, salvando el honor a falta de otra cosa, cerca del cabo Trafalgar, metidos en la mierda hasta las cejas, arrastrando consigo, en tan inmensa gilipollez, a miles de desgraciados a los que el honor, el valor, el pundonor y toda aquella murga terminada en or se la traía, la verdad, bastante floja.

 

 

 

—Ya se ha liado ahí también, mi comandante —indica Oroquieta.

Carlos de la Rocha apunta otra vez el catalejo hacia el centro de la escuadra, donde los cebollazos retumban ahora por todas partes. El tres puentes de la insignia blanca, que a estas alturas parece claro se trata del Victory y lleva dentro a Nelson, ha intentado, en efecto, cortar la línea aliada por el hueco de la popa del Bucentaure; pero el navío más próximo en la línea, el francés Redoutable (ese valiente y pequeño capitán Lucas, popular en toda la escuadra), acudiendo en socorro de su almirante, ha forzado vela hasta casi meter su bauprés en la toldilla del buque insignia de Villeneuve, y le impide al otro el paso. El impulso del inglés, que venía rápido, lo ha hecho abordarse con el Redoutable, y ahora ambos navíos están sacudiéndose estopa de modo salvaje. El inglés ha perdido el palo de mesana, y en ese momento se le desploma el mastelero de velacho, mientras por los flechastes de su adversario se ve trepar hombres a las cofas para maniobrar las velas y para castigar la cubierta del británico con mosquetería, frascos de fuego y granadas. El crac, crac, crac de los fusiles y las pistolas no deja un instante de silencio entre el fragor de los cañonazos. Agarrados uno al otro por garfios de abordaje, los dos navíos derivan con la brisa saliéndose de la línea, arrancándose nubes de astillas, bajo los remolinos de humo.

—Ese Lucas los tiene en su sitio.

El comandante Rocha está de acuerdo. Aferrado al enorme tres puentes, cuya cubierta superior es el doble de alta, el Redoutable se bate con una bravura increíble, setenta y cuatro cañones contra cien. Y no sólo eso: en su cubierta pueden apreciarse masas de hombres que saltan al abordaje del Victory trepando como pueden por la jarcia y vela caída, por la verga del propio palo mayor, por el ancla del inglés, y son rechazados una y otra vez. El mastelero de juanete mayor enemigo se desploma entre una maraña de jarcia y velas destrozadas. Nelson está recibiendo lo que no está escrito. Y por lo menos, gane quien gane, no se irá de rositas. Como no se fue en el 97, cuando tuvo que batirse en retirada ante las cañoneras españolas en La Caleta, ante Cádiz; ni cuando a los pocos días, además de doscientos veintiséis muertos y ciento veintitrés heridos, perdió el brazo derecho intentando tomar Tenerife. O sea, que genio del mar, sin duda. A menudo vencedor, quizás. Imbatible, ni de coña.

—Eso no puede durar.

Y no dura. Otro tres puentes inglés acaba de colarse por el hueco de la línea y acude en socorro de su almirante, dobla al Victory y al Redoutable, que siguen derivando juntos, y se pone a estribor del francés, penol a penol, cogiéndolo entre dos fuegos y arrasando su cubierta. Y un tercer inglés, un setenta y cuatro que cruza también la línea, se le sitúa ahora por la popa, uniéndose al castigo. Cae el palo mayor del Redoutable sobre el tres puentes que tiene a estribor, y los masteleros de juanete de éste se desploman a su vez sobre la cubierta del francés. Aferrados en su abrazo mortal, enredados entre palos, velas y jarcias caídas, el Victory, el Redoutable y el tres puentes derivan despacio a sotavento entre fogonazos y llamaradas, sin dejar de batirse.

Rocha observa que los navíos ingleses siguen entrando por el hueco, que es cada vez más amplio, envolviendo a los buques del centro aliado. Lo mismo debe de ocurrir en la retaguardia, pues desde el centro hasta la cola toda la línea es una sucesión de palos que caen, humareda y estruendo de combate. Pumba, pumba, pumba. Está claro que allí franceses y españoles pelean con denuedo y que la batalla se ha convertido en un carajal de combates individuales y abordajes. Rocha supone que el Príncipe de Asturias,con Gravina y Escaño a bordo, se estará batiendo bien, como siempre, fiel al estilo del almirante y de su mayor general, y que el bravo Alcalá Galiano, con su Bahama, estará a la altura. A ésos no los achantan ni los ingleses ni nadie. Al fondo, un buque aliado o inglés arde como una antorcha, el humo negro de su cubierta en llamas elevándose sobre el velo blanco de los cañonazos. Sentenciado. Ojalá no se trate del San Juan Nepomuceno, piensa Rocha, imaginando a su amigo Cosme Churruca, tozudo, inteligente y valeroso como él solo, siempre pálido, desaliñado y con la peluca mal empolvada, peleando en la cubierta hecha astillas de su navío. A pesar de la imagen dramática, Rocha no puede menos que sonreír para sus adentros. Churruca es de los que no se rinden nunca y venden caro su pellejo, con un concepto del honor tan estrecho que es capaz de perjudicarse por no quebrantarlo. Tiene, eso sí, un corazón de oro (cuando se le amotinaron cuarenta infantes de marina consiguió que el rey les perdonase la vida, aunque estaban juzgados y condenados a muerte), pero en cuestiones del servicio es preciso como un sextante inglés. Como el propio Rocha, ni juega, ni fuma, ni bebe. Los dos marinos se conocen desde el gran asedio de Gibraltar (cada uno mandó un bote de la Santa Bárbara durante el desastre de las baterías flotantes), y su relación se afianzó durante la segunda expedición científica al estrecho de Magallanes con la Santa Casilda y la Santa Eulalia, donde el ahora comandante del San Juan se encargó de la astronomía y la oceanografía. Vasco de Motrico, autor de valiosos tratados navales y científicos, respetado por los sabios franceses e ingleses, destacado en París con Mazarredo durante la estancia de la escuadra española en Brest (el Petit Cabrón, todavía Primer Cónsul, le regaló un sable de honor, por cierto, una chorrada llena de floripondios), Churruca estuvo a punto de caer en desgracia cuando se opuso a entregar seis navíos españoles a los franceses, entre ellos el Conquistador, que era su ojito derecho. Ni harto de vino me trago esa vergüenza, dijo. Y lo devolvieron a España, y a punto estuvieron de confiscarle el sable gabacho. Pero Godoy, que siempre lo apreció mucho, le entregó el mando del San Juan a petición propia. En palabras del propio Churruca al hacerse a la mar desde Cádiz, al menos le permitieron cortarse a gusto la mortaja.

—Pienso clavar la bandera, o así —le dijo a Rocha al despedirse, mirándolo con sus ojos azules y tristes—. Y si te dicen que mi navío ha sido apresado, ten la certeza de que estaré mirando a Triana. O sea, fiambre.

Rocha sigue observando el panorama de la batalla. A veces los claros entre la humareda permiten distinguir al Santa Ana, un poco más cerca, medio desarbolado pero haciendo fuego con todas sus baterías. Y las cosas como son: para tratarse de un barco que acaba de salir del arsenal (la Iteuve hecha de mala manera y una tripulación execrable), el tres puentes español está haciendo prodigios de bravura tras encajar con mucho cuajo el impacto de la vanguardia inglesa. Más arriba, hacia el centro, los dos buques principales, el Santísima Trinidad y el insignia de Villeneuve, el Bucentaure, están rodeados por cuatro navíos ingleses que los baten muy de cerca, pero de momento parecen sostenerse bien. El enorme Trinidad, comprueba Rocha con orgullo, tiene todavía sus palos en pie, excepto la verga de velacho, y se bate muy honrosamente, oponiendo la poderosa gallardía de sus cuatro puentes a dos enemigos que se le han situado a tiro de pistola. Sin embargo, cuatro navíos de la línea aliada (el San Justo, el Neptune francés, el San Agustín y el San Leandro) han caído muy a sotavento, apenas participan en el combate, y por sus huecos se está metiendo, tenaz, el grueso de la fuerza británica. Y el navío francés que marchaba en cabeza del centro, el Héros, que debía hallarse en defensa del Trinidad y el Bucentaure, prosigue tranquilamente su marcha hacia el norte, en pos de la vanguardia, alejándose cada vez más de los barcos de su división empeñados a su popa.

Porque ésa es otra, y al comandante Rocha le toca el asunto muy de cerca. La vanguardia, de la que el Antilla navega en segunda posición de cabeza, no combate.

 

 

 

—Señal del navío almirante Bucentaure, señor comandante… Bandera única. La número 5… A los que por su actual posición no combaten, tomar una que los lleve rápidamente al fuego.

Carlos de la Rocha asiente, con íntimo alivio profesional. Que nada tiene que ver con sus deseos, por cierto. Entrar en combate con esa tripulación y con ese barco no le apetece nada; pero reconoce que ya era hora. La vanguardia aliada lleva demasiado tiempo haciéndose el longuis, como si el combate de allí abajo no fuese con ella. Y por lo visto, poco satisfecho con la actitud de la división que manda su compatriota el contralmirante Dumanoir, Villeneuve ha decidido poner las cosas claras. La señal es general, y cada cual debe batirse lo mejor que pueda y donde pueda, sin aguardar nuevas instrucciones.

—Listos para virar, Oroquieta.

—A sus órdenes. Pero con esta ventolina lo tenemos un poquito crudo.

Rocha observa el mar y las fláccidas grímpolas y hace sus cálculos. Aunque dificultada por el poco viento, la virada por avante permitiría a los navíos de vanguardia acudir al combate en socorro del centro, a costa de perder muy poco barlovento. En cambio, si arribasen virando viento en popa, quedarían tan sotaventeados y lejos de la acción que les sería difícil entrar en fuego. Así que imagina que la orden para la virada será por avante.

—Esperemos la confirmación del Formidable.

Rocha mira hacia popa, al navío insignia, tres puestos más atrás, donde está el almirante Dumanoir; pero éste mantiene el rumbo, impasible, sin que a sus vergas ascienda la señal de enterado ni orden ninguna. Inquieto, el comandante del Antilla se pregunta qué espera el franchute para cumplir la orden de su almirante en jefe, dar media vuelta y acudir en socorro de los navíos empeñados. Indecisión o cobardía. No puede haber más. Aquí no hay enemigos con los que luchar, excepto el solitario setenta y cuatro inglés que navega de vuelta encontrada, forzando velas para unirse al ataque de sus compañeros, y que se encuentra ahora a tiro de cañón por el través del Neptuno.

—¿Qué hacemos, mi comandante? —pregunta Oroquieta.

—Ya lo he dicho. Esperar órdenes.

Quien manda, manda, se dice Rocha. Él es un marino puntual y ordenancista, muy respetuoso con el orden jerárquico. Faltaría más. Así es como se asciende en la Marina española: por escalafón y diciendo a la orden. En realidad está convencido de que su obligación, como la del resto de la vanguardia, es cambiar de bordo e ir directo contra el enemigo; pero el almirante Dumanoir tiene el mando y mantiene el rumbo norte; y por otra parte, Cayetano Valdés, que es brigadier y más antiguo que Rocha, también sigue abriendo obediente la cabeza de la marcha con el Neptuno, sin decir ni pío. Rocha se siente cubierto por ese lado; y en la milicia, tener un jefe que asuma la responsabilidad significa las tres cuartas partes del negocio. O más. Así que al Antilla no le queda otra que hacer lo que le manden. Sin disciplina todo se iría al carajo. Incluso con disciplina a menudo se va.

—¿No vamos a virar, señor comandante?

Con cara de pocos amigos, Rocha se vuelve hacia el guardiamarina Ortiz, que con el libro de señales en las manos, lo contempla con los ojos muy abiertos.

—Cállese.

El joven enrojece hasta la raíz del pelo, abre la boca y la cierra de nuevo. Y otra cosa, añade Rocha en tono seco. Cuando esto termine, considérese usted arrestado. Si es que sigue vivo, naturalmente. ¿Entendido?

—En… Glups. Entendido, señor comandante.

Evitando la mirada del segundo oficial Oroquieta, que lo observa con fijeza, Rocha echa un vistazo al resto de la gente que se encuentra en la toldilla: el patrón de su bote, el primer piloto Linares, un guardián, los diez artilleros de las carronadas, el teniente de infantería de marina que manda los veinte granaderos que aguardan agrupados al pie de la escala, en el alcázar. Sus rostros traslucen sentimientos diferentes: alivio en los menos, indiferencia en otros, inquietud en los más. Está claro que, les guste o no entrar en combate, la mayoría piensa que el Antilla y el resto de la vanguardia están donde no deben, y miran a su comandante intentando comprender por qué siguen alejándose del pifostio. Nueve navíos que no combaten, y que tal vez podrían cambiar las tornas allá abajo: Neptuno, Antilla, Scipion, Intrepide, Formidable, Duguay-Trouin, Mont-Blanc, San Francisco de Asís y Rayo, este último bastante sotaventeado de la línea. Diez, en total, si se cuenta al Héros, el de la división del centro que los sigue como un perrillo faldero. Tiene bemoles el asunto. Rocha no puede olvidar la instrucción general que impartió el almirante Villeneuve antes de salir de Cádiz: el navío que no se halle en fuego no estará en su puesto. Y para más inri, desde los consejos de guerra que siguieron al desdichado combate naval de San Vicente en el año 97 (quince navíos ingleses apresaron a cuatro españoles de una escuadra de veinticuatro, mandada por el almirante Córdova, porque sólo siete de ésta se batieron mientras los otros seguían navegando en línea sin entrar en fuego), todo cristo sabe que la señal número 5 de una sola bandera, izada en un palo del almirante en jefe, no admite discusión ni interpretación alguna. Cada uno debe pelear en el acto. Además, la Ordenanza Naval vigente (redactada para evitar un bis del desastre de San Vicente) anima a los buques de la línea cortada a virar y acudir al corte para doblar a su vez a los atacantes, así como a ayudarse unos a otros sin necesidad de señales. Resumiendo: iniciativa, apoyo mutuo y extremada resistencia. Resumiendo más: intrepidez y cojones. Justo lo contrario de lo que ellos hacen hoy.

—Responde el Formidable.

Rocha se vuelve a mirar a popa. En ese momento, como consecuencia de la señal de interrogación que Ortiz acaba de izar por la driza hasta el penol de la verga seca de mesana, a los palos del navío del almirante Dumanoir, que navega tres puestos más atrás en la línea, ascienden las banderas con el número del Antilla y la respuesta: Manténgase en las aguas del navío de cabeza.

—Joder —exclama Oroquieta.

—Lo mismo no ha visto la señal del Bucentaure —sugiere el joven Ortiz, desconcertado.

—Cómo no la va a ver.

El comandante del Antilla traga saliva. De pronto la casaca le da un calor insoportable, y teme que se le note. A barlovento, el solitario inglés sigue su marcha hacia el sur. Ya se encuentra casi por el través del Antilla, y cuando Oroquieta pregunta si le disparan una andanada, como hizo el Neptuno, Rocha niega con la cabeza. Está al límite del alcance y no merece la pena.

—Anote todas las incidencias, Ortiz. Las señales recibidas y las horas exactas de cada una.

El teniente de navío Oroquieta observa a su comandante, aprobador. No dice nada, pero Rocha sabe lo que el segundo oficial está pensando: más vale, sí, cubrirse las espaldas ante eventuales consejos de guerra. Porque seguro que, cuando todo termine, habrá unos cuantos.

—Ahí va ese inglés.

Observando al navío enemigo pasar ante la vanguardia aliada con todas las velas arriba, acudiendo solitario a la pelea, el comandante experimenta un sentimiento de admiración. O de envidia. Imagina al capitán, a quien el amanecer encontró lejos de su escuadra, haciendo todo lo posible por unirse a sus compañeros, angustiado por el deshonor de llegar tarde a la batalla. Y qué mala suerte, se dice amargamente Rocha, no poder algunas veces ser inglés. Cada uno de esos cabrones entra en combate pensando ante todo en reventar al enemigo, mientras que el español y el francés lo hacen angustiados por no faltar al reglamento y porque no se vaya a mosquear el almirante, imaginando ya lo que alegarán en su descargo ante el tribunal naval que los empapele. Pero bueno. A fin de cuentas, aunque las Ordenanzas estipulan lo de acudir al combate, etcétera, también niegan a cada comandante el hacerlo por su cuenta, y dejan esa decisión al jefe de cada división de tres o cuatro barcos. O sea, a Dumanoir. Así que, por una parte, Rocha se tranquiliza: él cumple. Por la otra, cuando piensa en los amigos que se están batiendo allá atrás, se encrespa: maldita sea mi sangre. Perra y caótica España. Luego aleja esos pensamientos (que no llevan a nada bueno cuando se manda un navío de setenta y cuatro cañones), camina acercándose al antepecho sobre el alcázar, y a través de la maraña de jarcia y la arboladura del barco, sobre la cubierta llena de hombres expectantes que lo miran desde abajo como si miraran a Dios (si ellos supieran, piensa estremeciéndose) apunta el catalejo hacia la doble balconada de popa del Neptuno, que navega remolcando sus lanchas y botes a unas cien brazas delante del bauprés del Antilla. Allí alcanza a distinguir la delgada figura de Cayetano Valdés en el coronamiento de la toldilla, rodeado de sus oficiales. Valdés también tiene un catalejo pegado a la cara y mira hacia atrás, hacia el Antilla, hacia el Formidable o hacia el combate. También a él, como más antiguo y de mayor graduación entre los capitanes españoles integrados en la vanguardia, le recomendó el almirante Gravina que fuese obediente y escrupuloso cumpliendo las órdenes de los franceses, Cayetano, por favor, extrema delicadeza y no te digo más. ¿Capisci?… Así que Rocha, incómodo entre sus sentimientos y el sentido de la disciplina, aunque aliviado en el fondo, se tranquiliza un poco: su responsabilidad está a cubierto. Sota, caballo y rey. Valdés decide. Con señal número 5 o sin ella, mientras el Neptuno siga ahí, él irá detrás. Una orden es una bendita orden.