Cielo entre añil y gris, un poco aturbonado en el horizonte. Empujada por el viento oeste-noroeste, que es asquerosamente flojo y llega por la aleta de babor, la Incertain navega con mayor, foque y trinqueta, entre el enemigo que se acerca y la desordenada línea francoespañola. A popa, apoyado en la batayola entre el segundo oficial De Montety, el piloto Kieffer y el ayudante del piloto Manolo Correjuevos (Manoló Coguegüevós), el teniente de navío Louis Quelennec comprueba que todos los barcos aliados han logrado virar proa al norte. Aun así, en la formación hay grandes claros, y mientras unos navegan muy juntos, otros hacen desesperados esfuerzos de vela para ocupar sus puestos. La división de cabeza parece la más ordenada, con el Neptuno y el Antilla, españoles (una franja amarilla a la altura de cada puente el primero, una sola franja ancha sobre el casco negro el segundo), ciñendo el viento por babor con gavias y juanetes, convertidos de retaguardia en vanguardia y abriendo ahora la marcha tras la virada hacia el norte de toda la línea, que intenta obedecer la señal de orzar para seguir sus aguas. El Rayo y el San Francisco de Asís, también españoles, navegan algo a barlovento, arribando para ocupar su lugar entre los franceses Scipion, Formidable, Intrepide, Mont-Blanc y Duguay-Trouin; mientras el español San Agustín, que no tendría que estar allí sino más atrás, y que ha caído mucho a sotavento, marea las velas en facha para retrasarse y ocupar su puesto en el cuerpo fuerte de la escuadra.
Durante toda la mañana, la ágil balandra se ha estado moviendo como un galgo flaco y rápido entre las escuadras inglesa y la aliada, reconociendo aquélla y transmitiendo por señales de banderas las informaciones adecuadas al grueso de la fuerza propia. Ahora, ya con la vanguardia inglesa echándole el aliento en el pescuezo, Quelennec maniobra para atravesar la línea propia y situarse al otro lado, a sotavento, tras la protección de los grandes navíos de línea, antes de que una andanada enemiga lo haga pedazos; allí donde ya se han situado las seis fragatas francesas que hacen de observadores y repiten en sus palos las señales que transmiten las órdenes de punta a punta de la escuadra.
—Vamos a abrigarnos un poco, mes petits.
—Ya era hora —murmura el piloto Kieffer.
El ayudante español no murmura nada porque no entiende una palabra de gabacho, pero su única ceja se relaja con aparente alivio cuando comprende los gestos del comandante Quelennec, que señala el punto de la línea francoespañola (un hueco bastante amplio entre dos navíos) por donde piensa pasar al otro lado. Antes de dar la orden de arribar, Quelennec echa un último vistazo a los buques de cabeza ingleses, inquietantemente próximos. La cosa está a punto de escabeche, piensa. Son poco más de las once de la mañana, se encuentran nueve leguas al sursudoeste de Cádiz, y a estas alturas la táctica de Nelson está clara: sus navíos han formado dos líneas paralelas que avanzan, viento en popa y cubiertos de lona hasta la perilla de los palos, bonetas incluidas, dispuestos a cortar perpendicularmente, por el centro y la retaguardia, la línea francoespañola. El primer navío de la columna inglesa situada más al norte, al que hace media hora la Incertain se acercó todo lo posible antes de dar media vuelta y poner velas en polvorosa, es un navío de tres puentes (una franja amarilla pintada a la altura de cada batería) y cien cañones, que se dice pronto, con insignia blanca en el trinquete. O sea, como escupe el contramaestre Tête-de-Mort, blanco y embotellado es leche, patrón, la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot: el vicealmirante Nelson al aparato. Y el navío no es otro, salvo que el ojo experto del contramaestre se la juegue chunga (cosa difícil, porque Tête-de-Mort tiene un ojo marinero incruayable), que el Victory, seguido por otros tres impresionantes tres puentes ingleses; uno de los cuales es, seguro, el Temeraire, que el contramaestre conoce de sobra porque hace unos años, cuando era primer timonel a bordo del Foudroyant, tuvo ocasión de vérselas con él frente a Ouessant. Y escupe fuego, cuenta, por un tubo.
—Que se me tombe par terre la chorra, mon capitain, si no son el Victory y el Temeraire encabezando la línea enemiga.
—¿Seguro?
—Nos ha jodido. O sea, uí.
Y además, observa atento Quelennec, los british de la gran putain van derechitos a lo que van. Es decir, a cortar la línea exactamente por el centro, donde navegan dos de los buques más importantes de la escuadra aliada. En plan chuleta. La columna que se supone encabezada por Nelson in Person se dirige hacia el Santísima Trinidad (cuatro puentes, ciento treinta y seis cañones para dar estopa, ojito derecho de la Marina española) o hacia el Bucentaure (ochenta cañones, buque insignia del almirante Villeneuve), que navega a popa del español. La segunda columna inglesa avanza cosa de media milla al sur de la otra y más o menos paralela a ésta, con dos navíos de tres puentes en cabeza e insignia azul en el trinquete del que abre la marcha (Quelennec estima que podría tratarse del almirante Collingwood, favorito de Nelson) apuntando hacia la escuadra de observación, antes en cabeza y ahora convertida en retaguardia tras la virada en redondo: cinco navíos españoles y seis franceses, cuyo buque insignia es el Príncipe de Asturias, de tres puentes y ciento dieciocho cañones, donde enarbola su gallardete el almirante español don Federico Gravina y Nápoli y Nosequemás. Que hay que ver, por cierto, cómo le gustan a los españoles los nombres largos y aristocráticos. Tampoco tienen cuento macabeo, ni nada. Los colegas.
—Les choses como son —comenta el segundo de la Incertain, De Montety—. Esos cabrones de ingleses le echan muchos couilles.
—¿Cuá?
—Huevos, mi comandante.
Quelennec está de acuerdo. Huevos con bacon, es lo que le echan los jodíos. La maniobra, si sale bien, permitirá a los británicos cortar y envolver la línea aliada; pero supone, hasta que eso ocurra y desde el momento en que los atacantes lleguen a tiro, sufrir el fuego concentrado de la escuadra francoespañola, bang, raaaca, bang, raaaca, sin poder contestar, de momento. Los navíos tienen la artillería situada en los costados, babor y estribor, y carecen de capacidad de fuego por proa y popa (dos piezas como mucho: las miras situadas a uno y otro lado del bauprés y del timón). De modo que, mientras se acercan en perpendicular buscando el cuerpo a cuerpo, los ingleses apenas podrán usar su artillería. O sea, que van a recibir una estiba guapa.
—Lo mismo ganamos —dice De Montety, que pese a ser de origen aristócrata (dos abuelos y un tío carnal guillotinados en su currículum) es un optimista.
El comandante de la Incertain se rasca el mentón sin afeitar y mira de reojo a su segundo. Lo duda mucho, aunque no dice ni pío. Nelson es un fantasma y un tocapelotas, vale; pero también, manco, tuerto y todo, un marino de pata negra, como dicen los aliados hispanos (que, las cosas como son, tienen un jamón de putísima madre). Jabugo de los mares, o sea. Horacio Nelson. Nada más lejos de un irresponsable o un suicida. Quelennec conoce de sobra la extraordinaria capacidad marinera de los ingleses, su superioridad en el manejo de la artillería, su excelente motivación para romperle los cuernos al enemigo. Batiéndose individualmente, la Marina francesa no tiene nada que envidiar a ellos ni a nadie: para cojones, los suyos. Como, verbigracia, demostró hace poco la corbeta de treinta y dos cañones Bayonnaise cuando abordó y capturó a la fragata inglesa de cuarenta Ambuscade; o cuando el capitán Robert Surcouf, al mando del corsario de dieciocho cañones La Confiance, con una tripulación de sólo ciento ochenta y cinco hombres (trescientos setenta huevos en total), tomó al abordaje y por la cara la fragata Kent, que artillaba cuarenta piezas y llevaba a bordo la bonita cifra de cuatrocientos treinta hijos de la Gran Bretaña. Por ejemplo. Pero otra cosa es la Frans en lo referente a grandes evoluciones navales y a la capacidad de sus emperifollados (la moda imperial hace estragos) capitostes, porque en ese registro los almirantes imperiales, hasta hace poco consulares y un poquito antes republicanos fervientes (la politique, etcetegá, mon petichú), siguen pegados como lapas al Traité des évolutions navales de 1696: dos líneas, orden de batalla, etcétera, pese a lo que ha llovido desde entonces. Y claro, a estas alturas, el genio y la disciplina ingleses suelen imponerse. Rule Britannia hasta echar la pota. Además, todo cristo, hasta el enemigo (a lo mejor por eso Nelson se la juega de aquella manera), conoce las limitaciones del almirante Villeneuve: muy enchufado del ministro Decrés y muy bravo para levantar l’étendard sanglant en los abordajes y el sus y a ellos, o-la-lá y todo lo que se quiera, vale; pero como jefe de la escuadra aliada, a decir de sus oficiales de estado mayor (en Cádiz todos salían de sus reuniones tácticas blancos como el papel, los franceses corriendo a la taberna más próxima y los españoles persignándose), cuando medita maniobras de alta katanga, como hoy mismo (hay que joderse), el comandante general señor almirante Villeneuve sólo se diferencia de una vaca en la mirada inteligente de la vaca.
—Señal del navío almirantuá.
Galopin, el guardiamarina, deja el catalejo junto a la bitácora y busca, diligente, en el libro de señales comunes a la escuadra francoespañola. Quelennec observa que al chico le tiemblan las manos. Y más que le van a temblar, piensa. De aquí a nada.
—Que toda la escuadra arribe para restablecer la línea.
El comandante de la Incertain observa las banderas que repiten la señal en las lejanas fragatas y en los penoles de las vergas de los navíos. La orden es oportuna, se dice, pues el viento sigue flojo del oeste, y eso hace que quienes lo ciñen vayan a paso de tortuga, y quienes lo llevan largo se apelotonen. O sea, que si los ingleses llegan hasta ellos antes de que la línea esté restablecida, el desastre puede ser de padre y muy mesié muá. Así que no hay otra que arribar todos a un tiempo, tomando el viento algo más por la popa. Y aun así, la cosa se ve un poquito peliaguda. O un muchito.
—Otra señal, mon comandant. La númego… A ver. Uí… Que cada buque empiece el combate cuando pueda.
—Anota la hora, monanfant.
11.30, anota el guardiamarina en el libro de bitácora, mientras Quelennec y su segundo cambian una mirada silenciosa. Así también doy órdenes yo, se dicen sin palabras. No te jode. En ese momento, con el viento por la aleta de babor y la enorme vela mayor muy abierta hacia la banda de estribor, la Incertain corta la línea francoespañola de oeste a este, por el amplio hueco (al menos dos cables de distancia) que hay entre la popa del navío francés Héros y la imponente proa del Santísima Trinidad. Que a pesar de los treinta y cinco años de mili que lleva metidos entre baos y cuadernas, acojona. Cuando pasan junto al cuatro puentes español, Quelennec no puede menos que admirar el extraordinario aspecto del buque de guerra más potente del mundo, con las ciento treinta y seis bocas negras de sus cañones asomando por las portas abiertas en ambos costados del altísimo casco rojo y negro con ribetes blancos. Coronado de un bosque de palos y jarcias cubierto de velas, el español parece una isla fortificada e indestructible, cuya apariencia debería bastar para infundir confianza a quien lo tenga de su parte. Debería.
—Mantenlo rumbo nordeste, Berjouan. Listos para virar por avantuá.
Los marineros corren por la cubierta mientras la balandra se desliza, grácil, pasando al otro lado de la línea. Quelennec, aprovechando la relativa libertad de movimientos que le da su carácter de explorador y chico de los recados, tiene intención de dirigirse hacia el sur de la línea y echar un vistazo por aquella parte. El cambio de bordo lo hará muy cerca del español y también del Bucentaure, el buque insignia del almirante Villeneuve, que es su matalote de popa; así que le interesa conseguir una maniobra bonita, marinera. Tirarse el pegote, vamos, porque esas cosas se miran mucho, y siempre hay queridos colegas esperando que uno meta la gamba para guiñarse un ojo mientras se dan con el codo. De un vistazo observa la grímpola que en el tope del palo indica la dirección del viento, que sigue flojo del oeste-noroeste. Chachi piruli. Casi a huevo.
—Arriba un poco, Berjouan. Así… Vale. Caña a la vía.
La Incertain ha subido hasta ponerse a estribor del Héros, a un par de cables de distancia por su través, cuando Quelennec da las órdenes oportunas, lo de siempre, escotas de foque y trinqueta en banda, caza botavara, orza a la banda, etcétera. Entonces el timonel mete la caña a sotavento, la balandra cruje, cabecea en la marejada sin perder apenas velocidad, y las dos velas triangulares de proa flamean lo justo mientras el viento pasa limpiamente de la banda de babor a la de estribor. Chupado. Y elegante de morirse.
—Caza foque y trinqueta. Zafa cabos.
Los marineros amarran las escotas, las velas se tensan con el viento a un descuartelar, y la Incertain, tras su impecable maniobra, navega ahora hacia el sur por sotavento del centro de la división principal de la escuadra. Cuyo aspecto, por cierto, no es muy airoso: a popa del Trinidad, sólo el Bucentaure y el francés Redoutable, que sigue sus aguas algo retrasado pero con mucha gallardía marinera (ese pequeño y eficaz capitán Lucas, piensa Quelennec con una sonrisa de admiración), mantienen la formación idónea. El San Justo, español (que no tendría que estar allí sino más atrás, pues pertenece a la división siguiente), y también el Neptune francés y el San Leandro, español, se hallan sotaventeados y las pasan moradas intentando ocupar sus puestos, con poco viento y además de proa. Sobre todo el San Justo, que ha abatido hasta irse al quinto coño, el pobre, y ahora bracea torpemente las vergas intentando coger algo de viento para moverse. Su comandante tiene que estar pasando una vergüenza espantosa.
Al pasar a tiro de pistola del Bucentaure, Quelennec se arregla maquinalmente el corbatín y el cuello de la casaca y luego se descubre con mucho protocolo y mucho cuento (el dichoso y flamante imperio, suspira para sus adentros), mirando hacia la toldilla del buque insignia, desde donde un grupo de oficiales franceses observa su maniobra. Entre ellos distingue el sombrero bordado y las charreteras y condecoraciones del almirante Villeneuve (tampoco le gusta ni nada lucir medallas, al tío). Un oficial se adelanta a la batayola, con una reluciente bocina de latón en las manos, y ordena a la Incertain esto y aquello, en resumen, que confirme a la voz al almirante Gravina, cuyos barcos se ven desordenados, la instrucción de mantenerse en su puesto, siguiendo las aguas de la línea. Quelennec y su segundo, De Montety, se miran otra vez en silencio. Gravina. Hace un rato, el almirante español, que manda la escuadra de observación ahora situada a retaguardia, solicitó por banderas permiso para operar independiente de la línea y atacar con sus navíos la columna inglesa más próxima, hostigándola, cortándola o intentando doblarla. La idea tiene sentido común de aquí a Terranova, Gravina es un marino hábil y valiente, y a Quelennec le pareció una solución estupenda. Pero Villeneuve opina de otro modo: donde hay almirante francés no manda español. A joderse tocan. Así que Quelennec da el enterado, saluda otra vez y sigue a rumbo sur, obediente. Aún están cerca del Bucentaure cuando por la jarcia de éste asciende una nueva señal. Orzar para recibir al enemigo, traduce el guardiamarina Galopin.
—Recibir, la que vamos a recibir nosotros —murmura el piloto Kieffer por lo bajini.
En el mismo tono quedo, el comandante le sugiere que cierre la boca o se la cierra él. A lo largo de la línea, luchando con la marejada y las velas flojas, remolcando por la popa botes y lanchas echados al agua para desembarazar las cubiertas, los navíos españoles y franceses empiezan a maniobrar para acercar más sus proas al viento y presentar las baterías de babor a los ingleses que, observa Quelennec, ya estan ahí mismo, forzando velas cuanto pueden y casi a tiro de cañón: la columna con gallardete blanco enfilando directa hacia el centro de la línea (a Quelennec no le disgusta en absoluto tener órdenes que lo manden con la música a otra parte) y la columna con gallardete azul, la de más al sur, cambiando ligeramente el rumbo: si antes se dirigía hacia la retaguardia, con intención aparente de envolverla, ahora apunta también casi al centro de la línea, cuatro o cinco buques aliados más abajo del punto de corte de sus compañeros. Algunos de los veteranos de la Incertain, que observan encaramados en las mesas de guarnición, creen haber reconocido al Royal Sovereign en el navío de la insignia azul que, encabezando la línea inglesa, se dirige derecho hacia el Santa Ana, el tres puentes donde enarbola su insignia el teniente general Álava, cuya división está compuesta por cinco navíos franceses y tres españoles.
—Por ahí van a cortar esos cabrones.
Desolado, Quelennec comprueba que tampoco esa división, el cuerpo fuerte de la escuadra, navega como para tirar cohetes de alegría. Ni de loin. Los franceses Fougueux y Pluton siguen las aguas del tres puentes Santa Ana; pero el francés Indomptable y el español Monarca han caído mucho a sotavento, dejando unos claros de juzgado de guardia en la línea, de la que además faltan otros dos buques: el reumático San Justo, que sigue zascandileando por arriba, y el Intrepide, francés, que entre unas cosas y otras, maniobras y contramaniobras, amaneció despistado con la división de Dumanoir que navega a la cabeza de la línea, en vanguardia.
Por lo menos, se consuela Quelennec mientras la Incertain sigue recorriendo la escuadra de norte a sur, la retaguardia, ahora formada por la fuerza de observación del almirante Gravina, que estaba apelotonada intentando situarse en posición de combate, empieza a ordenarse de modo razonable. Así, los tripulantes de la balandra ven desfilar por su través de estribor al Algésiras, que pese a su nombre es un setenta y cuatro cañones francés que enarbola la insignia del contralmirante Magon, y luego al español Bahama, a los franceses Aigle, Swift-Sure y Argonaute, al español San Ildefonso (uno de los mejores y más modernos navíos españoles) y al francés Achille: todos de setenta y cuatro menos el Argonaute, que artilla ochenta. Sotaventeados, pero esforzándose como buenos chicos por ganar su puesto, navegan también los españoles Montañés y Argonauta. Y tras un claro de un par de cables, cerrando la inmensa línea que ahora se extiende como un arco abombado hacia el este a lo largo de unas cuatro millas, el Príncipe de Asturias (tres puentes y ciento catorce cañones, con la insignia del almirante Gravina y con su ayudante el mayor general Escaño a bordo), el francés Berwick, y otro setenta y cuatro español que cierra la fila: el San Juan Nepomuceno, mandado por el brigadier Churruca: un comandante taciturno, flaco y pálido, a quien sus estudios de hidrografía y astronomía, amén de su valor en combate, lo hacen respetado hasta por los ingleses (que en esos chulos arrogantes ya es mucho respetar). Quelennec lo conoce personalmente, pues hace tiempo, en Brest, tuvo ocasión de desempeñar tareas a su lado. No es simpático, pero impone. Cuentan que tras una larga vida en el mar acaba de casarse con un yogurcito joven, de buena familia. L’amour, y todo eso. También cuentan que, como al resto de los comandantes españoles, la Real Armada le debe varias pagas atrasadas, y que en Cádiz ha subsistido dando clases particulares de matemáticas. O sea. L’Espagne. Siempre cuidando al personal que te rilas.
—Nueva señal del almirantuá.
Quelennec mira hacia la Themis, la fragata más cercana, por cuya jarcia, repitiendo las señales que desde lejos hace la Argus, trepan las banderas que el joven Galopin empieza ya a descifrar en el libro de señales.
—Que el combate sea con el mayor empeño.
—Pues vale, pues me alegro. Ye suis trecontant. Apunta la hora, anda.
—Es midí, mi comandante.
—Dame la posición, Kieffer.
El piloto, que está guardando el sextante en su caja, consulta las notas, le señala con la mano extendida una demora a su ayudante Manoló Coguegüevós, y éste asiente con la cabeza.
—Treinta y seis grados ocho minutos norte, mon comandant… Con el cabo Trafalgar demorándonos cuatro leguas al este-sudeste.
—¿Seguro?
—Lo que yo le diga.
Las últimas palabras del piloto se ven punteadas por el estruendo lejano de un cañonazo. Puum-ba, hace. Sobresaltado, Quelennec mira hacia el norte y ve una nube de humo blanco enroscándose empujada por la brisa a la altura del Fougueux, un poco más abajo del centro de la escuadra aliada, allí donde la columna inglesa del gallardete azul, la que navega más al sur, está a punto de cortar la línea entre éste y el Santa Ana. Entonces, con una sucesión interminable de estampidos, de los costados de los navíos empiezan a surgir fogonazos y humaredas, y el fuego se corre, ensordecedor, del centro hacia abajo, a lo largo de la línea.
Pumba, pumba, pumba. La ira de Dios. La batalla. Sesenta navíos, cinco mil novecientos cuarenta cañones, cuarenta mil hombres arrimándose candela. Desde la Incertain, Quelennec y sus gabachos ven, impotentes y fascinados, cómo se desencadena la tormenta. Las balas perdidas levantan piques de espuma en el agua como si lloviera granizo del cielo. Toda la mitad inferior de la línea aliada es ahora un ensordecedor retumbar de artillería, de humo blanco y gris punteado por fogonazos, mientras franceses y españoles terminan de izar sus banderas de popa y escupen andanadas contra la cabeza de la línea inglesa, cuyos primeros navíos empiezan también a devolver el fuego. Bum-raaca. Bum-raaca. Sobre la humareda de las baterías, las velas inglesas se acercan más y más a las de la escuadra combinada, mientras por las jarcias de unos y otros trepan a las vergas minúsculas figurillas de marineros apresurados que recogen las velas bajas. Y ahí van los ingleses, comprueba admirado a su pesar el comandante Quelennec. Imperturbables, los cuatro primeros navíos que siguen al del gallardete azul intentan meter la proa en los huecos de la formación aliada, y el Santa Ana sacude una andanada con todas sus baterías de babor. Sus velas parecen flotar sobre el humo que oculta los cascos, donde empieza a crepitar ahora, nutridísimo, un siniestro crac, crac, crac: el fuego de mosquetería de cientos de fusiles disparados desde las cubiertas y las cofas.
—Van a pasar, nomdedieu. Esos cochons van a pasar.
El Indomptable, francés, está demasiado a sotavento para cerrar el hueco entre el Santa Ana y el Fougueux, y aunque este último fuerza velas (Quelennec imagina al capitán Badouin ronco de gritar órdenes en el alcázar) mareando la gavia de la mayor, la sobremesana y largando el juanete mayor para arrimar su proa a la popa del español y cerrar el paso al tres puentes inglés de gallardete azul, éste, sufriendo un fuego espantoso, sigue adelante. Y las cosas como son: con un par. Otros barcos ingleses se separan de su línea de ataque para elegir puntos de corte en la formación aliada, y dos de ellos convergen hacia el hueco que el español Monarca, sotaventeado también, deja entre el Pluton y el Algesiras. Pumba, pumba, pumba. El incesante cañoneo vuelve el humo tan espeso que termina cubriendo la acción: ahora, desde sotavento de la línea, donde se halla la Incertain, sólo se ven fogonazos y remolinos de pólvora que ascienden en espiral entre el inmenso bosque de palos y velas desplegadas que se van llenando de agujeros a medida que el cañoneo se prolonga. Craaaac. Un barco, Quelennec ignora si aliado o inglés, pierde el mastelero de sobremesana hasta la cofa, y luego el palo entero cae entre la humareda, llevándose con él desamparadas figurillas que se agarran de la jarcia y caen al mar.
—¡Están pasanduá, mon comandant!
Quelennec siente que se le desploma el alma. Trueno de Brest. Entre el humo asoma ahora, a este lado de la línea, el negro costado de estribor del Santa Ana, que arriba un poco con la popa destrozada, mientras junto a ella aparece la proa del tres puentes inglés con insignia azul en el trinquete. Es evidente que el Royal Sovereign, si es él, ha logrado cruzar entre el Fougueux y el Santa Ana, y tras largarle a este último una terrible andanada de enfilada por la popa, el lugar más vulnerable (las balas y la metralla devastan la cubierta a lo largo, destrozando cuanto encuentran a su paso), y haberle hecho, seguro, una carnicería de cien o doscientos hombres a bordo, orza situándose a su costado, por sotavento. A su vez, el inglés recibe del Santa Ana una andanada que lo hace escorar un par de tracas, y luego sufre el fuego concentrado del Fougueux, del Indomptable y del Monarca: cae primero su palo mayor y luego el de mesana. Pero ya asoman entre la humareda dos nuevos navíos ingleses en socorro del gallardete azul. Otros tres parecen rodear al maltrecho Santa Ana, mientras, aún al otro lado de la línea, las velas de al menos diez británicos se dirigen contra los siguientes barcos españoles y franceses. Desde el lugar de observación de Quelennec, que mira y remira angustiado, la táctica inglesa resulta evidente: envolver a cada barco enemigo con la superioridad de varios navíos propios, e ir bajando hacia el final de la línea, batiéndolos uno por uno. Una melé de artillería, mosquetazos y abordajes. El toque Nelson. En vez de las clásicas batallas navales cañoneándose de lejos, aquélla se ha convertido, desde el primer momento, en una serie de sangrientos combates individuales a tocapaños. Dicho en lenguaje de tierra: a quemarropa.