4. La carne de cañón

Con tós sus muertos más frescos. El marinero Nicolás Marrajo Sánchez, patillas de boca de hacha y marca de navajazo en la cara, reclutado a la fuerza en Cádiz hace tres días, palpa el cuchillo que lleva en la parte de atrás de la faja y jura que antes de pisar tierra, si es que vuelve a pisarla, lo clavará en la espalda de un oficial. Muá, hace, besándose con disimulo el pulgar y el índice atravesados. Cagüentodo. Por éstas, que son cruces. Pero no en la espalda de un oficial cualquiera (nunca imaginó que hubiera tantos en un barco), sino concretamente en la del teniente de fragata don Ricardo Maqua (en el mundo de Marrajo todos los oficiales llevan el don por delante), a quien hace sólo un momento ha visto bajar camino de su puesto en la primera batería. El hijoputa. En realidad, Marrajo no es marinero. Ni por el forro. No pertenece a la matrícula de mar ni tiene experiencia como pescador ni nada de eso; tal es la razón de que figure anotado como grumete en el rol del Antilla, igual que tantísimos otros embarcados contra su voluntad, pese a que hace ocho meses creyó cumplir (no está muy seguro del año en que lo parieron) los treinta y un tacos. Da igual. El caso es que aquí está, con esos años, o los que sean, pese a no haber pisado antes una cubierta de barco de guerra en su vida, y pese a saber del mar lo justo para alguien nacido en Barbate y que se busca la vida en Cádiz con el trapicheo de aguardiente y tabaco de contrabando, la bajunería, los naipes y las mujeres. Todo eso, claro, hasta que un piquete de reclutamiento, con el teniente de fragata Maqua a la cabeza (todo arrogante y flamenco con su sombrero de dos picos galoneado y su casaca azul con charreteras y botones dorados, el muy perro), entró con un oficial de juzgados en la taberna La Gallinita de Cai, donde Marrajo estaba con todas las cajas llenas, o sea, con más vino en la barriga del conveniente, y se lo llevó a empujones con otros cuatro infelices, sin atender a protestas ni milongas. Y lo malo es que en un barco, en mitad de toda esta mar inmensa, que ni la tierra se ve, no hay manera de coger la escollá. De aligerarse, vamos. De largarse.

—¡Silencio todo el mundo!… ¡Carga cangreja! ¡Carga sobremesana y arriba todo!

Atrás, en la toldilla, las voces de los oficiales resuenan imperiosas mientras los contramaestres y guardianes las repiten a grito pelado de popa a proa. Venga ya. Inútiles. Mover el culo antes de que os lo chamusquen los ingleses. Y así, grumetes, marineros, soldados y artilleros corren, los pies descalzos sobre la arena extendida en las tablas de cubierta, a hacerse cargo de las brazas y las escotas que hacen maniobrar las vergas y las velas, hacia donde trepan algunos marineros veteranos empujando a otros que no lo son, sube, capullo, sube de una vez, y que se agarran a los obenques, torpes, cuando la marejada imprime al navío demasiado balanceo. La vela de sobremesana, la del palo situado más a popa, flamea ahora, flap, flap, flap, con las cuerdas (o las escotas, o como se llamen) sueltas mientras la recogen desde arriba, y las órdenes para la vela mayor alcanzan ya a la brigada de marineros a la que pertenece Marrajo, agrupada en el alcázar detrás del enorme palo macho pintado de amarillo. Riiic, raaac, hace el barco, crujiendo que te cagas. Arría escota mayor, larga bolina de mayor y de gavia, dicen los que saben de qué leches hablan. Para Marrajo, como si fuera chino. Onofre, el guardián de la brigada, señala unos cabos y el de Barbate obedece, como todos. Qué remedio, pisha. Mira a los veteranos, intenta comprender qué objeto tiene lo que están haciendo, y reprime una blasfemia (castigadísima en todos los barcos españoles y especialmente en éste) cuando la fricción del cáñamo le quema la piel de las manos. Cagüenlamadrequemeparió. Bracea por barlovento mayor y gavia, gritan desde popa. El guardián repite la orden, Marrajo duda, el guardián lo empuja para hacerse un hueco en la braza y une su esfuerzo al de los otros, tirad, leñe, tirad fuerte, así, así, a ver si conseguimos que este maldito barco vire por redondo de una vez. Ahora. Ahora. Ahora, joder. Ahora. ¿Veis? La orden es que toda la escuadra vire, o sea, navegue rumbo norte. Para eso hay que virar en redondo, por la popa, porque el viento es muy flojo para virar de proa. ¿Comprendéis?… No, ya veo. Ya veo que no comprendéis una mierda. Pero es igual. Tirad. Tirad. Tirad, coño. Tirad. Ya comprenderéis cuando tengamos a los casacones encima. Tirad, me cago en diez por no hacerlo en mi Primo Manolo, el de arriba. Tirad.

—¡Amura mayor!… ¡Vuelta a la mura!… ¡Caza mayor!

Marrajo suda como un gorrino bajo la camisa sucia que se le abre en el pecho, descubriendo una pelambrera ensortijada y negra. Con tós sus muertos, repite entre dientes. Epa ya, epa ya. Asín, colegas. De ese modo tira y tira hasta quedarse sin aliento, sin saber de qué está tirando, ni para qué. Por lo menos, a diferencia de muchos compañeros que llevan dos días vomitando las asaduras (como su compadre Curro Ortega, que faena a su vera y ha echado por la borda la masmarria que les dieron de cena y el bizcocho con un cuartillo de vino del desayuno), él no se ha mareado todavía; aunque ahora, con todo el trajín, siente una molesta basca en el estómago. Glaps. Espera (recordando el cuchillo que lleva en la faja) no terminar echando el jámago con los meneos del barco. Tiene cosas que hacer, y necesita estar despejado para eso. Para corresponderle al teniente de fragata el par de hostias que le pegó, espilfarrándose mucho con él, cuando el de Barbate se resistía a que se lo llevaran y argumentaba que tenía una mujer enferma, una madrecita anciana y siete chinorris en la casa, no veas, que era malaentraña no ablandarse con eso. ¿O no? Que lo de la mujer y la madrecita y los críos fuera mentira no cambiaba nada, porque ese cabrón de oficial no sabía si era mentira o verdad. Joputa. Además, aunque lo fuera, a Marrajo se lo habrían llevado igual, por el morro, como a Curro su compadre y a ese pobre chaval recién casado que se volvió loco anoche y lo mataron como a un chusquel, o a ese otro infeliz, el mendigo que estaba a la puerta de una iglesia (la verdad es que haciéndose el cojo pero sano total, el colega) cuando pasó el piquete de leva y también lo agarraron. La patria te necesita y toda esa mierda. Digo. Menudo cachondeo de patria, si depende de ellos para sostener un órdago como el que se les viene encima: del recién casado, del mendigo (que no ha tenido tiempo ni de quitarse los escapularios), del propio Marrajo. De su compadre Curro, que también cayó en las garras del piquete, y que después de haber vomitado ya cena, desayuno y todo el vino que llevaba en el buche cuando los colocaron en la taberna, está vomitando ahora la primera papilla, y debe de quedarle en el cuerpo menos pringá que a un puchero maricón.

—¿Cómo lo llevas, Curriyo, pisha?

—Fatá, compare… Uaaaag.

Para ahorrarse el espectáculo, aunque lo huele, Nicolás Marrajo alza el rostro, viendo cómo la enorme superficie de lona remendada, que el sol de la mañana dora sobre su cabeza, se agita en el débil viento mientras, muy despacio, el horizonte donde se agolpan las velas inglesas empieza a desplazarse por estribor hacia la popa del Antilla. O eso parece. Pese a lo que les ha explicado el guardián Onofre, Marrajo no tiene ni puta idea de lo que están haciendo; pero lo cierto es que la proa del barco se mueve y cambia de posición, de sur al norte. Así que, con una vaga sensación de tranquilidad (al norte queda Cádiz), el barbateño echa un vistazo alrededor y comprueba que toda la flota francoespañola está haciendo más o menos lo mismo que ellos, virando muy despacio con las velas flameando y el viento por la popa, aunque de una forma desordenada, unos barcos más a sotavento que otros, y que la línea que antes ya era curva e imperfecta se ha convertido ahora en un zigzag quebrado de navíos, cada uno en una posición diferente respecto al viento.

—¡Afirma brazas!… ¡Zafa cabos!

Marrajo y sus compañeros se miran, confusos, y poco a poco, imitando a los veteranos, hacen la maniobra exigida. Varios infantes de marina y soldados del ejército de tierra embarcados como tiradores, los menos mareados, acuden a echar una mano, incitados por su sargento. Epa, ya. Epa, ya. Antes de todo esto, cuando veían amanecer ateridos de frío debajo del palo, sin arrancho de ropa de abrigo, mojados por el relente hasta los tuétanos, hechos un grupo como borregos y asustados, el guardián Onofre, un malagueño que lleva años a flote y estuvo, dice, en Tolón, en la última campaña del Caribe y en el combate de Finisterre, les explicó a los recién embarcados en Cádiz, reclutas y soldados, de qué iba la murga aquella, o sea, mucho que ver con barlovento y sotavento, a ver si os acordáis, hombres, de barlovento le viene el viento al barco y por sotavento se va. Estar a sotavento o a barlovento del enemigo no es lo mismo, y las dos cosas tienen ventajas e inconvenientes. Estar a sotavento, por ejemplo, permite disparar con las baterías bajas, zaca, zaca, zaca, pues la escora inclina el barco para la banda opuesta y no entra el agua por las portas; y también hace posible que los barcos propios desarbolados o maltratados se retiren de la acción y se refugien tras la línea, que los barcos enemigos dañados e indefensos sean empujados por el viento hacia tus cañones para que termines de joderlos a gusto, y que toda la escuadra propia, si vienen chungas, aproveche el viento para largarse con la música a otra parte. Suelta paño y adiós, orrevuar, gudbay. La pega, colegas, es que a sotavento los inconvenientes son más que las ventajas; estar del lado de barlovento le permite al enemigo atacar a sus anchas, sin despeinarse, mientras que a ti estar bajo su viento te esparrama vivo: dificulta la aproximación, el abordaje o el doblarle la línea; también aumenta tu riesgo de incendio porque las putas chispas y los putos tacos ardiendo de los cañonazos propios y ajenos pueden venirte encima (ya veréis qué pesadilla, camaradas), además de cegarte el humo del enemigo y el de tus propias baterías. Jodidísimo, os lo juro. Los barcos que atacan por barlovento, sin embargo, tienen facilidad de maniobra, el viento empuja el humo y las chispas hacia el otro bando y permite distinguir mejor las señales propias. Todo limpio como una patena de este lado, y los otros rebozándose en su propio humo mientras reciben estopa. Además, si los barcos que están a barlovento navegan bien de bolina, o sea, son capaces de ceñir el viento navegando casi contra él, con éste cerca de la proa, pueden huir haciendo difícil que se les dé caza; y si lo que quieren es atacar, tener el viento a favor les permite elegir dónde, cómo y cuándo… ¿Comprendéis? Bueno, pues comprendáis o no, pringados, ahora rezad para que, cuando se haga de día, esos cabrones de ingleses no aparezcan por barlovento.

—Ahí vienen los hijoputas. Por barlovento.

El guardián Onofre echa un gargajo por encima de la borda (hacia sotavento) y mira con ojos entornados las velas inglesas que se acercan despacio con el viento a favor, mientras Nicolás Marrajo, junto a su amigo Curro y el resto de la brigada, ayudados por algunos infantes de marina, despejan el alcázar y ayudan a echar la lancha, el bote y el serení al agua, remolcados por la popa, a fin de que los cañonazos inminentes, según acaban también de explicarles, no los conviertan en peligrosas astillas volando por la cubierta.

—Ohú. Esto tiene mala pinta, pisha.

—Y que lo digas, compare. Pero arguien me lo tiene que pagá.

Marrajo pronuncia esas últimas palabras pensando en la espalda cubierta de paño azul del teniente de fragata Maqua. Flechao tengo a ese prójimo, por éstas. Piensa. Ahora, con el guardián Onofre repitiéndoles a voces las órdenes del primer contramaestre Campano, que anda por allí cerca, su brigada se ocupa de que cada uno de los botes que se echan al agua esté provisto de planchas de plomo, tapabalazos, estopa, masilla, cuero, clavos, estoperoles y herramientas para reparar los cascos desde afuera en mitad del combate, si se tercia. Marrajo obedece con desgana, intentando escaquearse, y sólo cuando el contramaestre o el guardián se fijan en él pone cara de agobiado y hace como que se descuerna trabajando. En realidad sigue obsesionado con ajustarle las cuentas al teniente de fragata que lo sacó a rastras de la taberna. A ese chuloputas cabrón, piensa, que me ha hecho la jangá de meterme en esta mierda, le voy a rajar las asaduras. Lo mismo si está en la batería de abajo que en la punta del palo mayor. A la primera ocasión que me lo tope, y aprovechando el barullo. Por la gloria de mis muelas.

—¿Cómo lo llevas, Curriyo?

—Regulá.

—¿Cómo de regulá?

—Regulá, regulá.

Desde su puesto, mientras aduja torpe una guindaleza bajo la mirada crítica del guardián de su brigada, Marrajo echa un vistazo alrededor, hacia el mar y la escuadra combinada que, perezosamente, pese a la falta de viento, ha logrado, más o menos, terminar la virada poniendo proa al norte. Hacia Cádiz, murmuran alrededor los optimistas. Pero Cádiz mis cojones, vislumbra Marrajo, presa de un fúnebre presentimiento. No está lejos ni ná. Tanto como cerca los ingleses. Y a todo esto, la línea francoespañola, comprueba el barbateño, es un desordenado arco que debe de extenderse casi una legua, con unos barcos amontonados y otros dejando grandes claros, forzando la vela unos y acortándola otros para situarse en sus puestos. Un esparrame que te mueres. Hasta Marrajo, que no tiene la menor idea de tácticas navales, ha comprendido lo que, mientras amanecía, también les explicaba a los reclutas el guardián Onofre. Dos escuadras suelen enfrentarse en líneas paralelas, sacudiéndose estopa, y luego el de barlovento intenta cortar la línea enemiga, doblarla o envolverla, concentrando así el fuego de varios barcos en los del enemigo, uno por uno, batiéndolos con ventaja hasta rendirlos; pero otras veces el que ataca lo hace directo al bollo, perpendicular o casi a la línea enemiga, resuelto a cortarla de buenas a primeras (maniobra para la que, por cierto, hace falta decisión, pericia y mucho cuajo, porque mientras llegas y cortas te sacuden de lo lindo). Frente a eso, la defensa común consiste en oponer una línea ordenada y firme, sin claros por donde se cuelen los malos, machacándolos a cañonazos cuando se acercan de proa. Y hoy, hasta para el ojo español menos marinero es evidente que los ingleses, a quienes la virada ha puesto ahora a babor del Antilla, intentarán eso mismo: cortar, doblar, envolverles la línea. Por el centro y la retaguardia, además, porque ya pueden apreciarse a simple vista los navíos británicos formando dos líneas de ataque, impávidos y viento en popa, muy a las claras salvo que sea un engaño (dicen que Nelson está al mando, y por lo visto ese fulano es la leche), apuntando arrogantes al cogollo de la formación aliada. Formación por llamarla de alguna manera, claro. Marrajo comprueba que el poco viento que impulsa a los ingleses no basta para que franceses y españoles maniobren rehaciendo su línea con la adecuada rapidez. O sea, piensa, lo tenemos chungo. Cuando los ingleses lleguen a tiro de cañón, la línea francoespañola todavía estará imperfectamente formada, con peligrosos claros por donde los ingleses podrán colarse para doblar a los barcos aliados y cogerlos entre dos fuegos. Aun así, a Marrajo lo tranquiliza un poco el aspecto imponente de la escuadra propia, el bosque de palos y velas iluminado por el sol aún casi horizontal de la mañana, los relucientes cañones oscuros asomando por las portas abiertas, la maraña de lona y jarcia que se tensa al viento flojo y cruje sobre su cabeza, la sólida cubierta empernada al casco de roble que se balancea bajo sus pies. Aquella poderosa máquina de guerra parece indestructible, como sus hermanos que navegan a proa y a popa, aguardando al enemigo.

—Vaya un viahe velas, Curriyo.

—Ohú, pisha. Sin faha en el ombligo me tiene el paisahe.

—Tela, compare. De angurriarte y no eshar gota.

—Uaaaag.

Glaps, glaps. Marrajo aparta la vista de la mascada que su compadre ha vuelto a echar sobre la arena húmeda que cubre la tablazón de cubierta, y observa de nuevo la extensión de la línea aliada. A fin de cuentas, razona, los jefes y oficiales saben su oficio y conocen al enemigo que les viene encima. Años atrás, según dicen, el propio comandante don Carlos de la Rocha, ese caballero de pelo gris, bajito, de aire tímido, muy escañonao como dicen en Barbate, o sea, pulcro, que acaba de arengarlos sin paños calientes desde la toldilla (al que se achante lo fusilo, etcétera), hizo arriar bandera a la Casandra, una fragata inglesa de cuarenta cañones, después de batirse con ésta cinco horas frente al cabo Santa María, cuando mandaba la fragata de treinta y ocho Santa Irene. El comandante, cuentan los testigos, no es hombre de los que se arriesgan por su cuenta. Más bien lo contrario: religioso, prudente y apegado a las ordenanzas. Pero es buen marino, y si hay que pelear, está. En lo de las fragatas anduvo (andó, rectifica mentalmente Marrajo) huyendo toda una tarde y una noche mientras el inglés le daba caza; y al amanecer, al ver que no podía darle esquinazo, mandó rezar el rosario en cubierta, viró de bordo y peleó con tesón, con la fortuna de que esa vez los tripulantes estuvieron a la altura. También, dicen, estuvo en lo de Gibraltar, en Tolón y en la que llaman del Catorce: San Vicente. Y hace poco, en el combate de Finisterre contra la escuadra casacona del comodoro Calder, en un claro de la niebla, el Antilla, cuentan, sostuvo un fuego tan vivo y tozudo contra el Windsor Castle que lo hizo salir casi desmantelado de la línea, al malaje, chorreando sangre por los imbornales tal que un Eccehomo en Jueves Santo. Porque a pesar de su experiencia, disciplina y artillería, lo cierto es que frente a barcos bien mandados y con huevos, ni siquiera los ingleses son imbatibles. Aunque no sea lo normal, gabachos y españoles se la han endiñado hasta dentro más de una vez. Y de dos. Lo mismo en el mar que en la tierra. El propio Nelson, según cuentan, con todo su golpe de almirante victorioso del Nilo y demás, se dejó un brazo en Canarias (uan arm cut, traducido al guiri) cuando quiso pasarse de listo y allí le dieron las suyas y las de un bombero, haciéndolo reembarcar con el rabo entre las piernas, cagaíto hasta las trancas. Anda y que te den, míster. Bang, bang. Toma candela yesverigüel fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán? Con esos pensamientos en la cabeza, Marrajo mira las velas inglesas y piensa, oscilando entre dos rencores, en la espalda forrada de paño azul del teniente de fragata Maqua, allí donde le va a empetar el baldeo en cuanto se tercie. Y en fin, concluye. Aunque a él no se le haya perdido nada en un barco, y lo que de verdad le importe sea abrirle otro ojal a ese perro de oficial en la casaca, lo cierto es que, de paso, no estaría de más tener un poquito de potra con los ingleses, darles bien por saco y bajarles los humos de la peluca a esos cabrones, o sea, a esos complaisants jusbands o como se diga en inglish.

—A ver. Cinco voluntarios. Faltan hombres en la primera batería.

Marrajo levanta la mano sin pensarlo. Yo mismo. La primera batería es palabra mágica, pues allí está el teniente de fragata don Ricardo Maqua. Su ojito derecho. Además, el de Barbate del mar sabe poco, pero lo suficiente como para tener claro que cuando la metralla y las balas empiecen a barrer la cubierta, los gruesos costados de roble del Antilla, abajo en la batería, ofrecerán mayor protección que los endebles coys (las hamacas de los marineros enrolladas y dispuestas en las batayolas) y las redes que unos grumetes jóvenes y ágiles como monos, colgados de la jarcia, acaban de extender sobre cubierta para proteger a la gente de vergas, motones, cuadernales, astillas, cadenas, trozos de hierro y bronce, y todo lo demás que va a caer de arriba cuando empiece el desparrame. El guardián Onofre lo mira con suspicacia.

—¿Tú sabes algo de cañones?

—Una jartá jorrorosa.

Los manda para abajo, guiados por el artillero que subió a buscarlos, a él, a Curro Ortega (que pese a las vomiteras ha levantado la mano imitando a su compadre) y a otros tres más. En pos del artillero, Marrajo pasa bajo la enorme lona henchida de la vela mayor y baja por la escala del foso del combés, a la sombra de la segunda batería del navío: treinta cañones de 18 libras, dispuestos quince a cada banda, despejado el entrepuente a todo lo largo para que no haya obstáculos en la acción, salvo los palos machos que atraviesan las cubiertas, los cabestrantes del combés y popa, y al fondo, hacia proa, la cocina y los fogones con los fuegos apagados (como todo el barco excepto las mechas de los artilleros y los faroles de combate) en prevención de incendios, las chilleras llenas de balas y palanquetas, las mechas humeando en sus tinas de arena, las brigadas de artilleros, ayudantes y servidores que se agrupan en torno a las piezas, mientras el condestable y sus ayudantes bajan a encerrarse en el pañol de la pólvora, a fin de encartucharla y pasarla a los pajes que la distribuirán por las baterías: pilletes vivos, ágiles y rápidos, alguno de los cuales no ha cumplido aún los doce años.

—Menudo tiberio, pisha. Acohona.

El espectáculo en la batería es menos tranquilizador de lo que Marrajo pensaba: los oficiales y cabos de cañón dan órdenes a gritos, los artilleros veteranos o los que conocen su oficio se desnudan el torso, se atan pañuelos en torno a la cabeza, destrincan los cañones aprovechando los balances del barco para arrimarlos a las portas que se levantan con crujidos siniestros, y en la sucesión de rectángulos de luz que surge en los costados del navío, rebulle, como en un sudoroso y vociferante hormiguero, la densa humanidad de los doscientos hombres hacinados en esta segunda batería, que parece (en realidad lo es) un féretro de paredes de pino y roble, de casi doscientos pies de largo por cincuenta de ancho. Eslora y manga, como dicen los que saben. Aunque es evidente que la mayor parte de quienes están aquí abajo no saben. Ni tiempo que les va a dar. Camino de la escala que lleva a la primera batería, Marrajo tropieza con hombres torpes de ojos enloquecidos que se tambalean, sofocados por el calor y el hedor que se filtra desde la sentina donde chapotean las ratas, gente de tierra como él, infelices asustados, mareados, confusos, a quienes los artilleros de mar, los infantes de marina y los marineros que conocen su oficio (uno de cada dos o tres, como mucho) intentan explicar su cometido. Su deber, como ha dicho hace un momento en cubierta el comandante. Tiene huevos. Un deber que muchos de ellos apenas llegarán a comprender antes de que empiece la batalla, y mueran.

—Me parese que estábamos mehó arriba, compare —murmura Curro Ortega, preocupado.

Marrajo empieza a opinar lo mismo. Acaban de llegar a la primera batería, que es la más baja y oscura. Allí la única claridad es la que entra por las veintiocho portas abiertas, catorce a cada costado, y en cada cuadrado se recorta, a contraluz, la enorme silueta negra de un cañón de 36 libras. El hedor es aún más sofocante que en la batería superior. Sobreponiéndose a los crujidos del barco y al chapaleo del agua en los costados, las ruedas de las cureñas chirrían mientras las brigadas de artilleros aflojan las trincas para cargar las piezas y luego empujan de nuevo los cañones hasta hacerlos asomar por la portería de cada banda. Entre los casi trescientos hombres que se encuentran aquí aparecen ya los primeros lesionados: ay, cloc, cagüentodo, madre mía, reclutas maltrechos que se quejan o a quienes llevan abajo, a la enfermería, por no apartar a tiempo los pies descalzos bajo una rueda, manos dislocadas, huesos descoyuntados. Y en mitad del caos, quienes conocen su oficio, los cabos, los artilleros ordinarios de mar y tierra, los marineros veteranos asignados a las piezas, es decir, quienes son capaces de mantener la cabeza tranquila, eligen de las chilleras las balas más redondas y con menos óxido para las primeras andanadas, comprueban las llaves de pedernal, las agujas y las mechas, instruyen a los reclutas, les asignan puestos en las brigadas, y los infantes de marina explican a los soldados de tierra (una veintena del regimiento de Córdoba, mezclados con los fusileros de marina y todos bajo el mando de un sargento bigotudo y tripón) cómo deben asomarse por las portas mientras se cargan los cañones después de cada tiro, para disparar sus mosquetes sobre los artilleros enemigos cuando los navíos se batan unos cerca de otros.

—Tú y tú, a aquella pieza. Pero ya.

Marrajo y Curro Ortega obedecen y rodean el tambor del cabrestante mayor, abriéndose paso entre la gente hasta la cuarta porta de babor, contada desde la popa. Diez hombres se afanan allí en torno al enorme cilindro de hierro, encajado por gruesos muñones sobre una cureña de madera trincada con aparejos para evitar que la mueva el balanceo del barco. Un cabo artillero de pelo cano, a quien le faltan dos dedos en la mano derecha, los recibe con una breve inclinación de cabeza. Lleva el pelo a la antigua, en coleta, un ancla cosida al gorro de artillero de mar, el torso desnudo y tatuajes con cruces, cristos y vírgenes en los hombros, la espalda y los brazos. Parece una capilla ambulante, piensa Marrajo.

—Me llamo Pernas.

Un acento gallego de la hostia. O de por ahí. Artillero de preferencia Octavio Pernas, repite el fulano. Luego les pregunta si tienen experiencia de mar, les mira la cara, y sin esperar respuesta, señalando a cada uno de los otros hombres (tres con pinta de marineros de toda la vida, un soldado con la casaca azul de los artilleros de tierra, un paje de pólvora de diez u once años y cuatro paisanos con pinta de campesinos asustados) explica lo de cada cual: yo apunto y disparo, este otro, que se llama Palau y también es artillero de mar, tiene la mecha; ese flaco mete los cartuchos de pólvora, el rubio mete la bala, el soldado ataca y prepara, el rapaciño va y viene de la santabárbara con las cargas de pólvora, estos cuatro catetos llevan aquí tres días y ya saben cómo limpiar y refrescar el ánima. Y en cuanto a vosotros, pringaos, en cada momento hacéis lo que se os mande, y sobre todo tiráis con toda vuestra alma de esos cabos, que aquí se llaman palanquines, ayudándonos a llevar el cañón para detrás y para adelante, ya sabéis, cargar y disparar, cargar y disparar, bum, bum, bum, hasta que todo se vaya al carajo. ¿Está claro? Otra cosa: cuando empiecen a darnos cera, no os inquietéis mucho al principio, ¿vale? Estas cuadernas dobles y tablones de roble encajan la de Dios; aquí abajo las tracas del forro son gruesas, y para que el barco se hunda tiene que recibir una cantidad enorme de cañonazos. En cuanto a lo de reventar el cañón, cosa que pasa a veces, y que a los novatos os acojona un huevo y la yema del otro, aquí no debéis preocuparos (ahora el artillero palmea con afecto el metal) porque éstos son de hierro gris fundido en La Cavada, fijaos, cañones muy nobles que en vez de irse a mamarla de pronto y matar a todo el que está cerca, te avisan poco a poco, agrietándose o escupiendo cachos… Y otra cosa: tendríamos que ser quince o así para servir la pieza, pero nos apañamos con lo que hay. Por cierto. Si alguno de nosotros palma, o mejor dicho, cuando alguno de nosotros palme, os aseguráis de que está muerto, lo tiráis al mar por la porta para que el escabeche no estorbe, cogéis sus chismes y hacéis lo mismo que él haya estado haciendo. O lo procuráis. Así que fijaos bien en todo. ¿Oído barra? Y recordad que al primero que intente escaquearse le arranco el hígado y me lo como.

—El suyo —remacha— y el de la puta que lo parió.

Marrajo asiente distraído, sin impresionarse en absoluto (a diferencia de su compadre, que ha puesto ojos como platos) y mira sobre el cañón a través de la porta, hacia las velas inglesas que siguen acercándose empujadas por la brisa. Luego se vuelve a observar la batería, atento a lo suyo. Aunque todas las portas de estribor están abiertas, cada una con su pieza lista y trincada en batería, los hombres se agolpan en la banda de babor, que es por la que se acercan los ingleses. Agrupados con los sirvientes de cada pieza, cabos y artilleros cualificados repiten instrucciones semejantes a las que acaba de dar Pernas. El de Barbate observa que, desde el palo mayor a popa, la batería se encuentra bajo el mando del segundo jefe de ésta, un joven teniente de artillería de tierra que se pasea de pieza en pieza, revisándolo todo, y cada vez, antes de irse, dedica una sonrisa tímida a los sirvientes. Está muy pálido y crispa demasiado los dedos en torno a la empuñadura de su sable. Mala papeleta, piensa Marrajo. Se llama Sandino, comenta alguien. O algo así. Lo embarcaron con sesenta y dos artilleros de tierra hace dos semanas, para completar la dotación. Tiene veintidós años, el zagal. Dicen.

—Lo que fartaba, compare —murmura Curro Ortega—. Una criatura.

Marrajo encoge los hombros y no responde. Tiene su atención puesta más allá, hacia proa. Entre el bajunerío que se mueve en los rectángulos de luz de las portas, más allá de la base del palo mayor y los manubrios de las bombas de achique, distingue una silueta alta y flaca, vestida con casaca de paño azul oscuro con vueltas encarnadas y una charretera en cada hombro. Que se me caiga el cipote ahora mismo, se dice, si no es el teniente de fragata de mis entrañas, o sea, don Ricardo Maqua en persona. Jefe de la primera batería, o sea, ésta, de cabo a rabo. Y cuánto malegro. Entonces sonríe para sus adentros, feroz, mientras se palpa el cuchillo que lleva en la faja. Yo, piensa, tengo mi propia guerra.