—Mareadme ese contrafoque, porque da pena verlo.
Junto a la campana colgada del propao del castillo, a popa del palo trinquete, el guardiamarina Ginés Falcó observa cómo el segundo contramaestre Fierro cumple las instrucciones de don Jacinto Fatás, segundo comandante del Antilla, que pistola y sable al cinto acaba de incorporarse a su puesto de combate a proa, muy tranquilo, en plan buenos días, señores, espero que no me hagan quedar mal con el comandante y con la gente que nos mira desde popa. A batirse tocan, ridiela. Atrás, al pie del palo mayor, el tambor sigue tocando a zafarrancho, ran, rataplán, rataplán, tan, tan, mientras los pajes suben a cubierta cestos de mimbre con sables, hachas y chuzos de abordaje, los soldados embarcados preparan sus mosquetes bajo la supervisión de los sargentos, y los artilleros disponen las piezas de estribor en los entrepuentes y la cubierta. Aquí, sobre el castillo, correteando inseguros con los pies desnudos sobre la tablazón húmeda, azuzados por los gritos y los rebencazos del segundo contramaestre Fierro (que tiene el punto borde y la mano fácil), los hombres asignados a la maniobra del palo trinquete y el bauprés tiran de la driza del contrafoque para tensar el grátil, alehop, alehop, y luego cazan la escota de sotavento procurando no dejar la vela ni muy acuartelada ni muy en banda. Lo que tiene su arte.
—¡Amarrad!… ¡He dicho que amarréis!… ¡Amarrad, me cago en mis muelas!
Torpemente, los marineros amarran driza y escota y se miran unos a otros, desconcertados, ignorantes de si lo han hecho bien o lo han hecho mal. Y cualquiera sabe. Del medio centenar largo de desgraciados que a proa se ocupa de la maniobra y de manejar los seis 8 libras de la batería del castillo (tres por babor y tres por estribor), sólo una docena tiene experiencia de mar, y el segundo contramaestre ha tenido que echar mano él mismo a la escota para rematar el asunto. Cagüenmismuelas, mascullaba. Cagüentodo. Tirad, coño. Tirad. Una panda de nenazas, es lo que sois. De Cádiz, claro. Allí sólo hay atún y maricones. Apoyado junto a la chimenea del fogón para no estorbar, don Jacinto Fatás los mira con un ojo abierto y otro cerrado, como si apuntase a los reclutas para pegarles un tiro. O pegárselo él. Luego suspira, desalentado, y se vuelve hacia el guardiamarina.
—Que echen aquí la arena.
No dice más, pero Ginés Falcó le adivina el tono. Si esos infelices resbalan y tropiezan con la cubierta así, mejor no pensar lo que ocurrirá cuando la tablazón se encharque de sangre. Estremeciéndose en los adentros, el guardiamarina se asoma por la escala del foso del combés y da las órdenes pertinentes a los jóvenes pajes que aguardan abajo, en la segunda batería, con baldes llenos de arena. Cuando ésta empieza a ser esparcida por la cubierta del castillo, los marineros veteranos se dan con el codo. Cómo lo ves, paisano. Chungo. Los nuevos preguntan en voz baja y luego miran alrededor con la boca abierta y ojos de espanto, que aumenta cuando otros pajes colocan en las chazas alfanjes, hachas y chuzos de abordaje tan afilados que da grima mirarlos. Una vez extendida la arena, un chico de diez o doce años pasa entre los hombres con un cubo de aguardiente y un pichel, dándole un trago de matarratas a cada uno, tan exiguo que sólo da para hacer glú-glú una vez. Entre los veteranos agrupados junto al cabrestante, uno alza la voz con descaro mientras afila un hacha de abordaje en la piedra de amolar:
—Si al marinero le dan de beber, o está jodido o lo van a joder.
Don Jacinto Fatás, por aquello de guardar las formas, le ordena al segundo contramaestre que apunte el nombre del chistoso. Para meterle un paquete que se va a cagar, dice. El segundo contramaestre hace como que lo apunta, aunque todos, menos los nuevos, saben que dentro de media hora, cuando empiecen a volar astillas y metralla y a caerles encima pedazos de la arboladura y pedazos de fulano y pedazos de todo, lo que apunten Fierro o su puta madre no va a importarle a nadie un pimiento. Y mientras el segundo contramaestre guarda la libreta, el guardiamarina Falcó levanta la vista y mira el bosque inmenso de madera, velas y jarcia que cruje sobre su cabeza, los palos reforzados y las vergas con bozas de cadena para que no se vengan abajo en el combate. Cric, croc, chirrin, chirrán, gruñe todo al balancearse perezoso en la marejada, haciendo que el muchacho se sienta como un ratón dentro de un violín tocado por manos torpes. Ginés Falcó lleva ocho meses a bordo y conoce el navío de los topes a la sentina; pero cuando mira alrededor, como ahora, las proporciones del monstruo lo siguen dejando de pasta de boniato: un flamante setenta y cuatro cañones de tres mil y pico toneladas de madera, lona, cáñamo, hierro y carne humana sobre un casco de ciento noventa pies de eslora y cincuenta y dos de manga, forrado de cobre bajo la línea de flotación, clavado y empernado de bronce y cabillería de madera americana, con roble ferrolano, haya asturiana, pino aragonés, jarcia murciana y valenciana, lona andaluza, bronce catalán y sevillano, hierro cántabro. Una máquina perfecta, prodigio de la ingeniería naval, plataforma artillera hecha para moverse con el viento, soportar temporales y hacer picadillo al enemigo, si se deja. El non plus ultra sobre quilla y cuadernas de los mejores bosques de España y América. Todo limpio, cepillado, con el metal pulido y cada cabo adujado en su sitio, dentro de lo que cabe. Cuatro millones de reales a flote. Y sin embargo, de aquí a nada, piensa el joven Falcó, buena parte de todo esto volará en astillas y jirones, y el suelo de la cubierta se volverá resbaladizo por la sangre, y al personal se le irá la olla con el humo de la pólvora, y allí reinará un barullo de veinte pares de narices. O más pares. El guardiamarina no sabe todo eso porque se lo hayan contado. Ni hablar. Lo vivió él mismo hace tres meses, en Finisterre, cuando al regreso de las Antillas la flota combinada se estuvo batiendo todo el día con la escuadra del almirante Calder, pumba, pumba, pumba, hasta que los ingleses se retiraron por la noche llevándose dos barcos españoles apresados, por la patilla, sin que ni el almirante Villeneuve ni los navíos franceses cercanos (gabachos ratas de cloaca) hicieran nada por evitarlo.
Ginés Falcó Algameca, nacido hace dieciséis años en Cartagena de Levante (casualidades de la vida: el mismo año y en la misma ciudad en cuyo arsenal fue construido el Antilla), tiene el pelo casi rubio y granos en la cara. Es un chico de buena familia, media tirando a alta, porque en la academia de guardiamarinas de Cádiz, cantera de la Real Armada, centro de prestigio que alumbra desde su fundación oficiales cultos y bien formados, sólo ingresan muchachos de razonable posición, con hidalguía probada (o comprada) en las líneas paterna y materna. De los tres jóvenes aspirantes a oficial embarcados en el Antilla, es el de en medio: Cosme Ortiz, el veterano que se ocupa de las señales en el alcázar, tiene dieciocho años, y el pequeño Juanito Vidal, trece. A este último, Falcó acaba de verlo trepar a toda mecha por los flechastes del palo mayor, sin duda enviado a la cofa para informarse de algo con los vigías, y le ha parecido en buena forma, pese al mareo que anoche le hizo echar la pota en la camareta de guardiamarinas. Puag. Pese a la mascada con la que el pequeño cabroncete estropeó la cena, Vidal es un chico joven y voluntarioso, y a Falcó le cae bien, a diferencia del estirado Ortiz y sus pijoteras banderas de señales, siempre tan tieso como si acabaran de meterle un atacador de cañón de 36 libras por el culo. Que igual sí. Además, lo del mareo resulta razonable: Vidal embarcó hace sólo dos días, en su primera salida a la mar, con madre y tres hermanas llorando como Magdalenas al despedirlo desde el botecillo que los acompañó un trecho cuando se dejaban llevar por el levante hacia la bocana, con todo Cádiz agitando pañuelos en San Sebastián y en La Caleta, esposas, hijos, padres, amigos y todo cristo allí amontonado mirando salir la escuadra en un silencio de muerte, los hombres vueltos hacia tierra como si la vieran por última vez, y en el bote que navegaba al costado enorme del Antilla, la madre y las hermanas de Vidal repitiendo adiós, Juanito, adiós, con el pobre Juanito agarrado a un obenque mirándolas muy pálido y muy serio, abotonada la casaca azul hasta el corbatín, sorbiéndose con disimulo los mocos para no llorar. Juan Vidal Romero, caballero guardiamarina. Trece años. Por cierto que el padre, teniente de navío, también anda cerca. O navega cerca. Más o menos en algún lugar de la vanguardia, a bordo del Bahama; así que a estas horas la madre y las hermanillas de Vidal, como Cádiz al completo desde Puerta de Tierra a La Viña, deben de estar arrodilladas ante cualquier Cristo o Virgen de la ciudad, rosario en mano, Virgo potens, turris eburnea, ianua coeli, etcétera, rezando para que el padre y el hijo vuelvan con los brazos y las piernas en su sitio. O para que, por lo menos, vuelvan. Que sólo volver, en el estado que sea, con aquella cantidad de ingleses cerca, ya será como para darse con un canto en los dientes.
—Voy a echar una meadilla —dice don Jacinto Fatás—. Contrólame esto.
Sin perder el tiempo en bajar al beque (los jiñaderos de la tripulación se encuentran allí, a proa y bajo el bauprés, poéticamente justo detrás del fiero león coronado y rampante del mascarón), el segundo comandante se encarama con desenvoltura a la mesa de guarnición de sotavento, echa atrás los faldones de la casaca, y se alivia. En zafarrancho nadie puede abandonar su puesto, así que algunos marineros veteranos lo imitan con disimulo un poco más lejos, en equilibrio sobre las serviolas de las enormes anclas de sesenta y seis quintales trincadas en las amuras. Anoche después de la cena, en la camareta, aprovechando que don Carlos de la Rocha estaba echando un vistazo por cubierta, el segundo comandante del Antilla hizo, en obsequio de los jóvenes guardiamarinas y de algunos oficiales, un resumen de lo que los había llevado hasta allí. A fin de cuentas, apuntó ecuánime, los ingleses tenían sus motivos para mirarlos torcido. En la anterior guerra, hasta que por la ineptitud del almirante Córdova todo se fue al carajo en San Vicente, la escuadra española no se desenvolvió nada mal, pese a que el almirante Mazarredo había denunciado al rey (le costó la destitución, por supuesto) el mal estado en que se hallaba la Armada: en 1796 los marinos españoles destruyeron los arsenales ingleses de Bull y Chateaux, arrasaron las islas de Miquelon y San Pedro, hundieron o capturaron ciento trece buques de Su Majestad británica, y de remate el San Francisco de Asís les dio las del pulpo, o sea, una estiba guapa, a cuatro fragatas inglesas que se aventuraron, muy chulitas ellas, en la ensenada de Cádiz; sin contar la soba que las lanchas cañoneras le endiñaron a Nelson cuando intentó beberse el té de las cinco en la Tacita de Plata. Luego, firmada la paz de Amiens y recobrada Menorca a costa de ceder la isla de Trinidad, Napoleón intentó varias veces que España entrara de nuevo en guerra. Al no conseguirlo exigió la destitución de los gobernadores de Málaga y Cádiz y del comandante militar de Algeciras, por la cara, y además el compromiso de pagar indemnizaciones, cesar en los armamentos, disolver las milicias y entregar a los gabachos la base de El Ferrol y las guarniciones de Burgos y Valladolid, amén de permitir el paso a dos ejércitos franceses para fumigarse Portugal y Gibraltar. Unas tonterías, vamos. Durante un tiempo, Godoy (que será lo que ustedes quieran, caballeros, pero no tiene un pelo de tonto) logró llamarse a altana; a cambio tuvo que comprometerse a aflojarle a Su Majestad Imperial un subsidio de seis milloncejos mensuales, lo que suponía una tela larga. El tratado era secreto, a fin de mantener la neutralidad española. Pero claro. Como al Petit Cabrón le interesaba que el asunto se hiciera público, no tardó en serlo. Y los ingleses, tras poner el grito en el cielo, empezaron a dar por saco: sin declaración previa de guerra capturaron las fragatas Santa Florencia y Santa Gertrudis en el cabo Santa María, luego volaron la Mercedes (con mujeres y niños a bordo) y apresaron la Medea, la Fama y la Santa Clara, con los caudales que traían de Lima para pagarle los subsidios a Francia. De postre le metieron mano a la Matilde y a la Anfitrite cuando salían de Cádiz para América. Así que Napoleón se frotó las manos, encantado, y a Godoy, presionado por la indignación pública, no le quedó otra que declarar la guerra a los míster y poner la escuadra española al servicio de la Frans. Y allí estaban.
—¿Tú has meado ya? —pregunta Fatás al volver, abrochándose.
—Aún no, mi segundo.
—Pues mea, mocico. Mea. No te vayan a dar un palanquetazo con el depósito lleno.
Obediente, el guardiamarina va hasta la mesa de guarnición, pasa las piernas al otro lado de la regala, se apoya con la rodilla contra la boca de un cañón para no caerse al agua en el balanceo, aparta los faldones de la casaca azul de solapas rojas y se abre la portañuela de los calzones. Con los ingleses tan cerca le cuesta trabajo encontrársela. Y al devolverla a su lugar, descansen, no puede evitar pensar, inquieto, si dentro de cuatro o cinco horas seguirá teniéndola en su sitio. Cuando el zipizape de Finisterre, donde el Antilla perdió el mastelero del trinquete y tuvo once muertos y treinta heridos, a Falcó le tocó ayudar a bajar al sollado a un artillero que ya no la tenía, y aún le vienen sudores al recordar cómo gritaba el fulano. En fin. De regreso a su puesto, Falcó mira hacia barlovento, donde la escuadra británica sigue en aparente desorden, aunque parece empezar a formarse en dos líneas paralelas que apuntan perpendiculares a la línea francoespañola. Aun así, desordenada y todo, impresiona. Como Ginés Falcó es joven y tiene los estudios frescos, el Císcar, el Mendoza y Ríos, el Compendio de navegación de Jorge Juan, las Punterías de don Cosme Churruca y la Táctica de Mazarredo incluidos, sabe que la costumbre tradicional de que, en una batalla naval como Dios manda, dos escuadras enemigas naveguen paralelas pegándose sartenazos, y luego, muy al final, una doble la línea de la otra para cogerla entre dos fuegos y joderla bien, está más pasada de moda que los lunares postizos de María Antonieta, que en paz descanse. Según comentan los oficiales experimentados, las nuevas tácticas del inglés Nelson han cambiado el paisaje. Touch Nelson, lo llaman. O algo así. Hasta el jefe de la flota aliada, Villeneuve, en la instrucción para el combate remitida a los capitanes saliendo de Cádiz, ha advertido que probablemente el enemigo, en vez de un combate artillero a distancia, intentará cortarles la línea o envolver la retaguardia, concentrando el fuego masivo de sus cañones sobre los buques que allí vayan quedando desamparados. Más claro, agua. Proporción de varios buques a uno, muy a la inglesa, con el plus de la proverbial eficacia artillera de su Puta Majestad Británica. Por eso, poniendo la venda antes que la pedrada, el almirante gabacho ha advertido que, empezado el combate, con el humo que no dejará ver una mierda y toda la parafernalia, él hará pocas señales, y que el navío que no se halle en fuego no estará en su puesto. Literal. Como para quedarse calvo pensando. O sea, que nos ha ilustrado aquí, el táctico insigne. Porque eso es, dicho de otra manera, una vez liado el carajal que cada perro se lama su órgano. Y, como Falcó oyó comentar en Cádiz al teniente de fragata don Ricardo Maqua, jefe de la primera batería (que iba de anís del Mono hasta la toldilla), si hasta ese franchute, oigan, que no tiene ni zorra idea de táctica naval, se da cuenta del panorama, imaginen, caballeros, la que nos viene encima. Rediós. Los ingleses nos van a cortar la línea, el aliento y los huevos. Ésa es la fija. Nos van a dar hostias hasta en el cielo de la boca.
—¿Y por qué salimos, entonces? —preguntó alguien.
—Porque don Manuel Godoy y Álvarez de Farias, además de tirarse a la reina, le pone el culo a Napoleón. Hip. Y éste le ha dicho a Villeneuve que o sale a la mar o le quita el mando.
—¿Y qué dice Gravina?
—Nuestro señor general Gravina es un hombre de honor y un caballero. Hip. Dicen. En cualquier caso, tiene órdenes. Hip. Y traga.
El que traga es nada menos que don Federico Carlos Gravina y Nápoli, cuarenta y nueve primaveras, un marino respetado y hasta cierto punto prestigioso, con hoja de servicios muy decente: lucha contra los piratas argelinos, asalto del fuerte de San Felipe, ataque de las baterías flotantes a Gibraltar, jabeques de Barceló, desembarcos de Orán y Santo Domingo, heroica defensa de Tolón. Un currículum, vamos. Y todo un caballero. Quizá demasiado pulcro y cortesano, apuntan algunos. Hábil en moverse por Palacio y sitios así. Un niño fino, figurín típico de esos oficiales ilustrados de la Real Armada, algunos de los cuales (las cosas como son) están universalmente reconocidos como los más cultos y mejor preparados entre las marinas europeas de su época: astrónomos, cartógrafos, matemáticos, ingenieros, autores de libros traducidos al inglés y al francés, formados en el sacrificio y el estudio entre combates y expediciones científicas, últimos herederos de la tradición naval de Patiño, Ensenada, Floridablanca y la España borbónica del XVIII. Gravina es uno de ésos, o casi. Lo que pasa es que en la Marina se conoce todo cristo, y a nadie se le escapa que ese chico es un tipo presentable, de acuerdo. Con mano izquierda y con maneras, y encima, guapo y bailarín. Pero en la Real Armada hay fulanos de bandera, o sea, marinos solventes como Mazarredo y Escaño, por ejemplo. Unos profesionales que te rulas. El mayor general Escaño, sin ir más lejos, bailar, lo que se dice bailar, no baila una mierda. Cierto. Es un marino más bien rudo, la verdad; pero también el mejor comandante de navío de la Armada y el táctico más notable de su tiempo. Sin embargo, ahí anda: de machaca del niñato Gravina, o sea, de mayor general de la escuadra (algo así como ayudante) a bordo del Príncipe de Asturias, del mismo modo que tampoco le dieron el mando cuando la felpa de San Vicente.
—¿Y eso, por qué?
—Porque es de los que llaman a las cosas por su nombre y no medran chupando pollas.
Otro que tal es el almirante (general, es el grado oficial) don José de Mazarredo, con un currículum de órdago: salvó cuatro veces a las escuadras hispanofrancesas en las operaciones del canal de la Mancha, organizó el desembarco y el reembarco de la expedición contra Argel, defendió Cádiz y Brest del bloqueo inglés, redactó unas Ordenanzas y escribió cinco obras maestras sobre construcción naval, navegación y táctica. Pero claro. Mazarredo es antigabacho, y además ha denunciado quinientas veces en plan Pepito Grillo, ante el rey, ante Godoy, ante el ministro y ante todo hijo de vecino, el deplorable estado de la Marina, que «hará vestir de luto a la nación en caso de un combate», según sus palabras textuales. Solución oficial española: desterrarlo. Y por ahí lejos anda el hombre, desterrado (le quedan un par de años de contemplar musarañas, y ya ha cumplido sesenta), mientras todos los comandantes de la escuadra combinada, don Carlos de la Rocha entre ellos, tienen la certeza de que, con él o con Escaño en el navío insignia español, y mucho mejor al mando de toda la escuadra, otro gallo iba a cantarles ese 21 de octubre, frente al cabo Trafalgar. Pero hay lo que hay. No es a Mazarredo ni a Escaño, sino a Federico Gravina, muy relacionado con los gabachos y con su ministro de Marina Decrés, bien visto del rey y de la reina y mimado por Godoy, a quien el príncipe de la Paz ha nombrado segundo jefe de la flota combinada, sujeto a Villeneuve, rogándole todo el tacto y la prudencia necesarios para que los aliados estén a gusto y Napoleón, que es lo importante, no se mosquee.
—Mucha vaselina, mi querido don Federico. Sobre todo no escatime la vaselina. ¿Ein?
Pero después de fondear en Cádiz tras lo de Finisterre, cuando la escuadra francesa apenas entró en fuego y los españoles llevaron el peso de la batalla, Gravina, que aunque enchufado no es tonto y tiene su punto de honra, el hombre, se fue a Madrid descompuesto, a contarle a Godoy en manos de qué retrasado mental los había puesto a todos. Questa e la porca ruina miseriosa, ilustrísimo (Gravina había nacido en Palermo). Siamo tuti jodeti, etcetereti. Pero ni flores. El semental de la reina María Luisa de Parma, que iba a lo suyo, con su chaqueta de entorchados y el calzón marcándole paquete, le dio a Gravina dos largas cambiadas, peroró sobre la disciplina y el amor a la patria, apuntó que Villeneuve era el ojito derecho del ministro Decrés, y dijo sin rodeos que mientras el Petit Cabrón fuese en Europa lo que era (e iba para largo), a los españoles no les quedaba otra que obedecer como borregos. Sí, buana, como decían los negros esos que se vendían en América.
—Confío en su tacto e hidalguía, almirante. Y en el de sus dignos y disciplinados jefes y oficiales. Recuérdeles, si hace falta, el ibérico genio, el valor y otras hierbas. Colón, Elcano, Lepanto… Ya sabe. Esto y lo otro. Y no olvide la vaselina.
Luego lo llevó a ver a los reyes para dorarle un poco más la píldora antes de despacharlo con muchos abrazos y palmaditas en la espalda, plas, plas, Europa tiene los ojos fijos en nosotros, o sea, en mí, en usted, en la gloriosa Marina española y todo eso, vaya con Dios, almirante, chao, y el pobre Gravina se volvió a Cádiz hecho polvo. Schifosa miseria. Resumiendo: estamos en manos de un chulo de putas en Madrid y de un imbécil en Cádiz, dicen que les confió a Churruca, Escaño y Cisneros en un aparte, rompiendo su hidalga circunspección habitual. De ésta no nos salva ni la Virgen de la Caridad.
—¿Han hecho ustedes testamento, caballeros?… ¿No?… Pues espabilen, que los pilla el toro. Yo acabo de hacerlo.
Por qué salimos a luchar sin esperanza, es la pregunta. Al matadero tocando el tambor y la gaita. Buenos barcos y oficiales competentes sin tripulaciones a las que mandar, frente a enemigos implacables y entrenados como máquinas, motivados y con una férrea disciplina: estirpe de marinos y piratas, conscientes de que quien controla el mar domina el mundo. Profesionales despiadados y sin complejos. Por eso las dotaciones inglesas son las mejores del mundo. Y luego está la moral de la tropa. A estas alturas, venteando el desastre que se avecina, hasta el último guardiamarina de la flota combinada sabe que, resguardada en Cádiz como en el 97, la flota aliada podía haber obligado a los ingleses al desgaste de un largo bloqueo; pero que salir ahora en busca de batalla abierta sólo puede acabar en desastre. Salir o no salir, dat is de cuestion: como lo del majareta ese de Chéspir (dijo alguien), pero en versión caspa. A la española. Las razones de todas aquellas entradas, salidas y vueltas a salir las reveló hace dos días el comandante don Carlos de la Rocha en la camareta del Antilla, en una especie de consejo de guerra que se creyó en la obligación de convocar para informar a sus oficiales antes de que los escabechen. Nobleza obliga.
—Napoleón pretendía invadir Inglaterra. No se rían, joder.
En realidad el plan no era malo. Sobre el papel, claro. Por el tratado de San Ildefonso y los convenios de París, España, además de bajarse los calzones, quedaba obligada a colaborar con Francia en sus operaciones de guerra contra los ingleses con dinero, soldados y navíos. Para el desembarco en la Pérfida Albión, Napoleón necesitaba enseñorearse del canal de la Mancha durante cinco o seis días. El truco consistía en amagar un golpe de mano en las posesiones británicas de las Antillas, atrayendo allí a Nelson. Una vez engañados los rubios, la escuadra francoespañola regresaría rápidamente a Europa para caer sobre los cruceros que bloqueaban El Ferrol, Rochefort y Brest, liberando a los navíos allí sitiados. Luego, reuniendo así una escuadra de sesenta navíos y varias fragatas, Villeneuve subiría hecho un tigre hasta el canal de la Mancha, para proteger la travesía hasta Inglaterra de los dos mil buques de transporte y los ciento sesenta mil hombres preparados en Texel y Boulogne. Ése era el plan, tan impecablemente detallado como todos los de Napoleón. Cuarenta y ocho horas, pedía el fulano. Dadme sólo cuarenta y ocho horas de supremacía naval en el Canal y les meto a los ingleses varias divisiones en las playas, y un gol que se van a ir de vareta. Pero el Petit Cabrón, siempre eficaz en tierra, no tenía del mar ni zorra idea. Su maravilloso proyecto ignoraba las incertidumbres de la navegación, el mal tiempo, la insegura fortuna de guerra de un navío. Además, semejante encaje de bolillos requería un jefe de escuadra eficaz y responsable. Todo cristo sabía que Gravina era el hombre adecuado; pero Gravina era español, y a Napolichis ni le pasaba por la cabeza que un español se hiciera cargo de la operación. Así que aceptó el consejo de su ministro Decrés y nombró al recomendado de éste, Villeneuve: un capitán de navío valiente (en la defensa de Malta le había echado sus cojoncillos al asunto), pero indeciso e incapaz a más nivel, Maribel. Mandando la retaguardia gabacha, por ejemplo, cuando Nelson les rompió la cara a los imperiales en Abukir, el tal Villeneuve se había limitado a encajar leña inmóvil y resignado. Más desenvuelto en los despachos del Ministerio de Marina que en el puente de un navío almirante, carecía de voluntad propia y no aceptaba los consejos ajenos. O sea. Como jefe era un auténtico cenutrio.
—¿Para dónde tiramos ahora, mon admiral?… ¿A babord o a estribord?
—Yenesepá.
—Yo tiraría para babord.
—Yenesepá.
—Virgen santa.
Al principio la operación americana funcionó bien. Gravina (que pese al enchufe de Godoy tenía experiencia, valor y maneras) hizo una salida impecable de Cádiz, rompiendo el bloqueo inglés para unirse a la escuadra de Villeneuve, y ambos arrumbaron pasito misí pasito misá a La Martinica, tomándole a los ingleses El Diamante y apresando un convoy de mercantes británicos cargados de ron, azúcar, café y algodón, que fue para partirse de risa, colegas, las cosas como son, todos aquellos capitanes british preguntando guat japening, guat japening, mientras les pegaban cebollazos y les hacían arriar la bandera. Para mearse. Que, como para la histórica ocasión les gritaba desde una porta el carpintero jefe del Antilla, Juan Sánchez (alias Garlopa), que es de Chipiona:
—Arguna ve tenía que tocaro a vozotro, hihoslagranputa.
Lo malo es que, a partir de ahí, Villeneuve empezó a jiñarla. Regresó a Europa por una latitud inadecuada que lo enfrentó a vientos contrarios, y en vez de llegar a El Ferrol se encontró con la escuadra inglesa del almirante Calder cerca del cabo Finisterre, el 22 de julio: pumba, pumba. Veinte navíos franceses y españoles contra catorce o quince ingleses, combate en línea a distancia de medio tiro de cañón entre una espesa niebla, con los españoles (las cosas como son) batiéndose mientras Villeneuve permanecía indeciso y la mitad de los buques franceses evitaba el combate, sin socorrer al Firme y al San Rafael, que con noventa y siete muertos y más de doscientos heridos a bordo, desarbolados y pasados a balazos, las velas caídas inutilizándoles las baterías, fueron empujados por el viento hacia los ingleses, mientras la línea de navíos gabachos que venía detrás de la española desfilaba por su barlovento enterita, sin mover un dedo. De manera que el Firme y el San Rafael tuvieron que arriar el pabellón, rodeados, tras pelear sin descanso hasta las nueve de la noche.
—Hay que rendirse, Paco. Nos han dado las del pulpo.
—¿Y los nuestros?… ¿No vienen a echar una mano?
—No creo. Por el ruido, bastante tienen con lo suyo.
—¿Y qué pasa con los gabachos?
—De ésos, ni rastro. Por lo visto, el jour-de-gluar lo dejan para otro día.
Eso no se supo hasta la mañana siguiente, cuando ambos buques amanecieron a la vista de la escuadra aliada remolcados por los ingleses que se retiraban, y Villeneuve se negó a atacar y socorrerlos pese a las súplicas e indignación de los marinos españoles, que lo llamaron de todo menos bonito, y el guardiamarina Ginés Falcó (que el día anterior había tenido su bautismo de fuego en el mismo lugar del castillo de proa del Antilla desde el que ahora, tres meses después, observa la escuadra británica del almirante Nelson) lloró de indignación y rabia, como muchos de sus camaradas, viendo alejarse, rodeados de ingleses, los dos maltrechos navíos apresados mientras el almirante Villeneuve y los navíos franceses miraban de lejos, rascándose los huevos con mucha parsimonia.
—¿Cómo se dice pocapicha en gabacho?
—Pocapiché.
—¿Seguro?
—Te lo juro por mi madre.
A partir de ahí se terminó la confianza de los españoles en los franchutes, de los franchutes en Villeneuve, y de éste en sí mismo. De manera que, tras arribar a Vigo, en vez de cumplir las detalladas instrucciones de Napoleón subiendo hacia el norte y el canal de la Mancha, el almirante gabachuá puso rumbo sur, encerrándose en Cádiz. Y claro. Al enterarse de que la escuadra que él ya suponía en Brest estaba donde Cristo dio las voces, en la otra punta de Europa, Napoleón se subió por las paredes, pues todo su plan se iba al diablo. Qué hijo de puta, comentaba incrédulo, mirando el mapa mientras alucinaba en colores. Qué hijo de la gran puta. A ver cómo invado yo Inglaterra ahora. Menuda ruina. Para excusarse, porque en eso no era nada irresoluto el fulano, Villeneuve no tuvo el menor reparo en culpar de lo de Finisterre y del resto a los navíos españoles; y fue ahí donde el emperador (nadie se la mete doblada porque tiene de chivato en la escuadra a Lauriston, un oficial de su estado mayor que en cada carta pone a Villeneuve de vuelta y media) les echó al ministro Decrés y al recomendado un chorreo en regla, con el famoso despacho donde Napoleón afirmaba: «Todo esto me prueba que Villeneuve es un pobre hombre. ¿De qué se queja de parte de los españoles?… Éstos se han batido como leones, con Gravina siendo todo genio y decisión». Luego, como hombre práctico, decidió que de perdidos al río, o sea, al Mediterráneo. Así que oye, Decrés, dijo. Ya que ese imbécil enchufado tuyo está bloqueado en Cádiz y me ha hecho polvo lo del día D, hora H, dile que salga al mar, o a la mar, o a donde salgáis los puñeteros marinos de mis imperiales cojones, y se vaya al Mediterráneo, y allí, reuniéndose con la escuadra española de Salcedo en Cartagena, le dé un repaso a la costa italiana, que también necesita enseñarle un poquito el pabellón. Y si al salir de Cádiz ese comemierda se encuentra con los ingleses, que supongo que sí, pues que luche, copón. Que se joda y que luche. Y dile también de mi parte a tu niño bonito que como no salga inmediatamente, o sea, ya mismo, le voy a meter las charreteras de almirante por el culo antes de ponerlo a limpiar todas las letrinas de mi Grande Armée desde Brest hasta la frontera rusa. Y luego lo fusilo. A él y a su padre, si es que lo conoce. ¿Está claro, Decrés? Pues espabila. Que todavía no tengo claro si ese recomendado tuyo es un traidor o sólo es gilipollas.
Total. Que ésos son, más o menos (con las limitaciones de edad, grado e información de que dispone), los pensamientos del guardiamarina Ginés Falcó en el castillo de proa del Antilla, mientras hacia popa, en el alcázar, el tambor sigue redoblando a zafarrancho de combate, los contramaestres hacen sonar sus pitos de latón, los pajecillos terminan de echar arena en la cubierta, y la escuadra inglesa, que ya se agrupa claramente en dos columnas dirigidas hacia la línea francoespañola, avanza con todas las velas desplegadas, incluidas alas y rastreras, para aprovechar el viento flojo del noroeste.
—Válgame Dios —exclama el segundo comandante Fatás.
Falcó se vuelve hacia él. Fatás, apoyado en el cabillero del trinquete, un poco flexionadas las rodillas para amortiguar la oscilación del catalejo con la marejada, observa la señal que acaba de aparecer en el buque insignia del almirante Villeneuve y es repetida en la arboladura de las fragatas y la balandra que navegan a lo largo de la línea. La número 2. Al cabo, Fatás, que mueve los labios como leyendo para sí mismo sin necesidad del libro de claves, cierra el telescopio con un chasquido, parpadea, mira al guardiamarina y luego hacia popa, al alcázar, donde en ese momento don Carlos de la Rocha debe de tener la misma cara de estupefacción que tiene él. Por fin, todavía el aire incrédulo, mira las grímpolas de los mástiles para calcular la dirección e intensidad del viento, y observa el estado de la mar.
—Virar por redondo a un tiempo toda la línea, orden inverso, rumbo norte —repite al fin, en voz alta.
Ginés Falcó cambia una ojeada inquieta con él y luego observa el ceño fruncido del segundo contramaestre Fierro. Tela marinera. La orden del Bucentaure significa que toda la línea francoespañola, que ahora navega hacia el sur, debe dar media vuelta y arrumbar al norte, convirtiéndose la retaguardia en vanguardia. Eso, que parece chupado en los libros y en las pizarras de las academias, y por lo visto también en el coco de Villeneuve, tiene hoy, aquí, una ventaja y un inconveniente: pone Cádiz a sotavento y por la amura, si llega el caso de tener que batirse en retirada; pero también demuestra a todo el mundo, incluido el enemigo, que el almirante de la escuadra francoespañola es un mantequitas blandas que ya considera la posibilidad de retirarse antes de empezar a combatir. Como para darle ánimos al personal. Aunque lo peor no es eso. Cualquier marino con mínima experiencia (incluido el joven Falcó) sabe que virar a la vista del enemigo, con poco viento y a punto de entrar en fuego, es una maniobra arriesgada, que expone a la escuadra a combatir en desorden, sin tiempo para rehacer su línea de batalla. De cualquier manera, quien mejor resume la situación es el segundo contramaestre Fierro, a quien don Jacinto Fatás acaba de ordenar que ponga a los hombres en las brazas, listos para cuando llegue desde popa la orden de virar:
—Ahora —masculla Fierro— sí que estamos jodidos.