2. El navío Antilla

El capitán de navío don Carlos de la Rocha y Oquendo, cincuenta y dos años de vida y treinta y ocho de mar a las espaldas, comandante del navío de línea de setenta y cuatro cañones Antilla, es justo, seco e inflexible. También es hombre religioso, de rosario en el bolsillo y misa diaria cuando se encuentra en tierra, aunque sin llegar a la categoría de meapilas. A bordo, el hombre más poderoso después de Dios. O según se mire, más que Dios. Resumiendo: Dios.

«Nos van a escabechar», se dice.

Así interpreta el panorama.

El comandante cierra el catalejo con un chasquido y mueve desalentado la cabeza mientras pasea la vista por la línea y piensa: Virgen del Rosario. A esas alturas, aquello sólo puede llamarse línea haciendo un esfuerzo de buena voluntad, porque hay un desorden increíble. Con varios navíos sotaventeados o retrasados en sus puestos, aunque razonablemente juntos, la escuadra francoespañola navega con rumbo sur con poco viento, recibiéndolo por estribor. Flojo oeste cuarta al noroeste. Las cinco fragatas, los dos bergantines y la balandra (todos franceses) situados fuera de la línea de combate mantienen una actividad frenética explorando la formación inglesa o repitiendo las órdenes e indicaciones del almirante Villeneuve, que se encuentra hacia la mitad de la línea, a bordo de su buque insignia. Treinta y tres velas enemigas al oeste, dicen las banderas de señales. Pero no hacen maldita falta las banderas ni las señales ni la madre que las parió, porque en el horizonte, con la primera luz de la mañana, se distingue ya a simple vista la masa enorme de velas inglesas preparándose para la batalla, a barlovento. Y en los combates navales, en principio, quien tiene el barlovento decide cuándo, dónde y cómo romperle al adversario los cuernos. Si puede. Y esos hijoputas son los mejores marinos del mundo. Luego pueden.

—Veintisiete navíos de línea… Cuatro fragatas… Una goleta… Una balandra… Agrupándose sin orden.

La voz del guardiamarina Ortiz, que apunta con otro catalejo hacia las banderas de señales, suena un poquito excitada en el silencio de la toldilla, traduciendo los informes de los exploradores: lo justo para que no sea necesario llamarle la atención al chaval. Al fin y al cabo el guardiamarina, que es el mayor de los tres que hay a bordo, tiene dieciocho años, y el que más y el que menos ha pasado por ahí. Carlos de la Rocha mira a su segundo comandante, el capitán de fragata Jacinto Fatás, que le devuelve la mirada sin decir ni pío. Fatás es un aragonés callado; de los que han ascendido según el principio de que en boca cerrada no entran moscas. Además, él y Rocha llevan tiempo navegando juntos y saben ahorrar palabras inútiles. Comprenden los nervios del chico, y los de cada cual. También saben de sobra la que les viene encima desde que hace dos días levaron de Cádiz. O desde antes. Desde que el almirante gabacho incumplió las órdenes de Napoleón y se dejó encerrar allí como un pardillo, dando tiempo a que llegara Nelson y se agruparan los ingleses. El Villeneuve de los cojones. Y al final, enterándose de que iba a ser relevado en el mando, decidió salir a la mar, tarde y mal.

—Señal del buque insignia —sigue informando el guardiamarina—. Reformar la línea… Mantener rumbo sur estribor amuras, orden natural… Distancia de un cable.

El segundo se inclina sobre el antepecho de la toldilla y da las órdenes pertinentes, esto y aquello, bracear por sotavento trinquete y velacho, cazar trinquete, etcétera, y la cubierta del Antilla se llena de hombres ocupando sus puestos en las brazas, rumor de pies descalzos a la carrera de aquí para allá, marineros trepando por la jarcia alquitranada entre gritos y pitidos de silbatos de los contramaestres y guardianes. A ver esa escota, inútiles. Amarrad las brazas de una puñetera vez. Subid ahí antes de que os muerda la nuez. Lo de siempre. Huesos dislocados, manos despellejadas, caras de desconcierto y pánico de proa a popa. Un caos que pone la carne de gallina, pues de los ochocientos dieciocho hombres (seiscientos sesenta y ocho de tripulación y ciento cincuenta de refuerzo, entre artilleros, marineros, grumetes y fusileros de infantería de marina) que debían constituir hoy la dotación de combate, faltan a bordo cincuenta y seis, que se dice pronto. Y encima, las dos terceras partes de lo que se ha logrado embarcar in extremis rebañando mucho, aparte soldados y artilleros de tierra sin costumbre de mar, es gente de leva, chusma reclutada a la fuerza un par de semanas antes en Cádiz y alrededores: pastores, mendigos, campesinos, presidiarios, borrachos, gentuza de los barrios bajos, a quienes hubo que llevar a bordo a culatazos, bajo la amenaza de las bayonetas de los piquetes de reclutamiento, y que ahora, harapientos, mareados, aterrorizados, vomitan por todas partes, resbalan en cubierta y en los obenques, gritan de miedo cuando se les obliga a subir a los palos a rebencazos, se hacinan en rebaños asustados por el balanceo del barco y la presencia de las velas enemigas. Tampoco es que el origen de los marineros enemigos sea otro; pero largas campañas, una disciplina terrible y compensaciones de presa adecuadas han ido transformando a la gentuza inglesa en buenos gavieros y artilleros. En cuanto a los reclutas del Antilla, aún no han tenido tiempo de aprender que, a bordo, el marinero de ley guarda una mano para sí y otra para el rey. En los dos días que lleva en la mar, y antes de dispararse un cañonazo, el navío ha perdido ya a cinco de estos infelices, sin contar lesionados: uno caído al agua cuando soltaban rizos durante la noche, tres estrellados en cubierta al resbalar en los marchapiés de las vergas (el último cayó hace poco más de una hora, amaneciendo, desde ciento veinticuatro pies de altura, sobre el alcázar mojado por el relente y a cuatro pasos del comandante. Aaaahhh, dijo. Chof, hizo luego, y la cabeza se le abrió como una sandía). Al quinto, un campesino recién casado a quien los de la recluta arrancaron de los brazos de su mujer al día siguiente de la boda, hubo que matarlo a tiros anoche, cuando se volvió loco y agredió con un chuzo de abordaje a un teniente de la segunda batería. Hay que joderse.

—Fatás.

—Susórdenes, mi comandante.

—Cuando acabe esta mierda de maniobra, forme a esos desgraciados en el alcázar.

El segundo se toca un pico del sombrero con cuatro dedos y sigue atento a lo suyo mientras Rocha se acerca a la banda de estribor y se apoya en una de las cuatro carronadas inglesas de 28 libras que hay en la toldilla (Carron Iron Company, dice el cuño de fundición), y echa un vistazo a la línea de batalla. Poco a poco, arrastrándose muy despacio a impulsos del viento flojo y entorpecidos por la marejada, los treinta y tres navíos de la escuadra combinada, descompuesta durante la noche, intentan ocupar sus respectivos puestos de combate en la línea que se extiende en forma de arco, entre diez y doce millas al noroeste del cabo Trafalgar: unos largando todo el trapo para ocupar su sitio, otros poniendo velas en facha para dejarles hueco suficiente, con los sotaventeados esforzándose en ganar barlovento y mantener su lugar en la formación. La bruma de la mañana ha desaparecido, y la luz permite ahora abarcar casi toda la extensión de la línea: la escuadra de observación delante, al sur, con el teniente general Gravina y su Príncipe de Asturias junto al contralmirante francés Magon y su Algesiras y otros diez navíos españoles y franceses, la mayor parte de setenta y cuatro cañones. Entre los barcos del centro (los catorce que componen el cuerpo fuerte o segunda escuadra) se distingue bien el casco negro del Santa Ana, que artilla ciento veinte, mandado por el teniente general Álava; y algo más cerca, navegando muy juntos, el Bucentaure, de ochenta, donde el almirante Villeneuve enarbola la insignia de jefe de la escuadra combinada, y el majestuoso Santísima Trinidad (bajo el mando del jefe de escuadra Cisneros y su capitán de bandera, Uriarte), orgullo de la Marina española, construido en La Habana, único navío del mundo de cuatro puentes y ciento treinta y seis cañones, con su imponente casco pintado a franjas rojas y negras en vez de las amarillas y negras reglamentarias que luce la mayor parte de los navíos españoles: palos amarillos, cámaras en porcelana y azul, castillo y entrepuentes en olivo y tierra roja para disimular las salpicaduras de sangre en el combate.

—Una cosa discreta, sufrida, fashion —sugirió en su momento el ministro de turno—. Para que nuestros chicos no se desmoralicen cuando los escabechen y sigan gritando viva España y todo eso.

Sería demasiado pedir, sabe bien el comandante Rocha, que tales barcos, reconocidos por aliados y enemigos como excelentes, construidos con maderas españolas y americanas en buenos astilleros, tuvieran una tripulación a su altura. No estaríamos hablando de la vieja y maltratada España, donde la antigua política del marqués de la Ensenada, que la elevó al rango de potencia naval, hace mucho que se fue a tomar por saco en manos de una sucesión de ministros que más parecían trabajar para el enemigo a puro golpe de libra esterlina (y en algún caso así era, en efecto) que para sus compatriotas. A esto había que añadir el estado de cosas habitual: corrupción en todas partes, oficiales expertos pero desmotivados y sin cobrar sus pagas, marineros esclavizados sin preparación y sin incentivos, obligados a servir durante media vida sin otro futuro que la muerte, la mutilación, la mendicidad y una vejez miserable. Eso a diferencia de los franceses, con su patriotismo fresco, el Imperio recién estrenado, le-jour-degluar-estarrivé y toda la parafernalia, derecho al dinero de las presas y sueldos puntuales; o de los ingleses, profesionales entrenados (ninguno de sus oficiales puede mandar embarcaciones de más de veinte cañones hasta haberse comido diez años de mar, tenga el mérito o el favor que tenga) que cobran una pasta si capturan presas, ascienden hasta capitán por méritos distinguidos, y a partir de ahí suben por rigurosa antigüedad por muchas batallas que ganen; o sea, justo al contrario que los españoles, que ascienden a capitán por escalafón y a almirante por enchufe. Y encima, aquí, de postre (concluye amargamente Rocha), tenemos un rey abúlico e incapaz, una reina más puta que María Martillo, y su amante, Godoy, príncipe de la Paz, el niño bonito de Madrid, el héroe de la guerra de las Naranjas, jefe máximo de las fuerzas navales y de las otras, lamiéndole un día sí y otro también el ciruelo a Napoleón con los tratados de San Ildefonso.

—Con permiso, señor comandante —dice el guardiamarina Ortiz—. Señales del Formidable.

Carlos de la Rocha echa un vistazo hacia las banderas que suben a las vergas del buque insignia del almirante Dumanoir, que manda los siete navíos de la división de retaguardia, o tercera escuadra, entre los que navega el Antilla. El franchute es un setenta y cuatro cañones que se encuentra a unos dos tercios del final de la línea, entre el español San Agustín, que aunque pertenece a otra división se ha quedado un poco retrasado y a sotavento, y el francés Mont-Blanc, que fuerza velas para ocupar su puesto a proa del Formidable. Delante, desordenados, navegan los franceses Duguay-Trouin y Héros, y el español San Francisco de Asís. Detrás, el decrépito tres puentes español Rayo (abuelo de la escuadra), más a barlovento y muy retrasado como siempre, arriba forzado de vela para ocupar su puesto en la línea. Le siguen el Intrepide, el Scipion (dos setenta y cuatro franceses) y el Antilla, que es el penúltimo de la fila. Siguiendo sus aguas y cubierto de lona hasta las perillas de los topes ya sólo navega el español Neptuno, de ochenta cañones, mandado por un viejo amigo del comandante Rocha: el brigadier Cayetano Valdés. Otro buen amigo, el brigadier Cosme Churruca, debe de estar a esas horas ocupando su lugar justo en la otra punta, en cabeza de la línea, con su San Juan Nepomuceno. Los tres, como sus compañeros, se han hecho a la mar debiéndoles seis pagas atrasadas, que tal vez alguno no llegue a cobrar nunca. Cosas de la Marina. Glorias de España.

Más banderas en el Formidable. El joven Ortiz aplica el catalejo. A ese capullo de Dumanoir, piensa el comandante, le encanta que sepan quién manda en la retaguardia.

—Ocupar orden natural… Respetar distancia de un cable.

—No te jode, el madelón —dice bajito alguien, por detrás.

El comandante se vuelve y toda la plana mayor (segundo comandante Fatás, segundo oficial Oroquieta, tercer oficial Maqua, alférez de navío Grandall, alférez de fragata Cebrián, primer piloto Linares y guardiamarinas Ortiz, Falcó y Vidal) pone cara de no haber sido. De cualquier modo, tienen razón. El contralmirante Dumanoir podía haberle ahorrado trabajo a su oficial de señales. El Bucentaure, buque insignia del almirante Villeneuve, que se ve muy bien desde allí, ha hecho ya esa señal cinco mil veces, las fragatas la han repetido y la ha visto todo el mundo, y hasta el último tontolculo de la escuadra, ingleses incluidos, sabe de sobra que la distancia ordenada por el almirante aliado es de un cable, o sea, ciento veinte brazas, y que lo ortodoxo sería navegar todos en línea, uno detrás de otro como los enanitos del bosque: aibó, aibó, y tal. Pero es evidente que con el viento flojo y la marejada y el desorden aún no resuelto de la noche, la cosa es peliaguda, aunque cada uno hace lo que puede. El mismo Dumanoir ha caído un poco a sotavento, detalle que complace a Rocha, y su Formidable, intentando ceñir entre continuos braceos de vergas, no hace una estampa precisamente formidable ni de coña.

—El Formidable repite la orden, señor comandante.

Rocha no traga a Dumanoir. Hasta con las banderas de señales es parlanchín y arrogante, el tío. En realidad el comandante del Antilla, como la mayor parte de sus compañeros, no soporta a los colegas franceses impuestos por la alianza con Napoleón. A quienes de verdad admira es a los cabrones de los ingleses, con su profesionalidad, su patriotismo, su fría eficacia y sus tripulaciones disciplinadas y mortíferas a la hora de manejar la artillería, que los hace superiores a todas las marinas del mundo. Al inglés, a la mujer y al viento, dice el proverbio, con mucho tiento. Pero así son las cosas. En cuanto a la escuadra combinada, el carácter aristocrático de los jefes y oficiales de la Marina española (todos son chicos de más o menos buena familia), su conciencia de clase y sus maneras, contrastan con la rudeza y la arrogancia populachera de sus aliados, salidos de las filas de la marinería revolucionaria. Allí, a los oficiales de Luis XVI, de origen tan desahogadillo como los españoles, se los pasaron concienzudamente por la piedra en los primeros momentos de la Revolución, con la guillotina haciendo chas, chas, chas; y hasta que Napoleón se hizo emperador y amariconó un poco el escalafón, los ascensos no fueron por antigüedad sino por echarle pelotas a los abordajes y repartir luego, además de los botines de las presas, el conveniente número de palmadas en la espalda a sus muchachos, en plan o-la-lá, Gastón, mon amí, viva la egalité y la fraternité y todo eso. Uí. Al comandante Rocha, que es más bien clásico y apoya su mando en el respeto reverencial, el temor de Dios y la Real Ordenanza de 1802, toda esa chusmosa murga gabacha le da náuseas; pero reconoce que, gracias a ella, y a diferencia de la mayor parte de los marinos y marineros españoles, los aliados tienen la convicción de estarse partiendo el morro por su patria, como los ingleses; y lo mismo que ellos, o más, aprecian a sus comandantes y suelen estar dispuestos a seguirlos al infierno, a poco bien que lo hagan. Que lo hacen. Ahí está el caso del pequeño Lucas, del Redoutable, que con su metro cincuenta de estatura es el capitán más bajito de la Marina imperial gabacha, pero tiene unos huevos que no le caben en la toldilla. Lucas es de los que opinan que las tácticas navales no tienen otro objeto que abarloar el barco con otro enemigo, cañoneándose a quemarropa hasta que uno de los dos arríe bandera, se hunda o se vaya a tomar por saco; de modo que, consecuente con la idea, se ha pasado todo el tiempo de espera en Cádiz adiestrando a su gente para el abordaje, pagándoles de su bolsillo rondas de vino, aguardiente y putas para premiar a los mejores a la hora de manejar alfanjes y chuzos, disparar mosquetes desde las cofas o arrojar garfios de abordaje, granadas y frascos de pólvora, con el resultado de que hasta el último grumete del Redoutable se haría despellejar vivo a una orden de su baranda. Y cuando estás en la mar y vuelan balas y astillas, con la metralla barriéndolo todo y un dos puentes enemigo paño a paño, arrimándote candela, esas cosas tienen su puntito.

—Con su permiso, mi comandante —dice Fatás—. La gente está reunida en el alcázar.

Carlos de la Rocha asiente, se toca el espadín dorado que lleva al cinto y comprueba con disimulo que los zurcidos de sus viejas medias apenas se ven. Nunca usa botas en los combates, desde que en la batalla de San Vicente (hace ya ocho años, madre santa) lo hirió una esquirla de metralla y el cirujano tuvo que cortárselas para curarlo. Las botas cuestan un ojo de la cara.

—Vamos a leerles la cartilla —suspira.

Desde lo alto de la escala de estribor de la toldilla, con el grueso palo de mesana crujiendo a la espalda por la tensión de velas y obenques, Rocha dirige un vistazo hacia proa. Los hombres están agrupados por brigadas y ranchos, con cierto orden dentro de lo que cabe, cubriendo toda la cubierta del alcázar y los cinco pies de anchura de cada pasamanos a uno y otro lado del foso del combés, hasta el castillo de proa, con los artilleros encaramados en las mesas de guarnición y en las cureñas de los cañones aún batiportados y firmes en sus trincas. Hasta los vigías de las cofas se inclinan hacia cubierta, atentos, sujetos a la obencadura. A trechos, entre los desharrapados reclutas vestidos con ropas de tierra, ponen una apariencia relativa de disciplina los uniformes de loneta marrón y los rojos gorros cuarteleros de los infantes de marina y los artilleros de brigadas, el uniforme azul de los artilleros de tierra, las casacas blancas de los soldados de los regimientos de Córdoba y Burgos y las azules con vueltas amarillas de los voluntarios de Cataluña con los que se suple la falta de hombres a bordo (algo es algo, aunque muchos se marean y vomitan como cerdos). La gente de la primera y la segunda baterías también ha subido a cubierta con sus cabos y oficiales, y se encuentran presentes subalternos de pito, carpinteros, calafates, cocineros y otros oficios: setecientos sesenta y un hombres (setecientos sesenta y dos con el comandante) ocupando hasta los primeros cañones del castillo, a proa, bajo el enmarañado bosque de palos, vergas, lona y jarcia que oscila con la cubierta en la marejada; toda la madera gimiendo en sus junturas como si el barco se lamentara por anticipado de lo que le espera. Hasta el cirujano, sus ayudantes y los sangradores asoman las cabezas por una escotilla. Con el primer vistazo, por la expresión de las caras y por la ropa, el ojo experto del comandante distingue a los marineros veteranos (que no han querido desertar o, lo más probable, no han podido) de los forzosos de leva: ojos desorbitados, pieles pálidas, bocas abiertas de estupor o de miedo contrastan con las caras curtidas por el sol y el salitre, las manos encallecidas y la expresión resignada de los hombres ya hechos al mar y a la guerra. Al menos, se consuela, un tercio largo de la tripulación es gente fogueada, y la mayor parte de ésta conoce su oficio. O casi. Por desgracia, muchos de los nuevos no vivirán para aprenderlo.

Y sin embargo, piensa el comandante, qué Real Armada tuvimos hasta hace poco: escuelas de navegación, talleres de relojes e instrumentos náuticos, astronómicos y geodésicos, arsenales y astilleros modernos en La Habana, El Ferrol y Cartagena, capaces de construir una fragata en mes y medio. Aún hace seis años, dos después de que nos partieran el morro en San Vicente, poseíamos setenta y nueve navíos de línea, algunos considerados por los ingleses (que ya es considerar, tratándose de esos perros) los mejores del mundo. Ahora la mitad de esos navíos se pudre en los muelles por falta de recursos, y para tripular los que navegan (y que no hemos entregado todavía a los gabachos), estamos los de siempre: jefes y oficiales mal pagados y escasos de motivaciones, pese a tratarse en muchos casos de astrónomos, matemáticos, ingenieros navales, científicos respetados en toda Europa. Lo que tiene pelotas de pavo. Y aunque sirvan (sirvamos) pese a la desidia y la burocracia del reino, motivados por la certeza del honor y el deber, eso no puede extenderse a las tripulaciones desprovistas de dinero, medicinas y socorros, a los pescadores que huyen de la marina de guerra como del tifus, a los artilleros de mar, a los gavieros, a los matriculados con experiencia que desertan para no embarcarse por la dureza de la vida a bordo y la miseria que les aguarda a ellos y a sus familias, y prefieren alistarse en los ejércitos de tierra o en armadas de otros países, incluida la francesa. Tratados siempre, para resumir, según la vieja y siniestra ordenanza española: «No como es justo, sino como es gusto».

Aun así, Carlos de la Rocha los ha visto combatir, otras veces. Con dos cojones. A ellos o a otros como ellos, asustados, inseguros, preguntándose qué se les ha perdido allí en vez de estar en su casa, en seco. Pero bajo el fuego, cuando todo se vuelve tan simple como pelear para seguir vivos, y el espanto, la sangre y la mutilación se alternan con el coraje, la mala leche y el odio hacia el enemigo que te cañonea, a veces las cosas cambian. Bastante. Tres meses atrás, durante el combate de Finisterre, después de un tiempo en la mar, hombres al principio tan bisoños como esos nuevos reclutas lucharon durante todo el día entre la niebla con el valor de la desesperación, haciendo retirarse a los ingleses. A los que por cierto (Rocha es uno de los muchos marinos españoles que piensan así, pues luchar contra el enemigo es compatible con el sentido común) no se les puede echar la culpa de todo. El estado comatoso en que andan España y su Marina tiene que ver con los grandes intereses de otras naciones, pero también con enjuagues de personajillos de tercer orden, miserables intrigas cortesanas, medros particulares y, sobre todo, la absoluta incapacidad del gobierno puesto en manos de Manolito Godoy (otros tienen a Pitt, Talleyrand o Metternich y los españoles tienen a Godoy). Sólo así resulta comprensible el siniestro callejón sin salida: para conservar la neutralidad ante Inglaterra hubo que pagar un montón de dinero a Francia, lo que llevó inevitablemente a la guerra contra Inglaterra. Y hasta entonces, negarse a reconocer la realidad, aferrándose a una paz más falsa que un duro de plomo, estuvo convirtiendo en víctimas de incontables atropellos a buques españoles que venían de América atestados de carga y pasaje, mal artillados, y eran presa fácil de los navíos ingleses mientras Godoy, mesié por aquí, excelentísimo señor Cónsul por allá, se carteaba con el Petit Cabrón y España se iba al carajo. Porque en lo que a ingleses respecta, si ya durante la pasada guerra contra la Francia republicana (cuando a Luis XVI y a la ciudadana Capeta consorte les dieron matarile con la guillette) los hijos de la Pérfida demostraron ser unos aliados mezquinos, desleales y crueles, ahora como enemigos para qué te voy a contar. El comandante del Antilla lo sabe de primera mano, combates y vida en el mar aparte, porque estuvo con el almirante Lángara y su colega inglés Hood en el 93 en lo de Tolón, cuando las escuadras española y británica intentaban ayudar en el levantamiento de la ciudad contra la República. Y lo de ayudar es un eufemismo, por cierto, porque mientras los españoles combatían en tierra e intentaban salvar a la gente, los ingleses sólo atendieron a robar, destruir e incendiar cuanto no podían llevarse consigo. A su manera de siempre, claro. Los hijos de la gran puta.

El silencio abajo, en el alcázar, es absoluto. Nunca mejor dicho: sepulcral. Todos los oficiales han subido a la toldilla y se agrupan bajo el palo de mesana, a espaldas de su comandante: oficiales de guerra, agregados y guardiamarinas. Rocha se planta en lo alto de la escala, las manos cruzadas atrás, sintiéndose observado con respeto y temor, y confiando en que una racha inesperada de viento no le vuele el sombrero y le estropee la pose. Él es quien en las próximas horas decidirá sobre la vida y la muerte de esos hombres, y todos lo saben. Su amo. Mira hacia estribor, donde la escuadra inglesa, todavía a cosa de una legua y en aparente desorden, parece empezar a formarse por pelotones, y señalando hacia allí levanta la voz cuanto puede.

—¡Marineros y soldados del Antilla!… ¡Ahí llegan los ingleses, y vamos a batirnos!… ¡Vuestro deber, como el mío, es mantener a flote nuestro barco y hacerles todo el daño que podamos!… ¡Quiero que les devolváis cada bala de cañón y cada tiro de mosquete, sin piedad, pues ellos no la tendrán con nosotros!… ¡El Todopoderoso acogerá a los que caigan cumpliendo su obligación!… ¡A los que falten a ella, los haré fusilar!

Con la palabra fusilar vibrando en el aire, La Rocha abre el volumen de las Ordenanzas Navales que le acaba de traer el guardiamarina Ortiz y lee en voz alta y clara el título 34, 11: «El que, estando su bajel empeñado en combate, desamparase cobardemente su puesto con el fin de esconderse, será condenado a muerte. La misma pena sufrirá el que en la acción, o antes de empezarla, levantase el grito pidiendo que cese, o no se emprenda, y el que arriase la bandera sin orden expresa del comandante…». Después cierra el libro de un golpe, se lo devuelve al guardiamarina y mira al capellán de a bordo, el padre Poteras, que está al pie de la escala. No le gusta el sacerdote que les ha tocado en suerte en esta campaña, y procura tenerlo lejos de la camareta y de la toldilla: lo encuentra estúpido y sucio, con demasiada afición al vino de misa y al otro. Pero es lo que hay. Dentro de un rato, puestos a despachar almas al Más Allá, dará lo mismo un cura borracho que uno sobrio.

—Suba aquí, padre, y haga su oficio… Absolución general. Es una orden.

Obediente, el sacerdote se recoge un poco la sotana y sube hasta media escala acomodándose la estola; y cuando se vuelve, una mano en alto, hasta el último hombre se pone de rodillas, descubriéndose. Benedicat vos, etcétera. Amén. Rocha se ha quitado el sombrero y se persigna, baja la cabeza. Reza de verdad, con devoción, encomendando a Dios su alma y el futuro de la mujer y los cuatro hijos que ha dejado en Cádiz. Que tal vez sean viuda y huérfanos al caer la noche, con el desamparo que eso supone en aquella España de mierda, donde un soldado o un marino muertos, que no reclaman, constituyen una ocasión estupenda para que el Estado se ahorre pagar atrasos. Cuando el cura termina su absolución, el comandante, aún con el sombrero en la mano, alza el rostro y grita:

—¡Viva el rey!… ¡Viva el rey!… ¡Viva el rey!

Y todos los infelices que van a morir o a quedar mutilados de aquí a nada, y cuyas viudas y huérfanos ni siquiera podrán reclamar atrasos, ni compensaciones, ni pensiones, ni pepinillos en vinagre, corean los tres gritos con tres rugidos. A su pesar, Rocha se estremece en sus adentros. Pobre gente. Si hay un rey indigno de tal grito, es el suyo. El de ellos y el de él. Ese zurullo empolvado y fofo de Carlos IV. Pero eso no tiene nada que ver con el asunto. Lo que cuenta es que, por un instante, aquello parece una tripulación y no un rebaño de gente asustada a las puertas del matadero. Y en la duda, la más tetuda: el deber. Cuando uno muere cumpliendo con su obligación, no se equivoca nunca.

—¡Vivaspaña! —grita.

Aún resuenan setecientas y pico voces de proa a popa aullando que sí, que viva España y lo que se tercie, que de perdidos al río y que a los ingleses se los van a comer sin pelar, si los dejan, cuando Rocha piensa que por ahora ha hecho lo que podía hacer. Aunque no sea mucho. Ya sólo queda librar el combate con arreglo a las ordenanzas, ciega disciplina, etcétera, a las órdenes de un contralmirante gabacho y de escasa competencia, en una línea mal formada, a barlovento de una costa peligrosa y llena de bajos, en condiciones que, si el tiempo empeora (como es probable), harán muy crítica la situación de los navíos que el combate deje sin gobierno. Pero así son las cosas. De manera que Rocha mira hacia la escuadra enemiga, se encasqueta el sombrero y hace un gesto al patrón de su bote, Roque Alguazas, un veterano artillero de mar que navega con él desde hace seis años y se mantiene aparte en la toldilla, con el sable del comandante en las manos. Sin necesidad de palabras, Roque se acerca, le desciñe el espadín de paseo (que es una auténtica cursilería) y le ciñe el sable de verdad, el de combate. Después el comandante se vuelve hacia su segundo en el mando.

—Fatás.

Una sonrisa resignada y triste cruza el rostro recién afeitado del comandante. El segundo se la devuelve. Idéntica.

—Susórdenes.

—Vaya a su puesto, si es tan amable.

Circunspecto, flemático, el capitán de fragata Jacinto Fatás de Ponzano, cuarenta y cuatro años, padre de dos hijos, se ajusta el corbatín, comprueba la botonadura de la casaca, saluda quitándose el sombrero a la bandera que ondea en el pico de cangreja, y seguido por el guardiamarina Falcó, encargado de asistirlo, desciende por la escala que lleva al alcázar, a los pasamanos y a la proa. A partir de ahora su puesto está bajo el palo trinquete, en el castillo, y sólo volverá a la toldilla para tomar el mando si el comandante es herido o muere.

—Qué leches hago aquí, si soy de Huesca.

Eso no lo dice Fatás ahora, naturalmente. Lo dijo anoche mientras tomaba un trago de jerez en la cámara del comandante, a solas con Carlos de la Rocha, el mar negro como un telón siniestro al otro lado del amplio ventanal de popa. ¿Y no piensas (añadió al rato, tuteando a su superior por primera vez en mucho tiempo) que Gravina tenía que habérsele plantado a esos gabachos y poner su dimisión sobre la mesa de Godoy en vez de aceptar lo que nos espera a todos?… Eso preguntó el segundo del Antilla copa en mano, mirando a Carlos de la Rocha a los ojos mientras oían el rumor del agua en la estela, el crujir del barco y la primera campanada de la guardia de media. Dong. Pero éste no respondió, y ahora lamenta no haberse franqueado con su segundo y dicho sí, naturalmente, ésa es la fija, colega: con todo su golpe de disciplina y pundonor, nuestro almirante Gravina es un tiñalpa cortesano, un político antes que un marino, que va a llenar España de viudas y de huérfanos, incluyendo posiblemente los tuyos y los míos. Y yo también me cago en su puta madre. Pero no lo dijo, sino que se quedó callado, bebiéndose el jerez sin decir ni pío. La soledad del mando, la boca cerrada y toda la murga. La maldita pose. Y ahora lo lamenta mientras observa irse a Fatás, que es su amigo (todo lo amigo que se puede ser de un comandante a bordo de un navío de línea), y a quien tal vez nunca más vuelva a ver vivo. Porque en efecto. Qué leches hace aquí uno de Huesca, se pregunta Rocha. O un asturiano, como yo. O cualquiera de estos otros infelices. Pero así son las cosas en la Real Armada y en la vida. Luego suspira para sus adentros y se vuelve hacia el segundo oficial de a bordo.

—Oroquieta —llama sin alzar la voz.

Suena un exagerado taconazo. El teniente de navío Oroquieta, piensa Rocha, es un poquito frívolo, guasón y pelota, pero buen marino. Y con vergüenza torera: mientras otros procuraban escaquearse para no salir con la escuadra, él acaba de incorporarse voluntario, dejando el hospital donde estaba convaleciente después de un tabardillo y unas tercianas de las de aquí te pillo aquí te quedas. No querrán que me lo pierda, dijo al llegar con su cofre a lomos de un marinero. El pifostio.

—Todo el mundo sabe que con tres gloriosas derrotas en la hoja de servicios, en la Marina española asciendes antes… Yo llevo San Vicente y Finisterre, así que sólo me falta una.

El comandante del Antilla lo conoce bien y se alegra de tenerlo allí con su lealtad y su buen humor. A él, a Fatás y a los otros. Hasta los peores acabarán hoy ganándose el jornal. Hay días, concluye, que redimen toda una vida.

—A sus órdenes, mi comandante —dice Oroquieta—. Listo para la masacre y la vorágine.

Rocha está mirando a barlovento, hacia los ingleses.

—Déjese de guasa y toque zafarrancho de combate de una maldita vez.