11

La huida

Baley aprisionó con fuerza el mango del tenedor.

—¿Estás seguro? —preguntó automáticamente.

—¡Completamente! —repuso R. Daneel.

—¿Están cerca de nosotros?

—No mucho. Están dispersos.

—Muy bien, entonces.

La mente de Baley trabajaba con frenesí…

Supongamos que el incidente de anoche fuese organizado por fanáticos antirrobotistas; que no fuese el tumulto espontáneo que parecía. Entre el grupo de agitadores podría haber hombres que hubiesen estudiado a los robots, y alguien identificaría a R. Daneel por lo que era, como el comisionado había sugerido.

Todo se concatenaba con lógica. Concediendo que no hubieran podido actuar de modo coherente, quedaba aún la posibilidad de un proyecto futuro. Si podía identificar a un robot como R. Daneel, advertiría también que el mismo Baley pertenecía al cuerpo de policía. Un funcionario de policía en compañía inusitada con un robot humanoide, con seguridad significaba un hombre de gran importancia en la organización.

De ello se deducía que cualquier observador apostado en el palacio municipal (o hasta agentes dentro del palacio municipal) descubriría a Baley, a R. Daneel o a ambos, antes de que transcurriese mucho tiempo. Tampoco resultaba sorprendente que lo hubiesen hecho en el curso de veinticuatro horas.

R. Daneel concluyó de comer. Aguardó sentado con las manos apoyadas en los bordes de la mesa.

—¿No nos convendría hacer algo? —preguntó.

—Aquí en la cocina estamos a salvo —replicó Baley—; déjame a mí.

Baley dirigió una mirada en torno. Un tumulto espontáneo podía estallar en cualquier momento.

Baley se sintió atrapado. Con toda probabilidad había agitadores apostados en la parte exterior. Seguirían a Baley y a R. Daneel hasta un lugar apropiado, y en el momento preciso se encendería la mecha.

—¿Por qué no detenerlos? —indagó R. Daneel.

—Porque eso principiaría más pronto la danza. Conoces sus rostros, ¿verdad? ¿No se te olvidarán?

—Soy incapaz de olvidar.

—Entonces les echaremos el guante en otra oportunidad. Por ahora, romperemos la red en que tratan de pescarnos. Sígueme. Haz exactamente lo que me veas hacer.

Levantóse; volvió el plato del revés con gran cuidado, centrándolo en el disco movible de donde había surgido; colocó de nuevo el tenedor en el hueco mientras R. Daneel le observaba y llevaba a cabo los mismos movimientos. Los platos y los cubiertos desaparecieron de su vista.

—También ellos se están levantando —indicó R. Daneel.

—¿Estás listo?

—Estoy listo, Elijah.

Salieron de la cocina. El éxito de la fuga quedaba en manos de Baley.

Baley conocía las plantas de energía. La familiaridad con ellas no menguaba su sensación de asombro incómodo. Y esa sensación se le ahondaba con el horrible pensamiento relativo a que su padre había pertenecido al cuerpo directivo de una planta como la que visitaba. Es decir, antes de que…

—Una planta de energía —explicó Baley con brevedad. Esto borrará nuestras huellas.

Oyeron el zumbido creciente de los potentes generadores ocultos en el túnel central de la planta. Notaron también la débil acritud del ozono en la atmósfera y la amenaza sombría y silenciosa de las líneas rojas que señalaban los linderos allende los cuales nadie podía aventurarse sin estar provisto de vestiduras protectoras.

Le ordenó a R. Daneel con disgusto repentino:

—No te acerques a esas líneas rojas. —Luego se corrigió mentalmente, añadiendo con timidez—: Aunque supongo que a ti no te afectará.

—¿Es algo de radiactividad? —indagó Daneel.

—Sí.

—Entonces sí me afecta. Las radiaciones gamma destruyen el delicado equilibrio de un cerebro positrónico. A mí me perjudicarían con mayor prontitud que a ti.

—¿Te matarían?

—Sería preciso dotarme con un nuevo cerebro positrónico. Como dos cerebros no pueden construirse idénticos, yo sería un nuevo individuo. El Daneel a quien ahora le diriges la palabra estaría muerto.

Baley le lanzó una mirada de duda encubierta.

—Nunca lo había sabido… Subamos por este declive.

—No se hace hincapié en el punto. Los espacianos desean convencer a los terrícolas de la enorme utilidad de aparatos como yo, no de nuestras debilidades.

—Entonces, ¿por qué confesármelo?

R. Daneel le clavó una mirada preñada de compasión humana.

—Tú eres mi socio, Elijah. Debes conocer mis debilidades y mis tropiezos.

—Vayamos ahora por aquí —indicó Baley—. Es el camino de nuestro apartamento.

Era un apartamento sombrío, de clase inferior. Un aposento con dos lechos, dos sillas plegables y un armario. No había ningún lavabo; sólo un embudo para los desperdicios.

—Supongo que lo podemos aguantar —se encogió de hombros Baley.

R. Daneel se dirigió al embudo para los desperdicios. La camisa, descosturándose con una presión, reveló un pecho terso y, en apariencia, musculado en forma perfecta.

—¿Qué haces? —preguntó Baley.

—Desembarazarme de la comida que tragué. Si la dejara, entraría en putrefacción.

El robot colocó dos dedos bajo una tetilla, y oprimió con delicadeza. El pecho se le separó longitudinalmente. R. Daneel introdujo la mano y de un conjunto de metal brillante tomó una bolsa traslúcida y la abrió. Explicó:

—La comida está limpia. Ni salivo ni mastico. Pasa al esófago mediante succión. Y sigue siendo comestible.

—No te preocupes —comentó Baley—. No tengo hambre. Puedes tirarla.

La bolsa para alimentos de R. Daneel era de plástico fluorocarbónico, decidió Baley, pues la comida no se le pegaba.

—Sugiero empezar mañana temprano —propuso Baley.

—¿Por alguna razón especial?

—La situación de este apartamento aún no es conocida por nuestros amigos. Al menos, así lo espero. Si salimos temprano, eso llevaremos de ventaja. Una vez en el palacio municipal, decidiremos si nuestra sociedad sigue siendo práctica.

—Pero me parece que…

R. Daneel se encontró interrumpido por una flechita roja que apareció en el cuadro de señales de la puerta.

Baley se levantó en silencio y echó mano de su desintegrador. Volvió a aparecer la señal.

Sin hacer ruido se dirigió a la puerta; apoyó el índice en el contacto del desintegrador mientras abría la llave que convertía la puerta en trasparente en un solo sentido. En el marco de la puerta apareció delineada la silueta del hijo de Baley. Cuando el chico levantaba la mano para llamar por tercera vez, Baley atrapó brutalmente la mano de Ben y lo hizo entrar de un tirón.

La mirada de temor y asombro fue desapareciendo con lentitud de los ojos de Ben.

—¡Papá! —protestó en tono de voz plañidera—. No necesitabas tironearme tan bestialmente.

—¿Viste a alguien ahí fuera, Ben?

—No. ¡Sólo vine para comprobar si estabas bien!

—¿Por qué no habría de estar bien?

—No lo sé. Mamá estaba llorando y me dijo que te buscara.

—¿Cómo me encontraste? ¿Sabía ella dónde estaba yo?

—No, no lo sabía; pero yo llamé a tu oficina.

—¿Y te lo dijeron?

Ben se quedó sorprendido ante la vehemencia de su padre. Contestó en voz muy baja:

—¡Por supuesto! ¿Por qué no me lo tenían que decir?

Baley y Daneel se miraron.

—¿Está ahora tu madre en el departamento? —preguntó Baley.

—No. Fuimos a casa de mi abuela a comer y allí nos quedamos. Voy a regresar allí, papá.

—No, tú te quedas aquí. Voy a llamar a Jessie.

—Sería más lógico que lo hiciera Bentley. Hay cierto riesgo, y Ben es menos valioso —sugirió Daneel.

—Entre nosotros no se acostumbra que uno exponga a su hijo al peligro.

—¿Peligro? —gritó Ben—. ¿Qué sucede, papá? Dime.

—Nada. No sucede nada. Vamos, no es asunto tuyo, ¿comprendes? Será mejor que te acuestes. ¿Me oyes?

—Me podrías decir algo, ¿no? No se lo soltaré a nadie.

—¡A la cama te digo!

—¡Caray!

Baley marcó el número del apartamento de su suegra y la pantalla se iluminó. El rostro de ella apareció contemplándolo.

—Haz el favor de llamar a Jessie —murmuró.

Jessie llegó al instante. Baley la miró al rostro. Luego, con toda intención, oscureció la pantalla.

—Ben está aquí, Jessie. Dime qué sucede.

—¿Estás bien? ¿No te ha pasado nada malo?

—Estoy perfectamente.

—¡Oh, Lije, estoy tan preocupada!

—¿Por qué? —preguntó, algo conmovido.

—¿Sabes? Tu amigo…

—¿Qué pasa con él?

—Ya te lo dije anoche. Habrá dificultades.

—Tonterías. Ben se quedará esta noche conmigo y tú vete a la cama. Buenas noches, querida.

Cortó la comunicación. Tenía el semblante descompuesto y pálido de miedo, pánico y preocupaciones.

Ben permanecía en pie en el centro del aposento cuando Baley volvió. Había colocado una de sus lentes de contacto en una tacita de succión. Conservaba la otra en el ojo. Protestó:

—¡Caray, papá! ¿No hay agua en este lugar? El señor Olivaw me dice que no puedo salir al Personal.

—Tiene razón. No puedes. Ponte la lentilla en el ojo, Ben. No te molestará dormir con ellas por una noche.

—Muy bien.

Ben se la colocó de nuevo y se metió en la cama.

—Supongo que no te importará quedarte sentado —le insinuó Baley a R. Daneel.

—Indiscutiblemente que no. A propósito, me interesé por ese adminículo que Bentley se pone en el ojo. ¿Todos los terrícolas lo utilizan?

—No, sólo unos cuantos —replicó Baley un tanto ausente—. Yo no, por ejemplo.

—¿Y por qué razón las usan?

Baley no contestó. Estaba absorto en la confusión de sus propios pensamientos.

Las luces se apagaron.

Baley seguía despierto. Apenas se daba cuenta de la respiración de Ben, al volverse profunda y regular y un poco ruidosa. Se percató de que R. Daneel, sentado en una silla y con grave inmovilidad, permanecía frente a la puerta.

Al quedar dormido le invadió un horrible sueño.

Soñó que Jessie se caía en la cámara de fisión de una planta de energía nuclear, y que caía…, caía… Levantaba sus brazos hacia él y gritaba. Él se quedó petrificado, al extremo de una línea escarlata, mirándola, observándola, advirtiendo su rostro descompuesto que se volvía hacia él a medida que se derrumbaba, cada vez más pequeña, hasta convertirse sólo en un punto.

Incapaz de hacer nada, excepto observarla, entre sueños, sabiendo que fue él mismo quien la empujó para que cayera.