10

La tarde de un detective

El coche-patrulla se desvió a un lado y se detuvo junto a la pared de la autopista. El zumbido del motor hacía que el silencio se sintiese muerto y denso.

Baley miró al robot junto a él y le preguntó con un tono de voz incongruentemente tranquilo:

—¿Qué?

El tiempo se dilataba mientras Baley aguardaba la respuesta. Una vibración leve y solitaria se elevó, alcanzó un punto mínimo de percepción y luego se esfumó. Era el rumor de otro vehículo que avanzaba próximo a ellos. En ningún instante del día o de la noche podía considerarse vacío por completo todo el sistema de autovías, y, sin embargo, de seguro que existían callejones individuales que nadie frecuentaba durante años. Con claridad repentina y devastadora recordó una historieta de cuando era joven.

Se refería a las autopistas de Londres, y comenzaba, muy pausadamente, con un asesinato. El asesino huyó rumbo a un escondrijo escogido de antemano en un rincón de una autovía, en cuyo polvo las huellas de sus propios zapatos representaban el único cambio en un siglo. En ese agujero abandonado podría aguardar con seguridad a que la búsqueda concluyese.

Pero tomó una encrucijada al revés, y en el silencio y la soledad de aquellos corredores tortuosos lanzó un juramento desafiando a la Santísima Trinidad y a todos los santos del cielo, porque a pesar de todos ellos llegaría a su refugio.

Desde ese momento, ninguna vuelta le resultó bien. Vagó a través de un laberinto sin término desde el sector de Brighton en el Canal hasta Norwich, y desde Coventry hasta Canterbury. Se enterró indefinidamente bajo la gran ciudad de Londres, a lo largo de la esquina sudeste de la Inglaterra medieval. Sus ropas se convirtieron en andrajos y los zapatos en tiras de cuero; sus fuerzas se consumían, mas nunca lo abandonaron por completo. Cansado y muerto de cansancio, era incapaz de detenerse. Lo único que podía hacer era continuar siempre hacia adelante, dando siempre vueltas equivocadas en su absurdo avance.

A veces escuchaba el ruido de coches que pasaban, en algún corredor adyacente. Por más que corría y se apresuraba (pues para entonces ya se hubiese entregado con verdadero gusto), el sitio adonde llegaba se encontraba vacío. En ocasiones vislumbraba una salida a lo lejos, que lo llevaría a la vida de la ciudad, pero aquélla brillaba cada vez más distante a medida que se aproximaba, hasta que, al dar una vuelta, ¡desaparecía!

De vez en cuando, algunos londinenses que andaban por aquellos sitios subterráneos veían una figura brumosa que cojeaba rumbo a ellos, en silencio, con un brazo semitransparente levantado en gesto de súplica, la boca abierta y gesticulante, mas sin producir sonido ninguno. Y, al aproximarse, saludaba y se desvanecía.

Era una historieta que había ya perdido todo atributo de ficción ordinaria y entrado en los dominios de la leyenda. «El londinense vagabundo» se convirtió en una expresión familiar en todo el mundo.

En las profundidades de la ciudad de Nueva York, Baley recordó la narración y se estremeció, intranquilo.

R. Daneel habló a su vez, y hubo un pequeño eco. Decía:

—Nos pueden escuchar.

—¿Aquí? Ni por asomo. Ahora bien, ¿qué hay del comisionado?

—Se encontraba en el lugar de los acontecimientos, Elijah. Es un habitante de la ciudad. Inevitablemente cae en la categoría de los sospechosos.

—¿Sigue siendo sospechoso?

—No. Su inocencia se comprobó con rapidez. En primer lugar, no poseía ningún desintegrador. Imposible que lo tuviera: había entrado en Espaciópolis del modo común y corriente. Como tú sabes muy bien, el modo ordinario de proceder elimina los desintegradores.

—A propósito, ¿se halló el arma con que se cometió el crimen?

—No, Elijah. No hubo un solo desintegrador de Espaciópolis que no se examinara, y ninguno había sido disparado en el curso de varias semanas. Un examen de las cámaras de radiación resultó concluyente.

—Entonces, ocultó el arma de modo tan perfecto…

—Imposible que lo haya ocultado en Espaciópolis. Nuestras investigaciones fueron completas.

A lo que Baley interpuso con impaciencia:

—Estoy tratando de considerar todas las posibilidades. Fue preciso que se ocultara o el asesino se lo llevó consigo cuando huyó.

—Exactamente.

—Y si admites como única la segunda posibilidad, el comisionado queda eliminado.

—En efecto. Además, como precaución, le practicamos el análisis cerebral.

—¿Qué?

—Por análisis cerebral se entiende la interpretación de los campos electromagnéticos de las células vivientes del cerebro.

—¡Oh! —exclamó Baley, sin comprender—, y ¿qué indica eso?

—Nos suministra datos relativos a la conformación temperamental y emocional de un individuo. En el caso del comisionado Enderby, nos informó que era incapaz de matar al doctor Sarton.

—No —convino Baley—, no es el tipo. Yo pude haberles dicho eso mismo.

—Preferimos contar con informes objetivos. Como es natural, todos los habitantes de Espaciópolis aceptaron el análisis.

—Todos incapaces, supongo.

—Sin ninguna duda. Por ello mismo sabemos que el asesino tiene que ser un habitante de la ciudad.

—Bueno, pues entonces todo lo que tenemos que hacer es someter a toda la ciudad a ese pequeño y maravilloso experimento.

—No resultaría práctico, Elijah. Existirían millones que, por temperamento, serían capaces de hacerlo.

—Millones —gruñó Baley, pensando en las muchedumbres de aquel día ya lejano que vociferaban contra los cochinos espacianos, y en la multitud amenazante e injuriante en el exterior de la tienda de zapatos.

«¡Pobre Julius, un sospechoso!», pensó.

Podía escuchar la voz del comisionado que describía los momentos que siguieron al descubrimiento del cadáver.

Era brutal, ¡brutal!

Nada tiene de asombroso que con el sobresalto y la preocupación hubiese roto sus gafas. Ni tampoco el hecho de que no deseara regresar a Espaciópolis.

—¡Los odio! —había mascullado.

¡Pobre Julius! El hombre que podía manejar a los espacianos, el hombre cuyo mayor valor para la ciudad consistía en su habilidad para entendérselas con ellos. ¿En qué proporción habría contribuido eso a sus rapidísimos ascensos?

Tampoco era asombroso que el comisionado hubiese deseado que Baley se encargase del asunto. El muy fidelísimo Baley, el bueno y viejo amigo de boca hermética. ¡Compañero de colegio! Mantendría la boca callada si llegaba a descubrir algo de ese incidente. Baley se preguntaba cómo se efectuaría el análisis cerebral. Se figuraba enormes electrodos, pantógrafos especiales, líneas como telas de araña, como grafías sobre papel pautado, palancas automáticas que entraban en juego y operaban en todo momento.

Pobre Julius. Si su estado de ánimo estuviese tan pasmado como casi tenía derecho a estarlo, tal vez pudiera hallarse ya contemplando el final de su carrera, con una obligada carta de renuncia a manos del alcalde.

El coche-patrulla se desvió hacia los planos inferiores colindantes al palacio municipal.

Eran las 14:30 cuando Baley llegó a su despacho. El comisionado había salido. El sonriente de R. Sammy no sabía a qué horas regresaría ni en dónde se encontraba.

A las 15:20, R. Sammy le dijo:

—El comisionado acaba de llegar, Lije.

—¡Gracias! —repuso Baley.

Por primera vez escuchó a R. Sammy sin sentirse molesto. Después de todo, R. Sammy era una especie de pariente de R. Daneel, y desde luego, R. Daneel no era una persona —o una cosa— con la que hubiera de disgustarse. Baley se preguntó cómo sería en un nuevo planeta con hombres y robots iniciándose al mismo tiempo en una cultura de ciudad. Y, sin apasionamiento, reflexionó sobre la situación.

El comisionado hojeaba unos documentos cuando Baley entró.

—¡Vaya metedura de pata hiciste en Espaciópolis! —le soltó Enderby.

Y se le volvió a presentar toda la escena. El duelo verbal con Fastolfe…

Su rostro alargado adoptó una lúgubre expresión de vergüenza.

—Confieso que así fue, comisionado. Lo siento.

Enderby levantó la vista. Su expresión resultaba de astucia a través de las gafas. Parecía seguro de sí mismo.

—¡No importa! —afirmó—. Aparentemente, Fastolfe no le dio ningún valor; así que vamos a olvidarnos de ello. Resultan imprevisibles esos espacianos. La próxima vez será mejor que cuando decidas convertirte en un héroe subetérico lo consultes antes conmigo.

Baley asintió. Trató de enfocarlo todo desde el exterior. No resultó. Y por otra parte le sorprendía que Enderby lo aceptara todo con tanta naturalidad. Pero así era. Explicó:

—Escuche, comisionado. Necesito un apartamento para dos personas, para Daneel y para mí. No puedo llevármelo conmigo a casa esta noche.

—¿Qué estás diciendo?

—Se ha difundido la noticia de que es un robot. ¿Lo recuerda? Posiblemente no suceda nada; pero si estalla un tumulto o un motín, no deseo que mi familia se encuentre metida en el escándalo. ¿De acuerdo?

—¡Tonterías, Lije! Ya he ordenado que se hagan investigaciones. No existe el menor rumor en la ciudad.

—Jessie lo supo de algún sitio.

—Bien, pero no existe ningún rumor organizado. Nada peligroso. Me he ocupado de comprobarlo desde el instante en que me retiré de la pantalla en el domo de Fastolfe. Por esa razón me ausenté. Tenía que seguirle la pista, naturalmente, y con rapidez. De todos modos, aquí están los informes. Observa tú mismo. Este informe es de Doris Gillid. Se introdujo en media docena de Personales de Mujeres, en diversas partes de la ciudad. Ya conoces a Doris y sabes de su competencia. Pues bien, no descubrió nada anormal en ninguna parte.

—Entonces, ¿cómo lo supo Jessie?

—Fácil es de explicarlo. R. Daneel dio todo un espectáculo en la zapatería. Dime, Lije, ¿apuntó en realidad con un desintegrador o tú exageraste un poco?

—Desenfundó el desintegrador… y lo apuntó.

Enderby meneó la cabeza.

—Alguien lo reconocería como robot.

—¡Un momento! —exclamó Baley indignado—. Es imposible reconocerlo como robot.

—¿Por qué?

—Yo no pude. ¿Acaso pudo reconocerlo usted?

—¿Y eso qué demuestra? Nosotros no somos expertos. Supongámonos que allí, entre la multitud, hubiera un técnico de las fábricas de robots de Westchester, vamos, un experto. Advierte algo extraño en R. Daneel, Quizás en su manera de hablar o de comportarse. Reflexiona en ello y se lo comunica a su esposa. Ella se lo confía a sus amigos. Luego el rumor se extingue, por improbable. La gente no cree en él; sólo que llegó a Jessie antes de apagarse.

—Puede —consintió Baley, dudoso—. ¿Y qué me dice en cuanto al apartamento para dos?

El comisionado se encogió de hombros y levantó al audífono del intercomunicador. Tras unos instantes, le informó:

—La sección Q-27 es la única disponible. No la considero muy distinguida.

—No importa —repuso Baley.

—A propósito, ¿en dónde está ahora R. Daneel?

—Anda por los archivos. Trata de obtener datos sobre los agitadores medievalistas.

—¡Santo cielo, si hay millones!

—Lo sé; pero eso lo mantiene contento. Dígame, comisionado, ¿le habló el doctor Sarton respecto al programa de Espaciópolis? Me refiero a implantar la cultura C/Fe.

—La cultura ¿qué?

—Implantar robots.

—Sí, en alguna ocasión.

El tono del comisionado no denotaba ningún interés particular.

—¿Le explicó cuál era el punto de vista de Espaciópolis?

—Oh, mejorar la salud, subir el nivel de vida. La verborrea de costumbre; no me impresionó gran cosa. Por supuesto, asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se trata de seguirles la corriente y confiar que no rebasen los límites de lo razonable. Acaso algún día…

Baley aguardó; mas el otro no se dignó acabar la frase.

—¿No le explicó nunca nada sobre emigración? —insistió Baley.

—¿Emigración? Nunca. Permitirle a un terrícola que emigre a un Mundo Exterior sería tanto como hallar un asteroide diamantífero en los anillos de Saturno.

—Hablo de emigración a nuevos mundos.

Pero el comisionado replicó a esa afirmación con una fija mirada de incredulidad.

Baley paladeó la situación. Luego, con repentina brusquedad, espetó:

—¿Qué es el análisis cerebral? ¿Ha oído hablar de ello?

El semblante del comisionado no se inmutó: los ojos no le parpadearon. Con toda tranquilidad, repuso:

—No, ¿qué es?

—Nada. Me llegaron vagas nociones.

Salió de la oficina y reflexionó. Pensó que el comisionado no era tan buen actor.

A las 16:05 Baley llamó a Jessie y le dijo que esa noche no iría a casa.

—Lije, ¿hay dificultades? ¿Estás en peligro?

Un policía siempre se encuentra con cierta dosis de peligro, le explicó con ligereza. Pero no la satisfizo.

—¿En dónde vas a estar?

—Si crees que te vas a sentir sola —le aconsejó— ve a casa de tu madre. —Y cortó la comunicación.

A las 16:20 llamó a Washington. Le costó su tiempo conseguir al hombre que necesitaba y convencerlo para que tomara una avión para Nueva York al siguiente día. A las 16:40 ya lo había logrado.

A las 16:55 se dirigió al comisionado. Una sonrisa de incertidumbre cruzó su semblante. Los del turno de día salieron en grupo. Los empleados del turno siguiente fueron llegando y lo saludaban con diversos tonos en los que predominaba la sorpresa.

R. Daneel llegó hasta su escritorio con un gran fajo de papeles.

—Son listas de hombres y mujeres que pueden pertenecer a organizaciones medievalistas —dijo.

—¿Cuántos hay?

—Algo más de un millón —replicó R. Daneel—. Aquí sólo hay una parte.

—¿Crees que podrás investigar a todos, Daneel?

—Eso sería poco práctico, Elijah.

—Mira, Daneel, casi todos los terrícolas son medievalistas en una u otra forma. El comisionado. Jessie. Yo mismo. Fíjate en el comisionado, con sus… «adornos oculares».

Por poco se le escapa «gafas»; luego recordó que los terrícolas tenían que apoyarse entre sí, y que debía proteger la dignidad del comisionado.

—Sí —asintió R. Daneel—, ya las advertí; pero pensé que no era delicado mencionarlas. No he observado tales adornos en ningún otro habitante de la ciudad.

—Se trata de algo muy anticuado.

—¿Sirve de algo?

Baley cambió bruscamente de tema preguntando:

—¿Cómo obtuviste la lista?

—Me la proporcionó una máquina. Uno la programa para seleccionar determinado tipo de delitos, y la máquina se encarga de todo lo demás. La dejé que investigara los casos de desórdenes en que hubiera robots involucrados, y durante los últimos veinticinco años. Otra máquina examinó todos los periódicos de la ciudad durante el mismo período, buscando nombres comprometidos en declaraciones contrarias a los robots o a los Mundos Exteriores. Es sorprendente lo que se puede hacer en tres horas.

—De seguro que hay mejores aparatos en los Mundos Exteriores, ¿no es así?

—Por supuesto.

—¿Has estado alguna vez en Aurora? —indagó de pronto Baley.

—No —repuso Daneel—, a mí me armaron en la Tierra.

—Entonces, ¿cómo sabes tanto de los Mundos Exteriores?

—Mi acervo de conocimientos proviene del que poseía el finado doctor Sarton. Hay abundancia de material relativo a los Mundos Exteriores.

—Comprendo. ¿Puedes comer, Daneel?

—Mi fuerza motriz es nuclear. Pensé que ya lo sabías.

—Lo sé perfectamente. No te pregunté si necesitabas comer. Te pregunté si podías comer, si podías llevarte comida a la boca, masticarla y tragarla. Me figuro que eso sería un detalle importantísimo en tu apariencia de ser humano.

—Comprendo tu punto de vista. Sí, puedo llevar a cabo las operaciones mecánicas de masticar y de tragar. Por supuesto, mi capacidad es muy limitada, y me vería obligado a retirar, más tarde o más temprano, las sustancias ingeridas del lugar que señalarías como mi estómago.

—Muy bien. Esta noche tú te dedicarás a regurgitar, o lo que sea, en la tranquilidad de nuestro apartamento. El caso es que yo tengo hambre. Dejé de tomar mi almuerzo, ¡maldita sea!, y te necesito conmigo cuando coma. Y resulta imposible que te sientes allí, y no comas sin provocar atención y comentarios. Así pues, si puedes comer, eso es cuanto necesito saber. ¡Vamos!

Las cocinas eran iguales en todos los barrios de la ciudad. Es más: Baley había estado en Washington, Toronto, Los Ángeles, Londres y Budapest en viajes de negocios, y también allá eran idénticas. Acaso fueron diferentes durante las épocas medievales, cuando los idiomas variaban y los regímenes alimenticios diferían. Pero actualmente los productos de las levaduras eran iguales en todo el mundo.

Allí estaba la triple fila, en espera, moviéndose con lentitud, convergiendo en la puerta y dividiéndose de nuevo, a la derecha, a la izquierda, al centro. Allí, también, el rumor de humanidad, hablando, agitándose, y el resonante choque de plástico contra plástico. Allí, además, el brillo del símil de madera, del pulido exagerado, de la claridad sobre cristal, las mesas largas, el vapor que casi podía tocarse en la atmósfera recargada.

Baley avanzaba poco a poco, a medida que la fila adelantaba.

Preguntó a R. Daneel con repentina curiosidad:

—¿Puedes sonreír?

—Discúlpame, Elijah, no te oí —repuso R. Daneel, pues había estado atisbando hacia el interior de la cocina absorto por completo.

—Te preguntaba si puedes sonreír.

R. Daneel sonrió. El gesto fue súbito y sorprendente. Los labios se le crisparon hacia atrás, y la piel de los lados se le frunció. Sin embargo, sólo la boca sonreía. El resto del semblante del robot permaneció inmutable.

Baley meneó la cabeza.

—No te molestes. No te favorece en absoluto.

Hallábanse en la entrada. Los individuos introducían su bandeja en el hueco apropiado. También ellos hicieron lo propio.

—Puré de patatas, salsa sintética de ternera y albaricoques en almíbar —comentó Baley.

Un tenedor y dos rebanadas de pan integral de levadura surgieron en un hueco frente a la barandilla deslizante.

—Si lo deseas puedes tomar mi parte —le murmuró R. Daneel.

Por unos instantes, eso escandalizó a Baley. Luego replicó:

—Se considera de muy mala educación. Anda, come.

Aunque intranquilo, Baley comía sin cesar. De vez en cuando observaba de soslayo a R. Daneel. El robot comía con movimientos precisos de las mandíbulas. Demasiado precisos. No se veía natural.

¡Cosa extraña! Ahora que Baley sabía en verdad que R. Daneel era un robot, toda clase de pequeños detalles se lo demostraban a las claras. Por ejemplo, no había movimiento de la manzana de Adán cuando R. Daneel tragaba.

—Elijah —indagó en cierto momento R. Daneel—, ¿es de mala educación observar a otro individuo mientras come?

—Si te refieres a quedártelo mirando con fijeza, desde luego que sí. El más insignificante sentido común lo indica.

—Comprendo. Y entonces, ¿por qué me es fácil contar por lo menos a ocho personas que nos vigilan con mucho cuidado?

Baley dejó el tenedor. Dirigió una mirada en torno, como si buscara un salero.

—No advierto nada anormal.

Pero lo dijo sin convicción. La multitud de individuos no le significaba más que un vasto conglomerado de caos entre sí. Y cuando R. Daneel le clavó la vista, con sus ojos impersonales, Baley sospechó, con incomodidad, que no eran ojos lo que veía, sino buscadores capaces de anotar todo un panorama en su extensión, con la exactitud de una fotografía y en fracciones de segundo.

—Te digo que estoy del todo seguro —reiteró R. Daneel con énfasis, aunque con calma.

—Bueno, entonces, ¿qué supones que demuestra esta conducta tan impropia?

—No sé, Elijah. Sin embargo, ¿no parece una coincidencia que seis de los observadores estuviesen entre la multitud que anoche se amotinó frente a la zapatería?