7

Espaciópolis

El comisionado de policía Julius Enderby limpió sus gafas con gran cuidado y se las ajustó en la parte superior de la nariz. Luego buscó el conmutador al extremo de su escritorio y, durante unos instantes, convirtió la puerta de su oficina en transparente en un solo sentido.

—A propósito, ¿en dónde está?

—Me confesó que le gustaría que le enseñaran el departamento, y le dije a Jack Tobin que le hiciera los honores.

—Espero que no le dijiste que es un robot.

—Por supuesto que no.

El comisionado no se tranquilizó. Con una mano seguía jugueteando sin objeto con el calendario automático que mantenía sobre su escritorio.

—¿Cómo te va? —interrogó sin mirar a Baley.

—No muy bien.

—Lo siento, Lije.

—Pudiste haberme informado de que tenía un aspecto humano —le reprochó Baley con firmeza.

El comisionado apareció muy sorprendido.

—¿No te lo dije? ¡Maldita sea, debiste de haberlo sabido! No te hubiese pedido que se quedara en tu casa si su aspecto fuera semejante al de R. Sammy, ¿no te parece?

—Lo sé; pero antes nunca había visto a ningún robot del estilo de ése, y usted sí. Ni siquiera me imaginaba que tales cosas fueran posibles.

—Escúchame, Lije, lo siento mucho. Debía de habértelo dicho. Tienes razón. Pero con el caso de este asesinato me paso el tiempo regañando a la gente sin motivo. Este Daneel es un nuevo tipo de robot. Se encuentra todavía en período de experimentación.

—Así me lo explicó él mismo. —Y luego, con indiferencia—: Daneel me ha arreglado un viaje a Espaciópolis.

—¿A Espaciópolis? —gritó Enderby, y su mirada mostró una tremenda indignación.

—Sí, porque es el siguiente paso lógico. Me gustaría ver el escenario del crimen y hacer algunas preguntas.

Enderby meneó la cabeza.

—No creo que sea una buena idea. Nosotros ya examinamos el lugar de los acontecimientos. Dudo mucho de que exista algo nuevo que se pueda aprender. Y son gente muy extraña. ¡Guantes blancos! Hay que tratarlos con guantes blancos. Tú careces de experiencia. —Se llevó la regordeta mano a la frente y añadió, con impaciencia y énfasis inusitado—: ¡Los odio!

Baley mostró algo de hostilidad en la voz.

—Maldita sea, el robot ha venido acá, y yo debo ir allá. Resulta bastante desagradable compartir un asiento de primera con un robot; no me agrada la idea de ocupar uno de segunda. Por supuesto, si usted no me considera capaz de dirigir estas investigaciones espinosas…

—No es eso, Lije. No se trata de ti, sino de los espacianos. No sabes cómo son.

—Bueno, pues, entonces, comisionado —y Baley acentuó el fruncimiento del entrecejo—, supongamos que viene usted con nosotros. —Tenía la mano descansando en la rodilla, y dos de los dedos se cruzaron automáticamente en signo cabalístico.

Los ojos del comisionado se abrieron enormes.

—No, Lije. No iré allí; no me pidas que vaya. —Parecía como si le costase trabajo pescar las palabras que se le iban. Prosiguió, con mayor calma y con una sonrisa poco convincente—: Aquí hay muchísimo trabajo, ¿sabes? Tengo un montón de asuntos pendientes.

Baley lo contempló un rato, reflexionando.

—Le voy a sugerir otra cosa. ¿Por qué no interviene usted en el asunto mediante tridimensión? Durante algún tiempo, ¿comprende? Por si necesito ayuda.

—Ah, sí, me figuro que eso sí lo puedo hacer —replicó con una total falta de entusiasmo.

—Bien. —Baley consultó el reloj de pared y se levantó—. Le llamaré más tarde.

Al salir de la oficina mantuvo la puerta abierta una fracción de segundo más de lo necesario. Vio la cabeza del comisionado que se inclinaba sobre el escritorio en busca de apoyo. Y el detective casi hubiera podido jurar que escuchó un sollozo.

Baley meditó sobre lo que acababa de acontecer. Hasta cierto punto, la actitud de Enderby no le había sorprendido. Ya suponía que le opondrían resistencia al intento de su propia parte para viajar a Espaciópolis. A menudo había escuchado que el comisionado se extendía acerca de las dificultades de tratar con los espacianos; acerca de los peligros de permitir que alguien que no fuera un negociador experimentado tuviese trato con ellos, incluso en lo relativo a insignificancias.

Sin embargo, nunca concibió que el comisionado cediese con tanta facilidad. Se figuró que por lo menos Enderby insistiría en acompañarlo. La urgencia de cualquier otro trabajo carecía de significado si se la comparaba con la importancia de este problema.

Y eso no era lo que Baley deseaba. Al contrario, quería exactamente lo que había conseguido. Buscaba que el comisionado estuviese presente con personificación tridimensional, de modo que pudiera asistir a los procedimientos desde un punto protegido.

Y la seguridad era el punto clave. Baley necesitaba de un testigo al que no se le pudiese eliminar inmediatamente. Necesitaba por lo menos eso como garantía mínima de su propia seguridad.

El comisionado había convenido en ello de inmediato. Baley recordó el sollozo de despedida y pensó: «Ese pobre hombre está metido en esto más de lo que alcanza a resolver».

Baley oyó una voz alborozada y borrosa a la altura de su hombro. Se sobresaltó.

—¿Qué demonios quieres? —preguntó frenético.

La sonrisa en el semblante de R. Sammy permaneció fija, inmóvil como la de un idiota.

—Jack me ordenó que te dijera que Daneel está listo, Lije.

—Bueno, y lárgate de aquí.

Frunció el ceño a la espalda del robot que se alejaba. No había nada tan irritante como el tener esa maquinaria torpe de metal dirigiéndole siempre la palabra por su nombre y tuteándolo. Anteriormente ya se había quejado de ello al comisionado. Éste se encogió de hombros con indiferencia y le dijo:

—No puedes disfrutar de ambas alternativas, Lije. El público insiste que los robots de la ciudad se construyan con un circuito que produzca amistad profunda. Tú le simpatizas mucho; por lo tanto, te llama con el nombre más amistoso que está a su alcance.

¡Circuito amistoso! No se podía construir ningún robot que pudiera hacerle daño a un ser humano. Era la primera ley de la robótica: Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal.

Ningún cerebro positrónico se construía sin esa advertencia incorporada en sus circuitos básicos. Ningún desarreglo concebible la podía desalojar. No hacía falta ajustarle circuitos especiales de amistad.

Y, con todo, el comisionado tenía razón. La desconfianza de los terrícolas hacia los robots era algo rayano en lo irracional, y los circuitos amistosos habían por fuerza de ser incorporados, del mismo modo que todos los robots sonreían del mismo modo mecánico. Por lo menos, en la Tierra.

En cambio, R. Daneel nunca sonreía.

Baley se puso en pie, suspirando. Pensó: «Espaciópolis, siguiente parada… ¡Tal vez la última!».

Las fuerzas policíacas de la ciudad, así como ciertos funcionarios de alto nivel, podían todavía hacer uso de coches patrulla individuales por los corredores de la ciudad, y hasta a lo largo de los caminos antiguos subterráneos que estaban prohibidos para el tránsito a pie. A cada instante, los liberales presentaban solicitudes pidiendo que esas pistas de automóviles se transformaran en campos de recreo para los niños, en nuevas colonias para el comercio o en ramales de los expresvías o localvías.

Sin embargo, resultaba indispensable que hubiese algún medio para que las fuerzas de la ciudad se movilizaran con la mayor velocidad posible hasta el punto requerido. Ni pensar que se inventara un sustituto para esos caminos, y tampoco existía.

Baley había viajado por ellos varias veces; pero su vacío desolador siempre lo deprimía en exceso. Parecían hallarse a un millón de kilómetros de la pulsación de la ciudad, cordial y viviente. Se extendían como gusanos ciegos y huecos ante los ojos, al estar él sentado ante el volante y los controles del coche-patrulla. Abríanse continuadamente a nuevas extensiones al deslizarse en torno a esta o aquella curva. Tras ellos, lo sabía aun sin mirar, otro gusano ciego y hueco se contraía y se cerraba, en sentido contrario. El camino se encontraba muy bien iluminado; pero la claridad carecía de significado en este silencio y en esta soledad.

R. Daneel no hizo nada por romper ese silencio o por llenar ese vacío. Miraba enfrente, tan poco impresionado por la soledad de los corredores como por la multitud del expresvía.

En cierto momento, acompañados del sonido de la sirena del coche-patrulla, emergieron del camino y entraron gradualmente en el carril para vehículos del corredor de la ciudad. A unos doscientos metros viraron en dirección a los tranquilos corredores que conducían a la misma entrada de Espaciópolis.

Les estaban esperando. Era evidente que los guardias conocían a R. Daneel de vista, y, aun cuando fueran humanos, lo saludaron con un movimiento de cabeza, sin el menor indicio de repugnancia.

Uno de ellos se aproximó a Baley y lo saludó con cortesía perfecta, al estilo militar. Era alto y grave, aun cuando no el absoluto dechado físico de un espaciano representado por R. Daneel. Le pidió:

—Por favor, su tarjeta de identificación, señor.

Lo examinaron con rapidez, pero a conciencia. Baley observó que el guardia usaba guantes color carne, y traía un pequeñísimo aunque visible filtro en cada una de las ventanillas de la nariz.

El guardia saludó de nuevo y devolvió la tarjeta, añadiendo:

—Hay un pequeño Personal para Hombres que nos complacemos en poner a su disposición si desea ducharse.

Surgió en la mente de Baley la posibilidad de negarse a admitir tal necesidad; pero R. Daneel le tiró con suavidad de la manga en cuanto el guardia se hubo retirado un paso, indicándole:

—Se acostumbra, socio Elijah, que los habitantes de la ciudad tomen una ducha antes de penetrar en Espaciópolis. Te informo de esto porque estoy seguro de que no tienes el menor deseo de sentirte incómodo o de que nosotros nos lo sintamos. Debes atender a todas las necesidades higiénicas que creas oportuno. Una vez dentro de Espaciópolis, ya no podrás hacerlo.

—¡Pero eso es imposible! —murmuró Baley, muy cohibido.

—Me refiero, naturalmente —explicó R. Daneel—, para los habitantes de la ciudad…

Ante esas palabras, el semblante de Baley reflejó una sorpresa hostil. R. Daneel continuó:

—Lamento mucho la situación; pero tal es la costumbre.

Sin replicar, Baley entró en el Personal. Sintió, más bien que verlo, a R. Daneel que entraba tras él.

«¿Comprobándolo él mismo?», se preguntó Baley.

Durante un momento colérico, se regocijó en el pensamiento del asombro que le preparaba Espaciópolis. De pronto, le pareció que era, en efecto, menor al que le produciría un desintegrador en su propio pecho.

El Personal veíase pequeño, pero muy bien dispuesto y antiséptico en su limpieza. Notó un olorcillo penetrante en el ambiente. Baley lo olfateó, dudoso al principio.

¡Ozono! Habían inundado el lugar de radiaciones ultravioleta.

Un pequeño aviso centelleaba apagándose y encendiéndose varias veces, y luego permaneció iluminado. Leyó: «El visitante debe quitarse la ropa y los zapatos y colocarlos en el hueco indicado».

Baley se desprendió del desintegrador y de la funda; cuando se hubo desnudado, se lo ciñó otra vez a la cintura. Le pareció muy pesado e incómodo.

Su ropa desapareció por el hueco. El aviso iluminado se apagó. Otro se encendió en su lugar:

«El visitante debe atender a sus necesidades personales y luego usar la ducha señalada con una flecha».

Baley sentíase como una pieza de maquinaria que iban armando a distancia en una cadena de producción.

Su primera reacción en cuanto entró en el pequeño cubículo de la ducha fue cubrir con el envoltorio impermeable la funda de su desintegrador. Lo podría desenfundar y disponer de él en menos de cinco segundos.

No había ningún tirador o gancho en que colgar su desintegrador. Ni siquiera la ducha se notaba visible. Colocó aquél en un rincón distante de la puerta de entrada.

Apareció otro aviso luminoso: «El visitante debe mantener los brazos despegados del cuerpo y colocarse en el círculo central con los pies en la posición indicada».

Al apoyar allí los pies el letrero desapareció. Seguidamente una ducha espumosa y cosquilleante lo bañó. Sintió que el agua lo inundaba aún hasta bajo las plantas de los pies. Duró un minuto, y se le enrojeció la piel bajo las fuerzas combinadas del calor y de la presión, a la vez que los pulmones buscaban aire en aquella humedad tibia. Después siguió otro minuto de ducha fresca, a presión baja, y, por último, un minuto de aire caliente que lo dejó seco y muy refrescado.

Recogió su desintegrador junto con la correspondiente funda, y se percató que también ellos estaban secos y calientes. Se lo ciñó a la cintura y salió fuera del cubículo. R. Daneel aparecía en la entrada de otra ducha contigua. Por supuesto que R. Daneel no era habitante de la ciudad; pero sí había recogido polvo de ella.

De manera casi automática, Baley desvió la vista. Luego pensó que las costumbres de R. Daneel no se asemejaban en nada a las de la ciudad y se esforzó para mirarle. Sus labios temblaron al esbozar una sonrisa. El parecido de R. Daneel con los humanos no se limitaba sólo a su rostro y a sus manos, sino a todo su cuerpo.

Baley desanduvo el camino que había seguido desde que entró en el Personal. Sus ropas dobladas con gran cuidado, exhalaban un agradable y tibio olor a limpio.

Otro aviso decía: «El visitante debe vestirse y colocar la mano en el lugar indicado».

Así lo hizo Baley. Experimentó un cosquilleo perceptible en la yema del dedo corazón al colocarlo sobre la superficie limpia y lechosa. Levantó la mano con rapidez y se encontró con una pequeñísima gota de sangre que dejó de fluir mientras la estaba observando.

Se la sacudió, oprimiéndose el dedo. Ni así volvió a manar otra gota.

Resultaba evidente que iban a analizar su sangre. La duda hizo presa en él. Estaba seguro de que su examen anual de rutina, efectuado por los doctores del departamento, no se llevaba a cabo con la misma exactitud ni con el mismo conocimiento que utilizaban esos fabricantes de robots de los espacios exteriores. No le agradaba mucho la idea de una investigación demasiado a fondo del estado de su salud.

El tiempo de la espera le pareció excesivamente largo a Baley; cuando volvió a aparecer el letrero iluminado, pudo leer: «El visitante puede salir».

Baley lanzó un gran suspiro de alivio. Avanzó bajo un arco y dos varillas de metal se cruzaron ante él. Escrito en el aire luminoso, leyó las siguientes palabras: «El visitante debe detenerse».

—¡Qué diablos…! —exclamó Baley, olvidando que todavía se encontraba en el Personal.

La voz de R. Daneel resonó en su oído:

—Me figuro que los buscadores percibieron algún elemento de fuerza. ¿Traes tu desintegrador, Elijah?

Baley viró sobre sí mismo, rojo de cólera. Por dos veces seguidas trató de hablar, hasta que, al fin, pudo vociferar:

—Un funcionario de la policía trae siempre consigo su desintegrador.

Era la primera vez que había hablado en un Personal, por decirlo así, desde la edad de diez años. Aquello sucedió en presencia de su tío Boris, y se limitó a ser una queja automática cuando se golpeó el pulgar del pie. El tío Boris bien que lo había castigado cuando llegaron a casa, amonestándolo sobre las conveniencias de la decencia pública. R. Daneel se limitó a decir:

—Ningún visitante puede andar armado. Es nuestra costumbre, Elijah. Hasta tu propio comisionado deja su desintegrador siempre que viene de visita.

En otras circunstancias, Baley hubiera dado media vuelta para regresar, para alejarse de Espaciópolis y del robot. Ahora, sin embargo, se hallaba casi como loco de deseos por seguir adelante su proyecto primitivo y, de este modo, obtener su venganza hasta el límite.

Pensó que este era el examen médico sin asperezas que había remplazado al más detallado de los días lejanos. Pudo entonces entender, podía entender con creces la indignación y las furias que se desencadenaron y condujeron a los Tumultos de la Barrera en su juventud.

No sin ira, Baley se desabrochó el cinturón de su desintegrador. R. Daneel lo tomó de sus manos y lo colocó en un hueco de la pared. Una plaquita de metal muy delgada se levantó para ocultarlo.

—Si oprimes tu pulgar en esa depresión —le informó R. Daneel—, sólo tu pulgar podrá volverla a abrir más tarde.

Baley sintió como si le desnudaran, como en la ducha. Dirigióse al punto en que las varillas lo habían detenido antes y, por último, salió del Personal.

De nuevo se encontraba en un corredor; mas aquí se advertía un elemento extraño y nuevo. Muy hacia adelante, la luz poseía una calidad que no le era familiar. Sintió una vaharada contra el rostro y, automáticamente, se imaginó que había pasado junto a él un coche-patrulla.

R. Daneel debió de leer su intranquilidad en el semblante, porque le explicó:

—Ahora ya estás al aire libre, Elijah; y no está acondicionado.

Baley se sintió ligeramente enfermo. ¿Cómo podían los espacianos ser tan cuidadosos, de manera tan rígida, por lo que toca a un cuerpo humano, sólo porque provenía de la ciudad, y, al mismo tiempo, respirar el aire sucio de los campos al descubierto? Instintivamente apretó las ventanillas de su nariz, como si de este modo pudiera librarlas de modo más efectivo del aire que le penetraba. R. Daneel dijo:

—Me parece que te vas a encontrar con que el aire libre no es nocivo para la salud humana.

—Así lo espero —repuso Baley con voz débil.

Las corrientes de la atmósfera contra el rostro le molestaban. Seguro que las experimentaba muy suaves, pero errátiles. Y eso le incomodaba en demasía.

Y llegó lo peor. El corredor se abría hasta la inmensidad azul, y, al aproximarse a su extremo, una fortísima claridad blanca lo inundaba todo. Baley había visto la luz del sol. Estuvo una vez en un solario natural, pero allá un cristal protector circunscribía el espacio, y la propia imagen del sol se refractaba en una luminosidad generalizada. Aquí, en cambio, todo se hallaba al descubierto.

Automáticamente levantó la vista al sol, y después la retiró. Los ojos deslumbrados le parpadeaban y le lloraban.

Un espaciano se aproximó a ellos y la inquietud se apoderó de Baley.

Sin embargo, R. Daneel avanzó con la mano extendida a saludar al hombre que llegaba. El espaciano se volvió a Baley diciendo:

—¿Tiene la amabilidad de acompañarme, señor? Yo soy el doctor Han Fastolfe.

Las cosas se presentaban mejor dentro de uno de los domos. Baley se quedó perplejo por el tamaño de aquellas habitaciones, y por la manera en que distribuían el espacio sin prestarle atención; pero agradeció la sensación del aire acondicionado.

Sentándose y cruzando las piernas, Fastolfe indicó:

—Supongo que preferirá el aire acondicionado, ¿verdad?

Parecía muy amigable. Finas arrugas le cruzaban la frente, y ciertas bolsitas se le formaban bajo los ojos y también bajo la barbilla. El cabello le raleaba mas no mostraba señal alguna de encanecer. Sus enormes orejas le sobresalían de la cabeza, dándole una apariencia ordinaria y humorística que consolaba a Baley.

Aquella misma mañana, Baley había contemplado las fotografías de Espaciópolis que Enderby había tomado. Los espacianos de aquellas fotografías se parecían a los que de vez en cuando se retrataban en los libros-películas: altos, de cabellos rojos, graves, fríamente bien parecidos. Como el mismo R. Daneel Olivaw, por ejemplo.

R. Daneel le iba nombrando los espacianos a Baley, y cuando éste le preguntó de repente, señalando con sorpresa:

—Ése eres tú, ¿verdad?

—No, Elijah —le replicó el robot—. Ése es mi constructor, el doctor Sarton. —Y lo dijo sin ninguna emoción.

—¿Te hicieron a imagen y semejanza de tu creador? —interrogó con sarcasmo Baley: mas no hubo respuesta alguna a su pulla y, en realidad, Baley apenas si esperaba ninguna. La Biblia, según sabía bien, circulaba en círculos muy restringidos en los Mundos Exteriores.

Y ahora Baley contemplaba a Han Fastolfe, un hombre que en su apariencia se desviaba de modo muy visible de la norma espaciana, y el terrícola abrigó una gratitud muy comprensible por ello.

—¿Me permite que le ofrezca de comer? —inquirió Fastolfe.

Señaló la mesa que separaba a él y a R. Daneel del terrícola. Lo único que aparecía allí era una fuente de esferoides de diversos colores. Baley se quedó vagamente sorprendido. Se imaginaba que se reducían a adornos, como un centro de mesa. R. Daneel explicó:

—Éstos son los frutos de la vida natural de una planta que crece en Aurora. Le sugiero que la pruebe. Tiene por nombre «manzana», y la reputan como muy agradable al paladar.

El doctor Han Fastolfe sonrió con benignidad:

—R. Daneel no los conoce por experiencia personal, por supuesto; pero tiene muchísima razón.

Baley se llevó una manzana a la boca. La superficie era roja y verde. Se notaba fresca al tacto y poseía un aroma leve y apetitoso. Le hincó el diente, y el inesperado sabor agrio le destempló los dientes.

«Confío en que por lo menos la habrán lavado», pensó.

—Permítame presentarme un poco más específicamente —sugirió Fastolfe—. Estoy encargado de la investigación del asesinato del doctor Sarton, por parte de Espaciópolis, así como el comisionado Enderby lo está por parte de la ciudad. Si le puedo ser de alguna utilidad, cuente conmigo. Nos sentimos tan ansiosos por llegar a una solución tranquila de este problema, por obtener que se eviten idénticos incidentes en lo futuro, como el que más en toda la Administración de Nueva York.

—Gracias, doctor Fastolfe —repuso Baley—. Estimo en lo que vale su actitud y su ofrecimiento.

Mordió en el centro mismo de la manzana y se saltaron dentro de la boca pequeños ovoides duros y negros. De modo automático resopló. Salieron disparados y cayeron al suelo. Uno hubiese dado en la pierna del doctor Fastolfe a no ser porque el espaciano la retiró con rapidez.

Baley enrojeció de rubor, y se dispuso a inclinarse.

—Está bien, señor Baley —le manifestó Fastolfe con humor agradable—. Déjelos, se lo suplico.

Baley se enderezó. Dejó la manzana, un tanto confuso y cohibido. Tenía la incómoda sensación de que, en cuanto se alejase de ahí, buscarían las pequeñas partículas y las recogerían mediante un succionador; el recipiente de la fruta lo quemarían o lo arrumbarían en algún sitio distante de Espaciópolis; hasta la habitación en que se hallaban la desinfectarían.

Bruscamente, trató de ocultar su malestar.

—Me agradaría solicitar permiso para que el comisionado Enderby asistiese a nuestra conferencia mediante la personificación tridimensional.

El entrecejo de Fastolfe se frunció, y luego ascendió.

—Por supuesto, si así lo desea. Daneel, ¿quieres establecer comunicación?

Baley permaneció sentado, todavía con mayor incomodidad, hasta que la superficie brillante del enorme paralelepípedo, en uno de los rincones del aposento, se iluminara y mostrara al comisionado Enderby y parte de su escritorio. De pronto cesó todo malestar, y Baley sintió algo muy parecido al afecto por aquella figura familiar, y un vivo deseo de hallarse de regreso y en seguridad en aquella oficina con él o en cualquier otro sitio de la ciudad, sin importarle cuál. Hasta en la parte menos agradable de los distritos de levadura de Jersey.

Ahora que ya contaba con su testigo, Baley no vio razón alguna para su tardanza. Por lo tanto, informó:

—Creo que he penetrado ya el misterio que rodea la muerte del doctor Sarton.

Con el rabillo del ojo vio a Enderby que se ponía en pie, como impulsado por un resorte, al tiempo que alcanzaba a sostener (esta vez con éxito) las gafas que se le caían. Una vez en esa posición, el comisionado sacó la cabeza fuera de los límites del receptor tridimensional, y se vio obligado a sentarse de nuevo, con el rostro encendido y sin habla.

De manera mucho más tranquila, la cabeza del doctor Fastolfe se inclinó hacia un lado para mostrar su sobresalto u ocultarlo. Sólo R. Daneel permaneció impasible.

—¿Pretende usted decirnos que conoce al asesino? —profirió por fin Fastolfe.

—No —replicó Baley—. Afirmo que no hubo asesinato.

—¿Qué? —gritó Enderby.

—Un momento, comisionado Enderby —interpuso Fastolfe, levantando la mano. Miró fríamente a Baley—: ¿Pretende sugerirnos que el doctor Sarton está vivo?

—Sí, señor, y me imagino que sé en dónde está.

—¿En dónde?

—¡Ahí! —replicó Baley, y con gran firmeza apuntó el dedo acusador en la dirección de R. Daneel Olivaw.