6

Murmullos en una alcoba

En los niveles superiores de las subsecciones más ricas de la ciudad se encuentran los solarios naturales, en los que un tabique de cuarzo, con una pantalla movible de metal, excluye el aire y permite la entrada a la luz del sol. Allí las esposas y las hijas de los administradores y ejecutivos de más alto rango de la ciudad pueden broncearse. Allí acontece algo único todas las noches: ¡oscurece!

En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de las horas.

Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que transcurren las horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque nadie pueda distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno cósmico a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad persiste en la muda división del horario.

Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye; la movible muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece; la ciudad de Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus habitantes duermen.

Elijah Baley no dormía. Yacía en el lecho; ninguna luz iluminaba su apartamento.

Jessie estaba acostada a su lado, sin movimiento, en las tinieblas. No la había sentido ni escuchado moverse.

Al otro lado de la pared se encontraba R. Daneel Olivaw.

Baley susurró:

—¡Jessie! —Y luego otra vez—: ¡Jessie!

La forma oscura junto a él se movió ligeramente.

—¿Qué quieres?

—Jessie, ¡no me lo hagas más difícil!

—Pudiste habérmelo dicho.

—¿Cómo hacerlo? Pensaba decírtelo en cuanto se me ocurriera algún modo. Josafat, Jessie…

—¡Chissst!

El tono de la voz de Baley se convirtió en un murmullo:

—¿Cómo lo descubriste? ¿No deseas confesármelo?

Jessie se volvió hacia él. En las sombras podía sentir su penetrante mirada.

—Lije —la voz casi no llegaba a un leve soplo de aire—, ¿nos puede oír? ¿Esa cosa?

—No, si hablamos en voz baja.

—¿Cómo lo sabes?

Baley lo sabía. La propaganda se ocupaba en todo momento de recalcar los hechos y milagros de los robots espacianos, su resistencia, sus sentidos aguzados, sus servicios a la humanidad en cientos de maneras distintas y nuevas. Personalmente, él se imaginaba que esas alabanzas fracasaban en su intento. Los terrícolas odiaban a los robots en mayor grado precisamente por su superioridad. Susurró:

—A Daneel lo construyeron del tipo humano adrede. Buscaban que lo aceptáramos como un ser humano, y de seguro que no posee más que sentidos humanos. Si poseyese sentidos extraordinarios, habría un enorme peligro de que se delatara como no humano a causa de cualquier casualidad.

Reinó el silencio otra vez.

Baley hizo un segundo intento.

—Jessie, deja las cosas tal como están. No es justo que te disgustes.

—¡Oh, Lije! No estoy disgustada, sino atemorizada. Tengo un miedo de muerte.

—¡Vamos, Jessie! ¿Por qué? No hay de qué atemorizarse. Es del todo inofensivo. Te lo juro.

—¿No te puedes desembarazar de él, Lije?

—Sabes muy bien que no. Son asuntos oficiales del departamento. ¿Cómo podría hacerlo?

—¿Qué clase de asuntos, Lije? Dímelo.

—¡Caray, Jessie, me sorprendes! —Le buscó la mejilla en la oscuridad, y se la acarició. Estaba húmeda. Con la manga de su pijama le enjugó los ojos—. Vaya —añadió con ternura—, te estás portando como una chiquilla.

—Avísales en el departamento que pongan a otro a hacerlo, sea lo que fuere. ¡Por favor, Lije!

La voz de Baley se endureció.

—Jessie, has sido la esposa de un detective durante suficiente tiempo para saber que una comisión es una obligación.

—Bien, pero ¿por qué tuviste que ser tú?

—Julius Enderby…

Al escuchar este nombre, Jessie se encabritó:

—Debí de habérmelo figurado. ¿Por qué no puedes soltárselo claro a Julius Enderby que ponga a otro, por una vez siquiera, a que le haga sus trabajos cochinos? Tú le aguantas muchísimo, Lije, y esto es precisamente lo que…

—¡Muy bien, muy bien! —murmuró él, calmándola.

Poco a poco, temblorosa todavía, se fue apaciguando.

«Nunca lo entenderá», pensó Baley.

Julius Enderby siempre fue motivo de disputas entre ellos desde que se comprometieron como novios. Enderby iba dos cursos delante de él en la Escuela de Estudios Administrativos de la ciudad. Fueron grandes amigos. Cuando Baley pasó por el sinnúmero de pruebas de aptitud y de neuroanálisis, encontrándose en disposición para entrar en las fuerzas policíacas, allí estaba ya Enderby, en un puesto superior de la división de detectives sin uniforme.

Baley siguió los pasos de Enderby; pero siempre a mayor distancia. A Baley le faltaba algo que en Enderby abundaba. Éste se ajustaba a la perfección a la maquinaria administrativa y burocrática.

El comisionado no pasaba por un gran cerebro, y Baley lo sabía. Tenía innumerables peculiaridades infantiles, rachas intermitentes de ostentación tocante al medievalismo, por ejemplo. Pero se comportaba muy hábilmente con los otros; no ofendía a nadie; recibía órdenes con afabilidad; las impartía con una mezcla exacta de suavidad y de firmeza. Hasta se llevaba bien con los espacianos. Quizá fuera un poco más allá, y llegara a la obsequiosidad (Baley mismo no hubiera podido tratar con ellos durante medio día sin ponerse en un estado de excitación tremenda; se encontraba seguro de ello, aun cuando nunca en realidad hubiese hablado con un espaciano); pero aquellos tipos confiaban en él, y eso le convertía en un individuo útil en extremo para la ciudad.

Enderby escaló puestos con gran rapidez en el Servicio Civil y llegó al puesto de comisionado cuando Baley apenas alcanzaba la clasificación de C-5. Baley no se resentía del contraste, aunque sí se lamentaba de ello. Enderby no olvidó la amistad de la edad temprana, y, en su extraña manera, trató de hacerse perdonar sus éxitos ayudando a Baley en cuanto pudo.

El trabajo que le asignó, de socio con R. Daneel, era una muestra de ello. Se trataba de algo difícil y desagradable; mas no cabía la menor duda de que era la plataforma de un formidable ascenso. El comisionado pudo haberle dado la oportunidad a otro. Aunque su propia conversación de aquella mañana acerca de que necesitaba un favor de su parte disfrazó el hecho, se lo ocultó del todo.

Jessie jamás veía así las cosas. Cuando en el pasado se habían presentado ocasiones semejantes, decía: «Es el índice de tu lealtad tonta. Estoy tan cansada de escuchar a todo el mundo que te alaba porque estás rebosante del sentimiento del deber. Piensa en ti mismo, de vez en cuando. Los de arriba nunca se preocupan por resaltar su propio índice de lealtad».

Baley permanecía en la cama en una actitud de envaramiento vigilante, dejando que Jessie se calmara. Tenía que pensar. Era preciso que se asegurase de sus sospechas. Pequeños detalles se perfilaban en su mente y se iban ajustando unos a los otros como una urdimbre.

Sintió que el colchón se hundía con un movimiento de Jessie.

—Lije, ¿por qué no renuncias?

—¡Estás loca! No puedo renunciar en medio de una comisión que se me ha confiado. No puedo mandar al diablo asuntos de esta categoría cuando me venga en gana. Un acto de esa naturaleza significa que lo desclasifiquen a uno por causas justificadas. Y el Servicio Civil no acepta empleados que hayan sido desclasificados por causas justificadas. Sólo podría hacer trabajos manuales, y tú también. Bentley perdería todos los estatutos hereditarios. Por amor de Dios, Jessie, ¡no sabes lo que es eso!

—No importa —masculló.

—¡Estás loca! —Y luego de una pausa—: Dime, Jessie, ¿cómo supiste que Daneel es un robot?

—Bueno… —empezó ella, y enmudeció. Era la tercera vez que iniciaba sus explicaciones.

Le apretó la mano entre las suyas, deseando que hablara:

—¡Por favor, Jessie! ¿Qué temes?

—Nada, Lije. Se me ocurrió.

—Pero si no existe ni el menor indicio para que se te ocurriera, Jessie —persistió Baley—. No te imaginaste que fuera un robot antes de salir de casa, ¿verdad?

—¡Nooo! Pero me puse a pensar…

—Vamos, Jessie, ¿qué fue?

—Bien… Escucha, Lije, las muchachas estaban hablando en el Personal. Ya sabes cómo son. Hablando de esto, de lo otro, de todo… El rumor circula por toda la ciudad.

—¿Por toda la ciudad? —Baley experimentó una sensación rápida y salvaje de triunfo, o algo parecido.

—Sí. Hablaban de rumores acerca de que un robot espaciano andaba por la ciudad. Que tenía aspecto humano y que trabajaba con la policía. Me preguntaron a mí sobre ello: «¿No sabe nada tu Lije respecto a este asunto, Jessie?», y yo les contesté que no. Luego nos fuimos a los etéricos y me puse a pensar sobre tu nuevo socio. ¿Recuerdas aquellas fotografías que trajiste a casa, las que Julius Enderby tomó en Espaciópolis para enseñarme cómo se veían los espacianos? Bueno, pues me puse a pensar que así se veía tu socio. Y entonces me dije: «Alguien lo habrá reconocido en la zapatería, y anda con Lije», y al momento pretexté que me dolía mucho la cabeza… y corrí…

—Vamos, Jessie, basta, ¡basta! —interrumpió Baley—. Domínate en lo posible. Ahora, ¿por qué estás asustada? No te da miedo Daneel. Tú te le enfrentaste cuando llegamos a casa. Te portaste con él de una manera espléndida. Así que…

Dejó de hablar. Sentóse en la cama, con los ojos inútilmente abiertos en la oscuridad.

Sintió que su esposa se movía a su lado. Alargó la mano; halló sus labios, y la oprimió contra ellos. Ella luchó contra la presión, tomándolo con sus manos de la muñeca y retirándola; mas él la apretó contra ella con mayor fuerza.

Luego, de pronto, la soltó, al oírla quejarse.

—Lo siento, Jessie —murmuró en voz ronca—. Oí ruido. Se levantó de la cama y se calzó unos pantuflos de plastofilma que le cubrían las plantas de los pies.

—Lije, ¿adónde vas? No me dejes sola.

—No te preocupes. Sólo voy hasta la puerta.

La película de plástico producía un sonido susurrante cuando bordeó la cama. Entreabrió la puerta del recibidor y aguardó. No sucedió nada. Todo estaba tan tranquilo que podía percibir el leve silbido de la respiración de Jessie que le llegaba desde el lecho. Escuchaba hasta el ritmo sordo de su propia sangre martilleándole los oídos.

La mano de Baley se escurrió por la abertura de la puerta. Con un impulso insignificante apretó el conmutador que regularizaba la iluminación del techo.

La puerta principal se encontraba cerrada, y en el recibidor no percibió el menor movimiento.

Cerró el conmutador y regresó a la cama.

Eso era todo lo que necesitaba. Las piezas se iban ajustando.

Jessie le rogaba desde el lecho, preguntándole:

—Lije, por favor, ¿qué sucede?

—No sucede nada, Jessie. Todo sigue su curso normal. Ya no se encuentra aquí.

—¿El robot? ¿Quieres decir que se ha ido? ¿Para siempre?

—No, no. Ya regresará. Y antes de que vuelva, contéstame a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—¿A qué le tienes miedo?

Jessie permaneció muda. Baley insistió con energía:

—Dijiste que tenías un miedo de muerte.

—A él.

—No, no le tenías miedo a él. Además, sabes perfectamente que un robot no puede hacer daño a ningún ser humano.

—Pensé que si todos sabían que era un robot, quizá se produjesen tumultos. Que nos matarían.

—¿Por qué matarnos a nosotros?

—Sabes muy bien lo que son los tumultos.

—Ni siquiera saben dónde está el robot.

—Pueden indagarlo.

—¿Y eso es lo que temes, un tumulto?

—Bueno, pues…

—Chissst. —Empujó a Jessie sobre la almohada. Después le acercó los labios al oído—. Ha regresado. Ahora no hables. Todo va bien. Por la mañana se irá y no volverá otra vez. Y no se producirá ningún tumulto. Tranquila.

Sentíase casi contento al decir esto. Le pareció que ahora sí podría dormir.

«Ningún tumulto. Tampoco desclasificación», pensó.

Y poco antes de quedarse dormido se dijo: «Ni siquiera investigación del asesinato. Ni siquiera eso. Todo aclarado…».

Entonces se durmió.