Presentación en familia
Fue el nombre de Jessie lo que primero afloró a la conciencia de Elijah Baley. La conoció en la fiesta de Navidad de la sección, allá por ‘02, al amparo de una ponchera. Había acabado sus estudios y obtenido su primer empleo en la ciudad. Ocupaba una de las habitaciones para solteros del Departamento Comunal 122A. Era una magnífica habitación de soltero.
Ella se hallaba sirviendo ponches.
—Soy Jessie —le dijo—. Jessie Navodny. No le conozco a usted todavía.
—Baley —repuso—, Lije Baley. Me acabo de cambiar a la sección hace pocos días.
Tomó su copa de ponche y le sonrió mecánicamente. Le produjo la impresión de ser una persona alegre y amigable, por lo que se quedó junto a ella. Era nuevo allí, y se sentía solitario al estar en una fiesta donde lo único que haría era observar a los grupos sin formar parte de ellos. Más tarde, cuando hubiesen ingurgitado suficiente alcohol, quizá todo iría mejor.
Mientras tanto permaneció junto a la ponchera, bebiendo a pequeños sorbos y contemplando el ir y venir de la gente.
—Yo ayudé a hacer el ponche. —La voz de la muchacha le informó desde muy cerca—. Se lo puedo garantizar. ¿Desea más?
Baley se percató de que su pequeña copa se hallaba vacía.
—Sí —convino sonriente.
El rostro de la joven era ovalado, y no muy bonito, debido sobre todo a la nariz un poco larga. Vestía un traje muy serio y llevaba el cabello de color castaño claro, peinado en una serie de rizos y bucles sobre la frente.
También ella bebió a la segunda ronda, y él se sintió mejor.
—Jessie —murmuró, acariciando el nombre con la lengua—. Es un nombre muy agradable.
—¿Sabe de qué es diminutivo?
—¿De Jessica?
—Nunca lo acertará.
—Pues no se me ocurre ningún otro.
Saltó una risita y le informó con timidez:
—Mi nombre completo es Jezabel.
Entonces fue cuando se le avivó el interés. Dejó su copa de ponche sobre la mesa y, mirándola fijamente, le dijo:
—¿De verdad?
—Pues claro que sí. Jezabel es mi verdadero nombre en todos los registros. A mis padres les complacía la sonoridad de esta palabra.
Al parecer se enorgullecía de ello. Baley se preguntó muy serio:
—Mi nombre es Elijah, de Elías.
Pero ella no reaccionó. Insistió:
—Elías fue el mayor enemigo de Jezabel.
—¿Sí?
—Claro. En la Biblia.
—¡Ah, pues no lo sabía! Resulta curioso, ¿eh? Espero que aquí no tenga que ser mi enemigo.
Desde el principio se dio cuenta de que era muy alegre, de trato cordial e incluso bonita. Especialmente apreciaba su alborozo. Sus propios puntos de vista sardónicos sobre la vida necesitaban ese antídoto.
Pero Jessie no parecía preocuparse por su rostro serio.
—No importa que te me presentes con aspecto de limón agrio —le confiaba—. En realidad sé que no eres así, y me imagino que si estuvieras sonriendo siempre, como yo lo hago, haríamos explosión al juntarnos. Tú sigue así, Lije, e impídeme que me vaya volando.
Y fue ella quien impidió que Lije Baley se hundiera. Éste solicitó un apartamento para pareja, y obtuvo también un permiso provisional con perspectiva de matrimonio. Se lo mostró, diciéndole:
—¿Quieres encargarte de arreglar que me mude de «solteros», Jessie? No me agrada vivir allí.
Posiblemente no fue la declaración más romántica, pero a Jessie le agradó.
Baley sólo recordaba una ocasión en que la alegría habitual de Jessie la abandonó por completo. Sucedió en su primer año de matrimonio y el niño no había nacido aún. En verdad, fue durante el mismo mes en que Bentley fue concebido. (Su clasificación de inteligencia, su estatuto de valores genéticos y su posición en el departamento le daban derecho a dos hijos, de los que el primero se podía concebir durante el primer año).
Jessie había estado refunfuñando a causa de las horas extras de trabajo de Baley. Le insinuó:
—Es muy molesto comer sola todas las noches.
—No tienes por qué —repuso Baley—. Podrías encontrarte con algún soltero joven por ahí.
Y, por supuesto, ella se encendió.
—¿Acaso te figuras que no podría?
Tal vez fuera únicamente porque estaba cansado, o quizá porque Julius Enderby, compañero de escuela suyo, ascendiera otro punto en la escala C de clasificaciones, en tanto que él no. Contestó con su filo de mordacidad:
—Supongo que sí lo puedes; pero no creo que lo intentes. ¡Ojalá te olvidaras del nombre que te pusieron y te esforzaras en ser lo que eres en realidad!
—Seré lo que me venga en gana.
—Pretender que eres Jezabel no te llevará a ninguna parte. Si deseas saber la verdad, el nombre no significa lo que te imaginas. La Jezabel de la Biblia fue una esposa fiel y buena de acuerdo con sus alcances y entendimiento. No tuvo amante alguno, que sepamos, no se mezcló en ninguna orgía y no se permitió en lo absoluto libertades morales.
A la noche siguiente, Jessie le murmuró en voz muy baja:
—He estado leyendo la Biblia, Lije. Lo de Jezabel.
—Oh, Jessie, lo lamento mucho. Me porté como un chiquillo.
—Era una mujer malvada, Lije.
—Sus enemigos escribieron sobre ella, pero nada sabemos por ella misma.
—Mató a todos los profetas del Señor en quienes pudo poner las manos.
—Eso dicen que hizo, pero a pesar de todo sigo sosteniendo que fue un verdadero modelo de esposa fiel…
Jessie se apartó de él roja de cólera e indignación.
—Pues a mí me parece que eres muy malo conmigo y vengativo.
Entonces él le dirigió una mirada de incomprensión total:
—¿Qué te he hecho, pues? ¿Qué te sucede? Dime.
Salió del apartamento sin responderle, y se pasó la tarde y la mitad de la noche en los diferentes niveles del vídeo subetérico, yendo de un espectáculo en otro.
Cuando regresó halló a su marido Lije Baley aún despierto.
No le dio explicación alguna.
A Baley se le ocurrió más tarde, mucho más tarde, que había destrozado una parte muy importante de la vida de Jessie. Su nombre le significó siempre algo confusamente malvado para ella. Resultaba un delicioso contrapeso para un pasado puritano. Le daba un ambiente de pecaminosidad, y ella adoraba eso.
Nunca más volvió a mencionar su nombre completo, ni a Lije ni a sus amigas, y, como suponía Baley, quizá tampoco a sí misma. Se limitó a ser Jessie, y de ese modo firmaba en lo sucesivo su nombre.
A medida que pasaron los días, sus relaciones regresaron al antiguo grado de intensidad.
Sólo una vez hubo una referencia indirecta al asunto. Aconteció en el octavo mes de su embarazo. Había dejado su puesto como ayudanta de alimentación en la cocina seccional A-23, y se divertía en pronósticos y preparaciones para el nacimiento del niño. Una noche le dijo:
—Si es varón, ¿qué te parece el nombre de Bentley?
Baley frunció las comisuras de los labios.
—¿Bentley Baley? ¿No te suenan los dos nombres muy iguales?
—Pues no sé. Tiene ritmo, me imagino. Además, el chico siempre podrá escoger otro nombre adicional que le agrade, cuando sea mayor.
—De acuerdo, entonces.
—¿Estás seguro? ¿No te gustaría mejor que le pusiéramos tu nombre, Elijah?
—¿Y que lo llamaran Júnior? No, no lo considero buena idea. Él podrá darle ese nombre a su hijo, si lo desea.
—Hay algo… —y se detuvo.
—¿Qué es? —interrogó él tras un intervalo, levantando hacia ella la vista.
Ella esquivó la mirada, recalcando, sin embargo, con gran fuerza:
—Bentley no es nombre bíblico, ¿eh?
—No —repuso Baley—. Estoy seguro de que no lo es.
—Muy bien, entonces. Ya no me agradan los nombres bíblicos.
Y esa fue la única insinuación que tuvo lugar, desde aquel día hasta el momento en que Elijah Baley llegaba a su casa con el Robot Daneel Olivaw, cuando había estado casado durante más de dieciocho años, y cuando su hijo Bentley Baley había ya cumplido los dieciséis.
Baley se detuvo frente a la enorme doble puerta donde brillaban las grandes letras de personal-hombres. Con otras más pequeñas seguía: subsecciones 1a-1e. Y, sobre la cerradura, otras más pequeñas que indicaban: «En caso de pérdida de llaves, llame al 27-101-51».
Un individuo insertó una hojita de aluminio en la cerradura. Entró y cerró tras sí la puerta, sin pretender mantenerla abierta para que entrase Baley. Si hubiese hecho esto, Baley se habría sentido seriamente ofendido. Debido a una costumbre muy arraigada, los hombres no se percataban de la presencia de nadie, ni adentro ni en las cercanías de estos lugares privados. Baley recordaba como una de las confidencias matrimoniales más interesantes, la relativa a que Jessie le informó que la situación era totalmente distinta en los privados para mujeres. A menudo le comentaba: «Me encontré con Josephine Greely y me dijo…».
Y ésta fue una de las privaciones inherentes al ascenso civil. Cuando a los Baley les concedieron permiso para el uso de un pequeño tocador en su alcoba, la vida social de Jessie se resintió.
Sin ocultar del todo su mortificación, Baley le dijo:
—Por favor, Daneel, espérame aquí.
—¿Te vas a lavar? —preguntó R. Daneel.
Baley se avergonzó, pensando: «¡Maldito robot! Si le dieron instrucciones acerca de todo, ¿por qué no le enseñaron buenos modales? Me tendré que hacer responsable si le llega a decir esto a cualquier otra persona». Se apresuró a contestarle:
—Me voy a duchar. Más tarde se aglomeran muchos. Entonces perdería tiempo. Si lo hago ahora, dispondremos de toda la noche para nosotros.
El rostro de R. Daneel se mantuvo impasible.
—¿Es parte de las costumbres sociales el que yo aguarde afuera?
La mortificación de Baley aumentó.
—¿Para qué deseas entrar… sin objeto?
—Ah, vamos, comprendo. Sí, por supuesto. Sin embargo, Elijah, las manos se me ensucian también, y me gustaría lavármelas.
Le mostró las palmas de las manos. Eran sonrosadas y regordetas, con las rayas indispensables. Presentaban todas las apariencias de un trabajo excelente y meticuloso, y estaban tan limpias como cualquiera pudiese estarlo. Baley le indicó:
—En mi departamento poseemos un lavabo.
Lo dijo con gran indiferencia, pues comprendió que cualquier petulancia se perdería con un robot.
—Muchas gracias por tu atención. Sin embargo, creo que será preferible hacer uso de este sitio. Si tengo que vivir con los hombres de la Tierra, mejor será adoptar el mayor número de costumbres y actitudes.
—Entremos, pues. Y escucha, no hables con nadie ni le claves la vista a nadie. Ni una palabra, ni una mirada fija. ¡Es la costumbre!
Soslayó en torno con rapidez y mirada pudorosa, alarmado por si alguien había escuchado su propia conversación. Afortunadamente, ni un alma se veía en el antecorredor.
Siguieron a lo largo de todo él, sintiéndose vagamente sucio, más allá de los cuartos comunales a los compartimientos privados. Se preguntó cómo se las arreglaría si le cancelaban sus privilegios.
R. Daneel aguardaba con paciencia cuando Baley volvió con el cuerpo bien frotado, la ropa interior limpia, una camisa recién planchada y, en general, con una sensación de mayor comodidad.
—¿Ninguna dificultad? —preguntó Baley en cuanto estuvieron en el exterior y pudieron hablar con libertad.
—Ninguna, Elijah —replicó R. Daneel.
Jessie se hallaba en el umbral, sonriendo nerviosamente. Baley la recibió con un beso.
—Jessie —murmuró—, te presento a mi nuevo socio, el señor Daneel Olivaw.
Su esposa le tendió la mano, que R. Daneel estrechó y soltó. Volvióse a su marido, mirando después a R. Daneel:
—¿Tiene la amabilidad de sentarse, señor Olivaw? —dijo—. Debo hablar con mi esposo de asuntos familiares. Será sólo un minuto.
Jessie retenía la manga de Baley. Él la siguió hacia la habitación contigua.
—No estarás herido, ¿verdad? —preguntó ella en un apresurado susurro—. He estado preocupada desde que lo oí por la radio.
—¿Por la radio?
—Lo emitieron hará cosa de una hora. Me refiero al escándalo en la zapatería. Informaron que dos de la secreta lo habían sofocado. Sabía que tú regresabas a casa con un socio, y esto sucedía precisamente en nuestra subsección y en el momento exacto de tu regreso a casa. Me figuré que estaban minimizando los hechos y que tú…
—Por favor, Jessie. Como puedes ver, estoy sin novedad.
Jessie se tranquilizó, no sin esfuerzo. Añadió temblorosa:
—Tu socio no pertenece a tu división, ¿verdad?
—No —repuso Baley con desagrado—. Es un extraño.
—¿Cómo habré de tratarlo?
—Como a cualquier otro. Sólo es mi socio; he ahí todo.
Lo dijo con tan poco convencimiento, que los rapidísimos ojos de Jessie se contrajeron.
—¿Algo anda mal?
—No, nada. Ven, volvamos al recibidor. Comenzará a parecerle sospechoso nuestro proceder.
Lije Baley sentíase un tanto incierto respecto a su apartamento. Hasta ese mismo momento, no lo habían asaltado las dudas. De hecho, siempre se había enorgullecido de él, pero con aquella creación de los mundos allende el espacio sentada en medio de él, Baley se sintió de pronto dudoso. El apartamento se le presentó miserable y amontonado.
—¡Jessie, tengo hambre! —exclamó de pronto Baley en un tono de voz impaciente.
—Señora Baley, ¿violaría yo alguna norma establecida si le dirigiera la palabra por su nombre? —intervino R. Daneel.
—No, por supuesto que no. Hágalo con toda libertad, y llámeme Jessie si…, oh…, si te parece, Daneel. —Y soltó una risita.
Baley se sintió volver al salvajismo. La situación estaba poniéndose intolerable. Jessie pensaba que R. Daneel era un hombre. La cosa se iba a exagerar hasta el punto de vanagloriarse de él y charlar sobre él en el Personal de Mujeres. Para remate, no era mal parecido, dentro de su impasibilidad, y Jessie sentíase halagada con su deferencia. Imposible dejar de observarlo.
Abrióse la puerta y un jovencito entró con mucho cuidado. Sus ojos se fijaron en R. Daneel casi al instante.
—¿Papá? —inquirió con incertidumbre.
—Mi hijo Bentley —presentó Baley, en voz baja—. Este es el señor Olivaw.
—Tu socio, ¿no, papá? ¿Cómo está usted, señor Olivaw? —Los ojos de Bentley se agrandaron y brillaron con intensidad—. Di, papá, ¿qué sucedió allá en la zapatería? La radio dijo…
—No hagas preguntas ahora, Bentley —interpuso Baley, brusco.
Bentley quedó desconcertado y miró a su madre, quien le indicó que se sentara.
—¿Hiciste lo que te ordené, Bentley? —preguntó, cuando se hubo acomodado. Sus manos se movían acariciadoras sobre sus cabellos. Eran tan oscuros como los de su padre, e iba a tener la estatura de éste; mas todo el resto de su apariencia le pertenecía a ella. Tenía el rostro ovalado de Jessie; sus ojos de ágata; su manera despreocupada de contemplar la vida.
—Claro que sí, mamá —repuso echándose un poco hacia delante para atisbar en el doble recipiente del que emanaban sabrosos olores.
—¿Se me permite hojear estos libros-película? —interrogó de pronto R. Daneel, desde el otro lado del cuarto.
—Por supuesto —replicó Bentley, levantándose de la mesa con una mirada instantánea de interés reflejada en su semblante—. Son míos. Los conseguí en la biblioteca, con un permiso especial de mi escuela. Le voy a traer mi estereoscopio. Es magnífico. Mi papá me lo regaló en mi último cumpleaños.
Después de traérselo a R. Daneel, indagó:
—¿Se interesa usted en robots, señor Olivaw?
A Baley se le cayó la cuchara, y se inclinó para recogerla.
—Sí, Bentley, me intereso —repuso R. Daneel.
—Entonces le agradarán éstos. Todos son de robots. Tengo que escribir un ensayo sobre ellos, para mis clases, así que me documento. Resulta un asunto muy complicado. —Y terminó—: Yo estoy en contra.
—Siéntate, Bentley —ordenó Baley, desesperado—, y no molestes más al señor Olivaw.
—No me molesta en absoluto. Bentley, me gustaría hablar contigo sobre este problema en otra ocasión. Tu padre y yo estaremos sumamente atareados esta noche.
—Gracias, señor Olivaw.
«¿Atareados esta noche?», pensó Baley.
Luego, con un violento sobresalto, recordó su tarea. Reflexionó en el espaciano que yacía muerto allá en Espaciópolis, y se percató de que, durante horas enteras, inmerso en su propio dilema, había olvidado por completo el hecho frío y escueto del asesinato.