Incidente en una zapatería
La parte interior de la tienda se encontraba más vacía que la calle, afuera. El gerente, con previsión encomiable, había ordenado que se elevara la barrera de fuerza desde muy al principio, impidiendo que perturbadores potenciales penetrasen en el establecimiento. También servía para que los protagonistas de la discusión no escapasen, aunque eso era de menor importancia.
Baley pasó por la puerta de fuerza empleando su neutralizador de funcionario. Cuando menos se lo esperaba se percató de que R. Daneel le seguía. El robot se guardaba en el bolsillo su propio neutralizador, muy delgado, mucho más pequeño y más eficaz que el modelo oficial de la policía.
El gerente corrió hacia ellos de inmediato, elevando la voz al hablar:
—Oficiales, mis dependientes me los asignó la ciudad. Estoy totalmente en mis derechos.
Tres robots permanecían en pie en la parte posterior de la tienda. Seis mujeres, también en pie, se alineaban junto a la puerta de fuerza.
—Muy bien, ahora —ordenó Baley con sequedad—. ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué todo ese trastorno?
Una de las mujeres chilló molestísima:
—Vine aquí a comprar zapatos. ¿Por qué no me puede atender un dependiente como es debido? ¿No soy acaso respetable?
El rojo encendido de su semblante encolerizado ocultaba de modo imperfecto la exageración del maquillaje.
—La atenderé yo mismo, si es necesario —explicó el gerente—. Pero no me es posible dedicarme a todas al mismo tiempo, oficial. No hay nada de malo con mis empleados. Tengo en mi poder sus tarjetas específicas y sus talones de garantía…
—Tarjetas específicas —gritó la mujer. Luego se echó a reír y se volvió hacia las demás—: ¡Escuchad! No son hombres ni son empleados. ¡Son robots! Y les roban el trabajo a los hombres. Por eso el Gobierno los protege siempre. Trabajan por nada, y, con motivo de eso, las familias se ven obligadas a vivir en los arrabales y a comer cruda la pasta de levadura. Si yo mandara, destruiríamos a todos los robots. ¡Se lo aseguro!
Las otras hablaban farfullando, confusas, y como fondo se oía el tumulto creciente de la muchedumbre al otro lado de la puerta.
Baley era consciente de que R. Daneel Olivaw estaba allí. Miró a los dependientes. Eran de manufactura terrestre, y del modelo más barato. Inofensivos por sí mismos, como grupo eran terriblemente peligrosos.
Baley se preguntaba si R. Daneel no estaría capacitado para reemplazar a un individuo ordinario, de la secreta, C-5. Hasta lograba distinguir los arrabales, mientras pensaba en eso. Recordaba con precisión a su padre.
Su padre había sido físico nuclear. Prodújose un accidente en la planta de energía, y su padre hubo de soportar la culpa. Lo desclasificaron. Baley ignoraba los detalles; todo eso sucedió cuando tenía un año.
Pero sí recordaba su niñez. No se acordaba de su madre para nada, porque no sobrevivió largo tiempo. Del padre sí, y muy bien: un hombre deshecho, melancólico y perdido, que hablaba en ocasiones de su pasado con frases roncas y entrecortadas. Murió, todavía desclasificado, cuando Lije contaba ocho años de edad. El joven Baley y sus dos hermanas mayores se cambiaron al orfanato, pues el hermano de su madre, el tío Boris, se encontraba demasiado pobre de por sí para impedirlo. Y fue muy duro ingresar en la escuela careciendo de privilegios para facilitar el camino.
Y ahora se encontraba en medio de un tumulto creciente dispuesto a golpear y dominar a unos seres que únicamente temían la desclasificación, tal como le ocurría a él mismo.
Sin levantar la voz, se dirigió a la mujer que ya había hablado:
—No provoque problemas, señora. Los dependientes no le hacen a usted ningún daño.
—Claro que no —vociferó la mujer—. Ni tampoco lo voy a permitir. No quiero que me toquen con sus fríos dedos grasientos. Vine aquí para ser tratada como un ser humano. Como ciudadana, me asiste el derecho de que me atiendan seres humanos. Y además hay un par de chiquillos que me esperan para cenar.
—Bueno, vea —reanudó Baley, sintiendo que se le agriaba el buen humor—, si hubiese usted permitido que la atendieran, ya podría estar con los suyos. Está causando problemas por una insignificancia. Vamos, pues.
—Conque sí, ¿eh? —La mujer se mostró irritada—. Quizá se cree usted que me puede hablar como si yo fuera basura. Acaso sea ya hora de que el Gobierno se dé cuenta de que los robots no son la gran maravilla de la Tierra. Yo soy una mujer que trabaja como la que más, y me asisten mis derechos…
La mujer siguió perorando y Baley se sintió atrapado y aburrido. La situación se le escapaba de las manos. Aun cuando la mujer consintiera en que la atendiesen, la multitud que aguardaba se enardecía hasta el grado de provocar cualquier incidente desagradable.
Afuera había por lo menos un centenar de personas. Desde que los policías penetraran en la tienda, el grupo había aumentado al doble.
—¿Cuál es el procedimiento usual en estos casos? —preguntó R. Daneel, de pronto.
—Este es un caso inusitado —replicó Baley.
—¿Qué dice la ley?
—Los robots son dependientes legalizados. Nada hay de ilegal en todo esto.
Hablaban cuchicheando. Baley pretendía aparecer oficial y amenazador. Olivaw, como siempre, no denotaba nada con su expresión.
—En ese caso —insinuó R. Daneel—, ordénale a la mujer que permita que se le atienda o que se vaya.
Baley levantó una comisura de sus labios y dijo:
—Es una turba con la que tenemos que enfrentarnos. Hay que llamar a una patrulla antitumultos.
—Debería bastar la orden de un representante de la ley —protestó Daneel, y volviéndose hacia el gerente le dijo—: Abra la puerta, señor.
El brazo de Baley se adelantó para tomar a R. Daneel del hombro y hacerlo girar sobre sí mismo. Detuvo el ademán. Si dos hombres representativos de la ley se disputaban abiertamente, era indudable que no se lograría una solución pacífica.
El gerente pretendió negarse; levantó la vista hacia Baley pero éste no se atrevió a enfrentar su mirada. Entonces R. Daneel repitió, sin inmutarse:
—Se lo ordeno a usted con la autoridad de la ley.
El gerente gimió, retorciéndose las manos:
—Haré responsable a la ciudad por daños y perjuicios a mis muebles y a mis mercancías. Deseo hacer constar que hago esto porque se me ordena.
La barrera de fuerza descendió; hombres y mujeres se precipitaron adentro. Hubo una vociferación feliz y general. Se creyeron que habían obtenido la victoria.
Baley había oído hablar de tumultos semejantes. Hasta había presenciado uno de ellos: había visto cómo levantaban a los robots entre una docena de manos. Los hombres tironeaban y retorcían a las imitaciones de ellos mismos. Usaban martillos, llaves de tuercas y pistoletes de agua. Por último, aquellos objetos miserables y carísimos quedaban reducidos a tiras de metal y alambres. Los cerebros positrónicos, la creación más complicada de la mente humana, eran arrojados de mano en mano como pelotas de fútbol, y aplastados hasta quedar inútiles en un breve lapso.
Entonces, con el genio destructivo desencadenado con tanto alborozo, la muchedumbre se volvía en busca de otras cosas que pudieran también reducir a fragmentos.
Los dependientes robots no pretendían tener conocimiento de nada de esto; pero chillaban a medida que la multitud se aglomeraba, y levantaban los brazos para cubrirse los rostros como en un esfuerzo primitivo para ocultarse. La mujer que iniciara todo este escándalo, atemorizada al ver el incremento que tomó tan repentinamente, más allá de cuanto se atrevió a imaginar, murmuraba:
—Vamos, calma; vamos, calma.
Nadie le hizo caso y la voz se convirtió en un chillido sin significado alguno. El gerente también gritaba:
—¡Deténgalos, oficial, deténgalos!
R. Daneel habló. Sin esfuerzo aparente, su voz se elevó de pronto varios tonos más fuerte que cualquiera emisión humana hubiese logrado obtener.
—Al siguiente hombre que se mueva le disparo —informó el impávido R. Daneel.
—¡Agárrenlo! —gritó alguien en la parte de atrás.
Pero nadie se movió.
R. Daneel se subió ágilmente en una silla, y de ahí saltó sobre un mostrador Transtex. La fluorescencia coloreada que surgía por entre las rendijas de película molecular polarizada le transformaron el semblante terso y frío en algo ultraterreno.
El cuadro se mantuvo así mientras R. Daneel aguardaba, con apariencia tranquila. Anunció:
—Voy armado de un desintegrador de los más efectivos. Lo usaré y mataré a muchísimos de entre ustedes antes de que se apoderen de mí…, quizás a la mayoría. Y hablo en serio… ¿Verdad que estoy serio?
Hubo un movimiento en los extremos; pero no aumentó ya el grupo. Si algunos recién llegados se detenían aún por curiosidad, otros se apresuraban a retirarse. Los más cercanos a R. Daneel mantenían la respiración, tratando desesperadamente de no inclinarse hacia delante, impelidos por la presión de la masa de tanto cuerpo como había a sus espaldas.
Entre un inesperado exceso de sollozos, la mujer que inició el tumulto gritó:
—Nos va a matar. Yo no hice nada malo. ¡Déjeme salir!
Al volverse se enfrentó con una muralla inmóvil de hombres y mujeres aglomerados. Cayó de rodillas. El movimiento de retroceso de la muchedumbre se acrecentó.
R. Daneel saltó del mostrador al suelo y explicó:
—Ahora me voy a dirigir a la puerta. Dispararé contra todo quien me toque. En cuanto a esta mujer…
—No, no —vociferó la mujer que inició el tumulto—. Le digo a usted que no hice nada malo. Ya no quiero nada de zapatos. Lo único que deseo es irme para mi casa.
—Esta mujer permanecerá aquí —ordenó Daneel—. Se le atenderá.
Dio un paso hacia delante.
La multitud lo miró como atontada. Baley cerró los ojos.
No daría resultado. Él no lo creía. Pudo haber detenido a R. Daneel desde un principio. Pudo en cualquier instante haber llamado a un patrullero. Había permitido que R. Daneel tomase la responsabilidad, en lugar de asumirla él, y se había sentido relevado. Cuando intentó confesarse a sí mismo que la personalidad de R. Daneel dominaba la situación, lo invadió un repentino menosprecio.
No se producía ningún ruido insólito; ni gritos, ni maldiciones, ni gemidos, ni vociferaciones. Entreabrió los ojos.
El grupo se estaba dispersando.
El gerente se calmaba; ajustábase la desarreglada chaqueta, alisándose el cabello, mascullando amenazas furiosas en contra de la muchedumbre que desaparecía.
Oyó el silbato terso y apagado de un coche patrulla que se detenía al llegar junto a la puerta.
El gerente le tiró de la manga.
Espero que no tengamos más dificultades, oficial.
—No las habrá —repuso Baley.
Fue fácil desembarazarse del coche de la policía. Habían venido en respuesta a llamadas frenéticas de que se aglomeraba la gente en la calle. Desconocían toda clase de detalles, y podían ver por sí mismos que la calle se hallaba despejada. R. Daneel se hizo a un lado y no demostró señal alguna de interés en lo que Baley explicaba a los hombres del coche-patrulla, disminuyendo la importancia del acontecimiento y olvidándose por completo de la parte que en él tomó R. Daneel.
Después de ello, atrajo a R. Daneel a un lado, contra una de las columnas de acero y cemento del edificio.
—Escúchame —dijo—, no trato de robarte tus méritos, ¿me comprendes bien?
—¿Robarme mis méritos? ¿Es uno de los modismos de la Tierra?
—No informé de la parte que tú tomaste.
—No conozco todas las costumbres de ustedes. En mi universo, un informe completo es lo usual; pero quizá no suceda lo mismo aquí. En todo caso, se impidió una rebelión civil. Y eso es lo único importante de todo, ¿verdad?
—¿Conque sí? Mira, escúchame —Baley trató de aparentar la máxima energía posible, aún viéndose en la necesidad de hablar en murmullos furiosos—. No lo vuelvas a hacer.
—¿No volver a insistir en el cumplimiento de la ley? Si no hago eso, ¿cuál es entonces mi cometido?
—No vuelvas a amenazar a un ser humano con un desintegrador.
—No hubiese disparado bajo ninguna circunstancia, Elijah, como sabes perfectamente. Soy incapaz de dañar a ningún ser humano. Pero, como has podido comprobar, no tuve necesidad de disparar. Ni siquiera pensé que tuviese que hacerlo.
—Pues fue una gran suerte el que no tuvieras que disparar.
No vuelvas a correr el riesgo en ninguna otra ocasión. Yo pude haber adoptado la actitud melodramática que tú…
—¿Actitud melodramática? ¿Qué quieres decir?
—No te preocupes. Trata de buscar el sentido de lo que te estoy diciendo. También yo pude haber sacado un desintegrador para amenazar a esa turba. Traigo mi desintegrador. Pero eso no justifica que lo deba usar en casos como esos; y tú tampoco, por supuesto. Era más seguro llamar a un coche patrulla que recurrir a esos heroísmos individuales.
R. Daneel se quedó meditabundo. Concluyó por menear la cabeza.
—Se me figura que estás equivocado, socio Elijah. Mis informes respecto a las características humanas de aquí, entre los habitantes de la Tierra, incluyen los datos precisos que, a diferencia de los hombres de los Mundos Exteriores, éstos están educados, desde su nacimiento, en la aceptación ciega de la autoridad. Aparentemente, tal es el resultado de su manera de vivir. Como te demostré, sólo se necesitó un firme representante de la autoridad. Tu propio deseo de que viniera un coche patrulla era la expresión de tu inclinación instintiva que busca una autoridad superior que lo desembarace de cualquier responsabilidad. En mi propio mundo, por otra parte, confieso que lo que llevé a cabo hubiese sido totalmente injustificado.
El semblante alargado de Baley estaba encendido de rabia.
—Si te hubiesen reconocido como a un robot…
—Yo tenía la seguridad de que no.
—En todo caso, recuerda que sólo eres un simple robot, como esos dependientes en la zapatería.
—Eso es obvio.
—Y no eres un ser humano.
Baley se sentía impelido hasta la crueldad, muy en contra de su voluntad.
Al parecer, R. Daneel reflexionaba en esas palabras.
—Quizá la división entre los seres humanos y los robots —explicó— no sea tan significativa como la que existe entre la inteligencia y la no inteligencia.
—Tal vez en tu mundo —arguyó Baley—; pero no en la Tierra.
Consultó su reloj, y apenas pudo percatarse de que se había retrasado una hora y cuarto. Notaba su garganta seca. Pensó que R. Daneel le había ganado la primera mano, mientras él permanecía impotente.
Pensó también en Vince Barrett, el joven a quien R. Sammy reemplazó. Y pensó en sí mismo, en Elijah Baley, a quien R. Daneel podía reemplazar. Josafat, su padre, por lo menos fue desclasificado a causa de un accidente que perjudicó, dañó y mató a varias personas. Posiblemente fue culpa suya: Baley no lo sabía.
—Vámonos —ordenó Baley con brusquedad—. Tengo que llevarte a casa conmigo.
—¿Lo ves? —observó R. Daneel—. No está bien hacer ninguna distinción que tenga un significado inferior a la inteli…
—Muy bien —elevó Baley la voz, interrumpiendo—. El asunto queda concluido. Jessie nos aguarda. —Caminó en dirección del intercomunicador más cercano—. Será mejor que la llame y le diga que vamos en camino.
—¿Quién es Jessie?
—Mi esposa.