Viaje en un expresvía
En el expresvía viajaba la multitud habitual; los en pie estaban en el piso de abajo y los privilegiados con asiento, arriba. Una vaharada de humanidad se deslizaba del expresvía, a lo ancho de las bandas desaceleradoras hasta los localvías o en los andenes que bajo los arcos o sobre los puentes conducían al laberinto interminable de las secciones de la ciudad. Otra vaharada, de igual continuidad, se colaba a través de las bandas aceleradoras hacia los expresos.
Por doquier se contemplaban luces infinitas: las paredes luminosas y los techos que, al parecer, despedían una fosforescencia fría y uniforme: los anuncios relampagueantes que vociferaban solicitando la atención de todos; el fulgor regular y duro de las «luciérnagas» que indicaban: POR AQUÍ A LAS SECCIONES DE JERSEY. SIGAN LA FLECHA PARA EAST RIVER. PISO SUPERIOR EN TODOS LOS SENTIDOS PARA LAS SECCIONES A LONG ISLAND.
Lo más insufrible era el ruido, forma inseparable de la vida; el sonido de millones de seres hablando, tosiendo, llamando, riendo, tarareando, respirando.
«Ninguna dirección conduce a Espaciópolis», pensó Baley. Brincaba de banda en banda con la facilidad de una práctica adquirida durante toda su existencia. Los niños la aprendían en cuanto eran capaces de caminar. Baley apenas se daba cuenta de su aceleración a medida que aumentaba la velocidad con cada uno de sus pasos. Ni siquiera se percataba del instintivo echarse para adelante contra la fuerza impulsora. En treinta segundos había llegado a la banda final, la de mayor velocidad, y pudo abordar la movible plataforma con barandillas y cristales que constituía el expresvía.
«Ninguna dirección para ir a Espaciópolis», pensó de nuevo.
Ni había necesidad de indicadores. Si alguien tenía asuntos allí, conocía el camino. Cuando veinticinco años antes se fundó Espaciópolis, hubo una fuerte tendencia a considerar el sitio como lugar de exhibición y regocijo. Las hordas de la ciudad pronto irrumpieron en aquel paraje.
Con mucha cortesía los espacianos colocaron una barrera de fuerza entre ellos y la ciudad. Establecieron un servicio de inmigración, combinado con otro de inspección aduanera. Para ir a tratar algún asunto había que identificarse y permitir que lo registraran a uno, así como someterse a un examen médico y a una desinfección de rutina.
Naturalmente, eso produjo suficiente descontento como para erigir un obstáculo muy serio en el programa de modernización. Baley recordaba los Tumultos de la Barrera. Él formó parte de la turba que se había colgado de los barandales de los expresvías, amontonándose en los asientos y sin respetar los privilegios de clasificación, corriendo como alocado a lo largo y ancho de las bandas, a riesgo de romperse los huesos. Permaneció, en la parte de afuera de la barrera de Espaciópolis durante dos días seguidos, vociferando y destruyendo los bienes de la ciudad al ver sus deseos frustrados.
Por supuesto, los espacianos no se fueron. Ni siquiera necesitaron emplear sus armas ofensivas. La armada anticuadísima de la Tierra hacía mucho tiempo que aprendió lo suicida que era intentar aproximarse a cualquier nave del Mundo Exterior. Los aeroplanos terrestres que se habían aventurado por Espaciópolis, en los inicios de su establecimiento, desaparecieron casi sin dejar rastro.
Y ninguna multitud lograba enloquecerse hasta el punto de olvidar los efectos del desintegrador subetérico manual utilizado contra los terrícolas en las guerras del siglo anterior.
Así, los espacianos aguardaron con estolidez tras la barrera, hasta que la ciudad calmó a las multitudes con vapores somníferos y gases vomitivos. Luego las penitenciarías subterráneas se llenaron de huéspedes de todas clases, que soltaron poco tiempo después.
Tras un intervalo apropiado, los espacianos disminuyeron sus restricciones. Retiraron la barrera de fuerza y confiaron a la policía de la ciudad la protección del aislamiento de Espaciópolis. Y algo de la mayor importancia: los exámenes médicos fueron menos molestos.
Baley pensaba que si los espacianos concebían seriamente la idea de que un terrícola había penetrado en Espaciópolis y cometido un asesinato, levantarían de nuevo la barrera. Una perspectiva nada agradable.
Encaramóse en la plataforma del expresvía; se abrió paso entre los pasajeros en pie hasta la estrecha espiral de la rampa que conducía al piso superior. Allí tomó asiento. No se colocó su billete de clasificación en la copa del sombrero hasta que hubo traspasado la última sección del Hudson. Un C-5 no disfrutaba de su derecho de asiento al este del Hudson ni al oeste de Long Island, y aunque hubiese amplio lugar disponible en esos momentos, automáticamente alguno de los guardavías lo hubiera obligado a salir. Las gentes se ponían insoportables en cuanto a los privilegios de las clasificaciones y, con toda honradez, Baley se apiñaba entre aquellas «gentes».
El aire producía el ruido sibilante característico al resbalar sobre los parabrisas curvos colocados encima de los respaldos de todos los asientos, lo cual ocasionaba grandes inconvenientes para hablar; pero ninguno para meditar en cuanto uno se acostumbraba al ruido.
La mayoría de los terrícolas se inclinaban al medievalismo en una u otra forma. Ello resulta fácil cuando tal cosa significa volver la vista hacia atrás, a una época en que la Tierra era el mundo.
Atraído por un grito femenino, Baley miró hacia la derecha. Una mujer había dejado caer su bolso de mano; la vio por un instante, algo así como una mancha sonrosada contra el gris mate de las bandas. Ahora la propietaria iba volando muy adelante de su adminículo personal.
La boca de Baley inició una mueca de indiferencia. La mujer todavía podría recobrar el bolso si era lo bastante inteligente como para bajar hasta las bandas que se movían con mayor lentitud, y siempre que otros pies no la impulsaran en otro sentido. Nunca llegaría a saber si lo había recuperado. La escena se desenvolvía ya muy atrás suyo, y las probabilidades eran de que no lo hallase.
Baley seguía reflexionando: era mucho más sencillo en otros tiempos. Todo era muy simplificado. Eso hacía que aumentase el número de los medievalistas.
El medievalismo tomaba diferentes formas. Para los no imaginativos de la clase de un Julius Enderby, significaba la adopción de arcaísmos. ¡Gafas! ¡Ventanas!
Para Baley todo se reducía al estudio de la historia. Especialmente la historia de las costumbres del pueblo.
Tomaba como ejemplo la ciudad de Nueva York, lugar donde él vivía y donde concentraba su ser. Era más grande que ninguna otra, excepto Los Ángeles. Con una población muy superior a la de todas, menos la de Shanghai. Apenas contaba con tres siglos de existencia.
Por supuesto, algo había estado en la misma superficie geográfica antes de la actual Nueva York. El conjunto primitivo de la población había existido durante más de tres mil años, no únicamente trescientos; pero no era una ciudad.
En aquel entonces no había ciudades. Sólo se veían amontonamientos de habitaciones, grandes y pequeñas, abiertas al aire libre. Representaban algo como los domos de los espacianos; aunque distintos, desde luego. Estos amontonamientos (el más grande difícilmente llegaba a los diez millones de habitantes, y la mayoría jamás alcanzaba el millón) se encontraban diseminados a miles sobre la Tierra. De acuerdo con los dechados modernos, tal cosa se distinguía por su total ineficacia y por su falta de economía.
El progresivo aumento de la población impuso la eficacia en la Tierra. Hasta cinco mil millones podrían subsistir en el planeta si se reducía paulatinamente el nivel de vida. Sin embargo, cuando el número alcanza los ocho mil millones, la desnutrición es una evidencia palpable.
El cambio radical había sido la formación gradual de las ciudades, tras mil años de historia terrestre. Cada ciudad se convirtió en una unidad semiautomática, que se bastaba a sí misma desde el punto de vista económico. Podía ponerse un techo, una bóveda encima, una muralla en torno, y hasta hundirse bajo tierra. Se convirtió en una tremenda bóveda de acero y cemento que se contenía a sí misma en todos sus detalles.
No cabía la menor duda al respecto: la ciudad era la culminación del dominio del hombre sobre el ambiente. No los viajes por el espacio, no los cincuenta mundos colonizados que se independizaron con tanta arrogancia, sino la ciudad.
Prácticamente toda la población de la Tierra vivía en las ciudades. En el exterior estaba lo salvaje, el cielo abierto que pocos individuos podían afrontar con algo como ecuanimidad. Por supuesto, el espacio abierto era necesario. Poseía el agua, que los hombres deben consumir, el carbón y la madera que significaban las últimas materias primas para los plásticos y para las levaduras que aumentaban sin cesar.
Sin embargo, muy pocos humanos se precisaban para explotar las minas y las granjas; todo se podía dirigir a distancia. Los robots llevaban a cabo los trabajos con menos exigencias.
¡Robots! He aquí la feroz ironía. Fue en la Tierra en donde se inventó el cerebro positrónico, y en la Tierra en donde por primera vez se aplicaron los robots a un uso productivo.
¡No en los Mundos Exteriores! Por supuesto, los Mundos Exteriores siempre se comportaban como si los robots fuesen el resultado de su cultura, nacidos de ella.
De todos modos, la culminación de la economía robótica tuvo lugar en los Mundos Exteriores. Aquí, en la Tierra, los robots siempre estuvieron restringidos a las minas y a las extensiones cultivables. Apenas en el último cuarto de siglo, a instancias de los espacianos, los robots empezaron a filtrarse poco a poco en las ciudades.
Las ciudades representaban algo bueno. Menos los medievalistas todos sabían que no cabían sustitutos, por lo menos sustitutos adecuados. La única dificultad es que no permanecían siempre como algo bueno. La población de la Tierra seguía en aumento. Algún día, con todo cuanto pudieran hacer las ciudades, las calorías disponibles por persona descenderían a un nivel inferior al de subsistencia básica.
Y todo eso empeoraba la situación, porque los espacianos, los descendientes de los primitivos emigrantes de la Tierra, llevaban una existencia de lujo en sus despoblados mundos del espacio. Estaban fríamente decididos a conservar las comodidades que provenían de sus mundos poco habitados, y para ese objeto conservaban la proporción de nacimientos con meticulosidad, evitando que los emigrantes se precipitaran desde la Tierra. Y esto…
¡Ya se acercaba Espaciópolis!
Un cosquilleo en la subconsciencia le avisó a Baley que se aproximaban a la sección de Newark. Si permanecía más tiempo donde estaba, de pronto se encontraría caminando a toda velocidad hacia el sudoeste, en la encrucijada del camino hacia la sección de Trenton, cruzando el corazón mismo de la región de la levadura, cálida y con un fuerte olor a moho.
Era asunto de precisión. Tanto tiempo para cruzar la rampa, tanto para escabullirse por entre los gruñones, tanto para deslizarse a lo largo de la barandilla hasta una de las entradas, tanto para descender a través de las bandas desaceleradoras.
Cuando hubo concluido con todo se encontraba en oposición con la plataforma respectiva. En ningún momento se preocupó por medir su tiempo de modo consciente. Si lo hubiese hecho, con toda probabilidad se habría equivocado.
Baley se halló en un semiaislamiento inusitado. Sólo un policía ocupaba la estación, y, excepto el chirrido del expresvía, estaba rodeado de un silencio muy incómodo.
El policía se aproximó, y Baley le mostró con impaciencia su placa. El policía levantó la mano dándole permiso para continuar.
El pasadizo se estrechaba y daba vueltas acentuadas tres o cuatro veces. Con seguridad que eso era intencionado. Las multitudes de la Tierra no se podían aglomerar en él con ninguna clase de comodidad, y los aludes humanos en carga directa resultaban imposibles.
Baley agradeció mentalmente que el arreglo fuese de modo que él se le presentase a su socio de su lado de Espaciópolis. No le simpatizaba la idea de un examen médico, por más miramientos corteses que se le prodigaran al efectuarlo.
Un espaciano permanecía en pie en el sitio en que una serie de puertas señalaban las salidas al aire libre y a los domos. Vestía a la manera de la Tierra, con los pantalones estrechos a la cintura, sueltos en el tobillo y con una cinta de color en la costura a lo largo de cada pierna. Usaba una camisa ordinaria Textron, de cuello abierto, sin botones y plegada en los puños; pero era un espaciano. Lo denotaba la forma de permanecer en pie, el modo de mantener erguida la cabeza, las líneas tranquilas y sin emociones del rostro ancho, de pómulos salientes, el peinado del corto cabello color de bronce, liso y echado para atrás. Todo su aspecto lo señalaba distinguiéndolo de cualquier terrícola nativo.
Baley se le presentó en tono frío:
—Soy Elijah Baley, del departamento de policía secreta de Nueva York. Clasificación C-5.
Mostró sus credenciales y prosiguió impasible:
—Se me dieron instrucciones para que me presentara a R. Daneel Olivaw, en la encrucijada de Espaciópolis. —Consultó su reloj—. Llegué un poco adelantado. ¿Podría solicitar que se anunciara mi presencia?
Sintióse un poco inquieto por dentro. En cierto modo estaba acostumbrado a los robots de modelo terrestre. Los modelos espacianos serían diferentes. Nunca se había topado con uno; mas nada era tan común en la Tierra como las historias horribles que se susurraban acerca de los tremendos y formidables robots que trabajaban de manera suprahumana en los lejanos y brillantes Mundos Exteriores.
El espaciano, que lo escuchaba con toda cortesía, le dijo:
—No será necesario. Lo he estado esperando a usted.
La mano de Baley ascendió automáticamente; luego la dejó caer. Lo mismo le pasó a su barbilla, con la cual el rostro tomó un aspecto alargado. No le fue posible dejar escapar ni una sola palabra. Todos los vocablos se le helaron.
El espaciano prosiguió con gran mesura:
—Me voy a presentar. Soy R. Daneel Olivaw.
—¿Sí? ¿Estaré cometiendo algún error? Pensé que la primera inicial de su nombre…
Desde luego. Yo soy un robot. ¿No se lo advirtieron?
—Sí, me lo advirtieron. —Baley se pasó una mano húmeda por el cabello y se lo alisó hacia atrás, sin ninguna necesidad. Luego se la tendió—. Lo siento, señor Olivaw. No sé en qué estaba pensando. ¡Muy buenos días! Yo soy Elijah Baley, su socio.
—¡Bien! —La mano del robot estrechó la suya con una presión creciente muy suave, que llegó hasta el apretón amistoso; luego disminuyó—. Sin embargo me parece que percibo cierto trastorno. ¿Le pudiera suplicar que fuese franco conmigo? En unas relaciones como las nuestras, lo mejor es aducir el mayor número posible de hechos relevantes. Y en mi mundo la costumbre es que los socios se tuteen, llamándose por sus respectivos nombres. Confío en que no sea contraria a sus propias costumbres.
—Lo que sucede es que usted, ¿sabe?, no se ve como un robot —explicó Baley con desesperación.
—Y, ¿eso te trastorna?
—No debiera, me supongo, Da…, Daneel. ¿Son todos como tú en tu mundo?
—Hay diferencias individuales, Elijah, como en los hombres.
—Nuestros propios robots… Bueno, de esos sí que se puede decir que son robots, ¿comprendes? Tú pareces un espaciano.
—Ah, sí, me doy cuenta. Esperabas un modelo más bien rudo, ¿no? Con todo, resulta sumamente lógico que nuestros directores empleen a un robot de visibles características humanoides en este caso, y confiamos en evitar cualquier dificultad. ¿No es así?
—Sí —repuso Baley.
—Entonces, vamos ya, Elijah.
Regresaron rumbo al expresvía. R. Daneel se familiarizó con las bandas aceleradoras, y maniobró a lo largo de ellas con gran habilidad. Baley, que empezó moderando su movimiento, terminó muy molesto por verse obligado a precipitarlo.
El robot conservó su equilibrio. Ni siquiera mostró el menor vestigio de dificultad. Baley incluso se preguntaba si R. Daneel no estaría con toda intención obrando con mayor lentitud de la que necesitaba. Llegó hasta los interminables vagones del expresvía y se encaramó con un atrevimiento inusitado. El robot lo siguió con gran facilidad.
Baley se ruborizó. Tragó dos o tres veces, y por fin exclamó:
—Permaneceré aquí abajo contigo.
—¿Aquí abajo? —El robot, al parecer indiferente tanto al estruendo como al balanceo rítmico de la plataforma, añadió—: Me informaron que una clasificación C-5 le daba a uno derecho a ocupar un asiento en el piso superior de acuerdo con ciertas condiciones.
—Tienes razón. Yo puedo subir; pero tú no.
—¿Y por qué no he de poder ir contigo?
—Porque se necesita ser C-5, Daneel.
—Entiendo.
—Tú no eres un C-5. —Resultaba difícil hablar. El silbido del aire friccionado era mucho más fuerte en el piso inferior, de menor abrigo, y Baley procuraba que su tono de voz fuese muy quedo. R. Daneel protestó:
—¿Por qué no habría yo de ser un C-5? Soy tu socio, y, en consecuencia, de igual categoría. Me dieron esto.
De un bolsillo interior extrajo una tarjeta-credencial rectangular, totalmente auténtica. El nombre que aparecía era Daneel Olivaw, sin la importantísima inicial. La clasificación denotaba C-5.
—Subamos, pues —convino Baley, impasible.
En cuanto se sentó, Baley se quedó mirando fijamente hacia delante y disgustado consigo mismo, con plena conciencia del robot situado a su lado. Por dos veces lo habían pescado en falla. En primer lugar, no reconoció a R. Daneel como a robot; luego no previó la lógica que exigía que a R. Daneel le otorgasen una clasificación C-5.
La dificultad, por supuesto, estribaba en que él no era el detective secreto del mito popular. Él no era incapaz de sorprenderse, imperturbable de apariencia, infinito de adaptabilidad y veloz como el rayo para las lucubraciones mentales. Ni nunca se supuso que lo fuera; pero nunca antes lo había lamentado como ahora.
Lo que lo obligaba a dolerse de ello, al parecer, era confesarse que R. Daneel Olivaw significaba la verdadera personificación de aquel mito.
Tenía que serlo. Era un robot.
Baley comenzó a encontrar excusas para sí mismo. Él estaba acostumbrado a los robots como R. Sammy, en su oficina. Había esperado una criatura con una piel de plástico duro y brillante, de un color blanco casi muerto. Había esperado una expresión fija en un nivel irreal de buen humor imbécil. Había esperado movimientos bruscos, un poco inciertos, casi automáticos.
R. Daneel carecía de todo eso.
Baley arriesgó una rápida mirada de soslayo al robot. R. Daneel se volvió simultáneamente y asintió gravemente. Cuando habló, sus labios se habían movido con naturalidad, y no se limitaban a quedar entreabiertos como los de los robots terrícolas. Hasta pudo vislumbrar movimientos de una lengua articulada.
«¿Por qué ha de permanecer allí sentado con tanta tranquilidad? —pensó Baley—. Todo esto debe de ser algo distinto y totalmente nuevo para él. El ruido, las luces, ¡la multitud!».
Se levantó, se escurrió junto a R. Daneel y le dijo:
—¡Sígueme!
Bajaron del expresvía y se dirigieron a las bandas desaceleradoras.
Se encontraron en la calle Ciento Ochenta y Dos Este. A menos de doscientos metros estaban los ascensores que atendían el servicio de aquellos pisos de acero y cemento en donde estaba situado su propio apartamento.
Estaba a punto de decirle, «Por aquí», cuando se halló detenido por un grupo de gente que se aglomeraba en la parte exterior de una puerta de fuerza brillantemente iluminada, en una de las múltiples tiendas al menudeo situadas en las plantas bajas de esta sección.
Dirigiéndose a una de las personas más cercanas, preguntó con un tono de autoridad automático:
—¿Qué sucede?
El hombre a quien se dirigió, y que permanecía en la punta de los pies atisbando, repuso:
—¡Maldita mi suerte si lo sé! Acabo de llegar.
Alguien informó con excitación manifiesta:
—Tienen a esos miserables robots ahí. Se supone que nos echarán a nosotros. ¡Con lo que me gustaría descuartizarlos pieza por pieza!
Baley soslayó nerviosamente a Daneel; si éste pescó el significado de las palabras, o si las escuchó, no dio la menor muestra por nada de su aspecto exterior.
Baley se hundió en la aglomeración.
—Abran paso. ¡Déjenme pasar! ¡Soy policía!
Le hicieron lugar. Baley alcanzó á oír tras sí:
—… que los descuarticen. Tornillo a tornillo. Que los corten por las costuras, muy despacio… —Y alguien más se rió.
A Baley le entró un escalofrío. La ciudad era la máxima perfección; pero exigía demasiado de sus habitantes. Los obligaba a vivir dentro de una rutina estricta, y ordenaba sus existencias de acuerdo con un método científico y restringido. En ciertas ocasiones, en determinadas circunstancias, estallaban las inhibiciones constreñidas.
Recordó los Tumultos de la Barrera.
Cierto que existían motivos para perturbaciones callejeras antirrobotistas. Los hombres que se encontraban ante la perspectiva del mínimo desesperado que representaba la desclasificación, tras media vida de esfuerzo continuo, no eran capaces de decidir a sangre fría que los robots individuales no tuviesen la culpa de ello. Entonces, por lo menos, nada más sencillo que volverse contra los mismos.
El Gobierno las llamaba dificultades crecientes. Movía tristemente su cabeza colectiva y aseguraba a todos y a cada uno que, tras un período absolutamente necesario de ajuste, se presentaría ante ellos una nueva vida mucho mejor.
Pero el movimiento medievalista aumentaba en proporción con el proceso desclasificador. Los individuos llegaban a la desesperación, y con facilidad se pasaba de la amarga frustración a la destrucción vandálica.
Baley se esforzaba desesperadamente por acercarse a la puerta.