CIENTO UN DÍAS ANTES

En la primera mañana de octubre, supe que algo estaba mal casi desde que me desperté para apagar la alarma del reloj. La cama no olía como debía. Y yo no me sentía como debía. Me llevó un atolondrado minuto darme cuenta: sentía frío. Bueno, cuando menos, el pequeño ventilador colocado en mi litera con un clip, de pronto parecía innecesario.

—¡Hace frío! —grité.

—¡Oh, Dios! ¿Qué hora es? —oí arriba de mí.

—Ocho cero cuatro —respondí.

El Coronel, que no tenía un reloj de alarma pero casi siempre se levantaba a bañar antes de que el mío sonara, colgó sus piernas cortas a un costado de mi cama, saltó abajo y corrió a su vestidor.

—Supongo que perdí mi oportunidad de ducharme —dijo, al tiempo que se ponía una camiseta verde que decía CULVER CREEK BASKETBALL y un short—. Bueno, siempre habrá un mañana. Y no hace frío. Probablemente estemos a 25 grados.

Agradecido de haber dormido totalmente vestido, sólo me puse zapatos y el Coronel y yo trotamos a los salones de clase. Me senté veinte segundos antes de que empezara la clase. A la mitad, madame O’Malley se dio la vuelta para escribir algo en francés en el pizarrón y Alaska me pasó una nota.

«¡Qué bonita cara de almohada! ¿Estudiamos en McDonald’s a la hora de la comida?».

Faltaban solamente dos días para nuestro primer examen significativo de precálculo, así que Alaska pescó a los seis chicos de precálculo que no consideraba Guerreros Semaneros y nos metió en su diminuto coche azul de dos puertas. Por una alegre coincidencia, una bonita chica de décimo grado llamada Lara terminó sentada en mi regazo. Lara había nacido en Rusia o en algún lugar similar y hablaba con un poco de acento extranjero. Como estábamos apenas a cuatro capas de ropa de hacerlo, tomé la oportunidad y me presenté.

—Sé quién eres —sonrió—. Eres el amiigo de Alaska de Flowrriida.

—Así es. Prepárate para muchas preguntas bobas, porque yo soy un desastre en precálculo —le dije.

Empezó a responder; pero luego, cuando Alaska salió a toda velocidad del estacionamiento, fue arrojada hacia mí.

—Chicos, conozcan a Cítrico Azul. Así se llama porque es un limón —dijo Alaska—. Cítrico Azul, conoce a los chicos. Si los encuentran, quizá quieran ponerse los cinturones de seguridad. Gordo, a lo mejor tú quieres ser el cinturón de seguridad de Lara —lo que al coche le faltaba de velocidad, Alaska lo compensaba negándose a mover el pie del acelerador, sin importar las consecuencias. Incluso antes de salir de los terrenos de la escuela, Lara era lanzada sin piedad cada vez que Alaska daba vuelta a toda prisa, así que seguí el consejo de Alaska y envolví con los brazos la cintura de Lara.

—Gracias —dijo, casi de manera imperceptible.

Después de cuatro kilómetros y medio muy veloces, un tanto atolondrados camino a McDonald’s, pedimos siete órdenes de papas fritas para compartir y luego salimos a sentarnos en el pasto. Sentados en círculo alrededor de las papas fritas, Alaska dio la clase mientras fumaba y comía.

Como buena maestra, toleraba poca disensión. Fumó, habló y comió durante una hora sin parar, mientras yo tomaba notas en mi cuaderno conforme las aguas lodosas de las tangentes y los cosenos empezaban a aclararse. Pero no todos eran tan afortunados.

A medida que Alaska pasaba como rayo por algo obvio acerca de las ecuaciones lineales, el jugador mariguano Hank Walsten dijo:

—Espera, espera, no entiendo.

—Eso es porque tienes ocho células en tu cerebro.

—Hay estudios que muestran que la mariguana es mejor para tu salud que esos cigarros —se defendió Hank.

Alaska tragó un gran bocado de papas fritas, le dio una fumada a su cigarro y sopló el humo hacia Hank, que estaba al otro lado del círculo.

—Puede que muera joven —dijo—, pero al menos moriré inteligente. Ahora, de vuelta a las tangentes.