CIENTO DOS DÍAS DESPUÉS

Mi papá hizo el papel del doctor Morse en el teléfono, pero el hombre que iba a representarlo se llamaba Maxx con doble x, aunque su nombre era, de hecho, Stan, excepto el Día de los Oradores, en que evidentemente sería el doctor William Morse. Era un verdadero caso de crisis existencial de identidad, un estríper masculino con más alias que un agente oculto de la CIA.

Las primeras cuatro «agencias» a las que llamó el Coronel nos mandaron a volar. No fue sino hasta que llegamos a la «F» en la sección de Entretenimiento de la Sección Amarilla que encontramos la empresa Fiestas de Solteras Somos Nosotros. Al propietario de ese lugar le gustó mucho la idea, pero dijo:

—A Maxx le va a encantar eso, pero nada de desnudarse. No enfrente de los chicos.

Accedimos, un poco renuentes.

Para asegurarnos de que no expulsaran a nadie, Takumi y yo recolectamos cinco dólares de cada uno de los alumnos del decimoprimer grado en Culver Creek para cubrir la cuota de aparición del «doctor William Morse», dudando que el Águila quisiera pagarle después de atestiguar el, eh, discurso. Yo puse los cinco dólares del Coronel.

—Siento que me he ganado tu caridad —dijo, señalando los cuadernos de arillos que había llenado con planes.

Esa mañana, sentado en clase, no podía pensar en ninguna otra cosa. Todos los alumnos de decimoprimer grado en la escuela lo sabían desde hacía dos semanas y, hasta el momento, no habían corrido ni siquiera el más mínimo rumor. Pero el Creek estaba repleto de chismes, sobre todo en torno a los Guerreros Semaneros, y si una sola persona le decía a un amigo que le dijera a un amigo que le dijera a un amigo que le dijera al Águila, todo se vendría abajo.

La ética de no delatar del Creek aguantó bastante bien la prueba, pero cuando Maxx/Stan/doctor Morse no había aparecido a las 11:50 de la mañana ese día, pensé que el Coronel perdería la cabeza. Estaba sentado sobre la defensa de un coche en el estacionamiento de alumnos, con la cabeza inclinada, corriendo las manos por su gruesa mata de cabello oscuro una y otra vez, como si tratara de encontrar algo allí. Maxx había prometido llegar a las 11:40, veinte minutos antes del inicio oficial del Día de los Oradores, para que le diera tiempo de aprenderse el discurso y todo. Yo estaba de pie junto al Coronel, preocupado pero en silencio, esperando. Habíamos enviado a Takumi a llamar a «la agencia» para averiguar en dónde estaba «el artista».

—De todas las cosas que pensé que podían salir mal, ésta no era una de ellas. No tenemos solución para ésta.

Takumi se acercó corriendo, con cuidado de no hablarnos hasta encontrarse cerca de nosotros. Los chicos empezaban a entrar en el gimnasio. Tarde, tarde, tarde, tarde. Le habíamos pedido tan poco a nuestro artista, en realidad. Le habíamos escrito su discurso. Le habíamos planeado todo. Lo único que Maxx tenía que hacer era aparecer con su traje puesto. Y aún así…

—La agencia —dijo Takumi— dice que el artista viene en camino.

—¿En camino? —dijo el Coronel, restregándose el pelo con renovado vigor—. ¿En camino? Ya viene tarde.

—Dicen que debe, —y de pronto desaparecieron nuestras preocupaciones al ver una pequeña camioneta azul dar vuelta en la esquina hacia el estacionamiento; adentro venía un hombre con un traje.

—Más vale que ése sea Maxx —dijo el Coronel mientras el coche se estacionaba. Trotó hasta el coche.

—Soy Maxx —dijo el tipo, abriendo la puerta.

—Yo soy un representante sin rostro y sin nombre de la clase del decimoprimer grado —respondió el Coronel, dándole la mano a Maxx. Tenía treinta y tantos años, piel tostada y hombros anchos, con una mandíbula fuerte y una barbita de chivo oscura, recortada.

Le dimos a Maxx una copia de su discurso, que leyó rápidamente.

—¿Alguna pregunta? —dije.

—Eh, sí. Dada la naturaleza de este evento, creo que deberían pagarme por anticipado.

Me pareció muy cuadrado, incluso como profesor, y sentí una confianza suprema, como si Alaska nos hubiera encontrado al mejor estríper masculino de toda Alabama central y nos hubiera conducido directamente a él.

Takumi abrió la cajuela de su camioneta y tomó una bolsa de papel del súper con $329 dólares adentro.

—Aquí tienes, Maxx —dijo—. Mira, el Gordo aquí presente se va a sentar junto a ti, porque tú eres amigo de su papá. Eso viene en el discurso. Pero, eh, esperamos que si te interrogan cuando termine todo esto, puedas decir que la clase entera de decimoprimer grado te habló en una llamada tipo conferencia para contratarte. No querríamos meter al Gordo en ningún problema.

—A mí me suena bien —se rió—. Acepté esta chamba porque me pareció sensacional. Ojalá a mí se me hubiera ocurrido esto en la prepa.

Al entrar al gimnasio, con Maxx/el doctor William Morse a mi lado, y Takumi y el Coronel bastante detrás de mí, supe que era más fácil que me atraparan a mí que a cualquier otra persona. Pero había estado leyendo el Manual de Culver Creek con sumo cuidado las últimas dos semanas y me recordaba a mí mismo mi defensa de dos partes en caso de que me metiera en problemas: 1) Técnicamente, no hay ninguna regla en contra de pagarle a un estríper para que baile enfrente de los alumnos. 2) No es posible probar que yo fui responsable del incidente. Únicamente se puede probar que yo traje a la escuela a una persona que se suponía era un experto en el comportamiento sexual en las adolescencia, quien resultó ser un verdadero desviado sexual.

Me senté con el doctor William Morse a mitad de la fila delantera de las gradas. Algunos chicos del noveno grado se sentaron detrás de mí, pero cuando el Coronel entró con Lara un momento después, de manera cortés les dijo: «Gracias por guardarnos nuestros lugares», y se deshizo de ellos. Según el plan, Takumi estaba en la sala de provisiones en el segundo piso, conectando su equipo de estéreo a las bocinas del gimnasio. Yo me volteé con el doctor Morse y le dije:

—Deberíamos vernos con gran interés y habla como si fuera usted amigo de mis padres.

Él sonrió y asintió con la cabeza.

—Tu padre es un gran hombre. Y tu madre tan hermosa.

Miré hacia arriba, un poco asqueado. No obstante, me caía bien este estríper. El Águila llegó a las doce en punto, saludó al orador de la clase del decimosegundo grado, un antiguo procurador general del estado de Alabama, y luego se acercó al doctor Morse, quien se puso de pie con gran aplomo y medio se inclinó al darle la mano al Águila, quizá demasiado formal, y el Águila dijo:

—Sin duda estamos muy contentos de tenerlo aquí —a lo que Maxx contestó—: «Gracias, espero no desilusionarlos».

A mí no me preocupaba que me expulsaran. Ni siquiera me preocupaba que expulsaran al Coronel, aunque quizá debía haberlo estado. Me preocupaba que no funcionara porque Alaska no lo había planeado. Quizá ninguna travesura digna de ellas podía lograrse bien sin ella.

El Águila se colocó detrás del podio.

—Éste es un día de significado histórico en Culver Creek. Fue la idea de nuestro fundador Philip Garden, que ustedes, como alumnos, y nosotros, como cuerpo docente, podamos tomarnos una tarde al año para beneficiarnos de la sabiduría de las voces que están fuera de la escuela y por eso nos reunimos aquí cada año para aprender de ellos, para ver el mundo como otros lo ven. Hoy, el orador de la clase de decimoprimer año es el doctor William Morse, profesor de psicología en la Universidad de Florida Central y un erudito muy respetado. Está aquí el día de hoy para hablar sobre adolescentes y sexualidad, un tema que estoy seguro les será de gran interés. Así que, por favor, ayúdenme a darle la bienvenida al doctor Morse al podio.

Aplaudimos. Mi corazón latía dentro de mi pecho como si también quisiera aplaudir. A medida que Maxx caminaba hacia el podio, Lara se inclinó y me susurró:

—Está buenísimo.

—Gracias, señor Starnes —Maxx sonrió y asintió con la cabeza en dirección al Águila; luego enderezó sus papeles y los colocó sobre el podio. Incluso yo casi creí que era un profesor de psicología. Me pregunté si era posible que fuera un actor que así aumentaba sus ingresos.

Leyó directamente el discurso sin alzar la vista, pero leyó con un tono seguro y frívolo de un académico un poco altanero.

—Estoy aquí el día de hoy para hablarles sobre el fascinante tema de la sexualidad adolescente. Mi investigación se basa en el campo de la lingüística sexual, específicamente en la manera en que los jóvenes hablan del sexo y las preguntas relacionadas con eso. Así que, por ejemplo, estoy interesado en por qué el hecho de que yo diga la palabra brazo puede no hacerlos reír, pero el que diga yo la palabra vagina, sí puede.

Y sí, había algunas risitas nerviosas de parte del público.

—La manera en que los jóvenes hablan sobre los cuerpos de los demás dice mucho sobre nuestra sociedad. En el mundo de hoy, es mucho más probable que los chicos vean los cuerpos de las chicas como objetos que al revés. Los chicos se dirán entre ellos que Fulanita tiene un buen trasero, mientras que las chicas son más propensas a decir que un chico es simpático, un término que describe características físicas y emocionales. En el primer caso tiene el efecto de volver a las chicas meros objetos, mientras que en el segundo las chicas ven a los chicos como personas completas.

Luego Lara se puso de pie y, con su acento inocente y delicado, interrumpió al doctor William Morse.

—¡Está usted buenísimo! ¡Ojalá que se callara y se quitara la ropa!

Los alumnos se rieron, pero todos los profesores se voltearon y la miraron, azorados y en silencio. Ella se sentó.

—¿Cómo te llamas, querida?

—Lara —contestó.

—Ahora, Lara —dijo Maxx, mirando sus hojas para acordarse de la línea—, lo que tenemos aquí es un estudio clínico muy interesante, una fémina viéndome como objeto a mí, un varón. Es tan poco común que lo único que puedo suponer es que estás intentado ser graciosa.

Lara se puso de pie de nuevo y gritó:

—¡No es broma! Quítese la ropa.

Él miró, nervioso, su discurso, y luego nos miró a todos, sonriendo.

—Bueno, sin duda es importante subvertir el paradigma patriarcal, y supongo que ésta es una manera. Está bien, entonces —dijo, pasando al lado izquierdo del podio. Y luego gritó, lo suficientemente fuerte para que Takumi lo oyera arriba:

—Ésta es por Alaska Young.

Cuando empezó a sonar el bajo rápido y batiente de la canción «Get Off» de Prince en los altavoces, el doctor William Morse se agarró la pierna de los pantalones con una mano y la solapa del saco; con la otra se separó el velcro y su disfraz se abrió, revelando a Maxx con dos x, un hombre asombrosamente fornido, de estómago bien definido y músculos pectorales prominentes. Y Maxx permaneció de pie ante nosotros, sonriendo, mientras vestía solamente calzones que con seguridad estaban apretados pero no eran blancos, sino de cuero negro.

Con los pies en su lugar, Maxx mecía los brazos al ritmo de la música; la multitud soltó la carcajada y un aplauso ensordecedor y sostenido: la ovación más larga por mucho en la historia del Día de los Oradores. El Águila se puso de pie en un segundo y, en cuanto lo hizo, Maxx dejó de bailar, pero flexionó los músculos pectorales de manera que brincaran arriba y bajó rápidamente al ritmo de la música antes de que el Águila, sin sonreír pero succionando los labios hacia dentro como si no sonreír requiriera esfuerzo, indicara con un dedo pulgar que Maxx debería irse a casa, cosa que Maxx hizo.

Con la vista seguí a Maxx que salía por la puerta y vi a Takumi parado en la entrada, con los puños en el aire en señal de triunfo, antes de que saliera corriendo para arriba a quitar la música. Me dio gusto que hubiera podido ver cuando menos una parte del espectáculo.

Takumi tuvo bastante tiempo para sacar su equipo, porque las risas y la conversación siguieron durante varios minutos, al tiempo que el Águila repetía una y otra vez:

—Bien. Bien. Vamos a calmarnos ahora. Cálmense todos. Cálmense ya.

El orador de la clase del decimosegundo año habló a continuación. No recibió mucha atención. Al salir del gimnasio, los que no eran del decimoprimer año se nos arremolinaban, preguntando:

—¿Fueron ustedes? —yo sonreía y decía no, porque no había sido yo, ni el Coronel ni Takumi ni Lara ni Longwell Chase ni nadie más en ese gimnasio. Había sido la travesura de Alaska de principio a fin. «La parte más difícil de hacer travesuras», me dijo Alaska una vez, «es no poder confesar». Pero ahora podía confesarlo de parte de ella. Y al salir lentamente del gimnasio, le dije a cualquiera que quisiera oír:

—No, no fuimos nosotros. Fue Alaska.

Los cuatro regresamos a la habitación 43, radiantes por el éxito, convencidos de que el Creek nunca más vería una travesura semejante, y ni siquiera se me ocurrió que podría meterme en problemas hasta que el Águila abrió la puerta de nuestra habitación y se quedó allí, de pie, ante nosotros y meneó la cabeza con desdén.

—Sé que fueron todos ustedes —dijo el Águila.

Lo miramos en silencio. Con frecuencia fanfarroneaba. Quizá estaba fanfarroneando.

—Nunca más hagan algo así —dijo—. Pero, señor, «subvertir el paradigma patriarcal»: es como si ella hubiera escrito el discurso.

Sonrió y cerró la puerta.