CUARENTA Y CINCO DÍAS DESPUÉS

Durante semanas, el Coronel y yo habíamos dependido de la caridad para sostener nuestro hábito del cigarro: todos, desde Molly Tan hasta Longwell Chase, que alguna vez tuvo un corte militar, nos habían dado cajetillas gratis o baratas. Era como si la gente quisiera ayudar y no pudiera pensar en una mejor manera. Pero, para finales de febrero, se nos acabó la caridad. Ya era tiempo, en realidad. Yo nunca me sentía bien de aceptar los regalos de la gente, porque ellos no sabían que nosotros habíamos cargado las balas y puesto la pistola en la cabeza.

Así que después de clase, Takumi nos condujo a Licores Coosa, Satisfacemos tus necesidades espirituosas. Esa tarde, Takumi y yo obtuvimos los desalentadores resultados de nuestro primer examen fuerte de precálculo del semestre. Quizá porque Alaska ya no estaba disponible para enseñarnos precálculo sobre una pila de papas a la francesa de McIncomible o quizá porque ninguno de nosotros había estudiado en realidad y ambos estábamos en peligro de que enviaran reportes de progreso a nuestras casas.

—La cosa es que precálculo no me resulta muy interesante —dijo Takumi, como un hecho.

—Puede resultar difícil explicarle eso al director de admisiones de Harvard —respondió el Coronel.

—No lo sé. A mí me resulta bastante apremiante —dije.

Nos reímos; pero las risas se vieron arrastradas hacia un silencio espeso, penetrante, y sabía que todos estábamos pensando en ella, muerta y sin risa, fría, no más Alaska. La idea de que Alaska no existiera aún me azoraba cuando pensaba en ello. «Se está pudriendo bajo la tierra de Vine Station, Alabama», pensé, pero ni siquiera era eso del todo. Su cuerpo estaba allí, pero ella no estaba en ningún lado, nada, ¡zas!

Los momentos que parecían ser los más felices ahora siempre eran seguidos por la tristeza, porque cuando la vida se empezaba a sentir como cuando estábamos con ella, nos dábamos cuenta de que se había ido total y completamente.

Compré los cigarros. Yo nunca había entrado a Licores Coosa, pero el lugar era tan desolador como Alaska lo había descrito. El piso polvoriento de madera rechinaba mientras avanzabas hacia el mostrador y vi un gran barril lleno de agua nauseabunda que decía almacenar carnada viva, pero de hecho contenía un verdadero cardumen de pececitos muertos, flotantes. La mujer detrás del mostrador me sonrió con sus cuatro dientes cuando le pedí una caja de Marlboro Lights.

—¿Tú vas a Culver Creek? —me preguntó y no supe si responderle con la verdad, ya que ningún alumno de preparatoria tendría diecinueve años de seguro, pero ella tomó la caja de cigarros y la puso en el mostrador sin pedir una identificación, así que contesté:

—Sí, señora.

—¿Cómo van en la escuela? —preguntó.

—Bastante bien —contesté.

—Oí que tuvieron una muerte por allá.

—Sí, seño —dije.

—Siento mucho oír eso.

—Sí, seño.

La mujer, cuyo nombre no supe porque éste no era el tipo de establecimiento comercial que desperdiciara dinero en gafetes, tenía un pelo blanco, largo, que le crecía de un lunar en la mejilla izquierda. No era lo que se dice asqueroso, pero no podía yo dejar de mirarlo y luego mirar para otro lado.

De regreso en el coche, le entregué una cajetilla de cigarros al Coronel.

Bajamos las ventanas, aun cuando el frío de febrero me mordió la cara y el fuerte viento hacía imposible la conversación. Me senté en mi cuarta parte del coche y fumé, preguntándome por qué la vieja de Licores Coosa no se arrancaba ese pelo del lunar. El viento soplaba contra mi cara al entrar por la ventana que había bajado Takumi frente a mí. Me moví hacia la mitad del asiento trasero y miré al Coronel sentado al revés, sonriendo, con el rostro hacia el viento que soplaba a través de su ventana.