Al siguiente miércoles me topé literalmente con Lara después de la clase de religión. La había visto, claro está. La había visto casi todos los días, en la clase de inglés o sentada en la biblioteca susurrando con su compañera de cuarto, Katie. La veía en la comida y la cena en la cafetería y probablemente la habría visto en el desayuno, si alguna vez me hubiera levantado a esa hora. De seguro, ella también me había visto, pero hasta esa mañana no nos habíamos encontrado.
Para ahora, yo suponía que me habría olvidado. Después de todo, sólo fuimos novios como un día, si bien uno memorable. Pero cuando choqué contra su hombro izquierdo mientras iba apresurado rumbo a la clase de precálculo, ella giró y me miró enojada, más no porque hubiéramos chocado.
—Lo siento —solté de sopetón y ella me miró con los ojos entrecerrados, como alguien que está o a punto de pelearse o de llorar. Luego desapareció en silencio hacia un salón de clases. Eran las primeras palabras que le decía en un mes.
Quería hablar con ella. Sabía que me había portado horroroso. «Imagínate», me repetía una y otra vez, «si tú fueras Lara, con una amiga muerta y un ex novio silencioso», pero yo solamente tenía espacio para una pasión verdadera y esa pasión estaba muerta y yo quería saber el cómo y el porqué; Lara no me lo podía decir y eso era todo lo que me importaba.